Jarrapellejos/Capítulo VII

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Capítulo VII

Despertó (dix-her, m'siú!); vio por el entreabierto balcón la columnata de la Madeleine; oyó el rugir de los autobuses y el cri de los vendedores de journaux del boulevard..., y oyó en seguida, más claro..., un..., un... rebuzno formidable...

¡Oh, sí! El auténtico rebuzno de un borrico. Esto acabó de despabilarle. Anie, la Madeleine, los autobuses..., ¡cuán lejos! El hombre de París, el hombre que había estado en París, el hombre que había gozado en París la intensa y etérea felicidad de lo supremo, cuyos ecos de sonido o de luz perduraban en sus orejas y sus ojos..., rendido del largo viaje, ¡despertaba en La Joya!

Se incorporó para protestar, para convencerse. La realidad le impuso su evidencia. Pas plus de aquella coquetona chambre d'hotel. Pas plus de aquella gentil femme de chambre (dix-her, m'siú!) que entrebaillant la fenétre le llamaba con su voz de música y suspiro. Casi lloró el ungido de París, el penetrado por la pasión selecta de París hasta los huesos. El símil era un tanto estrambótico, pero exacto: París le pareció una inmensa y diáfana y tibia perfumería en donde habíanle trasminado las espirituales esenciales sensuales y suaves y exquisitas de todos los progresos. Se levantó, todavía con aquella ágil elegancia de París, y dispúsose a arreglarse. No dix her, sino «las once», en neto castellano. Un sol bárbaro, insolente, abrasador, como por civilizar, el sol de España, tendíase por la paja blanca de la estera. La calle, llena de carros, mostrábale enfrente las tapias viejas del lagar. Malditas las ganas que sentía de volver a ver a Mariano Marzo, al Garañón, a Jarrapellejos... (¡Oh, las jotas y las erres españolas!...)

Pasó al baño. Se entró en él. No lo halló mal instalado, la verdad, con la ducha y los grifos frío y caliente; sin embargo, el agua no se supiera qué tenía, que no acariciaba como el agua de París. Ya bañado, duchado y envuelto en el ropón de mangas que se acordonaba a la cintura, abrió completamente la ventana. Entre el ramaje de su jardín divisó el jardín y los corrales del conde. Recordó leve a Ernesta apenas un latido el corazón-. «¡Pse!», hizo, encogiéndose de hombros.

-Hijo, niño, Octavio... ¿Se puede?... ¡Date prisa!

Su madre. Se abrazaron efusivos. Volvió a salir la noble dama, a fin de que acabase cuanto antes. Ella, a vestirse también. Tarde. La ceremonia de los desposorios del conde celebraríase a las doce. No podían dejar de asistir, como parientes.

Tanto como la madre se alegraba de que el hijo hubiese llegado la noche antes, sin avisar, cuando no le aguardaba nadie, pudiendo así concurrir al primer solemne acto de la boda, Octavio deplorábalo. Echado de París, después de dos meses y de un gasto de once mil y pico de francos, que hubo de alarmarle al revisar cuentas un día, aún resolvió estirar su estancia una semana, sin escribir siquiera, con pretexto de ir a Londres (no se movió del adorable boulevard des Italiens), y con el solo objeto de dar tiempo a que Ernesta hubiera consumado la porquería de este matrimonio, anunciado para entonces. La fecha fue diferida por un retraso de zapatos o corsés, a última hora. Bien. Asistiría. Al cabo, el asistir o no asistir no le formaba más que una simple cuestión de repugnancia.

-¿Se puede?

Limpiábase los dientes. Otra vez le interrumpían.

-¿Qué, Modesta?

-El señorito Cidoncha, que está aquí.

-¿Se puede, Octavio? ¿Se puede, hombre? ¿Se puede?

-¡Hola, sí, Juan! ¡Pasa! ¡Demonio! Le fue al encuentro. Estrecháronse a dos manos. Juan acababa de saber la llegada del viajero. «¡Ni un mal telegrama, tú!» No le pudo escribir a Londres, porque únicamente, en la última carta, le había dicho que partía.»¡De modo que Londres también! ¿Y qué tal Londres?»« ¡Ah, pues... brutal!», condensó, mintiendo y esquivándose, el que, aparte de haberlo ya mentido por disculpa, juzgaba casi una obligación de su visita europea el no haberla reducido a un solo gran país. En sendas butacas un instante, Octavio le dio al amigo un cigarrillo egipcio; y, desde lejos, yendo de un lado a otro del amplio tocador, proseguía la charla a la vez que se arreglaba.

-¡Londres! ¡Oh, Londres!... ¡Cuéntame de Londres!

Porque fuese de sus predilecciones, o porque ya Octavio en la correspondencia hubiésele hablado demás de lo francés, el profesor recaía en sus curiosidades de Inglaterra. Y Octavio se desentendía. Enorme Londres, soberbio, sí...; pero ¡nada como la Ville Lumière de los ensueños! Había allí, en todo, cosas estupendas. A título de confirmación, enseñábale las que había hecho facturar, llegadas antes que él, y que estaban en un rincón del tocador, todavía con un embalaje. Una motocicleta magnífica, de doscientos treinta francos (seiscientos, lo menos, en España); una escopeta de reses, por trescientos once francos (en España, más de mil) y una mandolina ensamblada de nácar, marca Ocelli, por doce, cuando sólo el estuche valdría en Madrid cincuenta.

