Jarrapellejos/Capítulo XV

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Capítulo XV

Nada en La Joya había removido nunca tanto la emoción. Inútilmente se evocaban los más trágicos sucesos de seis o siete años a la fecha. Ni la violación y muerte de la mudita de once años, vendedora de merengues; ni el guardia civil desollado en el lagar de Jarrapellejos aquella Nochebuena; ni el recaudador matado a garrotazo limpio en plena plaza y en plena tarde del Señor; ni el descuartizamiento de Rosa la Manteca por su amante, el maestro albardonero; ni el asesinato de la familia entera del molino por un chico, al estilo de París... Y si la mayor parte de éstas y otras cosas había quedado impune, así, alentando los instintos de asesinos y borrachos, ahora la indignación del pueblo pedía escarmiento duro y ejemplar para los ignotos desalmados...

Tres días transcurridos y aún, como el primero, seguía la multitud yendo detrás del juez, del escribano, del capitán y los civiles a contemplar la ermita, en tanto aquéllos, dentro horas y horas, escribían e investigaban. Según del misterio de tales actuaciones se iban trasluciendo pormenores, inspiraba el ferocísimo crimen más horror. Las huellas de sangre y barro en la tapia del arroyo; el pañuelo sucio encontrado en el jardín; las macetas destrozadas; la puerta del dormitorio de Isabel arrancada de los goznes; los muebles y espejos hechos añicos, y sobre todo los cadáveres de la madre y de la hija, de las mártires, cuya virtud se recordaba con lágrimas del corazón y de los ojos, ambas en camisa, sorprendidas en el sueño, una sobre un lago de sangre entre el lecho y la mesita, con cinco puñaladas en el pecho, en el vientre, casi segada la cabeza...; otra, en su cama, de través, colgando el pelo y la cabeza, al aire el hermoso cuerpo, lleno de arañazos, heridos los pies por vidrios, hundidos hasta el hueso; la cara negra, la lengua fuera, ensangrentada, y como santo escapulario en la garganta un medalloncillo, en que tenía a la Virgen del Carmen y al novio, que no la pudieron amparar. ¡Pobre Cidoncha, cuando a la siguiente mañana acudió de los primeros, y tuvieron que sacarlo accidentado! ¡Pobre Roque, a su precipitado regreso de Trujillo! ¡Pobres mujeres!...

La curiosidad y la compasión hacían que, llorando la gente, contemplase cada uno de aquellos rastros y huellas que se podían ver al exterior, y muchos auxiliaban o despistaban así, sin querer, a la justicia. Una botella con restos de aguardiente, encontrada cerca de la cruz. Gotas de sangre con dirección al pueblo, por la puerta principal; pero otras también en el caballete del tapial trasero, como si el asesino hubiese podido huir al mismo tiempo hacía Lo Joya y lejos de La Joya. Marcas de zapatos bastotes de tachuelas en la húmeda margen del arroyo, y otras aún mejor determinadas de botas finas de tacones. Dábase parte de los hallazgos a los guardias y alguaciles transmitíanselos éstos a sus jefes y el juez, el capitán, el escribano salían inmediatamente a confirmarlos y a llevarse en bien sacados témpanos de tierra las pruebas preciosísimas..., las pruebas que, sin embargo, los desorientaban con su multiplicidad y diversidad... «¡Viva el juez!», alentábale la crispada muchedumbre cuando, oyéndole jurar que no descansaría hasta descubrir al asesino, volvía a verle entrar en el tétrico edificio, tenaz infatigable; allí solían llevarle el almuerzo y la comida...; allí solía permanecer hasta más que puesto el sol, y al retirarse para continuar ordenando y meditando en su despacho los datos recogidos, la gente se retiraba a comentarlos en los casinos, en las tabernas o en sus casas. La ermita, con la sombra de las muertas ya enterradas, quedaba en el fúnebre abandono de la noche como un lugar maldito de leyenda, por donde nadie se atrevía a cruzar...

