Jarrapellejos/Capítulo II
Capítulo II
Domingo, y en este mayo de las Flores a María, que ya iniciaba las animaciones de La Joya. Las muchachas habían invertido la mitad de la mañana al espejo, peinándose, pintándose, vistiéndose; habíanse lanzado con sus primaverales galas a la misa de once en San Andrés; habían ido después a dejarse ver de los muchachos y continuar admirándose las unas a las otras en «Los Fenómenos» y demás tiendas de la calle de las Tiendas, y ahora, por la tarde, esperando la novena, anochecido, juntaríanse en casa de las Rivas, donde hoy era la reunión. Orencia entre ellas, porque al mismo tiempo que a charlar y a divertirse iban a reorganizar la Asociación de San Vicente de Paúl, por si había que socorrer con leche a los enfermos de las muchas familias arruinadas por la plaga.
Altas las faldas (excepto Purita Salvador), ocupada la otra mano en las sombrillas, y silenciosas y en fila y sobre la punta de los pies, para destripar los menos langostos posible, Orencia, Pura y Ernesta tenían que cruzar heroicamente el pueblo. Vecinas puerta al frente aquellas dos, y casi vecinas de la tita Antonia de la hermosa forastera, de intento habían pasado temprano a recogerla, con el fin de sorprenderla de trapillo y comprobar si fuese cierto, según tanto repetíase, que no se pintaba, que se bañaba y que de su tocador, bien a diferencia también que todas en La Joya, no le hacía ningún misterio a las amigas. Y..., ¡oh, sí!, destruida la duda en toda su extensión. Admiradísimas la linda boticaria y la especie de rubio payasito lleno de albayalde que era Pura Salvador, marchaban procurando fijar en la memoria los detalles de las limpiezas exquisitas que habíanla visto en los dientes, en las manos, en los pies, en las uñas de las manos y los pies, con unas cosas a que la brava así capaz de recibirlas a plena confianza decíales polisiar o polisuar, y con unas raras pastas y esmeriles, de cuyo uso y marcas tomaron notas por si ellas decidieran cuidarse igual... las uñas de las manos, cuando menos....
¡Qué uñas, Dios, las de Ernesta! ¡Qué pies!...¡Descalza pudiera ir a las visitas!... Ahora sí, comprendíase que una mujer no se lavotease y perfilara tanto, a no ser para...desnudarse con los novios..., lo que venía a corroborar, si no el embarazo de Ernesta y que hubiésenla traído a sacarla del apuro (puesto que la vieron el vientre en el baño), que fuese verdad la historia aquella del tejado. La misma tita Antonia, tonta de remate, contábale a quien quisiera oírlo que su sobrina estaba como desterrada de Valladolid para hacerla olvidar a un capitán muy guapo, pero pobre; y puesta a decir sandeces, añadía que, aunque no fuese rica Ernesta por su padre, célebre abogado, viudo, que ganaba un dineral con la misma sencillez que lo tiraba en lujos y mujeres, ella iría a dejarle un pasar con su dehesa y sus dos viñas. Además, conocíase el lance por Gil Antón, el primo y medio novio de Pura, cadete de Caballería; el capitán, a cuyas relaciones oponíase tenaz el presunto suegro, se mudó a una casa de huéspedes contigua a la de Ernesta; desde la azotea pasaba a un tejado inclinadísirno y charlaban en una reja de guardilla; y una noche se descuidó, rodó, y fue a parar al patio de la novia, rompiéndose una pierna; tuvieron que auxiliarle y recogerle la propia novia, el papá de ésta y las criadas... Trasladado al hospital, el hombre se ofreció a acallar el escándalo de la ciudad entera con la boda... Pero ya el orgullosísimo abogado, que querría algún rey para su hija, teníala prisionera a doble llave; y cuando el de la pierna rota se curó y fue a verle y reiterarle sus ofertas, ni le quiso recibir, y le dio a manera de firmísima respuesta este viaje de la loca. Orencia le había oído contar todo esto, con el añadido de la sospecha de embarazo, a Pura directamente, a la rubita recién salida del colegio de las monjas, y más tímida y callada cada vez.