-¿Tocas tú la mandolina?

-¡Ca, no! Hiciéronmela comprar su excelencia y su increíble baratura. ¡Una monada! Lo malo, y lo vergonzoso para este pobre país nuestro, son las aduanas. ¿Se concibe que nada pague más de su valor?... Pues, hijo, en Irún, derechos: la mandolina, trece pesetas; la escopeta, ciento y pico, y la motocicleta, ¡agárrate!, doscientas noventa y tres. Total, con lo que traigo además en los baúles, al pie de mil pesetas. ¡Asqueroso! ¡Inverosímil!

Le enseñaba, le iba enseñando también lo que traían los baúles, puesto que removíalos para ir sacando ropas... Preciosidades, aun sin salir de lo que podría llamarse chucherías: anillos de joyería artística para su madre y para él, con ágatas y aguamarinas, que lucían como tenues esmeraldas; máquinas fotográficas y encendedores de último sistema; dos bastones-paraguas (uno, obsequio a Juan), de seda absolutamente impermeable, como goma, y tinteros y estereóscopos y doce estatuitas de bronce, lindísimas, que representaban los principales personajes wagnerianos: Wotan, Sigfredo, las Walkyrias, Lohengrin...

-¡Habrás gastado un caudal!

-¡Un disparate! Pero... ¡Qué mujeres, Juan! ¡Qué mujeres, sobre todo!

Y como al decirlo, queriendo o sin querer, en la doblez de una camisa saltó un retrato en marco primoroso, el feliz no tuvo sino entregarlo, en prueba.

-¡Mira!

Desnuda enteramente. De pie, como una Venus, y semivuelta de cadera. Prodigiosa. Mientras Cidoncha, deslumbrado de belleza, se extasiaba contemplándola, Octavio, tras el biombo, se despojó del batón ruso de baño, y se puso calcetines, camiseta y calzoncillos... Salió tal que un jockey, mostrando entre las sedas la apolínea desnudez de las rodillas, la rubia blancura torneada de los brazos (¡bah, sí, podían haberlo tomado en París por un inglés, príncipe de sangre!), y todavía el otro miraba a la perfecta estatua aquella de marfil.

-¿Quién es?

-Lo ignoro. ¡Verás! Lo ignoro, y, sin embargo, el retrato está hecho expresamente para mí. Fíjate: esta sortija -la trajo de la piedra del lavabo- es la misma que, en fe de dedicación, tiene ella puesta. -¡Sí, verdad! -accedió el que había pensado que fuese aquélla la fotografía de cualquier célebre beldad comprada en una tienda.

-La conocí en la Gran Opera. Representaban El oro del Rhin. Yo estaba en un palco principal con los Arago, una familia amiga de mi familia de Sevilla, y en el próximo apareció la deidad que ves ahí, pero vestida, naturalmente, y... ¡con qué vestido, Juan!... (Luego te lo enseñaré en otro retrato que la hice hacer para conservarla también con el recuerdo del encuentro...) Un vestido, un traje... de emperatriz, y no hay mejor comparación: todo de tisú de oro, desde el escote hasta los pies, y sin más adornos, en la áurea figura escultural que la diadema de perlas del pelo y el collar de perlas del escote. Acompañábanla otra dama y un señor. Al principio, intrigada por los gemelos que desde muchos sitios la enfocaron, recorrió la sala con los suyos. Serían las cinco de la tarde. No me advirtió. Pasaron juntos dos o tres actos de la ópera, y allá, a las nueve, cuando hubo el descanso para cenar, en el restaurante del mismo teatro, por supuesto, advirtió la primera vez mi admiración al salir contiguamente de los palcos. Perdidos en la suntuosidad de las escaleras de mármol, sus ojos, como mis ojos, durante la cena, no obstante la lejanía de las mesas, supieron encontrarse a través de la elegante confusión. Vueltos a los palcos, ya no hubo más Wagner para nosotros. En la semiluz me miraba, la miraba. Ella, junto al antepecho, de frente al escenario, espalda a espalda con la señora de mi amigo; yo, detrás de ésta, al fondo. Una vez, a la insistencia de su atención, verdaderamente descarada, la figuré un beso.... y, ¡oh, Juan!, se sonrió.

-¡Chiquillo! -admiróse Juan, mirando el retrato nuevamente.

-Sufrí en dos horas lo indecible. No tenía a quién preguntar quién fuese, y parecíame descortés dejar a los Arago, a la salida, por seguirla, sin contar lo fácil de perderla en el tumulto o en la marcha de su auto. Iba a terminarse la ópera, y me resolví a la segunda apremiante audacia de sacar una tarjeta, con mis señas, claro, de París. Se la mostré al disimulo. Gesto afirmativo de la excelsa; imposible, sin embargo, alargar el brazo a ras del costado mismo de aquel señor, que debía de ser su marido; dejé, pues, caer la tarjeta dentro del paco de ella, lo más cerca que pude de sus pies; la vio, y creí haberla enojado de lo que pudo juzgar, en cuanto al procedimiento, torpeza temeraria, porque no volvió a mirarme.

