Jarrapellejos/Capítulo XII

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Capítulo XII

-Treinta y cuatro, treinta y cinco -seguían contando Mariano y Saturnino-; y tres, treinta y ocho; y aquellos dos que ahora aparecen, cuarenta. ¡Verdad que uno no es coche!

-¿Qué es?

-Tartana.

-¡Ponla!

-Claro, como coche, ¡qué más da!

-Y que vengan de El Imparcial a comprobarlo.

Corresponsales espontáneos, telegrafiaron ayer la llegada del ministro, la grandiosa recepción por La Joya en masa y gente y comisiones de los pueblos, la visita a los sitios y centros importantes (Casa Consistorial y otras obras de don Pedro Luis; Casino, costeado por don Pedro Luis; pilar y fuente de la Ronda, reformados por don Pedro Luis; fábrica de electricidad, prensa de aceite, molino del Guadiana, propiedades de don Pedro Luis...), la cena, la iluminación, la serenata; y hoy disponíanse a telegrafiar esta jira campestre, cuyo interés principal estaba en mostrarle al ilustre personaje el lago de Alajar, para ver algún día de transformarlo en gran pantano de riego.

-¡Chacho! ¡Mira que telegrafiamos ayer!

-Cerca de tres mil palabras.

-Pues anda que hoy..., ¿las pondrán?

-¿Dónde?

-En el periódico.

-¡Toma que no! ¡Con letras como carros!

Ansiaban ver El Imparcial, con su extensa información, a fin de que rabiase el imbécil de Gómez, ausente de liberales regocijos. Tenían un tílburi de buena jaca, y habíanse quedado atrás, contando carruajes; luego, al galope, volvieron a adelantarse a muchos. Guiaba Saturnino. Marzo anotaba las cuartillas. ¡Bravo!, ¡bravo! Hacíanles salvas los demás, dejándoles el paso. Mañana espléndida. Bella animación, la carretera. Mentira parecía que Jarrapellejos, el hombre a quien sin moverse de La Joya estimaban los ministros más que al conde, pudiese realizar tales milagros: diez coches, entre nuevos y viejos, que habría en el pueblo, cuando más, él los había transformado en cuarenta; y en dos, el único automóvil...; magias de su influencia para todos extendida a la mitad de la provincia: el otro auto se lo había traído, desde Badajoz, Casa-Guadiana. ¡Qué hombre! ¡Qué llaneza! Ni pelarse, ni siquiera cambiarse esta mañana la chaqueta de diario y el pañuelo del pescuezo. Hacía las cosas, y ocultábase y les dejaba a los otros creer que las hacían. No había quien le ganase a intrepidez, a vista y a rápida decisión en lo difícil. Cuando parecía perdida cualquiera situación, él la salvaba..., y que se diese tono, hoy, con su acta de limosna y con su traje inglés de cazador el pobre Octavio diputado. Marzo le recordó a Saturnino uno de los más característicos lances de don Pedro: iba a la feria de Zafra con sus hijas, con Orencia; improvisada la noche antes la excursión, y teniendo las bestias en el campo, tuvo que engancharle al familiar una mula, un caballo y una yegua; guiador experto, primero, hizo cisco el látigo; no pudo proporcionarse otro, ni una mala vara, en la rasa llanura que cruzaban, y cargó almendrilla en el pescante y fue arreando el caballo delantero a peñascazos; pero negábase a marchar, últimamente, el caballo, percatado de que detrás llevaba una hermosa yegua en condiciones...; don Pedro trató de dominarle por las malas; no lo consiguió; y..., buen diplomático siempre, recurrió a las buenas: paró, desenganchó..., le puso al caballo la yegua, los dejó refocilarse... y volvió a enganchar, y siguió el buen bicho, satisfecho, tirando lindamente. Algo parecido a lo que había hecho con el encabritado Octavio, poniéndole el acta y obligándole a seguir tan contento y tan sumiso hacia delante...; y también, como las damas habrían tenido que taparse los ojos con las manos, habría tenido que imitarlas la gente del Liceo...

¡Oh, sí! ¡Esto, sí! ¡Les daba rabia, y a Saturnino especialmente, haber visto desfilar al flamante diputado en raudas preferencias de automóvil. Siquiera Marzo guardaba la satisfacción de haberle chocado al ministro, como orador, y por encima del diputado mudo, en el discurso del Ayuntamiento y en el brindis de la cena... «¡Ah, hombre, si no fueses tan juerguista!...», dolíasele frecuentemente su tío don Pedro Luis... Incapaz de remediarlo. A carrera política y a todo, aun no dejando de tener sus ambiciones, prefería los buenos ratos del Curdin, las niñas, el vino, el aguardiente...

-¡Toma! -le brindó al colega la botella de Chinchón, al acordarse.

La llevaba entre los pies. Y bebieron.... bebían a cada dos kilómetros, y seguían tomando notas. Los autos, a pesar de haber salido los últimos y de marchar no muy ligeros, iban ya perdidos de la rodante comitiva. El de Casa-Guadiana, doble faetón torpedo, color plomo, de ocho plazas, lo ocupaban, con su dueño, Orencia, una joven hija del ministro, el ministro, el conde de la Cruz, don Florián, ya gobernador, y, junto al chauffeur, don Pedro Luis, en el pescante; el otro, detrás, la espléndida ministra, marquesa de Rialta, célebre por sus galantes aventuras, bien pintada de rubios y blancos y carmines la cara redonda de bebé, no mal disimulados sus cuarenta años tras el velo; Ernesta, divina con uno de aquellos inútiles trajes de turismo encargados a Londres, y, respectivamente, frente a ellas, el director general de Obras Públicas, guapo, afeitado a lo yanqui, con lentes, íntimo del marqués-ministro, y más, quizás, de la marquesa, y Octavio.