Don Pedro Luis en persona había ido a la ermita dos o tres veces con el Juzgado desde que sacaron los cadáveres. Sabíase bien su pena y su indignación por el bárbaro y horroroso fin de aquella hermosa Fornarina, a quien tanto quiso...; sabíase su resuelta voluntad de encontrar al criminal, aunque fuese debajo de la tierra, para echarle todo el peso de la ley y hacerle ahorcar delante mismo del teatro de la hazaña, y esto infundía confianza inmensa a todo el mundo. Quererlo él era como tener cogido al miserable. Había telegrafiado al gobernador, había puesto en movimiento la Policía de la provincia, y no contento aún con los recursos de su grande inteligencia, ayudaba incluso al médico Barriga. El paño de la mesa a cuyo pie cayó la madre infortunada, y en el cual se habría apoyado el malhechor, mostraba el dibujo de su mano, bastante bien impreso con sangre. En barro, el cristal de la ventana tenía dactilogramas verdaderos y perfectos. Y ambas cosas fue don Pedro quien las hubo de reparar y señalárselas a la atención del juez y del forense.

No iba al Casino de puro enfrascado en seguir las pistas del suceso. Su opinión, transmitida al juez con todas las fuertes convicciones de su fuerza racional, consistía en descartar los móviles del robo, desde luego, puesto que se hallaron en los baúles de Cruz tres mil y pico de pesetas, e intactos los efectos de algún valor, las ropas y hasta la sortija y el medallón de oro que tenía puesto la pobre de Isabel. Quedaba indiscutible el crimen pasional, y, dado que la fama de belleza de la joven se tendía por las próximas aldeas, donde no faltaban malas almas, era de creer que algún granuja, de paso hacia Trujillo, viera salir a Roque de la ermita, viera quedarse a los dos mujeres solas, entrase, saltando por la tapia, aprovechase la ocasión de que Cruz, para acostarse tal vez, cerrara la ventana.... y se metiese de un empujón y la matase para impedirla gritar.... estrangulando luego, en fin, a la hija, a la virgen brava y pudorosa, en la inútil lucha feroz por poseerla...

Efectivamente. Juntos Barriga y Carrasco en la autopsia, habían establecido que Cruz debió morir primero, e instantáneamente, por una de las puñaladas que la atravesaban el corazón, pues en otro caso hubiese corrido al cuarto de la hija, y que ésta, con muchos arañazos en los muslos, y muerta por el doble efecto de la estrangulación y la sofocación (roto el tiroides y heridas de presión de labios y carrillos contra los dientes), no había sido desflorada (íntegros los signos de la virginidad, aunque con próximos equimosis)...; el sátiro macabro, ya muertas las dos, comprobando el imposible de violar el cadáver de la hija, habría violado el cadáver de la madre, en cuyo aparato genital se encontró abundante semen, y también señales de violencia...

Tales los fallos de la ciencia y de don Pedro. No obstante, en el Casino poníanles variantes y reparos. El canalla, o los canallas (dos, sin duda, como demostrábanlo las pisadas diferentes y el haber huido el uno por un lado y el otro por el otro), debieron pasar del huerto al interior, no porque la Cruz entonces estuviese cerrando la ventana, sino porque, ya acostada, se hubiese levantado y abierto a mirar quién hacía ruido; entonces, cada cual, se habría encargado de una, impidiéndolas reunirse, y forzando a la Cruz el que se quedó con ella, naturalmente, antes de matarla. Por lo demás, no admitía duda que fueron forasteros, hombres que habrían seguido después hacia Trujillo; lo corroboraba el forro de un librito de fumar del que usan los labriegos, manchado de sangre, hallado en la carretera, cerca de Gibraleón, por los civiles.