-Debiste esperar, dársela en las apreturas del pasillo. ¡Eso te quería significar!

-Sí, tal vez. Cuando partimos, antes que ellos, mi pobre tarjeta seguía en el suelo desairada. ¡Pero Juan!, ¡oh, Juan!..., al otro día, despertábame la urgencia de un pneumático en mi cuarto del hotel: «Ce soir, huit heures, atendrez-moi à Luna Park, porte gauche. Voulez bien me dire, poste restante boulevard Saint-Germain, tout de suite, si vous y seriez.-L'OR DU RHIN.»

-¡Demonio!

-Excuso relatarte el final de la aventura. La soberbia, la magnífica, se me dio en regalo dos noches. Dos noches, y adiós, luego, para siempre; fue la condición. Fumaba opio, aspiraba éter en gardenias y bebía y me hacía beber pasión por todos los rincones de mi alma y de su alma.

-Carne, traducido a lo mortal.

-¡Lo que quieras! ¿Cocota? ¿Duquesa? ¿Actriz?... No logré saberlo. Hacíame llamarla Irma, o L'Or du Rhin, porque era rubia y en recuerdo del oro de su traje, y afirmábame riendo que no era sino el «maniquí de un gran modisto, dedicada a lanzar modas».Quince mil francos el vestido que llevó al teatro aquella noche. Respeté el capricho de la soberana caprichosa. Nada intenté por descubrir su condición. Sin embargo, vivía en las inmediaciones o en el propio aristocrático boulevard Saint-Germain, puesto que desde aquella posta me escribía; sabía el inglés y el italiano, conocía fundamentalmente las literaturas extranjeras, y todo esto lo hallaba yo más encajado en las cualidades de la altísima gran dama. A mis súplicas, y siempre paradójica, la que me negó su nombre, accedió a darme esos retratos. Matinal y última entrevista, para hacerlos. Dos. Vestida, uno; el otro..., ése, y ambos con igual serenidad delante de mí y delante del fotógrafo. El hombre, al segundo, volvíase loco viendo caer los tisús de oro y los encajes y batistas a la alfombra.

-¡Qué barbaridad! ¿Pero... así? ¡Qué barbaridad! -continuaba admirándose Juan, siempre con los ojos en aquella prueba viva del retrato.

Octavio concluyó:

-Y nada más de mi Or du Rhin. Mintiendo gentil, seguramente, me había advertido que se iba lejos, fuera de Francia, al cabo de unas horas. Cerrada la Opera con la tetralogía de Wagner, no volví a verla, ni a saber dónde poder buscarla del inmenso y encantador París. ¡Más que encantadoramente parisiense, Juan, el lance..., me parece!

-¡Demonio! -concedió el estupefacto profesor con una postrer mirada a la hierática insolencia de la ignota-. Pero yo que tú ¡la sigo! ¡Vaya si la sigo!

Octavio tomó el retrato, lo restituyó eucarísticamente al baúl y dijo, poniéndose al espejo la corbata:

-No, Juan; aparte de ser una tontería dejarse monopolizar por una, habiendo tantas bellas mujeres en París, hubiese constituido, una vez más, el eterno y bochornoso contraste de la espiritual cortesanía francesa con la sanchezca tosquedad española. ¡Ah, esto se ve de un modo tan triste, apenas pasada la frontera, y principalmente al regreso, que hiere hasta sin bajar del coche que te trae: en las estaciones de Francia, siempre que el convoy vuelve a arrancar, oyes: Messieurs les voyageurs, à la voiture, s'il vous plait! Cortesía: s'il vous plait!, ¿sabes?...; para nada lo olvidan jamás aquellas gentes. Entras en España, y dicen: «¡Señores viajeros, al tren!», con el si os place a paseo. Te internas, y ya sólo gritan secamente: «¡Viajeros al tren!» Sigues, recto como al África, y ladran: «¡Al tren!», aun dispuestos a morder y como a meterte en el vagón a linternazos.

Rió Cidoncha. Continuó Octavio poniendo ejemplos del «tristísimo contraste». Particularmente entre las mujeres francesas y españolas hallaba de diferencia un mundo. Creía que el amor adoptaba aún entre nosotros la salvaje arcaica forma de pasión (locura, enfermedad) por la escasez de bonitas, dignas de tal nombre; así, cada uno que veíase en propincuo trance de lograr una, defendíase del perruno acoso de los otros (celos), incluso a tiros y patadas. Los celos y la pasión, por la profusión de hermosas y por su graciosísima franqueza, habría pasado en Francia a los abismos de la histórica barbarie. Allí el Amor era lo que debía ser, lo que sería en la tierra entera cuando dejasen de seguir siendo gacelas las mujeres, y perdiese sus trágicos arreos traidores de caza y de conquista: una magnífica amistad, sublimada por todos los agrados, por todos los respetos...

Callaba, callaba Juan; sonreíase con la fría indulgencia del impávido cuyo firme juicio no se deja nunca enteramente dominar por el ajeno, aun trayendo el sello de autenticidad y la garantía de sensatez de este «viajero de Europa»; y el «viajero de Europa», un tanto desencantado por el fuego de entusiasmos que no lograba transmitir, enmudeció también unos segundos, mirándose a la luna del armario su elegancia, y una leve arruga, del baúl, en la levita...