Éste, dichoso con los festejos, que estaban permitiéndole no apartarse de Ernesta desde ayer, llevaba, sin embargo, en el orden de la política vanidad, sus sinsabores. Por ejemplo, ahora mismo, al cruzar entre los coches, como el día anterior entre la multitud de las calles, los vivas, con una falta de educación inverosímil hacia el ministro y el conde de la Cruz, habían sido casi exclusivamente para el tal don Pedro de las modestias falsas que se situaba en los pescantes. «¡Viva don Pedro Luis!», «¡Viva don Pedro Luis Jarrapellejos!», «¡Viva nuestro gran don Pedro Luis Jarrapellejos!...» «¡Vivaaaa!...», a enronquecer; y él era quien, como abrumado de tanta popular adoración, lanzaba de vez en vez los nombres del viajero ilustre y del conde, y, ¡ah!, alguna rara, de limosna, el del nuevo diputado. No otro su doble hipócrita designio al hacer que el conde, por su personal amistad, trajese a este representante del Gobierno, que probarle o recordarle al Gobierno, por una parte, su supremacía en todos los órdenes: riqueza, autoridad, servil respeto de las gentes dentro de la provincia..., a cuyo objeto hizo venir también al gobernador y al infeliz Casa-Guadiana, de comparsas, y, por otra, humillar a Octavio, demostrándole a La Joya, y especialmente a los antiguos rebeldes del Liceo, hoy desorientados, que en el facedor y desfacedor de diputados, de senadores, de gobernadores, concentrábanse las altas estimaciones de Madrid. Además, a Octavio rescocíanle aquel discurso y aquel brindis de Mariano Marzo, llenos de «yo entiendo», de «¡ah, señores!», que pareciéronle de perlas al ministro, por ser de la misma retórica usual en el Congreso, por ser de la misma retórica completamente imbécil con que él los contestó, y que quizás, quizás, no menos que aquí, en las Cortes, habríanle de constituir barrera de estulticia insuperable al científico valer de los estudios... En los últimos quince días que él pilló de Parlamento, antes de cerrarse para las vacaciones veraniegas, desde su escaño, mejor que otras veces desde la pública tribuna, pudo observar que todo no era sino un vulgarísimo juego de palabras, de mañosos abogados (¡ah, señores!).... o de frescos, de arribistas, cuyos más brillantes discursos, despojados de hojarasca, bien pudieran quedar en una escueta argumentación, muy semejante a la que empleó Jarrapellejos en la noche de la boda: «El progreso, los fonógrafos y el tren, las agujas, los botones de la ropa.... poco deben preocuparme mientras yo, con mi dinero, los pueda disfrutar y los sabios y los famélicos obreros se descuernen inventándolos o haciéndolos...» Un eructo, un eructo de satisfecha digestión, el bárbaro Jarrapellejos, el Congreso, toda la triste y burguesa España del Cid y del garbanzo de Castilla, que íbase muriendo sobre el hambre de los pobres y la grama de los campos. Contento, sí; contento, pues, como hombre distinguido y elegante, por el lado sentimental de sus amores, hoy más en triunfo subrayados con las resueltas aficiones que le estaba mostrando la ministra; pero no como orador a quien la eterna orgullosa timidez hubo de impedirle soltar el brindis que llevaba para la cena muy pensado. Y lo mismo en el Congreso. Dentro del exquisito inteligente, había un crítico implacable, que no le dejaba hablar de miedo a no alcanzar en la oratoria la perfección de los libros, y que hacíale ver huecos y necios los discursos de los otros. A fin de desquitarse, el inteligente, el sociólogo, el enciclopédico, y siempre que la frívola conversación de las dos damas permitíalo, procuraba ahora demostrarle su conocimiento de los modernos problemas agrícolas al director general, con motivo de los campos que cruzaban. Feraces, hermosísimos en su verdor perenne; selváticos jardines de leguas y más leguas; completamente abandonados, sin embargo, a la Naturaleza impávida, que hacía nacer más flores y más hojas para las abejas, para los conejos, que aceite o trigo para el hombre. Salvo aquellos pegujales y huertos de las proximidades de La Joya y aquellas vegas del Guadiana, todo lo demás, en esta parte sur, por montes y por valles, no era sino lo que pudiera nominarse el paraíso del sarcasmo, el edén de los hambrientos. Primero habíase la carretera deslizado a lo largo de una raña interminable; jaras y lentiscos; flores y perdices; aquello se explotaba con unos cientos de cabras, a lo sumo, y jamás allí habíase entrado a descuajar no ya las máquinas modernas, capaces de tornarlo en paraíso de abundancia, que ni siquiera el azadón; rozaban algunos tenaces desdichados, y tal cual cuadro de viñedo, de olivar, prósperos a pesar de las raíces y matujos, venía a constituir la muestra humana del mísero trabajo. Luego la cinta blanca del camino había ido serpenteando la angostura de unos valles cerrados por altísimas montañas; flores y más flores, jaras y más jaras, siempre; pero águilas y lobos, en vez de las perdices, y jabalíes y ciervos a manadas, por única producción brindaba haraganamente a hidalgos cazadores; los dos automóviles, el del ministro delante y el del director general a pocos metros, corrían doblándose entre canchos, por debajo de las águilas, por encima de las águilas, con castillos de cobrizas rocas contra el cielo, con súbitos abismos de verdor al lado de las ruedas; y seguramente, como el director general y la ministra, el ministro no iría sintiendo más que el crispado placer silvestre del peligro y la hermosura. La blonda marquesa le recordaba al director el Pirineo francés, los Alpes, los más célebres y abruptos paisajes de Alemania...; no tenían nada que envidiarles éstos, y era pena que no fuesen conocidos del turismo universal. Asistíales la razón al rasurado director, a la marquesa, con gran envidia recóndita, por cierto, ante tal visión de viajes, de la condesa de la Cruz; pero sólo Octavio podía estimar la futilidad de ambos al limitarse a deplorar tanta perdida belleza, sin siquiera pensar como remedio en la necesidad de líneas férreas, y de hoteles, y de casas que hiciesen cómodo el turismo; y acerca de ello, en dilema progresivo con el más práctico problema de la agraria explotación, púsose a explicarles cómo resultaba imposible viajar por ésta y otras regiones españolas; cómo aquellas piedras chispeadas de hierro y cobre delataban minas que nadie tomábase la molestia de buscar; cómo aquellas frondas del fondo escondían torrentes que no se aprovechaban para industrias, y cómo, en fin, aquellas dispersas selvas de robles, acá y allá nacidas espontáneamente, indicaban la riqueza de maderas que pudiérase sacar si alguno se cuidase de extenderlos. Todo lo cual llegaba al colmo cruel de la ironía con sólo tomar en cuenta que España, virgen aún en muchas zonas, se iba despoblando porque el hambre lanzaba a los obreros a hacer en la Argentina lo mismo que estaba y seguía entre nosotros por hacer.