Juntamente, toda la impresión de dudas y reservas que la forastera la inspiraba trocábase en una especie de galante compasión a la rubita, siempre alerta en mudas curiosidades infantiles así que veíanla junto a don Pedro, y siempre melancólica bajo las tiranías de la educación monjil y de su madre. Si las monjas del colegio, por sistema y garantía futura de virtud enseñándola a prescindir de las limpiezas, teníanla ahora condenada a no reír, a esconder las manos con vergüenza, a no mover mucho el pescuezo en la gorguera de rizados, para no lucir con los blanquetes de la cara lo sucio del cogote y de las uñas y de los dientes amarillos..., la madre, la alcaldesa, la más que experimentada doña María del Carmen, querida del párroco don Roque, por mayor y aun más eficaz garantía de castidad, sin duda, obligándola a llevar viejas las medias y enaguas y camisas remendadas, impedíala bailar en los bailes, a la pobre, y correr con las amigas en el campo, y hasta sentarse a plena despreocupación de las cortas faldas de moda en las visitas, para no lucir las piernas y los bajos... ¡Oh, sí, sí, bah!..., pensaba Orencia, pensaba que entre la gorrinería de Pura Salvador y de la mayor parte de las señoritas de La Joya, y los aseos, ya equívocos de tan exagerados, de esta Ernesta fanfarrona y «ciudadana», estaba el justo medio de colonias y dentífricos y lavoteo general todos los sábados que ella venía poniendo en práctica de antiguo.
Desembocaban a la Ronda del General Rivas, sin nadie aún por el sol de siesta, que abrasaba, y amparándose más en las sombrillas y redoblando cautelas entre la abundancia de langostos, cuesta abajo, pudieron la muy bella forastera y la farmacéutica gentil (claro es que no la pobre Pura) llegar a casa de las Rivas, alzándose las faldas un buen poco.
Fueron acogidas regocijadamente en la reunión, donde todavía se quitaban los sombreros, recién acabadas de entrar, Luz, Remedios y Gertrudis Jarrapellejos, de negro, sobrinas de don Pedro Luis, bizca la mayor y fúnebres y largas como mangas de parroquia. «¡Hola!» «¡Hola, nenitas!» «¡Qué elegantona, Ernesta!» «¡Qué mona, Encarnación.» «¡Qué peripuesta, Orencia, tú, y qué bonita! ¡Anda, anda, más que una soltera!...» Igual que siempre, las mudas envidias acabaron concentrándose en las distinciones de Ernesta, de la exótica, que vestía esta tarde un traje seda topo. Tenían de par en par las dos ventanas. El salón lucía un retrato al óleo del general, gran cazador, padre de las niñas, que daba nombre a la Ronda, y que poco antes de morir ascendió de coronel, pasando a la reserva, y unos medallones antiguos con sendos relieves de pasta de marfil, en fondo jaspe, de Nerón y otros césares romanos.
Con motivo del crema traje de étamine que estrenaba Orencia, y del asombro causado en Ernesta porque todas a aquélla la extrañasen su gusto juvenil para vestirse, lanzáronse a discernir si hacían bien o mal la mayor parte de las casadas de La Joya abandonándose en su adorno. Contra ello protestaban muchas, adictas de la valisoletana hermosa y de la farmacéutica; mas no faltó quien apoyase la nota de orden, dada con mesura por Luz Jarrapellejos, y estalló la discusión.
Reían. Cruzábanse en aguda música de gritos los varios argumentos. No lograban entenderse. A más de Joaquina y Petra, las dos alegres y nada feas dueñas de la casa y de las seis que acababan de llegar, estaban Nieves y Piedad Jarrapellejos, hijas de don Pedro Luis, de luto siempre por cualquiera de su parentela dilatada, altas como él y con la misma cara leonina del padre, aunque con ojos azules; Encarnita Alba, preciosa miniatura de humor jovial, y que cojeaba algo a consecuencia del tumor blanco sufrido en la niñez; Dulce Marín, fresca morenucha bien metida en carne y desparpajo, y su hermana Jacoba, guapa también y buena moza, pero insignificante de puro simple, lo cual la hacía cargar perpetuamente con los valses del piano para que las otras bailasen.
Estaban, además, la comedida y simpática Eduvigis Porra y su novio, desde que tenían los dos once años; Cleofé Buenaventura, un joven pálido, abrumado de premios en la recién concluida carrera de Derecho, y sólo atento a los estudios para hacer oposiciones a Registros y casarse cuanto antes. Cleofé constituía el modelo de virtud señalado por las madres del pueblo a sus hijos, generalmente borrachos y gandules...
