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Jarrapellejos/Capítulo V

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Capítulo V

Octavio le había dicho una vez a su amigo el profesor: «Aunque te parezca mentira, hay en este pueblo, tan groseramente sensual, una especie de academia de poetas.» Y así era cierto. Desde antiguo, en el viejo salón artesonado con maderas negras, de don Pedro Luis, reuníanse los poetas los jueves por la tarde.

Jueves, hoy, don Pedro Luis, acompañado por el médico Barriga y por el juez, había llegado de una boda, cuando ya los otros vates aguardaban. Boda popular, de rumbo, gracias a la simpática protección que le dispensaba al Gato el señorío, Barriga venía con unas migajas de pestiños en la barba y un poco alegrito de aguardiente. Versos de Gabriel y Galán leía Sidoro idílicamente conmovido; y puesto que el nombre y los libros de Gabriel y Galán formaban el evangelio del cenáculo, dejáronle leer, entrando los tres (Barriga tropezó) religiosamente de puntillas.

«Labriego, ¿vas a la arada? Pues dudo que haya otoñada más grata y más placentera para cantar la tonada de la dulce sementera. ¿Qué has dicho? ¿Que el desdichado que pasa el eterno día bregando tras un arado, jamás cantó de alegría, si alguna vez ha cantado? Es una queja embustera a que me acabas de dar...»

-¡Bravo! -cortó Barriga.

Sabíanse las divinas estrofas de memoria, como los salmos de un rito, y siempre producíanles los mismos entusiasmos. Cordón lloraba de ternura. Don Pedro Luis Jarrapellejos exclamó una vez más lo que había exclamado tantas veces:

-¡Ah, señores! ¡Qué gratas para el alma estas reuniones, que la purifican y la templan contra todas las durezas del vivir!

Seguía Sidoro, pálido de tan intensa e inefablemente impresionado:

«Es una queja embustera
la que me acabas de dar.
¿Ignoras que yo sé arar?
Pues deja tú la mancera
y oye, que voy a cantar.»

«¡Bruuú!»

-¿Qué?

(Nada; don Pedro Luis que eructó.)


«Labriego, poco paciente,
si crees que sólo tu frente
baña copioso sudor
que absorbe innúmera gente,
sal de tu error, labrador.
Lo dice quien es tu hermano,
quien canta tu lucha brava;
lo dice quien por su mano
siega la mies en verano
y el huerto en invierno cava.»

-¡Bravo!

-¡Bravo! -subrayaron ahora don Pedro y don Atiliano de la Maza, limpiándose el sudor, del calor tremendo de la sala, cual si fuese el de la hoz con que segaran o el del azadón con que cavasen. Hubo un silencio de santa comunión con los labriegos, bajo aquellas invocaciones al trabajo. Sonaba una carcoma en la pata de un sillón. Sidoro prosiguió sonoramente:

«¿Qué sabes tú del tributo
que el mundo al trabajo rinde?
¿Qué sabes tú...»

En todas las casas decentes del pueblo, gracias a la propaganda de los vates, y de Orencia (que odiaba las novelas), había tomos de Gabriel y Galán para leerlos en familia durante las veladas invernales. Códigos de moral sencilla, expresados con belleza soberana, y cuya difusión gratuita entre los pobres habríase llevado a efecto, a propuestas del ingenuo señor don Atiliano de la Maza, de no haber sido porque el sagaz Jarrapellejos opuso una objeción: los braceros no sabían leer, casi ninguno..., y los que sabían era mejor que no leyesen, ante el temor de aficionarlos y que pasasen luego a lecturas peligrosas.

-¡Oooh! -admiraron los demás, cayendo en el por qué no se les concedía atención a las escuelas ni a los decretos del Gobierno sobre enseñanza obligatoria. Ya, verdaderamente, la cierta labor instructiva en que aquel trasto forastero de Cidoncha (¡cómo tendrían que llamarle al orden, a seguir!) se obstinaba con su gente del Liceo, estaba dándole a don Pedro la razón: a La Joya iban llegando suscripciones de El Socialista, y la Conquista del Pan, y otros folletos subversivos...