-Bien. Y tú, querido Juan -le interrogó luego, afable, ganoso de poner asimismo interés y la posible admiración en los gustos del amigo-, ¿qué tal por aquí? ¿Qué tal la hermosa Fornarina?

Cidoncha, que examinaba ahora el bastón-paraguas del obsequio, lo dejó para decirle:

-Mal. Muerta de pena. Sigue preso su padre.

Octavio se volvió:

-¿Preso?... ¿Cómo, preso? ¿Por qué?

-Preso, sí; en la cárcel, por lo que te escribí del incendio.

-¿De qué incendio?

-Del incendio de las eras.

-Ah..., de las eras... ¿Y tú me lo escribiste?

Según Cidoncha temió, lo había olvidado, o no había reparado siquiera en ello, con su deslumbramiento de París. Volvió a referírselo, y esta vez enterándole del fondo del suceso relativo a las bajas propuestas e intenciones de don Pedro...

-¡Ah! ¡Quita! ¡Por Dios!

-¡Lo que oyes! -insistió Cidoncha, tranquilo al fin de ver al noble Octavio indignadísimo-. Tuvo la avilantez de repetírselo a la pobre Cruz cuando fue a rogarle que libertase a Roque: «La entrega de la hija, e inmediatamente, el marido, fuera de la cárcel.» Así se lo plantó.

¡Oh! ¡Oh! ¡Ah! Octavio trinaba. Su rostro fulguraba de aversión. Prometía reparar a toda costa aquella infamia. Iba a hablarle al miserable, a quien hasta ahora había guardado miramientos excesivos, y no respondía de poderse contener sin escupirle... Pero Cidoncha, el sensato, tan conocedor de los personales arrestos del amigo cuando llegaba la ocasión, como de la pública y omnímoda influencia del cacique, encarecíale la prudencia y le rogaba que ni remotamente se diese por enterado de su vil designio en el asunto.

-¿Sabes?... Desentendidamente. Como un favor, y nada más. Te lo suplico. De otro modo nos expondríamos a agravar la situación de esas desdichadas. No olvides que el tal Jarrapellejos, a más de ser acreedor de ellas por dos mil pesetas, tiene a su mando a todo títere, y al juez y a la justicia.

-¡Y yo, una estaca con que romperle la cabeza!... Exageras tu temor; pero, en fin, te atenderé..., seré discreto. Hoy mismo, lo primero, voy a...

Titubeó. Iba a haber dicho: «Voy a darte las dos mil pesetas para Cruz, a fin de que salga de su deuda.» Sino que le acudió instantáneo el enorme gasto hecho en sus dos meses de París, y limitó las piedades del impulso:

-Hoy mismo, ahora mismo, le hablaré. ¡Ah, qué España, qué España, Juan! Caciques, pueblos como éste, y un conjunto de vergüenza ya insufrible. La dignidad nacional, no lo dudes, sólo se puede aprender... en el extranjero. Hasta que uno compara no advierte en qué grado de mortal asfixia nos tiene sumidos la barbarie. ¡Te juro que vuelvo otro, muy otro, dispuesto a levantar bandera de salvación, y tú has de ayudarme en esta maldita Joya, que por sus latentes riquezas merecería ser un paraíso!

Le llamaban, de parte de su madre, ya dispuesta. Cogió los guantes, la chistera y el bastón, y, saliendo hacia el piso bajo con Cidoncha, repetía:

-¡Diputado, diputado, pronto, por los dignos procedimientos del sufragio popular!... Luego ministro, Juan, ministro... ¿Por qué no?... En un país donde lo son tantos botarates. Yo estaba en una obcecación estúpida, queriendo esperarlo todo, a fuerza de sonrisas falsas (que de hoy más serían serviles, criminales), del conde, de don Pedro Luis, de caciques, de los amos!...

Sin tiempo de más, pues reuníanse con la señora, un apretón de manos selló este pacto, en que el uno comprometíase a altas y generosas rebeldías con alma y corazón, y el otro, a ayudarle, a secundarle, con todo el corazón, con toda su alma, también, de frío y tenaz propagandista.

Diez minutos después Octavio y su madre llegaban algo retrasados a casa de doña Antonia. Entraron punto menos que como en un templo, de puntillas, y dando la mano, en saludo, a los más próximos. La ceremonia se estaba celebrando. Lleno el saloncito, aunque sólo se había invitado a los íntimos, la concurrencia, de pie, agolpábase en torno a la mesa del lunch y a otra pequeña, en donde estaban los novios y el cura. Éste leía el acta de esponsales por encima de los lentes. Había en un ángulo un altar improvisado, con un Cristo. Olla a esencias, y creyérase que olía a incienso. Entre hombros de muchachas y plumas de sombreros, Octavio veía a Ernesta de espaldas. Imposibilitado de mirar su cara, de momento, miraba a las otras. No sabía qué de ellas le chocaba. Orencia y Dulce Marín le hacían visajes afables desde enfrente. No estaban tan ridículas ni cursis como él creyó encontrarlas. Dijérase que no eran las mismas... Manos y uñas bien cuidadas, dientes blancos, rostros pintados menos payasescamente... Lindas, lindas, qué diablo; y lo mismo, más allá, las Rivas y la cojita miniatura Encarnación... Ahora, sí; ¡ah!..., ¡los trajes!...