-Ya ha podido verlo, señor Mir: distamos apenas de Madrid doscientos quince kilómetros, y se tarda veintisiete horas, una o dos más que en los mil seiscientos kilómetros a París en el expreso. Nuestros corchos, nuestros trigos, nuestras lanas tienen dificilísima salida, por falta de medios de transporte. Compréndese que no haya interés en extender los cultivos mientras falten las vías de comunicación. Y todavía, La Joya, con una vieja diligencia y esta carretera, puede darse por feliz. Pueblos hay del interior de la comarca, que distan dieciocho leguas de la línea férrea más próxima, sin siquiera un mal camino vecinal, sin otra posibilidad de conducción de productos y personas fuera de la que se verifica a lomo de las bestias, por lo arisco del terreno, y adonde una carta, entre dos de ellos mismos separados diez kilómetros, necesita cinco días..., y eso suponiendo que las lluvias no dejen los ríos invadeables, porque entonces igual puede ser cuestión de semanas que de meses...

Iba logrando interesar al director, a quien ya le había anunciado el propósito de estudiar una red ferroviaria...; sino que la ministra cortó la información con una pregunta femenina:

-Diga, condesa: ¿dónde le hicieron ese traje?

-En Londres.

¡Ah! Mir ponderó también el corte y el indeterminado color azul-verde-grosella-bronce del elegantísimo vestido, y no hubo medio de tornar a lo importante. Corrían ahora los autos cuesta abajo hacia un valle de frondosidad paradisíaca, abierto en una separación angular de la cadena de montañas, y, desde luego, cautivó a los viajeros el lago y el pintoresco caserío del Alajar. «¡Miren! -proclamó en la asombrada evocación de su recuerdo la marquesa-. ¡Suiza, propiamente!» Era la finca de don Pedro, término de la excursión. Durante seis minutos que invirtió el descenso no hablaron más, admirando el nuevo panorama. Extensos prados. Sauces, encinas. Un frescor primaveral de aguas, de bosques y de flores. Sonaban sus esquilas las ovejas y las vacas. Los pájaros cantaban. Las madreselvas y los espinos blancos hacían predominar sus perfumes de almendras y de miel...

Dejaron los autos. Reunidos los excursionistas con la alegría del grato viaje, cruzaron el vergel bravío que las tapias circundaban. La ministra corrió, pilló una mariposa; aquí querría quedarse para siempre; lo hallaba todo encantador en el viejo y verdinegro caserío de tejados de embutidos: las cocinas de los guardas, los establos de sano olor a estiércol, los terrados y corrales del ganado, las grandes naves de la lana... En una de éstas estaba puesta la mesa de cien cubiertos, con rosas, con limpísimo mantel. Tomado un tentempié de jamón, fuéronse al lago.

Enorme. Ocupaba un área de casi media legua árabe; naturalmente, en tiempo de los árabes, sirvió para regar. ¡Ah, qué hombres los árabes! ¡Qué obras!... El muro de contención tenía cinco metros de ancho, ciento cuarenta de largo y más de treinta de altura en el centro. Iban todos por encima, asomándose a los parapetos a menudo, y los más valientes, con las damas, bajaban a los pozos registradores por unas escaleras que a trechos presentaban las barandas derruidas. En el principal, tan profundo y pavorosamente lleno abajo de espumas y de ruidos de torrente, que sólo se atrevieron a llegar al fondo Octavio y la ministra (claro es que cogidos de las manos); ésta, viendo a los otros detenidos por el miedo a la mitad, les lanzaba bromas, y afirmábale al bravo compañero que hubiera de formar pareja excelentísima. «Espero que nos veamos en Madrid. La condesa me ha dicho que es usted un sportsman atrevido; yo soy también una sportswoman; pero Fernando, el pobre, no puede acompañarme.» Mientras, a treinta metros sobre ellos, allá arriba, fuera, don Pedro Luis iba indicándole al ministro, por lo amplio de los valles, las huellas de las árabes acequias; y el ministro, «Fernando», el pobre, según le había llamado su mujer, limitábase, filósofo, a explicar, por el hecho de la expulsión de los moriscos, el atraso agrícola de España. «No hemos hecho nada. No servimos para nada. Valían muchísimo más aquellas gentes.»

A tal lamento se redujo la sustancia de la futura utilidad que la ministerial visita habría de reportarle al ago, en su fácil restauración como pantano. Los riegos importábanle tres pitos a don Pedro Luis, en tanto no les faltasen las jaras y tomillos a sus cabras, las hierbas a sus vacas y sus ovejas, las buenas bellotas a sus cerdos... Diez minutos después estaban todos junto al caserío, y los coches empezaban a llegar.

Animación de feria. Bajaban los invitados, retirábanse los vehículos a lo largo de las tapias, y apercibíase el verdadero principio del festejo. Unos mozos sacaban jaurías de podencos y de alanos, que ladraban como fieras; otros, caballos ensillados, y otros, el jaulón del monstruoso jabalí, con el cual iba la caza a simularse. Al verle, y al saberse que iban a soltarlo, prodújose un movimiento de terror. Las señoras y los más tímidos encaramáronse a los coches. Más que aprisa, el ministro iba a imitarlos, y el conde y don Pedro Luis le detuvieron, ofreciéndole un cuchillo tremebundo: con él tendría que rematar a la fiera... Lo aceptó, trémulo, pero obligado a ello por ese cívico valor que debe poseer todo hombre público. Montó en su alazán. A su lado y asimismo a caballo, pusiéronle su garantía de experto los condes de Casa-Guadiana y de la Cruz. En el mejor de los suyos, enviado también la noche antes, Octavio se entrenaba, haciéndolo caracolear delante de las damas. Le aplaudían. Para él, gran sportsman, efectivamente, antiguo rejoneador y derribador de reses bravas, comenzaba la ocasión de lucimiento, que nadie habría de disputarle. Aumentaron el grupo de jinetes el Garañón, Marzo y Saturnino. Don Pedro Luis, siempre pronto a prácticos y modestos menesteres, ayudaba a los criados a disponer la jaula, con salida a la amplísima pradera, y detrás, convenientemente escalonados, los perros.