Mas no todos los de la reunión hallábanse tan gentilmente consagrados a la alta vigilancia espiritual del pueblo, libres del trabajo corporal, como el gran Jarrapellejos, don Atiliano y aun el médico y el juez. A despecho de castas y de clases, juntábalos en fraternidad admirable, aquí, si no por los paseos y en el Casino (donde reservábase don Pedro a las otras amistades de sus múltiples aspectos de político, galanteador y propietario), el sentimentalismo, la etérea advocación de la poesía. Sidoro, por ejemplo, el lector de la meliflua voz, era un carrocero de obra basta, suscriptor antiguo de El Motín, concurrente en el Liceo a la tertulia de Cidoncha, y que no obstante su desmelenada traza de anarquista, componía fábulas morales; y Cordón, un viejo amanuense de notario, poseedor de tres cercas que él mismo cultivaba, aunque desatendíalas por hacer sonetos y acudir a este canáculo, y que había vendido otra y una yegua para imprimir su Historia de La Joya desde el tiempo de los godos, escrita en quince años. Sin falta acudía también un joven jorobadito, constructor de jaulas de perdiz, hijo de un barbero, aficionado a los clásicos y aventajadísimo discípulo de don Pedro Luis en las composiciones amorosas, tanto que ya su competencia le inspiraba inquietudes al maestro. «Hombre, Raimundete -solía, ladino, éste aconsejarle, cuídate, toma el sol; no debieras entregarte de ese modo a la poesía. ¡Vas quedándote en los huesos!

Pero quienes sostenían verdadera competencia, una competencia enconada, que, fuera de la cordialidad de la Academia, les hacía hablar mal unos de otros, eran Cordón, Barriga y el hidalgo y narigudo setentón don Atiliano de la Maza. A los tres dábales la especialidad por los sonetos. Los nuevos de la semana leíanselos y los discutían los jueves. Cordón resultaba invencible por el número: mil seiscientos dieciocho contaba ya el libro infolio, de sellado papel de notaría, que aportaba bajo el brazo. Barriga, que escribíalos más científicos, tenía sólo ciento nueve, y don Atiliano, cuatrocientos, de absoluta perfección gramatical. Armaban discusiones sobre si debía decirse revólveres o revólvers, al menos o a lo menos, friéndose o f ríyéndose..., y por carta consultaban con frecuencia al sabio lingüista y sacerdote madrileño don Julio Cejador. Veinte días llevaban a la sazón con motivo de haberle llamado don Pedro cuadrúpedo a una oveja; en la de dilucidar si debiera nominar cuadrúpedos (cuatro pies) a las mulas y los gatos y los perros solamente, o a toda clase de «bichos y animales» que tuviesen cuatro patas, las ranas inclusive... Cejador mismo, menos versado en Zoología que en Gramática, pasó sus ciertas dudas antes de sacarlos del apuro.

Por cuanto al juez de primera instancia, granadino, gordo, hombre bilioso y arrugado, de párpados cargados, de tardos movimientos de galápago, cultivaba la prosa nada más, y en su rígida fe prefería las historias de los santos. Ya se le veía requerir el fajo de cuartillas (igual que todos, porque Sidoro terminaba la hermosa composición del poeta inimitable), cuando una criada apareció llamando al dueño de la casa. Le buscaban.

-Haber dicho que no estoy, hija, Basilia. ¿Quién es?)

-La señá Cruz, la del tío Roque Salazar. Mu apurá la pobretica.

-¡Ah! -hizo eléctrico el cacique, partiendo disparado.

Halló a la contristada en el portal, y la condujo al despacho, a la profundidad de aquel despacho, lleno de chismes, y sillones, y escopetas, y polvorientos legajos de papeles, donde mil veces habíanse tratado igual los más arduos secretos de la política del pueblo y los finales ajustes de galantes aventuras. ¿Vendría la rebelde a ceder y puntualizar lo de Isabel?... Lloraba en la sombra de un pañuelo negro, muy echado hacia los ojos. Iba a cumplirse un mes de la prisión de su marido como autor del fuego de las eras... Sentados frente a frente, ella a plena luz, Jarrapellejos la observaba. Su rostro tenía una inteligente expresión de dignidad, una suerte de serenidad activa, a través del llanto mismo y del dolor, que no lograba quebrantar el servilismo ni la humillación de esta visita.

