Ismael/XXXI
XXXI
A media legua del lugar de la sorpresa, y llevando siempre su caballo a gran galope, Ismael no pudo apercibirse sino cuando era tarde, que se había entrado en un estero peligroso.
La tierra se ahondaba bajo los cascos.
El sufrido alazán de Viera luchaba a saltos, para hundirse cada vez más en los tembladerales o sea tremedales, de que estaba sembrado el suelo.
Al principio encajose hasta las rodillas en el lodo, arrancándose con brío en cada hundimiento; pero, luego llegole la masa viscosa al pecho, y los esfuerzos potentes fueron creciendo, al punto de alzarse sobre los remos delanteros desesperado, sepultando en aquella gelatina negra y espesa sus ancas por completo.
Todavía pugnó, hacia adelante, sin obedecer ya la brida.
En sus supremos arranques desviose de la recta, pisó firme, se abalanzó torpe y asustado, volvió a hundirse en otra ciénaga traidora, zafose nuevamente esparciendo en su redor una lluvia de barro; y al resoplar de contento y orgullo, dio un brinco, y tornó a perder pie en una hoya gelatinosa donde se sacudió en vano breves instantes con las crines pegadas al cuero, para quedarse al fin inmóvil, trémulo y rendido.
Aquella sima blanda y correosa, parecía absorberlo.
-¡Fíate en la virgen! -murmuró Ismael con sorda rabia.
Y sondó el fondo con su lanza.
Había más de un metro, y así mismo ese fondo no era muy sólido y consistente, a juzgar por la facilidad con que penetraba el cuento del astil al más pequeño empuje.
Ismael se quedó indeciso, casi hincado sobre el lomillo.
El alazán no daba señales de vida, inerme en su sepultura de lodo.
Había cesado todo ruido de persecución en los contornos.
Solo el volido de los patos salvajes, que cruzaban en bandas sobre la cabeza de Ismael, transformado en estatua ecuestre de barro, interrumpía a intervalos la profunda calma de la atmósfera.
En aquella posición difícil, era forzoso esperar el día que no tardaría ya en aparecer.
Resignábase a ello Ismael, tras un nuevo esfuerzo de su parte, que solo hizo hipar su cabalgadura sin conseguir moverla del cieno, cuando llegó a vislumbrar un bulto que se arrastraba lentamente a uno de los flancos, como quién evita perder la costra firme o lengüeta de tierra sólida que serpentea en los tremedales sirviéndoles de línea divisoria.
Un olor particular hirió su olfato, e imaginose al principio que le rondaba una fiera, atraída por sus juramentos enérgicos y por las violentas sacudidas del alazán al chapuzarse en las cuencas traidoras.
Pero, pronto modificó su creencia, así que el viento trajo a sus narices un efluvio de grasa o pella de «peludo», y díjose:
-Indio se me ase.
El bulto se detuvo a mitad de su marcha, y Velarde quedó con su vista fija en él, y la lanza cruzada por delante del rostro y el pecho, verticalmente, en previsión de una flecha corta o de un golpe de bola.
Apenas la aurora dilató sus luces por el espacio e hiciéronse algo distintos los objetos, Ismael bajó la lanza, y sin dejar de mirar con fijeza su fantasma, dio una gran voz al reconocerle:
-¡Tacuabé!
El bulto que se escurría sobre el verde, era en verdad uno de los indios amigos de la partida de Venancio, así llamado, que a impulsos del instinto del carcheo, había llegado hasta allí en la persecución, y husmeaba a la distancia una presa, creyendo que el que se debatía en las ciénagas era un soldado de la fuerza dispersa.
Con su oído sutil y su mirada perspicaz, se había venido al rumbo, atando antes su caballo a una «sombra de toro» de las que cubrían a trechos el llano, y puéstose a atisbar los movimientos desesperados del jinete, avanzándose al fin con el cuchillo en la boca por el terreno firme y angosto que formaba como itsmos en aquella red de pantanos.
Al grito de Ismael, el indio levantó la cabeza, y púsose de pie. Lo que él creyó presa segura, era blanco amigo. Pronunció en voz baja y en su idioma algunas palabras, y fuese acercando muelle y lentamente.
Ayudó, mudo e impasible a Ismael, haciéndole saltar en seco, a dos varas apenas del sitio en que se hundiera el alazán; y, después, siempre sin decir palabra, cogiole la bota de cuero de nutria que llevaba atada a la cintura, y se la empinó en la boca, trasegando largos sorbos de aguardiente.
Dio un ligero chasquido con la lengua y los labios, y púsose a mirar el horizonte.
Ismael sacó un trozo de tabaco negro del cinto, cortó con su cuchillo un pedazo y dioselo a Tacuabé, diciendo con todo su aire calmoso:
-Pá mascar.
El indio cogió el tabaco, lo mordió despacio arrancándole un fragmento con sus dientes blancos, pequeños y cortantes como cuchillas, y comenzó a revolverlo en la cavidad bucal sin un solo visaje.
Ismael entretanto, tiraba del cabestro, y azuzaba al alazán con el rebenque para que abandonase la hoya de lodo pútrido; lo que consiguió después de ruda faena, arrastrando al animal casi entumecido por la costra sólida, iluminada ya por el sol naciente.
Tacuabé seguíale silencioso, reuniendo en la boca buena cantidad de zumo de tabaco, para confundirlo y tragarlo luego con un buche de alcohol.
Abandonaban aquellos sitios atormentados por el tábano y la mosca brava, cubiertos de barro y de abrojos.
Lejos de ellos, Ismael echó pie a tierra junto a una cañada de aguas transparentes; desensilló su caballo, tendiendo al sol las piezas de su «recado», después de lavarlas, y desnudose a su vez, para hacer lo mismo con sus ropas.
Enseguida obligó a entrar al agua al alazán, y le roció bien los lomos.
Concluida esta diligencia, condújolo a un trecho de pasto alto, en donde bien pronto el caballo se revolcó hipando.
Después, quedose él con la vista en el agua.
Descalzose las espuelas y las botas, que frotó con los dedos en la corriente hasta limpiarlas del lodo, y tirándolas sobre la yerba, dijo, resollante:
-A sacar la mugre.
Y se entró en la cuenca, donde se zabulló, resurgiendo a poco con la cabellera de mujer negra y lustrosa, distendida a lo largo del cráneo y de la espalda, cuya blancura hacía contraste con su cuello tostado y enrojecido.
Tacuabé, lejos de imitarle, dejó pastar a su caballo sin bajarle la dura carona, ni extraerle el bocado que le servía de gobierno.
Por su parte, él se echó en el suelo boca abajo, masticando ahora un trozo de la «mulita» de Ismael que habíase atrapado por rapaz instinto; y contemplábale en sus chapuces, con un gesto de glacial indiferencia, caídas las greñas sobre los hombros y rozando las yerbas, en las que se escondía su cuerpo lleno de untos, tierra y costurones.
Una hora más tarde, alejábanse a buen trote de este lugar.
En la imposibilidad de seguir la columna de Benavides, que debía haber emprendido marchas forzadas por rumbos desconocidos, Ismael se determinó a sepultarse de nuevo en los montes del Río Negro.
La existencia azarosa del matrero reiniciose para él por algunos días; hasta que al caer de una tarde, Tacuabé, que había desaparecido desde muchas horas antes, entrose al monte con la nueva de que andaban «amigos» en el campo.
El indio no se había equivocado.
Una fuerza revolucionaria campeaba entre los dos ríos, llamando a sus filas a los hombres valerosos, al grito de «independencia».
Ismael y Tacuabé ocuparon en ese nuevo escuadrón su puesto de combate.