Italia y el papado
Discurso leído por Manuel González Prada el 24 de septiembre de 1905 en la Loggia Stella de Italia.
Señoras y señores:
Hace un año que usé la palabra en esta misma institución y para conmemorar el mismo aniversario: agradezco a los masones italianos la honra que por segunda vez me otorgaron al solicitar mí colaboración.
La Stella d'Italia erige aquí una tribuna donde nos llama a los profanos sin marcar límite a la emisión de las ideas. Nada más laudable ni más oportuno, hoy que en Lima recrudece el fanatismo, hoy que no cesa de ir en aumento la inundación clerical.
No se puede negar que una fuerza de reacción religiosa pugna por hacernos retroceder. Y ¿quiénes oponen resistencia? uno que otro luchador solitario, ninguna agrupación desde el momento que las conferencias organizadas en la Liga de Librepensadores quedaron violentamente abolidas por el flamante aliado del Partido Liberal. Los llamados a levantar la voz, callan por conveniencia o por miedo. Los diarios son clericales o fingen serlo para amoldarse a la mentalidad de sus dos públicos -el femenino y el neutro. Las Cámaras siguen debatiéndose en pasiones de bandería y defendiendo intereses de campanario: conservan la tradición, pues los congresos nacionales no representaron jamás el oriente de las ideas regeneradoras. El Gobierno, si abiertamente no encabeza el movimiento retrógrado, le favorece bajo cuerda o le mira con buenos ojos: a todo poder le conviene fomentar el Catolicismo, esa doctrina de resignación y envilecimiento.
Puede haber concluido el tiempo de las hogueras inquisitoriales; no ha finalizado el ciclo de las luchas religiosas. Se lucha en todas partes, y con mayor encarnizamiento en las naciones católicas; así, en Francia se tiene que pasar de las controversias verbales a los actos violentos. Y no solamente luchan los mediocres y vulgares; agitan las armas un Berthelot, un Haeckel, un Sergi, un Salmerón... ¿Quiénes afirman que pasó de moda la cuestión religiosa y que pertenece a las antiguallas del siglo XVIII? casi siempre los que fundidos en un solo bloque no pesarían lo que pesa un Haeckel ni un Berthelot.
No ha bajado a la tumba una religión que suponíamos enterrada bajo los sarcasmos de Voltaire y las ironías de Renan. La vemos palpitar en rededor nuestro, aferrándose por dominar las conciencias. Algunos, aunque librepensadores, la respiran en la atmósfera de su casa, la husmean en los platos de su mesa, la sienten en la almohada de su lecho. La Ciencia y la Religión ejecutan un perdurable movimiento de báscula: si una sube la otra desciende. Nadie negará que la Ciencia no para en su movimiento de ascensión. El Catolicismo desciende y en las naciones civilizadas no vive una vida muy gloriosa. Sin embargo, tenemos que asestarle golpes continuos para acelerar su muerte. Aunque le veamos reducido a cadáver, sigamos golpeándole: hay muertos que debemos matar una y cien veces.
De esa terquedad en aferrarse a la vida no cesa de ofrecer testimonio el jefe de la Iglesia frente al Gobierno de Italia. Dada la fecha que celebramos, conviene decir algunas palabras sobre las actuales relaciones de ambas potestades.
I
[editar]Al triunvirato literario de Dante, Petrarca y Boccaccio, a los hombres que en el Renacimiento fijaron la lengua nacional, debe oponerse el triunvirato político de Garibaldi, Cavour y Mazzini, de los hombres que en el siglo XIX contribuyeron más a la consumación de la unidad italiana.
Sacudir el yugo del Austriaco, formar de reinos fraccionarios y antagónicos, un estado grande y homogéneo, borrar el odio mezquino de pueblos a pueblos y hasta de familias a familias, para sustituirle con el siamo fratelli de Manzoni, he aquí las ideas que durante varios siglos germinaban en el cerebro de los pensadores italianos, he aquí los fines que persiguieron Garibaldi con la espada, Cavour con la diplomacia, Mazzini con la pluma.
Derrocados los reyezuelos y los grandes duques, realizadas las proezas legendarias de los Mil, faltaba mucho para consumar la independencia y unidad: Austria cerraba el camino. Para vencerla y debelarla no bastaban las energías nacionales: los apostolados, las revoluciones, los heroísmos, todo había sido inútil. El vínculo tradicional llegó a verse tan relajado en Italia, que los esbirros y los degolladores del pueblo no salían siempre de las legiones extranjeras. Como se necesitaba la cooperación de fuerzas exteriores, muchos emisarios o apóstoles fueron de nación en nación y de corte en corte buscando amigos y aliados de la emancipación italiana. Los políticos realizaron entonces un prodigio de habilidad y astucia -la alianza de Víctor Manuel y Napoleón III. Cuando se piensa en la obra de Cavour, se ve pequeñas las figuras de Talleyrand y Metternich.