-Don Pedro -dijo al fin la desdichada, conteniéndose las lágrimas como a la sola voluntad de contenerlas-; mucho me ha costado decidirme a molestarle. Le debemos a usted dinero, nos es ahora más difícil que nunca pagar, y...

-¡Bah, Cruz! -la interrumpió el rumboso, pronta la mano a la cartera-, comprendo tu situación y la de la pobre Isabel, y cuanto necesitéis más para salvarla...

Pero ella le interrumpió a su vez secamente:

-No; no se trata de eso, gracias, aunque haya recordado el favor que usted nos hizo cuando vengo a pedirle otro favor. Dicen que mi Roque será llevado en estos días a la ciudad, a la cárcel de la Audiencia. ¿Sabe usted algo?

-No. Pero es lo natural, en cuanto el sumario concluya. Lo único que he oído es que está para acabarse.

-¿Y se lo llevarán? ¿Y serán capaces de condenármelo a presidio?...

-Desgraciadamente, hay que temerlo. Dependerá de la prueba del sumario. Me he informado un poco, tratandose de amigos, claro está, y no resulta favorable.

Dejó correr la triste nuevas lágrimas, y luego exclamó, vibrando de amargura:

-¡Don Pedro, por Dios!... ¿Y puede nadie consentir infamia semejante? ¿Puede usted, ni el pueblo entero, con sólo conocerle, pensar que no sea inocente Roque?

-Mujer, te confieso -dijo el cacique tras una piadosa pausa- que me sorprendió el ver que le prendían; sin embargo, una ofuscación la sufre el más honrado, sin prever las consecuencias, y sus motivos tendrá el juez cuando no le ha puesto en libertad.

Sollozó la Cruz, estremecida. Dobló la frente en martirio y en vergüenza; cruzó en un gesto implorador los dedos de las manos, y expresó:

-A eso vengo, don Pedro: a pedirle, por lo que más quiera en el mundo, que usted le saque de la cárcel.

-¿Yo?

¡Usted! ¡A eso vengo, a eso he tenido que venir, por ser usted quien es, y no obstante lo... ocurrido entre nosotros!

Clara la alusión a la entrevista de aquella tarde con Sabina, que tanto hubo de enojarla. Don Pedro sonrió labios adentro. La fiera o la alta comedianta del pudor empezaba a sometérsele.

-¡Pero... yo, mujer!, ¿cómo disponer una cosa que está fuera de mi alcance? Únicamente la autoridad del señor juez sería la indicada para hacerlo.

-¡Cuando vengo, don Pedro de mi alma, a pesar de los pesares..., será porque sé de más que aquí, contra esta injusticia, que clama al cielo, de llevar a presidio a un inocente, y contra todo y para todo, no hay por encima de usted más juez ni más autoridad!

-¡Te engañas! -protestó afable el así reconocido por la esquiva como todopoderoso, y de ello inmensamente satisfecho.

Quiso dejarla en la sensación de su miseria. Sacó despacio un puro, lo encendió y dijo, soltando con el humo la suave insinuación de las palabras:

-Pero, bueno; supongamos un instante que no te engañases, Cruz, y que mi influjo con el señor juez fuese de tal fuerza que alcanzara a conseguir la libertad de un procesado. Y... qué, ¿qué me pedirías? -¡Pues... eso...: la libertad de mi marido! -insistió, ansiosa y vaga, la infeliz, sin comprender adónde quería llevarla la preparación de la pregunta.

-La libertad... y que siguiese la causa... hasta que, pasada a la Audiencia, le tuviesen de nuevo que prender.

Es decir, la libertad por unos días.

-¡Oh no! ¡La libertad y que el juez rompiese sus malditos papeles para siempre!

-Bien, bien... Me pedirías entonces, ¡fíjate!..., que le exigiese a un público funcionario de alta responsabilidad una prevaricación, una tradición a sus deberes.