Sino que estos dos, como si no estuviesen. Apenas cambiados los saludos, se habían vuelto a su rincón, detrás de una latania (fieles a la costumbre de todas las parejas de novios de La Joya), y maldito si les llegaba a interesar ni estorbarles el fragor de la polémica. «Pues ¡sí, señor!» «Pues ¡no, señor!» «Las casadas se deben a sus hijos y su hogar.» «Pues ¡no, señor!» «Pues ¡sí, señor!» «Aparte de que se pueda atender a la casa y los pastores compuesta igual que de trapillo, las casadas les deben conservar la ilusión a sus esposos... ¿Por qué se ha de hacer de novias la farsa de engañarlos? ¿Por qué ellos después buscan fuera devaneos?» «¡Porque sí, porque son hombres, y es lo natural!» «¡No, hija, no; no veo lo natural! ¡Porque ven a las otras más bonitas!...»
Trajo un recado el sacristán de San Andrés. Al señor párroco, don Roque, le impedían venir dos bautizos y un entierro. Veríalas en la iglesia, después de la novena. Partió, dejándolas el frío como sepulcral de su presencia, y la boticaria anticipó algo de sus planes: reorganizar la Hermandad de San Vicente y dedicarle un trisagio en las Flores, ya que las rogativas parecían mejor para la falta de agua, a la plaga de langostos. Eran un horror. Referíalas el cuadro por ella en los Valles presenciado.
Cortada así la discusión, que de sí propia, por otra parte, había ido agotándose, no supieron de qué hablar. Arrastraron a Jacoba a la banqueta del piano. Ernesta, con su bella voz de contralto, cantó La Matinata, de Folchi, y la Plegaria de La Tosca. Cantaron después a coro el Ven y ven y el vals de La viuda alegre. Los de Chopin, últimamente, aunque bien ejecutados por Ernesta, fraccionaron las conversaciones por las sillas, engendrando algún bostezo. Un espíritu muerto empezó a volar, con las moscas, sobre aquellos rostros aburridos de rígidas caretas de albayalde y bermellón. Las Jarrapellejos referíanle a la boticaria los progresos del manto que le bordaban a la Virgen. Purita Salvador, al otro lado, contábale a la despreocupadísima Dulce que había estado viendo a Ernesta bañarse y arreglarse. «¿Bañarse?... ¿Pero bañarse?» «Sí, en una bañera.» Asombro. En La Joya, quitando la gentuza que por Julio se tiraba al río, y salvo el orgulloso de Octavio y el conde de la Cruz, que tenían baños de mármol en sus casas, no se bañaban más que los enfermos de mucha gravedad. Ernesta, además, no se pintaba. Sus manías, las uñas, los dientes y los pies...»¡Oh, bah! -exclamó Dulce, mirándola de reojos; y al oído de Purita-: ¿Me quieres decir para qué le sirve tanto limpiarse a una mujer, y especialmente si es soltera?...»
Voces en la Ronda. Excepto Eduvigis y el novio, fueron todas a las rejas. Un borrico respingaba, escapado a unos gitanos. Entretúvolas buen rato su captura. Luego, disimulando en los abanicos los bostezos, vieron cruzar un galgo al trote; vieron regar el suelo al dueño de un quiosco, y vieron acercarse a una desmelenada gitanilla, que las pidió limosna, llena de churretes. Lo único que no veían, por mucho que miraban, era a los muchachos.
Ernesta comprobaba una vez más el cruel aburrimiento que acometía a las infelices en cuanto llevaban juntas y se habían admirado los trapos diez minutos. No las trataban los señoritos de La Joya, salvajes y como cazados a lazo casi todos. En las tiendas y en la puerta de la iglesia cruzaban de largo o las observaban en grupos desde lejos. Incapaces uno a uno de acercárseles, por un recelo de barbarie que no supiese qué decirlas, únicamente osaban hacerlo dos o tres reunidos. Y para esto esperaban ellas los tan ansiados domingos, luego de pasarse la semana reformando trajes y sombreros.
Bostezaban, bostezaban, mirando hacia la Ronda.