Pero todavía alguien permitíase, con lógica no escasa, extremar las variantes; era Saturnino, vuelto ayer de la feria con Mariano y con el Gato, y sentado esta noche en la reunión enfrente de Mariano, que callaba, cansadísimo de las juergas y los toros. Para él, sólo uno habría sido el criminal. Fundábase, primero, en que la pobre Cruz no debió de ser violada viva, ya que entonces, a los gritos, la hija hubiese volado en su socorro; segundo, a ser dos y forasteros, es decir, desconocidos para ellas, habrían podido amarrarlas, separarlas, ayudándose mutuamente en el atropello de Isabel, y marcharse luego sin matarlas tan tranquilos... El mismo hecho de la muerte, ¿no implicaba el temor a la denuncia?... Luego implicaba también la plena conciencia del matador de ser conocido por las víctimas... Además, y por último (esto era grave, pero... pero lo había oído decir... ), ¡el autor de todo debió de ser... Cidoncha!... Una persona respetable, cuyo nombre reservaba («¡El conde!, ¡el conde!», pensaron los demás), hízole reparar esta mañana en todo lo siguiente: Cidoncha, anarquista, sin conceptos del deber y del honor, era un mal bicho; Cidoncha, catedrático, de clase social distinta que Isabel y novio suyo, que hablábala constantemente de casarse y nunca se casaba, no seríalo sino con miras al engaño; y no pudiendo pretender los favores de la joven con fincas o dinero, como otros, recurrió a la hipocresía; Cidoncha, desesperado de no encontrar propicia a la muchacha, y siendo el único que conocía la casa bien y el proyecto del padre de marcharse a la feria aquella noche, debió pensar aquella noche abusar de la infeliz... Iría, saltaría el hastial, citado quizá con Isabel. misma a la ventana, como para hablarla de algo definitivo y trascendente de la boda...; saltaría violentamente, queriendo atropellarla, no pudiendo.... y asesinaríalas, en fin, viéndose vencido... Luego, su insaciada lujuria o su afán de despistar acerca de lo que constituyó la única obsesión y el único designio, le lanzarían a cebarse en el cadáver de la Cruz...

-No tiene vuelta de hoja ni más posible explicación -concluyó el ex alumno de los padres jesuitas- tal hecho comprobado; porque, si no, el que viva o muerta hubo de poseer a la madre, pudo lo mismo haberlo conseguido con la hija.

Hubo un silencio. Fijas a él todas las miradas, se le había escuchado en una congoja de atención. -¡Chacho!

-¡Chacho! -prorrumpieron después algunos.

-¡Oh cierto, cierto!... ¡Puede ser verdad!

-¡Oh!, el conde, el conde...; es tu tito quien lo dice.

-¡No!

-Sí, sí; y el caso es que tal vez lleve razón...; que por eso son de señorito el pañuelo y las pisadas. El corro había ido engrosándose con toda la gente del Casino, y contemplaban, contemplaban suspensos a aquel que, más certeras esta vez que las del juez y de don Pedro, aportábales las sagacidades del siempre mudo e invisible conde de la Cruz...

Pero de pronto se volvieron las miradas, convergiendo en otro sitio. Mariano Marzo desvanecíase en una convulsión como de síncope.

-¿Qué tienes, Mariano?

-¿Qué te pasa?

Muy pálido. Sin embargo, reaccionóse y sonrió:

-¡Que me caigo a pedazos de sueño y de cansancio! ¡Que me voy ahora mismo a dormir..., y vosotros arreglaréis eso del crimen!

Se levantó y le hizo una seña a Saturnino. En la calle ambos, éste reprochó:

-¡Has de tener ánimos, Mariano!

-Y tú, prudencia..., o todo irá perdido. ¿A qué meterte a desviar la expectación «de unos forasteros» que nunca hayan de encontrarse? ¿A qué acusar determinadamente a Cidoncha ni a nadie de ese modo?

-A eso. A que se encuentren. Lo que nos importa no es que no encuentre a nadie la justicia, sino al revés, que tenga a alguno responsable para que cese de buscar.

-¡Bah!, no sigas por Dios, bebiendo ahora, Saturnino. Estás borracho. No sabes lo que hablas.

-Quien no sabe...