Vencida el Austria en Magenta y Solferino, reivindicada la posesión de Venecia, el pueblo italiano pide más: su anhelo se cristaliza en la fórmula de: Italia una con su capital Roma. Recordando las invasiones extranjeras provocadas por la ambición y felonía de los Pontífices, reconociendo con Machiavelli que el papado es en Italia como el hierro en la herida, los revolucionarios piden la abolición del Poder temporal, claman por el afianzamiento de la nacionalidad con la reintegración de los Estados Pontificios.
Mas el Emperador francés, deteniéndose en la mitad del camino, proclama el Roma intangible y pretende que los Mazzini, los Cavour y los Garibaldi acepten la inviolabilidad del territorio avasallado por la Iglesia. ¿Por qué? Un viejo libertino se halla muy cerca de un viejo gazmoño, y grandes catástrofes de imperios se fundan en ridículas influencias de alcoba. Napoleón III era casado con una joven condesa, que si no tenía las virtudes de una santa, poseía el fanatismo de una española. No extrañemos, pues, que en Roma subsistiera hasta 1870 una guarnición de soldados franceses que representaban el doble misterio de pretorianos y monaguillos. Los voluntarios que a fines del siglo XVIII descargaban el fusil sobre los ejércitos monárquicos, en el siglo XIX apuntaban con el rifle a garibaldinos y mazzinianos: Mentana sucede a Valmy.
En los pechos italianos hierve entonces una cólera inexorable contra el hombre que hoy les sirve de aliado en la guerra con Austria, y mañana quiere obligarles a permanecer inmóviles bajo la sandalia de un Pío IX. En Francia misma el proceder ilógico y ambiguo del Emperador suscita recriminaciones y protestas. Como les sucede a contemporizadores y amigos de términos medios, Napoleón se granjea la censura y odiosidad generales: los católicos le tratan de garibaldino, los garibaldinos le motejan de papista. Si unos le atacan en la prensa por sostener una guarnición al servicio de un papa inquisidor y carabinero, otros le acusan en el Cuerpo Legislativo, no sólo de haberse dejado envolver por las redes de la astucia italiana, sino de favorecer una revolución patrocinada por Inglaterra.
Estalla la guerra franco-prusiana, y la tremenda catástrofe del pueblo francés redunda en beneficio del pueblo italiano. Al derrumbarse el trono de Napoleón III arrastra consigo a la sede temporal de Pío IX. Casi al mismo tiempo en que el hombre de Sedán sale de Francia para no regresar nunca, Víctor Manuel penetra en Roma para lanzar al mundo católico la frase de MacMahon en Sebastopol: Aquí estoy y aquí me quedo.
II
[editar]Mas, con la posesión de Roma ¿se han colmado los deseos y ambiciones de Italia? La voz del irredentismo no deja de repercutir. Si antes se clamaba por Venecia y los Estados Pontificios, hoy se clama por el Trentino y Trieste, confesando que la unidad nacional no puede considerarse como un hecho sino el día en que se adquiera o se recupere las fronteras naturales. Hoy se piensa quizá en Istria y Dalmacia como en las futuras provincias de una Italia más extendida y más poderosa, hoy se sueña, tal vez, con la anexión de Albania para dominar el Canal de Otranto y convertir el Adriático en un mar latino. A la vez que disminuye la galofobia atizada por Crispi y Bismarck, va renaciendo el odio al germano, al enemigo tradicional: la Triple Alianza no impide que el pueblo italiano execre a Francisco José y abomine de Austria. Innsbrück, la capital misma del Tirol austriaco, oye resonar los mueras al tudesco.
Lombroso afirma que "Italia es una, pero no está unificada, (que) mientras algunas secciones de la península avanzaron con la unidad política, muchas han permanecido estacionarias o retroceden". Con la monarquía de 1870 vino la excesiva centralización, el desarrollo de un miembro a expensas de los demás: por un lado la congestión, por otro el desangramiento. Poco ganaron las multitudes, que no valen mucho las transformaciones políticas sin venir acompañadas de un mejoramiento social. La soberanía del pueblo es una sangrienta irrisión cuando se sufre la tiranía del vientre: al llevar el voto en una mano, hay que tener el pan en la otra. Quienes se beneficiaron con la unidad política de Italia fueron los reyes de Cerdeña, los cortesanos, los hombres públicos y los financieros. Los humildes y los pequeños sacaron lo de siempre: como las abejas labran panales para que otros saboreen la miel, así los humildes siembran para que los soberbios cosechen, así los pequeños combaten y mueren para que los grandes obtengan poder y glorificación.