Era la Ronda del General Rivas el orgullo de La Joya, pueblo casi ciudadano y orgullo a su vez de los demás de la región por muchas cosas importantes, como los comercios de escaparates con pistolas y molinillos de café, el eléctrico alumbrado, los gramófonos del juez y del jefe del telégrafo, las bicicletas y los caballos de Octavio, Julio Pérez, Luis González (El Brocho), el tílburi de Orencia, los otros siete coches de siete ricos, y la berlina, el landó y el automóvil del conde de la Cruz de San Fernando.
Todos los joyenses, aunque al llegar sus parientes y amigos forasteros hubiesen tenido en la diligencia que cruzarla, ya que abríase desde la misma glorieta del gran puente árabe sobre el Guadiana, les volvían a mostrar y les hacían fijarse en las bellezas y amplitudes de la Ronda: al centro, la carretera, bordeada de acacias, a cuya sombra acampaban las tribus de gitanos; a los lados, jardines con arboleda, con girasoles, con malvas reales, con tres quioscos amarillos de agua y aguardiente; un enorme pilar, con fuente de tres platos restaurada en una juvenil y alcadesca dominación de don Pedro Luis Jarrapellejos (según decía una lápida, por más que, naturalmente, la construcción fuese árabe), y aún sobraba sitio para instalar durante el estío un cinematógrafo, que, a partir de media tarde, le añadía el estruendo de su órgano al ruido y a la animación de los carros que cruzaban, de los bravos herradores que sudaban trabajando a las puertas de sus tiendas y de las gentes que iban o tornaban de paseo o de San Andrés, templo en moda para todo y que regía y tenía con grandes lujos el riquísimo párroco, primo de don Pedro Luis, don Roque Jarrapellejos.
Los forasteros, una vez admiradas tantas cosas de la Ronda, solían oírle al feliz indígena a quien hubiésele cabido la suerte de mostrárselas, este apóstrofe, en sorites, que se le achacaba a don Pedro Luis, de cuando estudió Lógica y Ética: «La Ronda del General Rivas es lo mejor de La Joya; La Joya es lo mejor de Extremadura; Extremadura es lo mejor de España; España es lo mejor del mundo; luego La Joya es lo mejor del mundo.» Es decir, que La Joya, aunque pequeño, era la verdadera joyita de España. «Cuando menos -añadían, dejándose de exageraciones-, aquí, en La Joya, pueblo que guarda cuidadosamente todas las puras españolas tradiciones de virtud, en religión, en costumbres, en política y en todo, es donde los extranjeros debían venir a conocer la raza. ¡Oh, si aprovechando las ruinas árabes y los bellos panoramas, se decidiese a favorecer el turismo nuestro gran Jarrapellejos!...»
-¡Contra; vaya un nombre! -solían los forasteros exclamar, abrumados de tanto oír Jarrapellejos-. ¿Es un mote?
Claro es que no lo preguntaban si no fuesen de muy largo, porque, en otro caso, conocíanlo demás, y les sonaba a maravilla. No; ¿qué iba a ser mote?... Apellido, y orgullo y timbre de la familia poderosa, aunque chocara hasta habituarse a su grandeza, como Recaredo, Fredegunda, Doña Urraca y varios de la Historia. Según unos provenía del gobernador de la alcazaba de Alajar, Arap-el-Yej, o Ara-pe-Iej; según otros, de un caudillo, ascendiente de don Pedro, que a sablazo limpio (1808) les desgarró la piel a muchísimos franceses; y no faltaban, en fin, quienes rebajaban su origen (los enemigos del cacique, y entre ellos Gómez, el director de La Voz de La Joya), achacándoselo a un célebre bandido de caminos que, no haría un siglo, se enriqueció a fuerza de robar y matar por la comarca.
-¡Oh! ¡Ya vienen! ¡Ya vienen! -anunció Jacoba de improviso, cortando los bostezos-. ¡Ahí están! Referíase a los muchachos..., y ¡nada! Decepción. El Curdin-Club. El grupo de borrachos, que al verlas torció hacia los paseos de enfrente. Cruzaban el pueblo a todas horas, mudos y solemnes, tal que una permanente comisión de pésames y entierros, y no iban más que recorriendo las tabernas. Delante, Evaristo, ¡muuú!, grande, el jefe, el más grave, rubio hipopótamo, que mugía e iba perdiendo la facultad de hablar, de tanto vino y aguardiente; detrás, y entre otros, Saturnino, con su aire chulapón y su sombrero cordobés, sobrino nada menos que del conde de la Cruz, con el cual vivía; ¡una lástima de chico!; y el que aún era mayor lástima, Mariano Marzo, guapo, listo, concejal de la familia de don Pedro Luis, y que en llegando la ocasión sabía enjaretar un discurso corno un ángel, y ponerse corno nadie la levita.