Terminó el cura de leer, y firmaron Ernesta, el conde y los testigos. Removióse todo el mundo. Unos rodearon a los desposados, reiterándoles sus plácemes; otros agolpáronse a saludar al «parisién». Disputábanse su mano. Ya se hablaba en alta voz. Dulce le mostraba su gratitud por las postales, por el «mono» esqueletito. Siendo todavía difícil romper del uno al otro grupo, Octavio seguía viendo por detrás a Ernesta..., gentil, más gentil de lo que él creyó volver a hallarla, en las elegancias de las sedas negras del vestido... Pero se volvió de pronto ella, sin verle a él, un poco emocionada por la solemnidad del acto; y él, abroquelado en desdeñosa hostilidad, recibió la estupefacción de su belleza de sultana... Un rato hubo en que quedaron sus ojos prisioneros del hechizo.... tanto que Dulce lo advirtió, y díjole, maligna:

-Está guapa, ¿eh?, ¡bien guapa..., la condesa!

Para rehacerse, para sonreírle a Dulce, en simple concesión del monosílabo el desdén, tuvo instantáneo que evocarse las beldades feéricas del Olympia, de Marígny..., su Or du Rhin, sobre todas, y los quince mil francos del tisú de oro de aquella noche de la Opera, Bastó. Sobró. Pudo inmediatamente acercarse con su madre a Ernesta y al conde, sin emoción, sin curiosidad siquiera, por la índole compleja de la que el contacto de las manos y el cruce de miradas hubiésenla causado a ella, para obligarla a abatir la suya en vergüenza al suelo... Una mínima y estúpida vergüenza de coqueta, tal que la habría sentido por partida doble, por partida múltiple, si estuviesen también aquí el capitancito del tejado... y los cien más que allá en Valladolid habríanla tal vez enamorado a lo gato

por las tejas... No sabía si entristecerse o alegrarse, el altanero. ¡Pobre conde! ¡Pobre pariente tonto..., y en cuán poco reparaba la dignidad del dignísimo viejo así que se trataba de... acostarse con una joven legalmente!

Con idéntico cortés desprecio olvidado de ambos, mientras se tomaban a la mesa los refrescos de grosella y los sorbetes gozo las satisfacciones de un triunfo de interés y curiosidad mayor que el de la propia desposada. Su aureola de París subyugaba a las muchachas, a los hombres, al conde mismo. Le acosaban a preguntas «Qué, ¿se lleva el glasé en los trajes?» «¿No se llevan grandes los sombreros?...» Le admiraban la petaca, la corbata, la levita..., de corte irreprochable. Olímpico, le costó trabajo desentenderse de los demás para apartarse con don Pedro Luis a un rincón y hablarle de Roque. Petición de gracia; fórmulas de absoluta corrección, según lo prometido.

-¡Ah, sí, Roque! Volveré a informarme del juez, y veremos de ponerle en libertad, Octavio, si es posible humanamente. No puedes imaginarte la piedad que me inspira el desdichado, y la pena que me dio la pobre Cruz cuando estuvo a verme. Ya la prometí hacer por ellos cuanto pueda, y no pierdo de vista la cuestión. Díselo a tu amigo.

Giró en redondo Octavio; le dejó, asqueado de su hipocresía, por no escupirle. Y, sin embargo, era la verdad que aquel hombre que llamábale de tú, que le trataba mimosamente desde niño, y a quien quiso como íntimo su padre, infundíale respeto.

Pasaban días.

En su biblioteca, en sus habitaciones, rodeado de los objetos que constituíanle los recuerdos del viaje, Octavio complacíase en permanecer solo horas y horas, entregado melancólicamente a su pasión profunda por París.

Por París, en su conjunto de diáfana gran ciudad maravillosa; no por determinada mujer alguna de las que allí, con sus varias bellezas y elegancias, hubieron de revelarle el verdadero sentido paradisíaco y dulce del amor.

Amaba a París intensamente, locamente, triste, muy tristemente, al encontrarse lejos de él, como a una extraña multiforme diosa que resumiera todos los encantos de la vida.

«París..., capital de la Vida», hubiese definido él de buen grado; y en los estereóscopos y en las lupas traídos de París extasiábanle con delicia igual los retratos de divinas que le ungieron con sus besos: de la Olga Stelly, del Olympia; de la Gaby Vilvert, de Marigny; de la Mado Yot, de Tabarin; y las áureas estatuas del Hôtel de Ville y del puente de Alejandro. Miraba, miraba al fin de un modo sagrado, predilecto, a morirse de mieles del dolor, las dos fotografías de su Or du Rhin...

Los libros, fieles antiguos compañeros, habían perdido la facultad de distraerle.

Largos ratos proyectaba hablar seriamente con su madre, convencerla, y trasladarse a París ambos para siempre. Hacíale desistir la idea de los cuatro o cinco mil francos mensuales que habrían de serle necesarios, y a que no alcanzaban sus rentas, ni con mucho, si hubiera de proseguir normalmente la vida de relativo fausto que llevó en París y que París necesitaba. Ir a resignarse a la estrechez bajo una imposición de economía, resultaba absurdo a todas luces, y fuese preferible gozar del paraíso aquél cuando pudiese, a temporadas... Porque esto sí, ¡bah, si volvería!...