Italia hierve y se agita: unos, siguiendo la huella de Crispi, tienden a formar una potencia agresiva, conquistadora, con visos de imperialismo germánico; otros, recordando la prédica humanitaria de Mazzini, se inclinan a fundar una república sin ejércitos permanentes, pacífica, regida por instituciones de la más pura democracia. Al hervor político responde la fermentación social: lo mismo que en todas las naciones civilizadas, las huelgas estallan como preludios de la gran revolución futura. La guerra de tarifas con Francia, las desastrosas aventuras coloniales, los desmedidos impuestos originados por los grandes armamentos, causaron muchas miserias, muchos sacrificios y muchas lágrimas. De cuando en cuando las olas populares, esas tremendas olas levantadas por el hambre, surgieron de la nación para venir a estrellarse contra los muros del Quirinal. Más de una vez, la bala y el sable respondieron a los gritos que pedían trabajo y pan; más de una vez, sangre de obreros y hasta de niños y mujeres enrojeció la tierra en Nápoles, Milán y Sicilia.
Nadie vería en la Italia del siglo XX un campo de ruinas, una tierra de muertos, como dijo Lamartine. La exuberancia de sangre, la plétora de vida nacional se revela por la capacidad emigrante o fuerza de salir a crear naciones o fundar colonias. Dígalo Inglaterra. Los pueblos decadentes y agotados se confinan en sus linderos, arraigan tenazmente al hogar de los abuelos y arrullándose con las leyendas de una gloria pasada, se extinguen oscura y miserablemente. El que vive propaga la vida, se mueve y se transforma. Por eso, el italiano verifica una evolución: deja de ser el soldado brutal de la antigua Roma para convertirse en el fecundo y laborioso inmigrante de los pueblos americanos. El va engrandeciendo y poblando las naciones orientales de la América española. Por su adaptación al medio ambiente, por su facultad de asimilarse, en fin, por su virtud colonizadora, y prolífica, el italiano merece llamarse un creador de nacionalidades, un vivificador de razas.
Sin embargo, su misión histórica no se reduce a engrandecer tierras lejanas, olvidándose de su país y de sus hermanos. Aquel espíritu viril y generoso que en la Antigüedad y el Renacimiento hizo de Italia un gran pueblo, no ha degenerado en la edad moderna: donde nacieron los Gracos surgen hoy los grandes vengadores, los terribles justicieros. Surgen también los sabios y los artistas, los civilizadores por la verdad y la belleza. Desaparecida Grecia, Italia figuró como el granero intelectual del mundo. ¿A qué no puede llegar mañana con el talento privilegiado de sus hijos? Los hombres que supieron descubrir la pila como Volta, sondear el firmamento como Secchi, cincelar el mármol como Cánova, armonizar las notas como Rossini, pulir la estrofa como Leopardi, pensar como Gioberti y prosar como Giordani, sabrán convertir en nuevo emporio de riquezas la hermosa tierra donde florecen las viñas de Horacio y susurran las abejas de Virgilio.
III
[editar]Todos volvemos hoy los ojos a Italia como ayer los volvíamos a Francia, porque la Humanidad tiene derecho de apropiarse las fechas magnas. A todo el mundo civilizado pertenecen el 14 de julio y el 20 de Setiembre: significa la desaparición del antiguo régimen y el hundimiento del poder teocrático. Los franceses que en 1789 demolieron la Bastilla, los italianos que en 1870 abrieron la brecha de la Porta Pía, tal vez creyeron servir únicamente al bien de sus respectivas naciones, cuando lucharon por los intereses de la Humanidad. El 20 de Setiembre se conmemora algo más que la unidad política de Italia: el Quirinal frente al Vaticano simboliza el constante desafío de la Razón a la Fe.
En una balada de Heine, el Emperador Enrique IV de Alemania, vencido y humillado por Gregorio VII, viste el sayal del penitente, marcha con los pies descalzos y reza un padre nuestro, dando señales de sumisión y arrepentimiento; mas reprime la cólera, jura secreta venganza y en lo interior de sí mismo profetiza que de su fiel y querida tierra germánica, nacería el hombre destinado a empuñar el hacha y derribar a la implacable hidra de Roma.
Y la profecía se va cumpliendo. Si la derrota de Austria produjo la unidad de Italia, el triunfo de Prusia quitó a los Papas el poder temporal, convirtiéndoles en simples vecinos de la Ciudad eterna. Pero, no, incurrimos en una exageración al expresarnos así: el Papa no se humilla ni se esfuma como una simple unidad en el censo de Roma; se destaca, se yergue como un adversario que blasona de representar los elevados intereses morales, mientras el Rey personifica los bajos intereses materiales.