De un codazo enmudeció. Se acercaba don Macario Lanzagorta, y siguió con ellos plaza arriba. Una urgencia de momentáneo interés, mayor que la del crimen, traíale a prevenir a Saturnino de algo que personalmente le afectaba. Sabía que al mediodía, en la taberna del Jumos, y aludiendo al incidente de la noche aquélla, Saturnino, ausente el Garañón, le había injuriado gravemente...; sabía también que, enterado Gregorio, habíase puesto hecho un energúmeno..., y los dos deberían evitarse un disgusto, como gente de buena educación.

-¡Hombre! ¡Hombre, don Macario, pues ahí estaba tan prudente!

-Porque lo es, Saturnino; pero he tenido que reñirle para que no salga tras de ti..., y no dudes que cuando te vea solo...

-¿Sí?... ¡Que se descuide!



Dos, tres días más.... en medio de la efervescencia que el crimen de la ermita iba aumentando, Gómez había llenado con el relato de él La Voz de la Joya, copiada por la prensa de Badajoz, lamentándose de la incapacidad del juez, y los diarios de Madrid, sin corresponsales en el pueblo, y ahora sin los espontáneos, había resumido la noticia del suceso en sueltos de diez líneas. Jarrapellejos mismo, que odiaba, que de siempre prohibía los corresponsales, porque le disgustaba la inmixtión ajena en los asuntos del cerrado coto de su mando, a la sazón casi deploraba no tenerlos. No cejaba su interés por descubrir al criminal. La opinión pronunciábase cada vez más contra Cidoncha; y, aunque hubo de conferenciar don Pedro con el conde, persuadiéndose de que no fue quien hubo de lanzar ni remotamente tal sospecha, los dos llegaron a prohijarla, después de discutida.

Fijos en aquel anarquista peligroso y taciturno, los hombres sensatos, las honradas familias, el clamor general, aunque con la nota discordante del Liceo, iban formándole un alegato formidable. A las razones que adujo Saturnino se agregaban muchas más. Impresionado por ellas el propio juez, volvía sobre su acuerdo. Efectivamente, resultaba absurdo suponer que la pobre Cruz, para cerrar una ventana al acostarse, aguardara a estar desnuda; y más, que levantada de la cama creyendo sentir en el jardín ladrones, la abriese para oírlos; y como constituía otro hecho confirmado que alguien desde dentro descorrería el cerrojo, ya que no tenía la puerta señales de fractura, sólo la hipótesis de Isabel, en cita con el novio, o abriéndole al sentirle llamar y conocerle, resultaba verosímil. Absolutamente a nadie más que a Cidoncha habrían podido darle semejante ocasión confiadísima de entrar dos mujeres que estaban solas en mitad del campo y de la noche. Esta argumentación, para colmo unida a lo del pañuelo sin marca y las pisadas de señorito, tenía una fuerza enorme. Y respecto al proceder de Cidoncha, bien mirado, antes venía a robustecérsela que a menguársela. El público, que había seguido en masa las incidencias del asunto y paso a paso, señalaba al fin como equivocas y extrañas las exageraciones de dolor que días antes hubieron de conmoverle en el impávido Cidoncha: cayó éste en una especie de epilepsia al ver la primera vez los cadáveres, tal como fueron hallados en la ermita; volvió a caer desvanecido al querer presenciar la autopsia; presidió el duelo del entierro tambaleándose, blanco como un papel, y teniendo que ser auxiliado varias veces...; ahora, finalmente, no iba a clase, no iba al Liceo ni recibía a sus amigotes del Liceo; no salía de su hospedaje, que era la casa de los abuelos de las víctimas, en donde Roque habíase recogido, y a pretexto de gran pena, aun dentro de la casa, confinábase siempre mudo y sombrío y solo en su despacho... ¿Pena, verdaderamente, todo esto, o cobardías y remordimientos de asesino que disfrazándose de pena esquivaban la revelación de su maldad?... Para pena, excesiva, ciertamente; mayor que la del marido y padre, que no se accidentó...; y en él, en él, en el frío, en el inmutable, en el impávido Cidoncha, en el hombre de sordas pasiones, de tan enormes pasiones y altiveces, que había reñido con Octavio..., que aspiraba frente a don Pedro Luis, a constituirse en jefe de partido..., y que así, sin más ni más, fuérase a casar con una pobre panadera...