-¡Una justicia! ¡Roque es inocente! ¡Lo juro por los ángeles del cielo! ¡Aquella noche yo misma tuve que despertarlo en la parva de mi lado, cuando el fuego, en la otra era, a mí me despertó! ¡Es mentira que empezase por la nuestra!

Reaparecía la altiva dolorosa. Lento y dulce don Pedro, tornó a abrumarla:

-La inocencia de Roque, puesto que la afirmas, será verdad para él, para ti, para la pobre Isabel, que asimismo sufre y llora. Ten en cuenta, sin embargo, que contra vuestros testimonios, que no pueden menos de parecer interesados, están el de Sabina la dulcera, el de Petra, el de Melchor y, lo que es más grave, el del guarda, que por sí solo hace fe.

-¡Qué guarda! ¡Un asesino! ¡Y qué testigos, Dios mío!

-No es conmigo ahora cuestión de recusarlos, mujer, que para mí ya ves que basta tu palabra a hacerme creer en lo que dices. Error judicial posible y todo, y mientras no pueda llevársele al juez otra convicción, el hecho de lo que tú deseas, juzgándolo sencillo, es esta enormidad: un juez que ateniéndose a los trámites de una causa no tiene otro remedio que creer culpable al encausado; un juez que la sobreseyese por influjos o sobornos míos, y... ¡fijate, fíjate bien, Cruz!..., en consecuencia, un juez y un señor que por haber pedido el uno lo ilegal, y por haberlo el otro concedido, habrían faltado a las leyes, a su honor y a sus decoros...

-¡Oh!

-¿Lo dudas?... A su honor, a sus decoros, y hasta a su sentido de conservación.... porque quienes tal hiciesen expondríanse incluso a ir codo con codo al presidio, de que tú ansías librar a Roque... ¡Y a tanto comprenderás que no deba uno prestarse como se quiera!

Nuevo silencio. Cruz, abrumada en la butaca, de rigor de realidad o de incrédula tortura, clavaba los ojos en la estera.

Los alzó al oír que el amo de la casa, y del pueblo, y como del mundo y de lo horrible y espantoso, la decía, con más cruel melosidad:

-Me pides, en resumen, que falte y haga faltar a otro a cuanto para un hombre respetable constituye su respeto, su honor y su decencia..., eso me pides, y me lo pides tú, ¡tú, Cruz!, tan alarmada en la defensa de tu honra porque alguna vez mi afecto hacía tu hija... Veamos, oye, escucha -prosiguió, cambiando el tono ante la leve inmutación de la que no tenía derecho a la sorpresa-; supongamos todavía que yo, sacrificándome, lograra llegar a complacerte... ¿Cuáles gratitudes me hubiesen con vosotras de obligar?... Al venir a buscarme con ánimos de una tal solicitud..., ¿no has pensado, di, que el sacrificio que me exiges es tan grave que merezca otro (y tú sabes cuál es), siquiera un poco parecido, de tu parte?

No contestó la requerida. Un trismo más amargo de su boca marcó el frío de desamparos de su alma.

-Siquiera un poco -concretó Jarrapellejos, en paso pleno a la franqueza-, porque no es igual lo que llamáis «vuestra honra» las mujeres, y lo que llamamos los hombres «nuestra honra». Rompiendo la mía, expondríame al escarnio de la pública opinión y al castigo de las leyes. Disponiendo Isabel libremente de la suya, ¿que arriésgase?.... ¡Nada! Al revés... Hubiera de ganar en todos los sentidos. Por lo pronto, salvaría la de su padre. Dirás que a costa de la de ella; pero esto, que aun así no fuese peor para una joven que el verse señalada con el dedo como hija de un malhechor, de un presidiario, no es verdad tampoco; reflexiona, Cruz, que no eres torpe; mira un poco alrededor tuyo en la misma Joya, y dime si más de una mocita que acertó a elegir (es todo el quid de la cuestión) entre tanto necio como hay, no está ahora rica, casada, y alguna hasta con coche y consideradísima como señora respetable. Tu caso, vuestro caso, justamente. Aparte de que mi seriedad y mi condición son incapaces de causarle daño a una chiquilla, mi cariño a tu Isabel es tan noble que antes me cortaría una mano que inducirla a lo más mínimo que pudiese acarrearla desventura. Tu hija, Cruz, andando el tiempo, sería también una señora, se casaría con su novio, con Cidoncha (que hoy no querrá sino divertirse lo que pueda, y a quien no le faltaría mi protección para ser un hombre de provecho, en vez de un pelagatos), o con el que le diese la gana. ¡Yo te lo prometo!

