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Jactancia

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Jactancia
de Emilia Pardo Bazán


Si aquella mesa de café tuviese discernimiento, su opinión acerca de la Humanidad sería amargamente pesimista. Y cuenta que, generalmente, en esos puntos de reunión donde la gente, tratándose con la mayor confianza, se conoce a medias y es de rigor la pose, cada cual hace la rueda del pavo lo más posible; cada cual alardea de arrogancia, valor, acierto en las profecías, fortunas con las mujeres, lances en los viajes, tino en los negocios y amistad estrecha con personajes a quienes ni ha saludado. A veces, el aire sopla del lado opuesto, la jactancia se satura de cinismos y se hace gala de descaros inverosímiles, de truhanerías y miserias increíbles. Nunca está en el fiel la balanza; nunca la verdadera naturaleza humana, entretejida de mal y de bien, mediocre casi siempre en su composición mixta, aparece al descubierto.

En la consabida mesa dieron en reunirse unos cuantos, gente joven, carne frescal, no salada aún por la experiencia, inquietada por el hervor y la comezón de la subida de la savia y propensa a jactarse más allá del límite. No estaban todavía en sazón de comprender que bajo la capa del sol hay poco inédito, bueno y malo, y que a lo singular se va mejor por el camino de lo conocido... Cada uno de ellos suponía sinceramente que sus propias manidas y sosas travesuras eran fazañas inauditas; y cada uno se reía de los demás con irónico y solapado gesto. Al fin, el que más y el que menos comprendió la necesidad de algo extraordinario para (¡atroz galicismo!) epatar a los otros. Fue cosa instintiva; la vanidad lanzó la chispa y sopló sobre la paja de aquellos espíritus. Era preciso, a toda costa, ver bocas abiertas y oír exclamaciones enfáticas: «¡No!... Hombre, eso ya... ¡Demontre! ¡Atiza!...».

Yo solía sentarme a la mesa, entre el círculo de muchachos, ostentando el fuero o la inferioridad -según se mire- de un decanato indiscutido. Mi madurez empezaba, y empezaba también a divertirme el espectáculo de la locura de mis prójimos. Para exacerbar su amor propio, cifrado ya en diferenciarse del resto de los mortales, les llevé a la mesa algunas noches a un sujeto que, no por alarde, sino por ser en él natural, se pasaba la vida realizando estupendas barbaridades. Ya se zampaba regaladamente un vaso de vidrio, ya se daba una ducha con manga de riego, ya se tragaba un tenedor, ya se liaba a dentelladas con un perro de presa o con un gato enrabizado y furioso. El ejemplo de este Atila de sí mismo, a quien tributábamos ovaciones, acabó de perder a los comensales. Ansiaron parecer en lo moral lo que él era en lo físico -¡lo físico no se puede falsificar!-, y resolvieron declararse protervos, amorales y aun satánicos, poniendo el punto de honra en el toque de la perversidad refinada y estremecedora.

Creyérase al pronto que no ofrece dificultad ninguna pasar por un monstruo... ¡Error! Me convencí entonces de que la gran maldad, como todo lo grande, es patrimonio de pocos. Hay especialmente cierta aureola de «buen muchacho», de «simpático», de «infeliz», que no se pierde a dos por tres; y como ahí lo mortificante era poseer esa aureola, nos divertíamos en rodear con ella la cabeza de los que más pretendían la de llamas infernales.

El género de perversidad que abundó al pronto fue, claro es, la perversidad amorosa. Corralillo, un moreno melado, con ojos de endrina y barba de felpa; Escalante, un rubio belicoso, de bigotes metálicos y ganchudos, a lo káiser, se alabaron de cosas mejores para calladas que para dichas, y las discusiones con tal motivo enzarzadas adquirieron un tinte asaz grotesco. Excuso añadir que todos nos picamos de amor propio, dado que la materia era de aquéllas en que nadie quiere quedarse atrás y en que las leyes de la mera honradez y delicadeza llevan el sello del ridículo.

Tocó después el turno a otra jactancia de perversidad más de moda: la del crimen... ¿Quién ignora que el crimen ha sido apologizado, rehabilitado, y acabará por recibir culto si nos descuidamos un poco? El primer comensal que concibió la luminosa idea de sugerir que había en su pasado un misterio, y en su conciencia... nada, porque el remordimiento es debilidad y el porvenir pertenece a los fuertes..., ése consiguió su fin; nos «epató» por espacio de una hora de todas veras.

Sólo que los demás, repuestos de la sorpresa y poseídos de noble emulación, se dieron a hacer confesiones muy análogas, aunque varias en la forma y hubo alguno que, sin andarse con chiquitas, añadió el robo al asesinato. Eran de admirar las sabias precauciones, la maravillosa destreza con que, al decir de sus autores, se habían cometido estos crímenes, ignorados completamente. Raffles y El asesinato considerado como una de las bellas artes dieron mucho juego, salpimentando de elegancia y literatura los espeluznantes casos.

