Ismael/XXV
XXV
Aquel día, penúltimo de Febrero, era de jolgorio en la estancia de Capilla Nueva. Se paraba rodeo para «aparte» de reses, y con ese motivo habíanse reunido en el campo más de sesenta hombres bien montados, tan dispuestos a contribuir sin interés pecuniario a la faena, como a participar del suculento festín al raso con que brindaba a la riunión el bizarro capataz Pedro José Viera.
Tres novillos con más grasa que músculo, en cuya piel podía pasarse la uña, sin tropezarse en el hueso, buenos rimeros de pasteles o tortas que se freían en grande olla de tres pies en el centro de la cocina, y mate cimarrón en cinco o seis calabazas que iban y venían con sus bombillas de lata, constituían con un regular número de botas de «caña» los manjares y brebajes del banquete campestre.
La gente de chiripá se sentía contenta y vocinglera, concluida la faena.
Los últimos que llegaban del rodeo desensillaban y largaban sus pinos sudorosos, dándoles un golpecito con las riendas en los cuartos, después de acariciarles con dos o tres palmadas el cuello, y de pasarles de la cruz a la cola el lomo del cuchillo para refrescar la traspiración espumosa bien señalada por los bastos, las bajeras y la carona.
Tendían luego las piezas de sus recados en los palos de una enramada, colgaban los frenos en los ganchos de madera, y con los rebenques cogidos de los extremos o colgantes por las manijas de las muñecas, confundíanse a otros grupos retozando como ganado en el llano, o tendiéndose entre ellos en aptitud de brega a cuchillo, o chiflando un aire de la tierra con la borlilla del barboquejo por flauta, o removiéndose con pasos de pericón entre los yuyos con el gesto ladino del que tiene una hembra delante.
Junto a un corral de palo a pique se jugaba a la taba.
En la cocina, entre el humo, y cerca de los pasteles que se iban extrayendo con dos palillos de la olla en donde saltaban dorados bajo el hervor de la grasa, se hacían partidas al truco, llevándose la cuenta con palitos de yerba misionera.
El capataz ensartaba en grandes asadores la carne de los novillos; y los colocaba enseguida junto a dos grandes fogones, encendidos a pocos pasos de un «ombú» gigantesco.
Bajo de este árbol indígena, dos guitarristas de uñas como garras y enruladas melenas templaban sus instrumentos, mortificando cuerdas y clavijas; y a su frente, agitándose en círculos, o deteniéndose de súbito para volver a jadear, canturreando décimas, se refregaban algunos mancebos de calzoncillo cribado por el mero gusto de hacer trinar las lloronas.
Oíase como un ruido de alborozo en la enramada, donde un cantor unía las notas de su voz bronca a las de la prima y la bordona, atrayendo al sitio algunas mozas de trenza y pollera corta, y no pocas comadres de edad madura.
Fuera de uno que otro gaucho de mirar receloso o taimado, todos los semblantes expresaban alegría. El mate circulaba por doquiera; se picaba tabaco en la mano con el cuchillo; se hacían comentarios sobre la hacienda vendida y el trompón que un orejano dio al zaino del tropero y la «rodada» con suerte del paisano Ramón y la malaventura de Basilio al tirar el «lazo» a una vaca barrosa, y la caída «fiera» de Serapio por las ancas al repuntar el ciñuelo.
Después de estos diálogos pintorescos entre resuello y resuello del cantor, volvíase a poner atención al cielito; y era de verse entonces con qué aire serio lanzaba el tañedor sus trovas, trémula la mano callosa sobre la caja del instrumento, con la cabeza inclinada y lánguidos los ojos hacia las hembras al entonar el ¡ay! de la calandria hermosa, y tendida a lo largo una de las piernas, cubierta en parte por la bota de potro, de cuya extremidad surgían los dedos amoratados por el roce constante del estribo.
De repente estallaba una cuerda, enmudecía el trovador de súbito lo mismo que un gallo sorprendido en mitad de su canto por un golpe en la cabeza, y había que esperar con paciencia a que se echase el ñudo y se afinara el estrumento.