Al sexto día, otra vez el profesor llamado por el juez para prestar declaraciones sobre cosas generales (corrió, eléctrica, la nueva), le detuvieron. Roque sufrió un nuevo interrogatorio, por la tarde: -¿Se portaba bien Cidoncha con ustedes?

-Sí, señor.

-¿Era digna su conducta como novio?

-Sí, señor.

-¿Nunca oyó usted a su hija quejarse de que la hubiera requerido malamente?

-Nunca. No, señor.

-¿Y... no cree usted que haya sido el asesino?

-¡Oh, bah, cómo! ¡él!... ¡Quite usted, por Dios!... ¡Es el único que nos ha querido en este pueblo! Al juez le fastidiaba, casi le enojaba, la torpe buena fe del infeliz..., que últimamente, acosado acerca de sobre quién o quiénes pudiesen recaer sus dudas, en vista de los antecedentes que nadie como él tendría de las personas que frecuentaran la ermita o desearan a Isabel..., resolvióse a romper su timidez de escarmentado con la confesión de la íntima creencia que guardaba desde que supo la catástrofe: contó de qué manera impensada la noche de autos se detuvo en la taberna, y terminó con una explosión de llanto:

-¡Señor juez, me lo dijo d'un salto el corazón, asín que recibí el parte de mi suegro, y pa mí que no pué sé más que el Gato el asesino!

No le abonaba al Gato su historia; prestábale cuerpo también a la sospecha el forro del librito, del papel Duc, hallado cerca de Trujillo. Una hora después compareció el Gato, y a indicaciones suyas comparecieron también Mariano Marzo y el sobrino del conde de la Cruz. La plena garantía de éstos le exculpaba. Quedó terminantemente establecido que no se separó de ellos un momento; que serían las dos cuando entró Roque en la taberna; que diez minutos más tarde llegaron los caballos; que a las dos y media estaban en la carretera..., y mal podía haber gozado del don de ubicuidad para realizar, por otra parte, un crimen que, según los médicos y el cálculo de todos, debió de consumarse a las tres de la mañana. Fue puesto en libertad, y Cidoncha en prisión definitiva.

No se dudó más. Había que haber visto la diferencia entre el aplomo del Gato ante la horrible acusación y las tremendas demudaciones de Cidoncha, que no acertó ni a contestar. Hubo aquella noche un conato de pública protesta de la gente del Liceo, y se apaciguó con el ingreso de otros cuantos en la cárcel.

Ahora sí; como todo lo relativo al crimen apasionaba a las gentes, el Gato quedó más sincerado de inocencia por las aseveraciones de Mariano y Saturnino sobre la capital circunstancia de no haberse separado de ellos que no por la exactitud de lo que al tiempo referíase. Muchos labradores habían visto los caballos en la puerta de la taberna hasta bien después de amanecer; y otros, al despuntar el sol, a los jinetes saliendo hacia la feria. «¡Bah! ¡Estarían borrachos, don Saturnino, don Mariano!... ¿Qué saben ellos nunca, tan célebres, de las horas del reloj?», se comentó con simpatía.

Y La Joya respiraba satisfecha.

A cada uno lo suyo. Ya estaba en vías de cumplirse la justicia: el Gato, restituido a las casi consideraciones que la amistad de los señoritos le prestaba, los cabecillas del extemporáneo conato de protesta, en la cárcel municipal, a pasarse a la sombra una semana para que fuesen aprendiendo; y el profesor, en aquella de donde se salía para la horca...

Reanudáronse las diarias peregrinaciones a la ermita, con el repugnante criminal fuertemente amarrado entre civiles, y la muchedumbre, viéndole los ojos en el suelo, mudo, pálido, cobarde y dolorido por el hierro torturador de las esposas, que oprimíanle las muñecas, al paso de la triste procesión quería lincharlo y escupirle, y le lanzaba insultos a montones. En previsión de esto, a las órdenes de un comandante, se había reconcentrado mucha Guardia Civil de la provincia.