En las disensiones de los gobiernos con la Iglesia, sólo caben dos actitudes: someterse sin condición o rebelarse sin miramientos. Cuando, en vez de cortar el cable y establecer un gobierno esencialmente laico, se venera la tradición y se evoluciona en el campo de los términos medios, entonces se deja planteada una interminable serie de cuestiones enojosas, pueriles y ridículas. Los fundadores de la unidad italiana incurrieron en un grave error, más propiamente dicho, cometieron una verdadera hipocresía al destruir el poder temporal en nombre de un Estatuto que reconoce el Catolicismo como religión del Estado.
Quien se declara hijo de la Iglesia tiene que reconocer como padre al Sumo Pontífice. Víctor Manuel se diseña como hijo y revolucionario sui generis: desnuda a su padre, y enseguida le demanda la bendición; encarna un movimiento impío, y muere clamando por los auxilios de la Religión. Humberto sigue más o menos, las huellas paternales, aunque una muerte violenta le impide acabar como Víctor Manuel. El actual monarca, hijo de una madre piadosísima, da visos de tanta fidelidad a las enseñanzas maternales que no se casa sin exigir de su novia el ingreso a la comunión católica. Lamentemos, pues, que los italianos no hayan poseído un Enrique VIII sin vicios. Lamentemos, más aún, que el asalto a Roma en 1870 no hubiera sido la obra de una revolución netamente republicana y popular como la de 1848. Garibaldi habría dado al problema una solución radical y definitiva.
De la situación creada por una política dudosa, nace algo triste y cómico: el Papa, inerme y vencido, continúa siendo no sólo una acusación sino una rémora y una amenaza; mientras el Gobierno de Italia, obligado a ceder o transigir, hace el papel de una barca ligera, mas reducida a navegar con velas de plomo, teniendo que remolcar un pesado y viejo pontón.
Desde que emperadores y reyes regalaron territorios como se regala muebles y dispusieron de hombres como se dispone de rebaños, los Papas consideraron los Estados Pontificios como una herencia de familia, legalmente pasada de antecesor a sucesor. Ahí ejercitaron el más absoluto de los poderes, tanto que el gobierno papal era en el orden político lo que en el físico con las lagunas pontinas. Ese poder sueñan con reivindicarle para retenerle hasta el fin de los siglos: ellos no admiten prescripción ni medio vedado para reivindicar lo perdido.
Dándose por emisarios del cielo y sólo responsables ante Dios, los Pontífices no conocen patria ni aceptan deberes cívicos; al verse acosados por sus vecinos o sus súbditos, no vacilan un solo instante en apelar al extranjero. ¿A quién llamó Pío IX el día que los Romanos le hicieron disparar hasta Gaeta? a españoles, austriacos y franceses. Hoy mismo, si la restauración de la Sede temporal dependiera de una cruzada exterior, Pío X acudiría al rey de Inglaterra que es protestante, al Zar que es ortodoxo, a Loubet que es librepensador. No rechazaría ni al Sultán, mahometano, rojo de pies a cabeza con la sangre de armenios y macedonios. Las manos enrojecidas con sangre cristiana no asustan a un Papa, cuando traen un óbolo para acrecentar el dinero de San Pedro o llevan un arma para herir en el corazón a los enemigos de la Iglesia.
En el cerebro de los infalibles, todo error es una cristalización eterna, ¡Non possumus! gritaba Pío IX. ¡Non possumus! balbuceaba León XIII y ¡Non possumus! repetirán sus irreducibles sucesores como lo repite ya Pío X. Y no usarán la mansedumbre evangélica, al sentirse potentes para fulminar el rayo. Burla merecería, si no infundiera lástima, esa irritación morbosa de los Sumos Pontífices al verse privados de su soi-disant derecho divino. Mas se les comprende y hasta se les disculpa, cuando se medita en la tradicional atmósfera del Vaticano y en el proceso mental de sus moradores. No solamente Roma; Italia, Europa, el mundo entero pertenece moral y políticamente al heredero legítimo de San Pedro. Los papas consideraron siempre la Tierra como un feudo legado por Dios, no miraron en todos los hombres más que un hacinamiento de seres inconscientes o menores de edad, obligados, por la razón o la fuerza, a vivir y morir bajo la tutela de la Curia Romana. El ideal del Catolicismo se resume así: el trono en Roma, el Sumo Pontífice en el trono, el Universo a los pies del Sumo Pontífice.