Siendo el único que todavía no se alababa de ninguna monstruosidad, me hallaba yo, preciso es confesarlo, completamente en berlina. Cada noche o cada tarde anunciaba sensacionales revelaciones, pero llegaba el momento y no estaba urdida aún la trama de mi iniquidad. No podían seguir así las cosas: una resolución urgía, y al cabo, de golpe, se me vino a las mientes la atrocidad con la cual me los metería en el bolsillo a todos.

Impuse bien en el caso a mi criado, mozo listo, orensano sagaz y de hebra fina, y él se encargó de buscar un golfillo también despierto que representase maestramente su papel. Dispuesto ya y prevenido todo, empecé a soltar insinuaciones, palabrejas, reticencias, y, por último, me franqueé. Un crimen, de una vez, nada significa; es cosa pasajera. El crimen diario y constante es lo único que prueba algo y puede enorgullecer. Y crimen diario de refinado, de sibarita, que paladea su dosis de crimen, como paladearía un confite de hatchis, la verde droga oriental que nos arrebata del mundo grosero, idealiza nuestras sensaciones y..., etcétera, etcétera. En mí veían mis compañeros de mesa al quintaesenciado y nervioso que no concilia el sueño sin torturar antes a un ser humano. ¡Delicia soberana! Tener a un semejante nuestro, sujeto, cautivo, amarrado al potro; gozarse en las contorsiones de su dolor; martirizarle, con arte y elegancia, por supuesto, y no matarle, eso no, porque entonces se acabaría la fruición exquisita...

No me creyeron... Les hago esta justicia; no me creyeron. Y entonces, con desdeñoso aplomo, exclamé:

-Yo no soy como algunos, que hablan de cosas ocurridas hace tiempo... Puedo, cuando ustedes quieran, enseñarles mi crimen.

Todos quisieron, y señalaron aquella misma noche, a la salida del café. Mi tranquila aquiescencia les hizo trocar miradas de extrañeza; la ironía y la duda se borraban ya de sus rostros. Fuimos, pues, en pandilla hacia mi casa; nos abrió prosaicamente el sereno; subimos; Rufino, el criado, nos hizo pasar a la sala. Le ordené secamente que nos condujese al «gabinete secreto». Afectó vacilar en obedecer; pero, imperioso, repetí la orden.

El gabinete secreto se revestía de paños negros (¡cuántos metros de satín de algodón!), y allí, ligado a una columna de mármol, de las que suelen soportar busto o florero, estaba el golfillo, pálido (¡cuánta harina!), cubierto de heridas (¡cuánto almagre!), y flaco, porque lo era, pues el cuitado, tres días antes, aún recogía colillas y pedía limosna.

-Le he seccionado delicadamente la lengua para que no chille -advertí a mis acompañantes-. ¡Abre la boca para que lo vean, mártir!

El hueco negro y vacío lo imitaba un trozo de tafetán pegado a los dientes... La estancia la alumbraba una luz velada por vidrios rojos... Mis amigos y contertulios callaban y se daban al codo, tratando de ocultar que no les llegaba la camisa al cuerpo...

-¿Admiten ustedes un obsequio? ¿Desean torturarse un poco? -les pregunté con naturalidad-. ¡Ea, Rufino: calienta las tenazas!... Saca las varillas... ¿Dónde tienes el aro de pinchos? O si no, estrenaremos el azote chino, el que acaba en una pelota de alfileres clavados al revés, punta afuera... ¡Amigos, un goce de artistas, de amorales, de grandes señores del espíritu! Después beberemos té frío y un kirsch algo mejor que el del café...

-Gracias... -les oí murmurar en voces temblonas-. Hoy no... Otro día vendré... Recuerdo que me esperan... Vaya, adiós... Precioso; de un refinamiento...

Y retrocedían hacia la puerta, más descoloridos que la víctima. Se fueron en tropel... Solté la carcajada más amplia de mi vida toda. Gargantúa se reiría así...

De allí a pocos días me enviaron de gobernador a Canarias. Corrieron dos o tres años, y habiendo vuelto a la Península, me encontré en la estación del ferrocarril con Escalante, el de las maldades amorosas, del brazo de una muchacha denegrida, angulosa, fea.

-¿Su última conquista? -le pregunté en un aparte.

-No; mi mujer... -y adivinando quizá mi pensamiento, añadió-: una prima mía; se quedó huérfana, me dio lástima y me casé...

-Siempre fue usted una excelente persona- declaré sonriendo.

Y como se me acercase entonces, llevando mi maleta, un criadito, un chiquillo sano y fresco, añadí:

-¡Mi víctima! ¿No se acuerda usted? El torturado, el de la lengua cortada... ¡Lástima no hacerlo! Porque habla el maldito más que un sacamuelas...

Y viendo el aturdimiento de Escalante:

-Desprécieme usted... -añadí-. Tampoco yo soy un malvado.