Volvió la Ronda al abandono. Pero declinaba el sol y tardó menos en aparecer alguna gente. Don Atiliano de la Maza, caballero setentón, de nariz enorme, siempre llena de rapé, y poeta, con varios amigos se detuvo a anunciarle a Ernesta que la estaba componiendo tres sonetos para su cuarta colección de cien sonetos. Continuaron, y las saludó y piropeó el grupo del juez. En defecto de los
jóvenes, los viejos floreaban a las chicas. Otro asustado, de pronto: Manolo Alba, a pesar de que estaba su hermana en la reja; detúvose, y hubieron de salvarle dos que venían detrás. Juntos, acercáronse y entraron.
Tornó la reunión al alborozo. Uno de los llegados, Gómez, rechoncho solteroncete ya maduro de fuerte bigote negro, de barba tan recia que al afeitarse quedábale la cara azul hasta cerca de los ojos, y director y redactor único del quincenario católico y conservador La Voz de La Joya (de brava oposición perpetua a la política local, a la de los Jarrapellejos, por cuestión de unos pleitos larguísimos sobre una cuantiosa herencia que no le pudo Gómez ganar al párroco don Roque, a causa de lo cual dijo en el periódico que a éste «le habían hecho cura sin vocación, en la época de los apuros pecuniaros de su casa...»), traía un número de La Voz con un artículo dedicado a Ernesta en saludo ditirámbico; el otro, caballista, cazador, bastante torpe, pero buenazo, solo, rico, y, por lo tanto, «buen partido» para las más de cuatro que le pescarían de buena gana, no cesaba de sentarse y levantarse, y cada vez que se levantaba arreglábase con un golpe de mano y con unas genuflexiones leves, que le ponían las piernas en paréntesis, la cruz del pantalón. Usábalos de punto, siempre, y era aquélla una costumbre que hacia sonreír a las muchachas. En una viña tenía una querida con tres hijos; en un cortijo, otra querida con cuatro; en una dehesa, otra con dos, todas de lo más florido que salía entre las pastoras. Le daba ello fama de conquistador, aunque por timidez no lo hubiese probado aún con señoritas; y ellas, en la intimidad, igual que sus amigos, llamábanle el Garañón aunque llamábase Gregorio. «¡Gregorio, hijo, hombre!, ¿por qué no te estás quieto?», decíale alguna vez alguna en confianza, y en particular Dulce Marín, no desesperada de llevarle pronto o tarde al matrimonio. No podía ser; sudaba, sentía comezones y hormiguillos por la sangre, y andaba que saltaba de los nervios.
Manolo Alba, en cambio, parecía un mosquita muerta, con sus húmedos y largos ojos de ciruela y su sonreír de colegial en la cara palidísima de orejas transparentes, y era un cazurro de cuidado. Acostado hasta la una, traía con las sirvientes de su casa un trajín de mil demonios. No había quien le hiciera aplicarse en sus cursos libres de Derecho. El colmo de la dejadez, de la pereza. Se tumbaba en un sillón, por pereza tocaba la guitarra, y ni a tiros lograban levantarle. De niño lindo, poco menos que anteayer, había dado un estirón y había echado un bigotillo que no importaba para que las amigas de su hermana le siguiesen tratando maternales. Reñíanle con frecuencia, y le reñían ahora, pasados la lectura y el comentario del artículo. «Pero, niño, Manolito, ¿por qué estás siempre tendido? ¿Por qué te estás tanto en la casa?» «¡Aer!, ¿y dónde se está mejor?» «Pero, niño, Manolito, ¿por qué no estudias? ¿No ves Cleofé?» «¡Aer! ¡Es uno un perro, lo comprendo! No puedo estudiar porque estoy débil, tal vez de haber crecido mucho.» Tenía gracia la resistencia pasiva de Manuel, que, a lo tonto a lo tonto, sin hablar, por menos de dos cuartos, largábale en blando un disimulado sobón de codos a la primera de estas reprensoras que llegara a descuidarse. Luego relamiéndose, les decía con plena franqueza a los amigos: «¡Aer! ¡Si vieses qué duras las tiene la Fulana!» Y, naturalmente, cuantas presumían de hallarse en caso tal, excepción hecha de la Orencia severísima y la encopetada colección Jarrapellejos, prestábanse a los descuidos con el fin de que Manuel lo pregonase...