-¡Matailo!

-¡Matailo, a ese cochino!

-¡Que le apreten la caena!

No conformes con que le hubiesen de ahorcar delante de la ermita, algunos proponían encerrarle en ella, tapiarla, y allí dejar que entre los espectros de su crimen, la sed y el hambre le acabasen. Porque cada día, a cada nueva actuación del Juzgado, más y más se comentaba la ignominia del que todo lo negaba..., del que no sabía otra defensa que negar... La marca sangrienta, en buena hora recogida por don Pedro, era de su mano; las huellas de pisadas, de sus botas; las manchas del cristal de la ventana, de sus dedos. Una vecina de la Cuesta Melitón, Rita la Loreta, habíale visto al ser de día. Otro vecino, Melchor López, al volver con los caballos, también había visto un bulto que se le esquivó, y que juraría que era Cidoncha. Y, en fin, en casa del profesor, registrando sus cajones, encontráronse bocetos de pintura con la cara de Isabel, diseños de desnudos (lo cual revelaba la obsesión y la indecencia del hipócrita, que quería parecerle tan casto a todo el mundo), un revólver bulldog, una pistola browning y un cuchillo, que, aunque estaba en la cocina y bien lavado, tenía ciertas impregnaciones de sangre y justo el ancho de las cuatro heridas punzantes de la Cruz.

Abrumadora iba resultándole la prueba. Los más contumaces en juzgarle un hombre honrado empezaron a ceder: Octavio, que hubo de indignarse por la prisión del ex amigo, prometiéndole su inmediata libertad a la comisión de socios del Liceo que estuvo a visitarle; Gómez, que en los primeros momentos amenazó con artículos que encendiesen lumbre en su periódico; los mismos correligionarios de Cidoncha, aplastados, tanto o más que por aquella pasajera detención los más caracterizados, por las declaraciones de Melchor y La Loreta, y hasta Roque, el buen Roque, vacilante ante las datos de la mano, de las botas, del cuchillo..., del cerrojo, que por nada del mundo le habrían abierto su hija y su mujer a unos extraños...

Duro le resultaba a Roque creer en tanta infamia de Cidoncha, en tanto maleficio de la fatal belleza de su desgraciadísima Isabel...; pero no menos resistióse a creer la infamia de don Pedro, y por un empeño igual estuvo si manda o no manda a presidio a un inocente. ¡Gran Dios, a quién pudiera uno confiarse en esta vida!... Sin embargo, una oleada de fe del corazón persistió en decirle que no, que no podía ser el malvado el novio de su hija, y cuando, en vista de las circunstancias, trató con los abuelos de si debía seguir llevándole a la cárcel la comida, que siquiera le libraba del rancho inmundo, el acuerdo fue piadosamente favorable. Don Juan no tendría dinero. El director del colegio hablase apresurado a «imponerle un castigo», negándole las ciento veinte pesetas de su sueldo devengadas en el mes; así a la abuela se lo dijo. Por lo demás, esta piedad no les imponía ninguna otra de orden moral a los piadosos que no podían hablarle ni verle: estaba incomunicado con rigor inquebrantable.



Tratábase esta noche de efectuar importantes diligencias. Completos y metodizados por el juez los términos de la acusación, el reo iba a sufrir el primer interrogatorio de conjunto acerca de su hazaña. Desde la ermita acababan de traerlo al despacho del Juzgado, que estaba en las escuelas. Venían de una reconstitución del crimen. La Guardia Civil, incluso de a caballo, que hablase visto negra para contener a la nutrida muchedumbre en el trayecto, procuraba ahora aplacar los mueras y silbidos en la vieja plazoleta. Aguardaban el regreso hacia la cárcel, de donde había visto traer tres presos para ponerlos en rueda con Cidoncha.