Pálida Cruz, muy recogida en sí misma y muy abiertos los ojos hacia el suelo, suspiró.

Él recalcó, dando una palmada en la mesa, e indicando inmediatamente a su derecha la caja de caudales:

-¡Yo te lo prometo! ¡Y no debes dudar que le sea difícil cumplirlo a don Pedro Luis Jarrapellejos, a mí, a quien juzgas tan capaz de mandar en la justicia.... a quien te invita en garantía a que ahora mismo tomes de esa caja mil duros más, si gustas. Acepta. Déjame pasar esta noche... en tu casa; y mañana, para encontrarla trocada por siempre de la pena al alborozo, de la estrechez a la abundancia, volverá a ella tu Roque.

Rígida la figura negra de Cruz, se levantó; quedó momentáneamente apoyada en la butaca, y como una sombra dolorosa partió en demanda de la puerta.

-¡Cruz! ¡Cruz! ¡Oye!

Estupefacto don Pedro, la miraba. ¿Qué quería significar la muda y repentina decisión? ¿Iría a consultar con Isabel, con el marido?... Abría. Salía.

-¡Cruz! ¡Cruz! ¡Pero... mujer!... Bien... ¡Piénsalo! ¡El plazo es corto!... ¡Siempre espero! ¡No lo olvides!

Solo ya, el un poco defraudado omnipotente apoyó la sien en la mano, el codo contra la mesa, y cerró los ojos. «¡Vendrá!», fue la reflexión que le hubo acudido en un segundo.

Volvió al salón, y díjole al juez, de asiento a asiento, inclinándosele al oído:

-Lleve usted aún más despacio la causa esa del incendio, don Arturo.

El jorobadito leía una composición de nocturnos de Chopin y marquesas empolvadas. Mirando a su discípulo, don Pedro pensaba en Isabel. No habíale mentido a Cruz en lo de «la noble lealtad de su cariño». Ya él propio, pesaroso de mantenerle a Zig-Zag el equívoco de la deshonra de la esquiva, tardó apenas veinticuatro horas en confesarle la verdad: «No, no fue Isabel, sino Petra, la que tú viste conmigo anoche por la luna.» Le refirió la entrevista con Sabina. Cuando él estaba oyéndola contar el casi escandalo que la armó Cruz al oírla, segunda edición del que le hubo formado a la Sastra poco antes (¡enojaríala que la tuviesen en lenguas de alcahuetas!), llegó con el cántaro Petrilla, tan crecidita y tan mona con su boca de piñón, que inmediatamente se antojó de ella don Pedro y declaróselo a la madre; consultada la chicuela, resistió al principio, avergonzada, ¡natural!..., pero quedó pronto conforme. Cien duros el ajuste, y previo pago. Admiró ZigZag el precio respetable: «Bueno, claro, ¿era mocita?» «Ah, toma, pues si no, ¿qué gracia iba a tener?» La madre lo garantizaba, y el más que experto pudo en el trance confirmarlo.

¡Sí, sí; no era hombre de quien pudiese perdurar la vengativa vanidad de dejar creer deshonrada a la honradísima! Harto sufría Isabel desde que a la mañana siguiente del incendio prendieron a su padre. Procesado el infeliz por más o menos probabilidades de culpa, y por habilidades del Gato, ni el mismo don Pedro Luis, con todo y ser el magno dignatario que de las públicas cuestiones de La Joya y su comarca conocía los más recónditos misterios, sabía lo que en ésta pudiese haber de fondo de verdad.