Dejaron a Manuel.
-¡Octavio! -había saltado como un grito triunfal de Petra en una reja.
Resonaban los cascos de un caballo. Corrieron todas, y Gregorio y Gómez -éste contrariadísimo por la fulguración de alegría de la hermosa forastera a la magia de aquel hombre, después que pareció agradecerle tanto los elogios del artículo.
Fanfarroneando destrezas de jinete en un magnífico alazán de levantado rabito de plumero, a la moda madrileña, Octavio se acercaba. Diríase un príncipe. Traía su consabido traje gris de montar, gorra pequeñita, casaca abierta atrás y con traba, calzón de bolsa, ajustado a la rodilla por una serie de botones, polainas avellana y espolines. Alto, esbelto, pagado de su tipo inglés, con bigote color paja, y de la blancura de sus dientes, tan blancos que hasta que vino Ernesta no habíanse conocido otros en el pueblo, ya sonreíala desde largo, por lucirlos. Llegó, saludando con la fusta y la enguantada mano, metió el caballo en la acera, y luego de repartir un ramo de rosas de su quinta, reservándole a Ernesta la mejor, bastó una indicación de Gregorio, como inteligente en caballos también, para que se pusiese a ejecutar con el suyo escarceos y evoluciones.
No se diría de La Joya, ni aun de Valladolid -pensaba la valisoletana-, este hombre de veintiséis años, finísimo, guapísimo..., divina pareja para ella. La hacía el amor, y desde que le hubo conocido era la nueva intensísima ilusión que la borró los vivos recuerdos del capitán y del tejado, poetizándola la cómica tosquedad de todo lo demás de este pueblucho.
Con la rosa en la boca, insinuó:
-¿No entra?
¡Ah! Orden de miel. Se desmontó Octavio, y le encomendó la conducción del caballo a un guardia municipal que estaba entre los chicos que se habían juntado a verle maniobrar. Ya en la sala, leyéronle el artículo de Gómez. Lo ponderó. En seguida, su amena conversación de crónicas mundanas, de viajes y teatros monopolizó en una de las rejas a Ernesta, a Orencia y a todas las Jarrapellejos. Selección aristocrática. Las otras, salvo las Rivas, habían viajado poco, y no se entretenían con estas cosas. Chafado el periodista, empezó a hablarlas mal de Ernesta; y Dulce se llevó aparte a Gregorio. Pero hasta Dulce contemplaba celosa la pareja de preferencias mutuas que formaban Octavio y la muy bella forastera.
¡Oh, sí, Octavio, aquel Octavio de las principescas cortesías y desesperación de sus paisanas! Buscábalas ahora diariamente porque estaba Ernesta. Hijo único, su padre, muerto tiempo hacía, fue gobernador de Tarragona y de Murcia. Emparentado de lejos con el conde, mas no tan rico que varias de ellas no le duplicasen y triplicasen en caudal, hubo de educarse, mientras siguió la carrera de Derecho (aquí todos eran o intentaban ser abogados), en casa de otros parientes marqueses y ganaderos de Sevilla, que le aficionaron a la esgrima, al tenis, al polo, al tiro de pichón, a correr y derribar reses bravas..., a las genealogías y ejecutorias de nobleza y a la Historia y la política... Por esto, y a pesar de envidiarle con cordial odio el automóvil, cultivaba lleno de digno y filial comedimiento las simpatías del conde de la Cruz de San Fernando, senador, a la mira de sucederle alguna vez.