Huyendo de tal pasión, que le obsesionaba hasta permitirle contemplar indiferente por lo alto del jardín aquella casa del conde, en que había de estar pronto Ernesta; que insensibilizábale hasta inducirle al como traidor conato de olvidos y abandonos para España, cogía la motocicleta, o un caballo, y dábase largos paseos de estudio, en comienzo y preparación de sus políticos deberes. ¡Pobre Patria, tanto más digna de cariño cuanto más decaída a la presente condición por torpezas de sus hombres!... Leguas y leguas de rañas, de estériles jarales, que se pudieran roturar; tierras que debieran cambiarse de cultivo; latifundios a repartir entre los pobres; saltos de agua en futura industria utilizables, y puntos de la ribera de más sencilla acometida para el riego de los campos...

Cidoncha, el inteligentísimo sociólogo y profesor de Agricultura, le acompañaba en las investigaciones de alrededor del pueblo o del pueblo mismo. Así, una tarde, estudiaron juntos, Guadiana arriba, interrogando a los molineros de seis molinos las ventajas de sustituirlos por fábricas modernas. Así, fijándose en lo grande y lo pequeño, hablaban de la construcción de un ferrocarril de enlace, informábanse de las necesidades de los trabajadores, examinaban prados para alfalfa y vegas de fácil regadío, en donde la remolacha permitiese la industria del azúcar.

Y así también, otra tarde, guiados por Barriga, quisieron ver hasta qué extremo el paludismo constituíales a los pobres un azote. Barrio de pescadores. Casuchas sucias, chicas, sin cristales, llenas de moscas con el burro en la cocina, con una sola alcoba, donde tenían que dormir amontonadas las hijas con los padres, en daño de la moral, y convertidas por el sol en hornos del infierno, donde recocíase el sudor de los enfermos y el acre vaho de la miseria y de las redes y los peces.

En una, sobre un camastro, una extenuadísima mujer se abrasaba al calor de la terciana, procurando acallar con sus fláccidos pechos, agotados, el llanto de dos mellizos; la abuela, cojeando por los reúmas y por sus setenta y cinco años, hacíala a la lumbre de taramas caldo de peces y morcilla. El médico se renegó. Aquello, que a un sano le haría echar el estómago por la boca, mal podía servir para la enferma. ¡No disponían de otro alimento! Acongojado Octavio, las dejó dos duros y prometió buscarles ama a las criaturas.

En la de al lado estaban con la fiebre cinco, de siete que eran la familia. El cuarto, cerrado el ventanillo por el sol, olía a diablos vivos, propiamente. Lleno de verdes vómitos, el suelo de tierra apisonada; las mantas, de mugre; las sábanas, de pringue oscura y humedad, como si las hubiesen arrastrado por un charco. Encima de una silla veíase una cazuela con unos puches repugnantes: «¡Oh! ¿Qué es eso? ¿Comen eso?», inquirió Octavio, horrorizado. «No. Es que, a más del paludismo, tienen sarna. Es pomada mercurial.» En cambio, Barriga comprobó que comían melón, por las cáscaras de debajo de las camas. Rascándose, Octavio se apresuró a salir. Les dejó otro duro. Ya en la calle, respiró.

Cruzaron a la casa de enfrente. No había más que una enfermita de once años, pero sola. El padre pescaba. La madre y la hermana mayor, lavanderas, lavaban en el río. Tenía un pez frito y aceitoso, a medio devorar, encima de la almohada. Rogó que avisasen a cualquier vecina: quería agua, y se le había acabado en los botijos. Rascábase también, mientras iba respondiendo a las médicas preguntas. Otro duro la dejó Octavio, que en la puerta preguntó:

-¿Tiene sarna?

-Sí. A consecuencia de jugar juntos en la calle los chiquillos y de no poder bañarse, es decir, curarse bien, la sarna abunda por el barrio.

-Pero, hombre..., ¿y lavanderas?

En otra casa, la habitación de los enfermos, hortelanos, hallábase atestada de serones de pimientos, tomates y lechugas. Más arriba, un zapatero confeccionaba sus botas al lado de un pequeñín con sarampión, y la vivienda inmediata alojaba a una familia entera con fiebre: padre, madre, suegra de la madre y cuatro hijos. No tenían para comer ni quien los cuidase. Pescador el dueño, no podía pescar. Sin embargo, desde el mismo lecho tendió el brazo y le vendió peces a una vieja que entró por ellos. Olían los peces, de tres días. Le rogó a la vieja que se los llevase a pregonarlos a mitad de precio por las calles. Se opuso Octavio, entregando en compensación unas pesetas. «¿No estaban podridos? ¿Por qué además teníanlos en la alcoba, y no fuera, en la cocina?» «¡Porque se los comería la burra, hambrienta como todos, señorito!» Al salir vieron la burra, flaca como un sable, royendo las aneas viejas de un sillón. «¡Cierren, tengan la bondad -gritó el enfermo desde el cuarto-, que s'escapa!...» Octavio sentíase sin valor para seguir. El cuerpo le picaba. Creía tener sarna, sarampión y todo lo tenible. Un entierro los cruzó; el sacristán, el cura y la caja de caridad del Municipio. Ni un alma detrás. Era el cadáver de aquel hidrópico infeliz, cuya mujer murió de parto, por la siega. Cuando partían de otra casa, les alcanzó la vieja, que iba ya pregonando los peces-« ¡A las bogas, las bogas, las bogas... frescas y vivas!...»