Sonaron trompas; la señal. Alzada a un formidable «¡ahora!» de don Pedro la compuerta, el jabalí escapó campo arriba como un rayo. Veloces le siguieron los perros, los jinetes, con loco griterío. El potro de Octavio, que casualmente o a intención hecha del dueño hallábase tras unos derribados paredones, los salvó de dos enormes saltos, que asustaron a Ernesta, haciéndola gritar, y que aplaudió luego todo el mundo. El jabalí alejábase, ganándole cada vez más tierra a la jauría. Iba a perderse, iba a tramontar una colina, cerca de la cual hubiesen de ampararle los jarales..., y se vio a Octavio azuzar a su jaca por breñas y por riscos, ganarle la delantera, y volverle, hábil, hacia el llano. Cortado por los podencos, el jabalí tuvo que atender a los mordiscos que le alcanzaban los jarretes, y en seguida a los alanos, en presa a las orejas. Detuviéronlo. Se aculó todo erizado y horrible en la lucha a colmillazos. Unos minutos duró la confusión espantosa de rugidos y alaridos, muy de cerca presenciada por Octavio, cuchillo en mano y pie a tierra, y sobre la que volaban los buscas heridos malamente; pero rabiosos, ciegos en sus presas, aunque heridos también, los cinco alanos lograron pronto tender al cerdoso bruto. Fue entonces cuando dejaron sus caballos los demás. El señor ministro, guiado y aun adelantado el gran cuchillo de monte por Octavio, lo hundió en la paletilla... ¡Bravo! Victorioso retorno al caserío. Como trofeo llevaban a la víctima en un mulo. Curados los perros (algunos de los cuales pisábanse las tripas), con una pezuña y la sangre del jabalí, y en una mesita solemnemente preparada, Jarrapellejos, siguiendo la costumbre, selló para el ministro el venatorio título de duque de Alajar. Al firmarlo el agraciado temblábale la pluma.

-¡Bueno, qué concho! -bromeó el afabilísimo cacique-. ¡No era un diputado de la mayoría precisamente!

Y como guiaba hacia los corrales, anunciando la lidia de una vaca, el bueno y panzudo ministro hízose puntualizar la cuestión, temeroso de que también el cívico valor y las costumbres de La Joya le forzasen a torero. «¡No, hombre!... -le aplacó, llano, don Pedro-; los jóvenes, y Octavio, que va a rejonear.»

El público asaltó los corredores. Una azoteílla, adornada con flores y cortinas, recibió a los predilectos. Ernesta estaba palidísima. «¡Por Dios, Octavio, no lo hagas!», había podido deslizarle, antes de subir. Pero él había sonreído, agradeciéndola el interés inmensamente, y ya a caballo, haciéndole evolucionar, y volviéndose a mirarla y a calmarla, esperaba enfrente del chiquero. Cuatro o cinco hombres, y entre ellos Zig-Zag, preparaban colchas, a manera de capote. Marzo y Saturnino, ebrios, manteníanse al pie de un carro.

La música, llegada con los coches, tocó un vals; un conato de pasodoble, después..., y salió la vaca. Era negra, nerviosa, con cuernos como agujas. De la primera corrida tumbó a dos y metió en fuga y de cabeza entre unos palos a Zig-Zag. Armado de rejón Octavio, limitábase a observar y a llevar la jaca galopando al lado opuesto. No perdía sus elegancias, su apostura de jinete. Una vez que la vaca le vio y se le arrancó, recta a él como una flecha.... sonó un grito: era de Ernesta, pálida, muy pálida...; el perseguido supo esquivarse con suelto galope de curvas, que le trajo junto al palco. «¡No!», clamó, mal contenida en su angustia, la bellísima condesa de la Cruz, fija en el héroe a quien todos aplaudían. La vaca, distraída por Marzo y Saturnino, desde el carro, descargábale furiosas cornadas a las ruedas. Atentos siempre el rejoneador gentil y su caballo, que era el mismo que años atrás le había servido en más serios trances con toros bravos en Sevilla, trazando nuevos círculos, en galope alto, se acercaban a la res; vistos al fin, y acometidos, jugaron con ella, entre los cuernos, y zafáronse últimamente en carrera graciosa de espiral. «¡Bravo! ¡Bravo!», vitoreaba el público al amaestradísimo potro y al valiente. Habíase visto que el intrépido jinete no quiso poner el rejón, para mayor derroche de su aplomo. Saludaba, acercándose a las damas otra vez. La pequeña hija del ministro, la ministra y Orencia rendíanle su admiración cubriéndole de flores. Él le arrojó una rosa a Ernesta, que muda aún, pero ya más confiada, se la puso entre los labios. «¡Ah! ¡El gran caballero a la antigua, de los torneos!», le adulaba la marquesa; y el adulado, obligando al noble potro a arrodillarse, proclamó como en broma de buen gusto: «Y a la antigua el brindis: ¡por mi rey y por mi dama!...» Picó espuelas, citó a la vaca, cortó en arco su embestida, volvió a jugar con ella, audaz, en un cuarto de la plaza, y luego, dejándola llegar, clavó el rejón, lo partió y salvóse a una velocísima arrancada del caballo, en tanto el dolorido animal mugía y brincaba horriblemente. La suerte se repitió tres veces, sin descanso, sin nadie siquiera que le pudiese acudir al quite en trance de desgracia.... y el público, de pie, aclamaba al triunfador como caballista, como rejoneador heroico, e incluso como diputado (¡ah!, sí, sí, al fin: «¡Viva nuestro diputado!»), con un frenético fervor, que superaba al que pudieron despertar el discurso de Marzo en el Concejo y los respetos a don Pedro Luis en todas partes. Dejado el caballo, y el feliz, junto a su Ernesta, fingiendo aceptarle a la marquesa rubia los plácemes y las galantes disimuladas citas en Madrid, la ovación siguió buen trecho, y también, aún, por más de media hora, la lidia de la vaca. Quiso emular en lo posible al bravo, Saturnino, y a poco no va a contarlo al otro mundo: un gran revolcón, un pie medio dislocado y sangrando por la frente; el sin par Barriga le puso tafetanes; los alanos, luego, le vengaron, sujetando a la res, a cambio de cornadas y volteos, y permitiendo que el Gato la matase con puntilla.

