Ismael/XLV

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XLV

Quedose luego en suspenso, marchita y triste, con los ojos vagos en el espacio lejano.

Después de algunos segundos, se volvió a Tata Melcho y levantó un pie, sin decir palabra. El viejo tomó el cabestro, y la ayudó a subir, encajándole la punta del pie en el estribo de madera.

Mientras el caballo se removía en círculo piafando y sacudiendo la cola, ella se acomodó el vestido corto, empuñó bien las riendas y echó a andar al trotecito hacia el campo desierto.

¿Adónde se encaminaba? No lo sabía ella misma.

Se iba vagabunda.

Con todo, no quería mirar para atrás, y nunca le había sucedido que la sangre le bullera tanto en el pecho, como aquella tarde. Allí sentía golpes a saltos, y como una bola que parecía subírsele a la boca.

Una rabia concentrada y silenciosa solía arrancarle algún hipo que al salir le dejaba la entraña doliendo; y al ruido de sus resuellos que le estremecían todo el cuerpo, su vivaz caballo levantaba la cabeza resoplando.

Blandengue, -abandonado el rodeo- la había visto desde lejos, y venía en pos con la lengua al viento.

Al ruido de sus estornudos, Felisa tuvo un temblor; más al enterarse de la causa de su sensación, cerró los ojos y se mordió los labios, cayéndole de aquellos dos o tres gotas ardientes que no cuidó de limpiar en las mejillas.

Lejos estaba ya de las «casas».

El sol descendía. La línea verde del bosque se dibujaba delante; y a trechos en los claros, cual tersos planos de cristales amarillentos, las aguas del río bañadas de resplandores. No llegaban a esos lugares los ecos de la faena pastoril, y sólo perturbadas parecían por un concierto de ronquidos de patos y gallinetas. Ocho o diez ñandúes en despliegue de guerrilla y uno de otro a tiro de pistola, habían alzado sus largos cuellos en la loma y miraban al jinete que caía al bajo con mucha atención.

Felisa se paró en la orilla, frente a un remanso que ella conocía, sin apearse. Quedose allí como abismada por largos momentos. Sentía como un deseo vago de hundirse en aquella agua, donde ella vio un día ahogarse a un potro enredado en los caraguatáes.

Blandengue que seguía con sus ojos su mirada, se arrojó de un salto al remanso, mordió las hojas anchas color de esmeralda de un camalote, y volviose al ribazo arenoso en donde se revolcó un momento, para repetir la diligencia sobre las yerbas.

Felisa permanecía inmóvil. Una gran palidez le llenaba la cara haciendo resaltar el rojo encendido de su boca, y el pecho solía hinchársele para dar salida a esas espiraciones roncas que se confunden con la queja, aunque sólo sean desahogos de la rabia impotente.

En semejante actitud, oyó de pronto un galope furioso que venía de allá atrás de las cuchillas.

Blandengue se afirmó bien sobre sus patas, y alzó el hocico negro, abriendo las narices.

La criolla tuvo que contener su caballo alborotado, y echose luego a andar por la ribera del Santa Lucía sin rumbo, ni resolución alguna.

Estaba como atontada.

Presentía sin embargo quién podía ser el del galope, y su ansiedad fue en aumento al paso que iba disminuyendo distancias el jinete.

No tardó éste en aparecer en la cuesta vecina, dónde sofrenó dirigiendo su rostro a todos lados.

Era el mayordomo.

Así que vio a Felisa en el bajo, picó espuelas lanzando un terno bestial; y vínose a ella a media rienda sin miedo a una rodada.

La criolla se quedó quieta.

Almagro sujetó a dos puños su tordillo; y al verle pintada en su cara de tigre una mueca feroz, y llevar con ademán brusco la diestra a la daga -tal vez para afirmarla en el «cinto», y no con otro móvil-, ella abandonó las riendas, encogiose en la montura y refregándose una con otra sus manos, gritó entre medrosa e irritada:

-¡No me mates!

El brioso pangaré, que había caminado en tanto algunos pasos sin sentir el gobierno, mordió el freno de improviso, abalanzose en rápidas corvetas sin librar sus lomos, y arrancó por fin a escape derecho a la loma, con las riendas colgantes y la crin revuelta.

Felisa era «de a caballo», tanto como el mejor jinete; y por eso, aunque sacudida de todas maneras en el recado, conservó la posición sin perder el ánimo, y hasta se inclinó dos veces para coger las riendas, en medio de la veloz carrera.

Jorge se deslizaba a un flanco como una sombra tendido sobre el pescuezo de su tordillo, desenredando las boleadoras; y Blandengue volaba furioso dirigiendo dentelladas a los garrones del pangaré -que al sentirse acosado redoblaba sus esfuerzos con ímpetu terrible.

-¡Blandengue!..., gritó Almagro revolcando las boleadoras.

Este grito fue como un rugido.

En ese momento el pangaré pisó una rienda, cayendo de golpe sobre sus rodillas, y Felisa dominada en parte por el vértigo fue lanzada de costado, quedándosele encajado el pie en el estribo.

El caballo se incorporó en el acto dando un corcovo, cuando silbaban las boleadoras que encontraron el vacío, y de las que una piedra dio en la cabeza de la criolla con la violencia de una bala.

El pangaré arrancó de nuevo azorado con Blandengue prendido al pecho, arrastrando a Felisa por el flanco; y, este grupo informe rodó por los declives y subió las cuestas entre espantosos estrujones, revolviéndose varias veces por el suelo el mastín, para levantarse y prenderse otras tantas a las carnes del mancarrón convertido en potro por el pánico.

Merced a esta circunstancia, Almagro se le puso encima y pudo descargarle en la cabeza el mango del rebenque. Al golpe, el pangaré se desplomó resollando como un fuelle.

Todo esto fue rápido, obra de algunos minutos.

El mayordomo se arrojó al suelo y precipitose a Felisa, que estaba inmóvil boca abajo, con las ropas destrozadas y el pelo lleno de pastos y abrojos, formando una sola masa con la sangre en cuajarones.

Diola vuelta trémulo, y vio que el rostro estaba todo lleno de manchas color violeta, el cráneo hundido por el golpe de la bola, los ojos cubiertos de tierra, semi-cerrados y fijos, las narices rotas por las coces, y el pecho sin latidos.

Estaba muerta.

Almagro prorrumpió en un grito felino, y viendo al mastín que allí cerca alargaba la cabeza hacia el cadáver, desnudó iracundo la daga, y le tiró con toda la fuerza del brazo una puñalada para abrir en canal.

Blandengue esquivó el golpe, se alejó alguna distancia, desde dónde se puso a mirarle entre sordos gruñidos, y fuese con la cola baja a esconderse en el monte.