Atormentado prisionero de las altiveces de su estirpe, Octavio, tan feliz en apariencia, sabíase lleno de contradicciones y zozobras. Aborrecía al pueblo, y les impedía a su madre y a él trasladarse a Sevilla la falta de medios para vivir con el mismo tren que sus parientes. Podía quizá, estar siendo diputado, en lugar del botarate forastero don Florián, y ni lo intentaba por no mendigarle a nadie los sufragios y exponerse a una derrota. Abominaba lo plebeyo, y un poco por las ideas moderadas de sus libros de filosofía y sociología, y un mucho por la burla del destino, que no le quiso hacer hidalgo millonario, ya que no también, de paso, conde o marqués, detestaba de potentados y condes y marqueses, soñando con tremendas reivindicaciones populares. Sin embargo no toda la culpa le correspondía a la suerte, sino a los recónditos orgullos que manteníanle en su altivez innata, llenándole de perplejidad: pudo ser título y magnate casándose con Berta, la audaz y bella prima sevillana, que llegó hasta a provocarle en su alcoba algunas noches, y... no la tocó, de horror a que sus padres pensasen que con el escándalo forzaba un matrimonio no consentido quizá de otra manera; se pudo casar con Margarita, única hija y heredera de este viudo conde de la Cruz, rica, aunque no como la otra, si bien, al revés que Berta, mística y formal, y la escasa belleza de la joven contúvole su designio oculto en una vacilación de dignidades con sobrado espacio para que ella decidiese su vocación claustral y profesara en un convento. Hoy, pues, Berta, casada con un duque, y Margarita, con Cristo. ¡Ah, sí, por digno, por orgullosamente digno e indeciso él!... Lleno de nostalgias dolorosas, todavía muchos ratos desde su casa contemplaba, en la vecina del conde, por encima del jardín, aquellos dilatadísimos corrales de graneros y laneras, aquellas manadas de mulas y bueyes de labor, aquel automóvil y aquellos coches que podían ser suyos.
Hasta comprendida la propia situación, y necesitando el reflexivo Octavio, en todo caso, de una boda que a la vez que le dejase éticamente tranquilos el orgullo y la conciencia le acrecentase de considerable modo el capital, al objeto de lanzarse a sus grandes esperanzas en política..., claro es que al flirteo con Ernesta sólo le otorgaba el valor de un pasatiempo. Había venido, evocábanle sus lujos a la noble y loca prima sevillana, más sensualmente hermosa Ernesta que la prima, a la verdad, y...
«¡Gru! ¡Gru!»
¡Ah!
«¡Gru! ¡Gru! ¡Gru!»
¡Concho! ¡El conde!... El auto, la bocina.»¡Gru! ¡Gru! ¡Gru!» ¿De vuelta?
Cortada la conversación y lo que Octavio pensaba mientras hablábale a Ernesta sumiéndose en la luna azul de sus ojos negros y terribles, vieron acercarse el automóvil. El conde, al verlas, hizo que el chauffeur lo detuviese. Descendió, por saludarlas y por conocer y ofrecerse a Ernesta, de cuya tita Antonia era muy amigo. El coche y él venían llenos de polvo, de Madrid, y, sin embargo, don Jesús, según le nombraban cariñosamente las muchachas, no traía balandrán de dril, ni gorro de automovilista, ni anteojos, y sí los mismos sombrerete hongo y trajecito y corbatita negros con que aquí andaba por las calles. Pequeño y recortadito, con sus vivos y redondos ojos y su bigote cano, movía las manos pálidas en eucarística lentitud de bendición, y más que un conde, parecióle a Ernesta, admirada de la lluvia de piropos que a ella y las demás las iba derramando, una especie de tieso empleadillo setentón de notaría.
Engañábase en diez años; el conde contaba sesenta nada más. Viudo tres veces, y la tercera de una bonita Socorro de veinte abriles, bien que se volvería a casar, indicaba su afición a las muchachas, las cuales, por su parte, correspondiendo amables a la suave cortesía de don Jesús, habíanse amontonado una tras otra a la reja. Manolo, en la última fila, aprovechaba el barullo para estar metiéndole el codo por un lado del pecho a la simple de Jacoba. Gómez, indignado contra este conde del canasto, que de nuevo arrebatábale la atención de las amigas, le ponía de viejo verde y avaro, en tanto él las seguía encantando, extasiando, embelesando con sus flores. «¡Bah, el mezquino..., que había comprado automóvil para no gastar en los viajes a Madrid en diligencia y en tren!» «¡Pero, hombre -replicaba Petra Rivas-, si, siendo senador, en el tren, viajaba de balde!» «¡Bueno, por ahorrar la diligencia!...» Marchóse don Jesús, al fin, con un adiós predilecto para Octavio, con una última mirada para Ernesta, dejando atrás una estela de admiraciones entre el polvo de su auto; e inmediatamente, a una frase despectiva de Gómez, surgieron halagüeñas otras frases:
-¡Qué fino!