La una, a todo esto. Hora de comer. El banquete recogió a los numerosos invitados en la nave de las lanas. Accidental dueña de casa, Orencia no se sentó hasta que hubo revisado la cocina e instruido a las sirvientes. «¡Aquí, señora!», habíala ofrecido silla, junto a él, el buen ministro, que otra vez se equivocaba creyéndola esposa de don Pedro. Y era que ni la mujer de don Pedro, ni sus hijas, ni ninguna de las demás principales señoritas de La Joya, a pretexto del luto por don Roque (y realmente por estar desprevenidas de trajes que lucir), quisieron venir a la gira, ni asistieron la noche antes a la cena. Contentáronse con ver desde los balcones a la célebre marquesa de Rialta, al paso de los autos. Circulaba la paella, primer plato. Había hambre. Marzo devoraba, pensándose otro brindis, que no le dejaba coordinar bien la borrachera. Despabilado de la suya, en cambio, Saturnino, gracias al susto de la vaca, iba observando con ira y con sorpresa, en la competencia de atenciones de Ernesta y la ministra para Octavio, algunas sonrisitas cruzadas entre aquélla y éste, harto demás reveladoras de... (¡oh!, sí, sí). ¡Puesto en la pista, todos y cada uno de los gestos de los dos seguíanselo confirmando de que de tiempo atrás vinieran entendiéndose! Incapaz de sufrirlo. El atroz descubrimiento le volvía veneno el arroz de la paella... ¡A él, que anduvo sombría y calladamente loco por la tita, disculpado con Ivonne, y ni pudo desquitarse con Ivonne!... Lomo, el segundo plato, picante a la extremeña, hizo beber y hablar a la gente; pero más que cuatro juntos trincaba Saturnino, ávido del alcohólico se dante para domar su ímpetu de hacer supiese Dios qué atrocidad, aquí, en pleno regocijo del almuerzo, tirando del mismísimo puñal que hubo de aterrar una noche a la francesa...

-¿Qué piensas? -le interrogó Marzo, a quien el brindis resistíasele.

Y cual si esto hubiese sido una eléctrica corriente aplicada a su mudez, Saturnino, más feo y torvo que nunca con el negro tafetán que cruzábale la frente, y ya con los párpados azules, contestó y se disparó:

-En Ernesta, en mi queridísima tita la condesa; fíjate, Mariano, es una puta. Le pone los cuernos al marido, sin duda, con Octavio. Fíjate, fíjate en los dos.

Se fijó Mariano unos instantes, durante los cuales, a la verdad, no pudo advertirles nada decisivo, y atónito le restituyó la atención al que supiese por que decía lo que decía.

-¡Chacho!

Desatado Saturnino, prosiguió:

-Natural que no se conformase con un viejo. Presumiéndolo, por ella estuve como un burro. Llegué tarde. Ahora me lo explico. Octavio se la vendría fumando desde novios. ¡Qué mujer!... ¿Recuerdas lo que te decía de ver bañarse a Ivonne?... Pues... también a ella, a ésta, por otros agujeros..., hasta que llenaron el hotel de llaves y candados. En la vida he visto una hembra más juncal ni más ardiente... Desnuda, recreándose al espejo, se iba besando los hombros, los pechos, y pasándose una flor por el pezón... ¡Figúrate, yo, detrás de la pared!... Mira, una tarde...

-¡Chist! ¡Calla! ¡Luego me lo cuentas! -impúsole Mariano al notar de qué modo se exaltaba y alzaba el tono de la voz, con peligro de enterar a los vecinos.

Sobrado interesante, la confidencia para oírla aprisa y entre riesgos. A Marzo, además, por lo pronto, y a fin de confirmar o no tales sospechas, le intrigaba preferentemente la directa observación de Ernesta y Octavio.

Púsose, pues, a comer, y a espiarlos de reojo.

Y así espiados comían y reían a su vez, junto a la ministra, el joven diputado y la bella condesa de la Cruz -un pie en contacto dulce al amparo del larguísimo mantel-. Sin embargo, el propio juego de sobreentendidos de los dos, llevado por Octavio al colmo diáfano de un equívoco imprudente que hizo lanzar a la marquesa un ¡aah! de despechada y bien notificada acerca de los previos derechos amorosos de la rival incomparable, forzó a Ernesta a pedirle al «novio» discreción, con la rodilla...; a pedirle discreción, a mostrarle al mismo tiempo gratitud...; hablaron menos, y las rodillas dejaron a su cargo el decirse lo que más no pudo la intención de las palabras en otra charla trivial sacada por la vencida y célebre marquesa.

Las tres, cuando, acabado el banquete, volvieron a salir los comensales. Todavía se le ofreció otra ocasión de lucimiento al maestro de todos los sports: el tiro de palomas; contra las tapias traseras lo había dispuesto don Pedro, no mal tirador tampoco y sabiendo que el ministro ganaba premios con el rey. Hora y media de angustia y sobresalto, el pobre palomar. Don Pedro mató cinco, una la marquesa, siete su marido y Octavio sólo tres..., pero de tres disparos y con bala. Mir, Casa-Guadiana, el conde de la Cruz, y hasta el torpe don Florián, hicieron también su razzia disparando perdigonadas asesinamente sobre el bando. Por cuanto a Marzo y Saturnino, no intentaban ahora competencias; alejados a unas peñas, con una botella de ron, conversaban, conversaban largamente...

Acercábase el momento de partir. El tren pasaba por Las Gargalias a las ocho. Los autos tenían que retroceder sus buenas cinco leguas para encaminarse a la estación. Los dispusieron. Montaron en cada uno las mismas personas que antes. Se les despidió con música (Marcha Real), con cohetes que Zig-Zag iba soltando, y con vítores a don Pedro Luis y al señor ministro de Fomento. A pesar de sus recientísimas victorias, Octavio tornaba a caer en el olvido.