La clave teníala el Gato, en la malvada intimidad de su conciencia. Él le prendió fuego a las eras. Despierto aquella noche por los perros, y echando de menos en la parva a la Petrilla, supúsola de aventura con el novio. Cogió la escopeta y comprobó que también Melchor faltaba de su parva. Rondó, descubrió de lejos a Zig-Zag, recordó inmediatamente el fracaso de su querida con la Cruz, y empezó a dudar si Petra estaría con Melchor o con don Pedro. Puesto de espía, ¡oh!, la vio últimamente llegar escoltada por éste. Primero siguió a don Pedro, que ya se había reunido con Zig-Zag, resuelto a esquivarse de la luna y, en un sitio a propósito, descerrajarle un tiro por la espalda. Mas no halló el sitio oportuno, siguiéndoles buen trecho; y el no poder matar también al otro impunemente, con una vieja escopeta de un cañón y de carga por la boca, le hizo desistir. Vuelto a la era, la rabia por la chica, cuya virginidad le habían birlado, igual que la de las hermanas, le impulsó al deseo de abrasarla viva al mismo tiempo que a la madre. Sobrevino el incendio, acudieron las gentes, y antes que nadie los vecinos, entre ellos Roque. Por cuanto a Petra, escapó libre, y Sabina con unas chamuscaduras en el pelo.

Pues bien: al nuevo día, cuando el Juzgado empezó las actuaciones, el Gato tuvo otra idea diabólica, que, garantizando «su inocencia», y aun su vigilancia como guarda, pondríanle en situación de ser gratificado por aquel a quien no le pudo largar el escopetazo. Fue a verle, y le plantó: «Misté, don Pedro; sé que la Isabel y su madre se le niegan, entestás..., y a pesá del dineral que las ofrece..., y vea osté aquí que como esto del necesitá y de la miseria es cuestión de apreta más o menos que te ajogo, por el fuego de anoche se pué metel al padre en chirona, y quear a dambas en el brete de que no tengan más remedio que ablandase. Afigúrese, don Pedro Luis de mi arma, lo que despué de la langosta, en mayo, y de la deuda con osé, y de quemá la era, será de la chica y de la Cruz si se las obligase a vendé la ermita y la tahona pa atendé a los papelorio der Jusgao.» Don Pedro iba abriendo tanto así de ojo. Recto, sin embargo, rechazó: «No, Ramas; no dudo que fuese decisivo; pero, sin razón, por nada haría una judiada.» «Es que la hay -repuso el Gato, que llevaba madura su intención-; primeramente, yo, que vigilaba cumpliendo mi debé, vide a Roque sentao, como d'estudio, e'una peña der rastrojo; luego le vide juí, apenas er fuego encomenzó..., pa fingí que gorvía a apagalo con su gente; y si se tié en cuenta, d'una parte, que debía está desesperao, porque las cuatro espiga que tenía no le hubián de da pa saldale a usté la deuda, por lo que, mar pagao, quemándolas, se quedría disculpá con la desgracia, y si s'atiende, ademá, que debía encontrase irritao por la zapatiesta que su mujer tuvo con Sabina por la tarde, na e particular tié que, temiéndome a mí, y no siendo quién pa buscanos cara a cara, quisía tamién metele mecha a la parva por achicharral en venganza a la Sabina.»

¡Hombre! ¡Hombre!... Cambiaba el asunto. De añadidura, unos espartos secos recogidos por el juez junto a la hoguera, y con los cuales sin duda el fuego se inició, parecían pedazos de otras sogas iguales que «supo» encontrar el Gato en el sombrajo de tío Roque. En fin, que meditó don Pedro: el azar favorecíale, sin que él pusiera nada de su parte.

-¡Hala! -le dijo al Gato, de paso que le gratificaba, por lo pronto y por su buen servicio como guarda, con un billete de diez duros-. Ve y presenta la denuncia.

A las dos horas Roque ingresaba en la cárcel.