-¡Caracoles!

Juan, tristemente callado hasta entonces, comentó:

-¿Eh?... ¡Lo que comemos! Lo que comen los ricos, incapaces de entender cuánto convendríales que no fuesen pobres los pobres, que, al fin, trabajan para ellos y los surten. La limpieza se aviene mal con estas miserias absolutas, lo mismo que el pudor. ¡Cuántas veces, en un par de zapatos o en un kilo de tomates, no irán a la casa que más presuma de higiene y de cuidados los gérmenes de todos los infestos! Bah, la idiotez burguesa es inconcebible: se comprendería que les importase poco el malestar de los humildes si no fuese porque de ellos reciben la lavada ropa, que les puede llevar la sarna; el pan, que les puede acarrear el tifus, la tisis, el sarampión; y hasta la famélica mujer prostituida que les contagia la sífilis, transmisible a la dignísima señora y a la casta...

-¡Sí, sí, Juan! ¡Horrendo, horrendo! -aplaudíale Octavio-. ¡Por egoísmo burgués, aunque fuese, debía triunfar la democracia!

Barriga ilustró la afirmación del profesor con científicos ejemplos. Sabía de una respetabilísima familia de La Joya con sífilis de herencia: aquellas honestas señoritas no acertarían nunca ni a soñar que, pescada por el padre, allá en su juventud, afligíalas la misma ignominiosa enfermedad de que ellas pudieran haberse contagiado concurriendo desvergonzadamente a los prostíbulos. Sabía asimismo de unos niños a pique de quedarse ciegos por oftalmías purulentas contraídas al nacer, de la honrada

madre, gonorreica sin saberlo.

Y un cuadro, reconfirmación de realidad, en cierto modo, de lo dicho por Cidoncha y por Barriga, les llamó un momento la atención. En la calle solitaria, a la sombra de un hastial, charlaban con aires de misterio una joven enlutada y la Sastra, la inmunda celestina. Una virgen más en venta, seguramente, acosada por el hambre. Sería la huérfana de cualquier otro infeliz como el hidrópico, y sería la Sastra la emisaria de cualquier husmeador de las desgracias, como el Garañón, como Jarrapellejos, si no de alguno más miserable todavía que al primer contacto hubiésela de dar el contagio de la sífilis.

Pero de esto no hablaron Octavio y el profesor, en reparos hacia el Barriga, tenorio que no desaprovechaba, con solteras y viudas de buen ver, las iguales ocasiones que deparábale su oficio; ambos hallábanse enterados de que a la sazón era su querida la mujer de un albañil fallecido hacía seis meses.

Siguieron las visitas. La misma cosa siempre; la mayor parte de aquellos infelices, sin comer, sin asistencia y sin quinina; no habiendo podido pagar la iguala, se la negaba el farmacéutico. A pocos socorría la Asociación de San Vicente, por ser requisito indispensable las cédulas de confesión. En el pueblo no existía sino un hospitalillo, reservado para los grandes accidentes. Y Octavio, pronto vacío el portamonedas, se encontró con que la miseria persistía delante de él interminable. ¿A qué ver más?... Volvería otro día, mejor provisto de dinero. Hacía falta poner fin a tanta angustia...

Pero Cidoncha, ahora regresando los tres al centro de La Joya, manifestaba su criterio de frío y piadoso pensador acerca de la limosna. Enteramente ineficaz para remediar nada de un modo duradero, parecíale a Juan que la única verdadera limosna, una limosna noble y trascendente, cifrábase en la siembra de ideas capaces de apresurarle a la humanidad su porvenir de redención. Dentro de sus medios limitados, él ejercitaba de tal ideal manera la limosna: aparte sus agrícolas enseñanzas del colegio, teóricas y prácticas, y de las cátedras de dibujo, geometría, mecánica y otras ciencias y artes industriales en el Liceo concurridísimas, aparte también los periódicos y folletos difundidos por el pueblo.... acababa de fundar una singular biblioteca ambulante, cuyos socios, por dos reales al mes (y eran ciento y pico), proveíanse mensualmente de buenas remesas de los libros útiles o recreativos, como manuales científicos o técnicos, buenas novelas, etc., etc., que mediante recibo iban leyendo en sus casas. En cambio, un duro, dos, diez.... en dos o diez o en veinte casas de las mil del pueblo que los necesitarían, de los millones y millones de casas de la tierra que tendrían miseria igual..., y ¿qué?... Un día sin hambre, de unos pocos, que tornarían a sufrirla idéntica al siguiente..., y el mundo rodando igual con su ruido fanfarrón de cristianas caridades, de asilos, de hospitales, de refugios, y los pobres muriéndose de piojos y crónica miseria por las puertas y las calles. La limosna, en suma, y sin que Juan negase y dejase de bendecir el efímero Y microscópico bien que producía, sólo era útil para calmar neciamente la conciencia de quien creía remediar el dolor general de la injusticia, porque un minuto siquiera consolaba el que tenía delante de los ojos... Le sobraba la razón. Este juicio, por lo demás, era el de todos los modernos altruistas; Octavio recordaba la célebre novela en que había Zola evidenciado la esterilidad de las cristianas caridades, solas o asociadas, contra la miseria de París...