Fue la triste consideración que le preocupó, ya en marcha, sobre el silencio un poco fatigado de los otros. La multitud era tornadiza. Ejemplo de tal verdad constituíaselo la gente del Liceo. No hubiese creído él a quien hubiésele pronosticado que pocos meses después de la brillante elección de concejales, que pocas semanas después de las sumisiones en la plaza, hubiera de cruzar La joya en medio del desvío..., cuando más falta le hubiesen hecho los vivas, los aplausos. Prisionero o punto menos de Jarrapellejos, quizá con sus mejores amigos y con sus verdadero intereses, por un exceso de emotivismo, por un exceso de corazón, se venía portando con torpeza. Así la pasión a esta «novia» suya, a esta divina Ernesta de su vida y de su alma, acababa de hacerle despreciar a la Rialta, a la facilísima ministra que le hubiese puesto en trance de medrar con el ministro, como a Mir; y así sus anhelos del acta, si no los filiales cariños a don Pedro, habíanle con Cidoncha hecho romper toda armonía. Escamado Cidoncha sobre que la representación en Cortes se le hubiese dado a Octavio de rositas, por la linda cara del Liceo; más escamado del ir y venir del victorioso con don Pedro y con el conde, y rígido demás para comprender ductilidades, le visitó..., en cuanto supo que el primer acto público del flamante diputado fue encabezar con su nombre otra lista de la eterna cuestión del Catecismo. Palabras muy corteses; conceptos, no obstante, duros, inflexibles..., y Cidoncha, sí, sí, el rígido Cidoncha, el un poco tonto Cidoncha de una pieza, apartóse amargado del amigo y protector que nunca como ahora habría podido protegerle.

Bien. Hechos consumados. Octavio corrió los crespones del olvido sobre esto, con otro poco de amargura. Sin Cidoncha, sin ministra, quedábale como positiva realidad, aquí en el automóvil, la «novia», la «novia», la adoradísima adorada, que a través del azul misterio de la gasa no cesaba de mirarle. ¿No valía ella sola por todos los socialismos del Liceo, por todos los amigos y aun por todas las diputaciones de la tierra?

¡Su Ernesta... tan suya... y que no era suya todavía... que tal vez no iría a serlo jamás... en aquel instinto de purezas materiales que hacíala tan inversamente diferente de L'Or du Rhin, de la Rialta, de las otras!... Un beso, una noche, y nada más... pero largo, larguísimo, en la boca, y que la hizo escapar al fin horrorizada. Fue que, durante su estancia en Madrid, la farolería del Congreso le impidió a él irla a diario consagrando largas cartas, que hubiérala entregado juntas por Ivonne; volvió a La Joya, un anochecido; y al darle Ivonne las que Ella le hubo dedicado, le rogó a la bien gratificada y amabilísima francesa que le suplicase a su ama unos momentos en la tapia. Acudió... la «novia» enamorada, la mortificada por los veinte días de ausencia y de silencio; encaramóse el «novio» a la rama del nogal... y presenció la luna la endecha aquella de alma y llanto y el beso aquel de eternidad que los durmió... el beso aquel de todo el ser que quizás quemó en la pura las purezas. No otra cosa que el miedo a la plena gloria de sus vidas hízola romper con la fuga repentina el beso de la gloria.

A partir de entonces, las cartas que en las bellas noches se siguieron escribiendo, no eran sino el grito de un afán: «¡Te quiero toda entera!». Y la terca aunque cada vez más débil negación de un ansia complicada: «¡No, no, Octavio, por favor! ¡Déjame el divino orgullo de este amor divino que me mata!» «¡Te quiero, te quiero toda entera!» «¡No, no, Octavio, por favor, respeta la que debe ser mi voluntad y respeta los respetos a tu tío!» «¡Te quiero toda entera, toda entera!» «¡Oh, no, por Dios, Octavio, por favor! ¡Me muero! ¡Me muero! ¡No me fuerces más; sé tú mismo, generoso, quien me corte esta tortura horrible de negárteme!...» Y en verdad que se moría, que se iba consumiendo; al verla de cerca, ayer, horas después de escrita aquella última lamentación desesperada, Octavio se asustó deliciosamente de advertirla en una como espiritual belleza de demacración, de sufrimiento... árida la tez, trémulas las manos, negras las ojeras. Tanto habían cambiado alma por alma, que ahora era él el que mandaba, y ella quien, vencida, suplicaba. Ya no le invocaba el Juramento; ya no estaba segura de sí misma... «Debe ser mi voluntad...» «Tortura horrible...» «Por favor, por Dios y por favor!...» ¡Ah, cómo hasta le había aprendido el uso arbitrario y paradojal de las palabras!...

Y por cuanto a los respetos al conde..., ¡bah!, el sobrino de su tío había vuelto a meditar lo necesario sobre las gratitudes de que fuésele deudor, como a Jarrapellejos, y muy particularmente a aquel que le robó a esta tita (a esta excelsísima deidad, capaz de explicar todas las locuras) sin malditos los respetos. El acta, bueno; diputado... lo que formó otra inmensa ilusión de su existir... ¿Y qué?... ¿Se la debía al cariño de ellos por ventura, o al revés, al odio y al temor que su actitud de triunfante rebeldía hubo de inspirarles?... Don Pedro no había querido más que quitarse de delante un enemigo que le habría llegado a ser fatal. Visto el manejo, dábale lo mismo uno u otro diputado, en tanto el que lo fuera reportásele ventajas; pero, vista también a nueva luz la aceptación del acta por el dignísimo orgulloso: no se había vendido, no la había implorado de poder a poder, había pactado, simplemente. Tras esto... ¡poco le hubiera de doler en la conciencia el robarle también a don Pedro la querida..., si la pasión a su Ernesta le dejase en trance de otros robos!...

Poníase el sol. Los autos corrían entre montañas más suaves. La trágica serenidad del crepúsculo en la enorme soledad volvía a impresionar y a hacer charlar a los viajeros. Todavía Octavio insistió con Mir y la marquesa acerca de lo que estaba por hacer en punto a explotaciones o al turismo. Rato después hablaban de lobos y ladrones. Pero fulgió detrás de unas colinas la luz de la estación.