Y el Gato, radiante con sus cincuenta pesetas, se fue a una taberna y púsose a beber y a comentar la prisión de Roque Salazar con los señoritos del Curdin. Borracho Saturnino, en el período bravo de león, juró que «ni el profesor ni nadie se había de acostar antes que él con la Fornarina, aunque fuese robándola una noche». Asimismo, con su borrachera, el Gato volvió a su domicilio a punto de las once; empezó por atizarle una felpa a la Sabina, hasta que le entregó el dinero recibido de don Pedro por la venta de la Petrilla; llamó a Petrilla, púsola como un reverendísimo guiñapo; tiró de puñal, por último, y, quieras que no, trincó a la madre del pescuezo, la enchiqueró en un cuarto..., y en la cama de la de enfrente tumbó a la chica y la gozó, mientras que a través de la cerrada puerta gritábale la otra: «¡Sí, sí, anda, ladrón..., cabrito...; pero te chinchas, que s'acostao cuarenta veces con Melchó, y le hamos vendío el virgo lo menos a catorce!»

El Gato, al quitársele de encima a la muchacha, la escupió en la boca y le partió un labio y le hinchó un ojo de dos terribles puñetazos. Cogió su escopeta y su bandolera de chapa. Salió. Se fue a las eras. No había hecho más que desaparecer calle arriba, cuando calle abajo, lleno de sudor y de tamo, llegó Melchor y entró en la casa. Empuñaba la navaja en el bolsillo; iba con la santa intención de darle a Petra un navajazo en la barriga. Se asombró y se apiadó al encontrarla llorando en un rincón y sangrando de la boca. No la veía desde anoche, temeroso él de acudir al fuego que creeríase prendido por su bruja voluntad. Sacaron a la madre del encierro, y ésta la emprendió inmediatamente con la hija a bofetadas. «¡Cochina!... ¡Si tú también lo estabas deseando! ¡So guarra!... ¡Hija de... tu tío!...» Contaba a gritos lo que acababa de pasar, y aquello otro de los catorce que precedieron a don Pedro; y las bofetadas y las coces para la muchacha arreciaban de tal suerte que a fin de librarla de ellas tuvo que emplear Melchor todo su esfuerzo.

Como loca escapó Sabina hacia las eras, en busca del Gato, para seguir llenándole de insultos... Curó entonces Melchor a su novia, con trapos y vinagre; y en la gratitud de ella y en el estupor de él, por la inesperada extensión de los catorce del agravio (del agravio que creía él de uno, de don Pedro), Petra, enternecida, tuvo que ponerse a confesarle que su madre exageraba.... que únicamente, desde hacía seis meses, y por acuerdo de ambas y precios varios (nunca menos de veinte duros), se había acostado con cinco señoritos... ¡Ah! Pero le querría a él, tan sólo a él, a Melchor; y le abrazaba y le besaba, mirándole con pasión llorosa por el ojo que habíale dejado la venda descubierto, y se disculpaba de haberle faltado anoche, en razón a que los cien duros de don Pedro, que ahora habíalas quitado el Gato sinvergüenza, pensó ella dedicarlos a comprar una tierrita y el ajuar para la boda... ¡No, no quería imitar a las hermanas en su oficio! Naturalmente, acabaron cerrando la puerta y acostándose.

Treinta días después, y no sin que, de buen acuerdo el novio, Petra -siempre como mocita garantizada por la madre- les sacase lo bastante para una viña y el ajuar a otros cuantos señoritos, el último el Garañón, y el penúltimo, tras de Mariano Marzo, que en una soberana y generosa turca largó setenta duros, Gómez.... con lujo de despachos cerrados inclusive, se casaba con Melchor.

Y ésta era la boda de rumbo popular, en que, a más del Gato, Gómez, el Garañón, Mariano Marzo, Exoristo, Saturnino y otros cinco o seis del Curdin, habían estado Barriga, el juez y don Pedro Luis Jarrapellejos, antes de venir a reconfortarse el alma con Gabriel y Galán, con el idílico y supremo cantor de las costumbres patriarcales. Todos le habían cambiado largas sonrisas a la novia, hecha, por cierto, una monada; y observándose mutuamente, había ido pensando de los otros cada uno: «¡Bah, la quiere conquistar! ¡Si el pobre Melchor y éstos supiesen que ya la tengo yo pasada de registro!»