-¡Concho! -tuvo de improviso que exclamar-; ¿pero... qué es esto? ¿Se han casado estos chiquillos?

Purita Salvador, con su enorme vientre hasta la boca, con su madre, con su primo Gil Antón, que lucía el azul uniforme de cadete, en paseo de higiene por la Ronda.

Le explicaron. Nada de casada Hidrópica, enferma la infeliz. Barriga iba a operarla en el otoño.

-¡Ah!

Saludados los dos grupos, volvieron los de éste su interés al paludisino. Barriga conservaba recortadas, y las leyó (detenidos los tres bajo un gran árbol), las últimas instrucciones de la Dirección de Sanidad: proponían la desecación de charcas y pantanos, la no exposición de los trabajadores al sol durante las horas de calor fuerte; plantaciones de eucaliptos; alambreras que no dejasen a los mosquitos pasar puertas y ventanas, y el uso diario y preventivo de una especie de licor compuesto de quinina, ron y café. Florido estilo el de las instrucciones; y más, leído por el altisonante lector de Gabriel y Galán en los poéticos jueves de don Pedro. Como que era el mérito esencial de Barriga, el de saber prestarle a lo científico bellos aspectos literarios.

-Efectivamente, señores; los mosquitos, el esanofele de un modo predilecto, según ha demostrado Laveran, descubridor del germen productor de la malaria...

Le interrumpió Cidoncha:

-¡Hombre!..., ¿desecar charcos... y pantanos?...¿Pues acaso anteayer mismo no ha traído todo lo contrario la Gaceta? Un plan de Gasset sobre creación de panta nos y zonas de riegos. ¿A qué carta, entonces vamos a quedarnos: a la del Ministerio de Fomento o la de la Dirección de Sanidad?

Cierto. Octavio sublevábase. ¡Qué imbecilidad! ¡Qué tejer y destejer! ¡Cosas de España! Arbitrismos. Proyectos y proyectos, a bofetada limpia los unos con los otros. Y lo peor era que no pasaban nunca del papel, que quedaban incumplidos por igual.

-No. Octavio. Lo peor -insistió Cidoncha- es la falta de sentido común que los inspira. Nada tan cómico como el consejo de llenar la Península de plantaciones de eucaliptos, cuando no hay los suficientes pinos y robles, por ejemplo, como no sea la recomendación de quinina y alambreras, y de que no tomen el sol, a unos braceros españoles que no se pueden mantener ni con gazpacho. Los gobernantes no saben de estas cosas, ni los médicos metidos a gobernantes, tampoco, por lo visto. No está el ideal de la Higiene en poner al hombre en un fanal hasta limpiar el mundo de microbios, dejándoselo convertido en limpia bola de marfil, bajo una pulverización de ácido fénico..., sino en dotarle de orgánica resistencia, entre todos los peligros, contra toda clase de peligros. «Pan y duchas», Octavio. Tú me lo dijiste, y no es otra la fórmula de la redención universal.

La impresión de estas investigaciones, de estas sensatas opiniones que sobre el terreno práctico iba escuchándole a Cidoncha, también causábanle a Octavio un poco de rubor y no poco desconcierto. Recogido después en su biblioteca hallaba los libros de sobra especialistas y anticuados. Fueron de su padre, abogado como él, la mayor parte. Derecho, Derecho.... y ¡oh, cuánto, cuantísimo más necesitaba saber un estadista! La humana enciclopedia. De todo: agricultura, medicina, ingeniería, mecánicas industrias, y principalmente mucha ciencia biológica y social. Por eso España, en donde la elocuencia oratoria, y nada más, elevaba a los políticos, ofrecía a menudo casos como el de Maura, abogado de talento indiscutible y jefe de un partido respetable, sin saber una palabra de la moderna gobernación de los Estados... Y leía, leía Octavio algunos de los libros que tenía; encargaba otros. La decisión de lanzarse con Cidoncha a las propagandas populares, que él mismo temió retardada sin cesar por una especie de instintivo respeto al conde, a don Pedro Luis, a los Rivas..., por un miedo a romper con todo el mundo, antes obedecía, sin duda alguna, a su lógico deseo de saber a fondo, tal que Cidoncha, lo que habría de predicar.... a su justa y noble ansia de encontrarse preparado.

Ardua la labor.

De ella descansaba largos ratos contemplando en el reóscopo y la lupa las mujeres como estatuas y las estatuas doradas de París...

Su Or du Rhin..., la última, con mortales embelesos. Tisú de oro... Perlas. Rubia divina desvergüenza de escultura. ¿No debió él seguirla..., no dejársela perder.... en realidad?... Ella, en París, le habría olvidado pronto por otros. Él, aquí, la idolatraba.