Trece minutos de espera. Por último, el expreso, con el break de Obras Públicas. El jefe y los empleados del convoy, siempre gorra en mano, a las puertas del vagón; y el ministro y la ministra y la niña y Mir en las ventanas. Partieron. A Madrid. Con ellos iba, por delicada cortesía, el conde de la Cruz. Dos minutos más, y siguieron hacia Badajoz la carretera Casa-Guadiana y don Florián, en su automóvil.

En el otro, retornaban, pues, a La Joya, Ernesta, Orencia, Octavio y don Pedro. Al principio comentaron los varios incidentes de la fiesta. Pronto los tomó la languidez y se callaron, cada uno en su rincón.

La interior oscuridad del cerrado carruaje, y del fondo, sobre todo, les consintió a los pies de Ernesta y de Octavio diálogos muy dulces. Acaso don Pedro Luis iría entendiéndose lo mismo con Orencia. La luna había salido. El faro lanzaba a la carretera su fulgor y proyectábalo otras veces al abismo...

Daba las diez una iglesia cuando llegaban al pueblo. Próximo a su casa, Jarapellejos se bajó al principio de la Ronda, y Orencia en la puerta de la suya. Evitando callejones tuvo el chauffeur que dar otro rodeo por las afueras, y tan pronto como el auto revolvióse de la luz de la botica, Octavio... Octavio... Octavio pasó al asiento del testero y ciñó a Ernesta fuertemente.

¡Oh! -había exclamado en levísima protesta la hasta cierto punto sorprendida.

Y no pudo decir más, porque entre aquellos brazos implacables, derribada la cabeza contra la muelle tapicería del respaldar, la boca ávida de Octavio aplastábala la boca. Un siglo, o un segundo, no supieron... bebiendo amor y miel hasta dormirse, hasta morirse.... hasta que otra luz pasó las ventanillas y Ernesta abrió los ojos «Eran las calles, otra vez; y otra vez Ernesta, separándose, habíase limitado a exclamar:

-¡Oh!

Juntas las manos sobre la falda de ella, Octavio profirió:

-Esta noche, Ernesta mía, habrás de serlo de verdad. ¡Mía! ¡Mía! Esta noche iré a tu cuarto. Deja abierta la ventana.

-¡Ooooh! -gimió ella ahora largamente.

Un ímpetu la había hecho querer soltarse las manos. No pudo. Y Octavio acentuó:

-Dos horas. A las doce. Mientras cenas y se acuestan los demás. Deja abierta la ventana.

-¡No, no, Octavio! ¡Qué locura!

-¡Sí, sí, Ernesta! ¡Sí! ¡Me esperarás!

-¡No, por Dios! ¡Que no te espero!

-¡Sí! ¿Te digo yo que sí?

-¡Que no!

-¡Que sí!

-¡Pero... que no!

-Pero... ¿Por qué? ¿Es que no me quieres?

La había soltado, como en desilusión, y ella guardó angustiadísimo silencio unos segundos. Luchaba con ella misma, a no dudar. Volaba el auto. Estaban ya en la esquina.

-¡No, Octavio! ¡Lo que no debe suceder, no debe suceder!

-Pero ¿por qué no debe suceder?

-¡Porque no!... ¡Por todo... por ti..., por mí..., porque pueden verte!

-¿Quién? ¿La luna?

-¡Ivonne!

-¿Ivonne?... ¡Bah, mujer!

-¡O tus criadas!

-¡Que en plena tarde y en la tapia no me ven contigo o con Ivonne, menos ascendidos! No comprendes que, al revés, nuestra gran temeridad...

Paró el auto. El chauffeur saltaba del pescante. Octavio, interrumpido en sus razones, sin ellas tuvo que intimar:

-¡Iré, me esperes o no me esperes tú!¡Si no estás, llamaré hasta que despiertes!

-¡Oh! -gimió aún Ernesta con blando acento, escapando del coche y del terror, porque el chauffeur acababa de abrir la portezuela



Octavio, bañado, fuertemente frotado con colonia para sacudirse la fatiga, cenó un poco con su madre y contestaba como un lelo a sus preguntas.

-Te duermes, hombre. Ni siquiera aciertas a contestarme qué habéis hecho, y lo del lago.

¡Dormirse! Vibraba de impaciencia, sufría de incertidumbre horriblemente, y sin acordarse del café volvióse al piso alto. Su inmensa pasión le había puesto en trance de comprender la urgencia inaplazable de poseer esta misma noche a la adorada o de pegarse un tiro y morir aborreciéndola. ¡Qué diferencia de la emoción que le llenaba el ser a la espera mortal de los brazos inmortales de la amada, a la que aguardó la bruta carne bella de L'Or du Rhin entre simples ansias brutas de la carne, y halagos vanidosos!

A las once y cuarto brilló luz en las ventanas del hotel.

La esperanza... para el infelicísimo feliz.

Pasó desde la biblioteca a la alcoba a invertir el tiempo en la simplificación de su tocado. Se limpió los dientes otra vez. Se cambió las complejas botas de botones por otras suizas, prendiéndolas una traba nada más. Se despojó del chaleco, mudándose la camisa de calle por una de seda, que hubiera de abreviarle debajo del pijama la siempre un poco brutal tarea del desnudado, y se perfumó el rubio bigote y el pelo con violeta. Sí, su afán, dentro de la vibración sensual, era de tal delicadeza, que aun antes deseaba la plena entrega de la voluntad de Ernesta que la material entrega del tesoro de su cuerpo... Sabíase capaz de llegar al lecho de ella, de abrazarla entera contra él, y de pasarse la noche llorando sobre la bella estatua y sobre el corazón idolatrado la elegía de sus amores.... la dulce y triste elegía de aquella fatalidad que ya por siempre le impidió ser la esposa y única compañera de su Octavio a la obcecada de un momento. Así pensando, tenían lágrimas sus ojos, en prueba de la sinceridad de su sentir. Se las enjugó rápido, con el pañuelo esenciado de gardenias. Volvió al balcón. A las once y media, la luz se extinguió súbita en dos de las ventanas; pero quedó a rendijas en la correspondiente al dormitorio. ¿Estaría Ernesta adornándose para recibirle primero en el salón con honestas dignidades? ¡Oh, quizás el traje de novia, el de boda, el blanco traje suntuoso que sólo la sirvió de escarnio en otra noche!...