-¡Qué galante el conde!
-¡Qué cortés!
-Pero... ¡por Dios, niñitas!
-¡Bah! ¡Más simpático y amable cien veces que vosotros!
-¡Ya lo creo!
-¡Claro!
-¡Claro, claro, sí!
-¡Vamos! ¿que os casaríais con él?
-¿Por qué no?... Como Socorro.
El colmo. Oyéndolo, a Gómez se lo llevaba Lucifer. Había huido asqueado hacia el piano, y le acosaban a protestas. ¿Qué más daba la edad?... Educadísimo, agradable, guapo, todavía, el conde. Orencia, con su grande autoridad, y las Jarrapellejos, con la suya, llevaban la voz cantante en el coro femenino de alabanzas. Por suerte, Gómez vio aliársele a Octavio y Ernesta, quienes opinaban también, e intentaron razonarlo, que por muy bella persona que fuese el conde para amigo, era ya imposible que pudiera hacer la ilusión y la amorosa felicidad de una muchacha. Nuevas protestas, nuevo ardor de todas sosteniendo lo contrario, y como arremetían contra Gómez, cuya voz penetrante de corneta las exacerbaba, Ernesta y Octavio fuéronse a un sofá, lejos de donde Dulce charlaba con Gregorio, y del rincón de la latania, en que seguían comedidos departiendo Eduvigis y Cleofé.
-Comprenderá usted, Ernesta -dijo Octavio, jugando con los guantes y la fusta, y después de atender los dos otro momento al griterío-, que antes prefiera uno morir de santa soltería que cargar con mis paisanas. Idiotas, llanamente. Vea su moral. Las almas amarillas, igual que los dientes y el pescuezo. Una tal carencia de ideales, una tal confusión de la poesía de la vida con los más toscos intereses, que de buena fe, ¡de buena fe, créalo, las conozco!, piensan que pueda ser lo mismo un trovador el bruto de Gregorio, porque es rico, a un viejo, porque es conde.
-¡Qué horror! ¡Repugna eso! Y es cierto, y lo que me ha chocado más: ya que se pintan así, ¿por qué no se limpian los dientes?
-Porque no tienen sentido común, Ernesta; porque son en todo la incongruencia y la inconsciencia. Tropa de payasos. Se educan en las monjas, unas monjas cristianamente puercas y cerriles que gastamos por aquí, y éstas las enseñan que la excesiva limpieza es pecado de impudicia. No obstante, se pintan, se embadurnan, lo mismo que demonios, sin que a ello tengan las monjas nada que oponerle. Cumplen la regla de la Orden, que a las hermanas prohíbelas los cuidados del cuerpo y de la boca, y basta.... aunque el pintarse, en realidad, constituya la infracción más torpe de aquellas honestidades que hacen radicar en la falta de limpieza. Va con el aseo, en razón inversa, la virtud de La Joya, desde el punto de vista, al menos, religioso...; ¡y usted, Ernesta, porque se baña, se encuentra en muy propincuo riesgo de ser conceptuada terrible pecadora!...
-¡Qué gentes! ¡Qué barbaridad! -rió ella, torciéndose hacia él como a un refugio de ideal, y así ciñéndose más la opulencia de los muslos en las dóciles sedillas de la falda.
Octavio se estremeció, tan cerca envuelto en la ola sensual de vida bella y de perfumes. Queriendo disimularlo, porque siempre habían sido la fuerza suya el dominio y la frialdad, era lo cierto que se le iba metiendo demasiado adentro el esplendor de pagana gracia que efluviaba esta mujer. Fue ella, pues, mostrándole el blanco azul luna de sus ojos en lánguidas miradas, y el blanco nieve de los dientes en sonrisas de la roja flor amplia y fresca de su boca, la que guió ágil al pobre deslumbrado por los escabrosos derroteros a que la conversación los conducía...