Poco duró esta dulcísima esperanza. Como si un espíritu cruel le cortase a Octavio el hilo de la vida, la mano de la cruel idolatrada cortó la luz, primero..., y en seguida fue cerrando cristales y puertas con gran ruido de fallebas, aldabas y cerrojos...

Aquel estruendo, si no fuese estratagema para Ivonne, querría indicarle a él que no le esperaría... Y nada después; sombra, silencio en el jardín.

Cayó Octavio en una próxima butaca y se quedó mirando la faz burlesca de la luna.

Pero... oyó las doce. Por encima de la luna misma llegábanle las lentas campanadas de la torre, imperiosas y solemnes.

Se levantó. Bajó.

Iba... a ella, a pesar de puertas y de odiosas voluntades y de obstáculos. El sarcasmo de que creyese que podría ir a dormir la que teníale en este infierno, lo halló absolutamente insoportable.

El árbol, la tapia. Un instante de reposo, ya en la sombra de las ramas que a Ella habíanla cobijado tantas veces.

Luego, cruzados el plantel de rosas y los macizos de lilos, tres puñaladas de puñal de hielo en las entrañas al recorrer las tres ventanas y ver el reflejo de la luna en los herméticos cristales.

Habría debido ver, habría querido ver alguna de las puertas entornadas.

Volvió a la ventana de la alcoba. Tosió leve anunciándose a la que acaso detrás aguardaría. ¡Nada!... Abrasábale la frente, y la apoyó contra los hierros.

Dos..., diez minutos. Los mirlos tornaron a cantar. Unos gatos maullaron. Él detestaba a la incomprensible incongruente que así aferrábase a la material fidelidad después de haber cedido a las traiciones conyugales con la entrega de su alma y de sus besos. Incomprensible, sí; enteramente a la española; y el odio le hacía acordarse de L'Or du Rhin, de Henriette, de la franqueza más humana de las mujeres de París...

Tosía, discretamente; había tocado cauto también con la dureza de un anillo en la dureza de los hierros..., y empezando a abandonar discreciones y cautelas alargó la mano para tocar más fuerte en el cristal... La extraña tímida de las audacias del Vivero, de las audacias del banquete, ante Orencia, ante la ministra, debía empezar a sentirla su voluntad de no dejarla reposar, de incluso llegar hasta el escándalo... Sino que..., ¡oh! apenas oprimió y quiso tamborilear un poco con los dedos... cedió la puerta... ¡Se abría, se abría!, ¡la abría sin ruido la mano de una maga!... El primer enorme efecto de esta cosa tan pequeña, de una puerta que se abriese, fue borrar de todo el ser de Octavio los recuerdos de París... Había dejado suspensa la mano suya al pie del vidrio, y esperaba la que de la oscuridad se asomaría a la luna a recibirle, a recogerle, a absolverle eucarística y blanca del pecado de duda y de miseria que le hacía latir el corazón... Tardaba la bella mano aquella que él sabía llena de sortijas... empujó él un poco, aún, diciendo en soplo de alma un nombre: «¡Ernesta!»... y la puerta bruja de acceso hacia la gloria dejó un buen trecho de abertura... Nadie detrás. Profunda y negra la gloria perfumada. Ernesta (¡bah, humanas españolas, asimismo!) habríase limitado a darle a los goznes con aceite. Subió; entró, torpe, causando ruidos en la estrechez de los divinos títeres..., y la faja de luna que entró con él, clara en la alfombra, misteriosamente azul en el fulgor reflejado al fondo de la estancia, le hizo vislumbrar o adivinar en el lecho a la hechicera acurrucada entre pálidos damascos...

¡Oh, Dios, gran Dios... más delicada mil veces que él la creyó apercibiéndole coqueterías y artificios falsos, había preferido esperarle en la cama como una enferma de los cielos!

Llegó a ella. Asustada de delicia y de pasión, huida y vuelta al opuesto lado, tenía también casi cubierta la cabeza.

-¡Ernesta! ¡Ernesta!¡Vida de mi alma!

Se dobló y la mantuvo en un abrazo de nobleza, dándola callados besos en el pelo. Besos, muchos besos.... una oración de besos como lágrimas del alma y del amor... Pero uno de ellos, en la oreja, hizo a la infinitamente sensible sollozar y estremecerse, refugiándose todavía más bajo las ropas... Bien. Entonces, Octavio, atento a ahorrar para después toscas escenas, leve y rápido supo despojarse de las botas, del pantalón, del pijama..., ir al otro lado del lecho, alzar más leve las holandas y las sedas... y deslizarse y recibir aquel tesoro del amor y de la muerta vida viva entre su vida entera, entre sus brazos... «¡Oh!», había lanzado, amparando sus pudores toda contra él, la desnuda sorprendida por aquel otro veloz desnudamiento inverosímil...; y veloz sobre la garganta y un hombro sentía Octavio la cara de su diosa abrasada ruborosa, y junto al corazón un seno duro de elástica dureza de goma de marfil...

La hablaba, habría querido hablarla.... y ella, sin contestar, se estremecía, se estremecía...

-¡Ernesta! ¡Oh, mi Ernesta... tú no sabes...

Se estremecía, se estremecía... no le atendía, le sofocaba.

-¡Qué hermosa eres, mi Ernesta! ¡Qué hermosa eres, mi bien, alma bella de mi alma! ¡Yo querría poder decirte...!

Se estremecía, se estremecía..., sollozaba ella de dolor, de amor en fuego al fuego de la mano que iba triunfadora sorteando encajes y batistas para acariciarla los senos el talle, la espalda... y... ¡oh, al fin, sin que pudiese saber cómo la aturdida, sin que menos aún Octavio pudiese discernir de qué manera aquellas suavidades de seda de la carne o de seda de la seda y de mieles de la miel pudieron deslizarlos a la gloria del abismo..., fundidos y rodando locos por la gloria, se encontraron boca contra boca, alma contra alma, vida contra vida... en un deliquio de ansias desbordadas, de ansias antes mal sabidas por Ernesta, sobre todo, que pobló de besos y suspiros el silencio de la luna y de la noche...