Dentro, la mesa del salón, decorada de rojo, alrededor de un crucifijo de plata, ostentaba los objetos de la prueba. Augustamente satisfecho el Juez de su pericia, habíale dado al acto resonancia, y llenaban los estrados personas importantes, mas o menos compatibles con el santo secreto del sumario: el escribano, el alcalde, los médicos, el comandante y el capitán de la Guardia Civil, el registrador, el jefe de Telégrafos, don Atiliano de la Maza y don Macario Lanzagorta...

Sonó una campanilla. Se hizo entrar al reo. El juez tosió, apoyó la frente entre ambas manos, dejó que se agrandase la trágica solemnidad con el silencio, y empezó luego sus preguntas a propósito de las sociales y políticas ideas del profesor. Presentábale libros encontrados en su casa y que él iba reconociendo como suyos: La conquista del pan, de Kropotkin; La sociedad futura, de Grave; Socialismo y anarquía, de Naquet..., y otros, en francés.

-Otros, señores, en francés, que establecen, como éste, la indecencia descarada del autor y de todo aquel que los posea, y cuyo indecoroso título resístese a mis labios...

Lo mostraba. Sobre la blanca cubierta, el título campeaba en letras rojas..., rojas como el rubor que le daba al digno magistrado pronunciarlo. Mas como muchos no acertaban a leerlo desde lejos, se decidió, apagando la voz para que no lo oyesen siquiera los civiles:

-La joie de vivre, señores.

Escándalo. Estupefacción.

Asombro, también, por parte de Cidoncha, sobre la ignorancia del juez y de todos. Abandonando su sistema de respuestas secas, tuvo que aclarar:

-El gozo de vivir es lo que el título de esa novela significa, y no otra cosa.

Sorprendido el juez, y no seguro de que no fuese esto una treta del taimado, disimuló su confusión aprovechando la oportunidad de ordenarle a un alguacil que cerrase una ventana. Los mueras y los gritos no dejaban entenderse.

-Bien; resulta, y esto es lo esencial, que es usted ateo, materialista y anarquista.

-No, señor; socialista.

-Bueno, socialista; da lo mismo; pasemos a otra cosa... ¿Quiere decirme el procesado si siempre trató con los debidos respetos a su novia?

-Siempre.

-¿Porque ella impusiéraselos a usted, o porque usted se los guardaba?

-Por los dos.

-Entonces hágame el favor de mirar estas pinturas. ¿Son de usted?

-Sí.

-En ésta, por ejemplo, aparece bosquejada la cara de su novia, y detrás un pedazo del cuerpo de una mujer enteramente en cueros. ¿Qué propósitos llevaba usted de traicionar los pudores de su novia, componiendo acaso para su íntimo recreo una estampa pornográfica?

-Ninguno, señor juez; ese torso es de una Venus..., y no tiene nada que ver un dibujo con el otro. -Pero de una Venus... sin ropa; conste así.

Hecha la indicación al escribano, prosiguió:

-¿Se obstina el procesado en sostener que siempre trató a su novia con absoluta, con completa, con perfecta dignidad?

-Sí, señor.

-¿Así..., en redondo?

-Sí, señor.

-Pues alguien ha visto lo contrario, y está su espontánea declaración en el proceso. Una noche, volviendo ustedes a la ermita, de una procesión, por la carretera, delante usted y la novia, los padres detrás, usted la llevaba la cabeza cerca de la suya y enlazada por el talle. ¿Osa usted negarlo?

-No, señor; pero eso no creo que fuese tratarla con indignidad, con indecencia.

-¡Ah! ¿Lo cree usted propio de dos personas decentes?

Cidoncha se exaltó:

-¡Lo creo propio de ella y de mí, señor juez! ¡No tiene derecho nadie a insultar la memoria de la muerta!

-Cálmese el procesado. Para defender a la muerta estoy aquí... contra quien pudo agraviarla en la vida y el honor de manera harto más grave. Consten, señor escribano, dos cosas: que el procesado confiesa haber llevado abrazada en público a su novia y que se enoja porque a esto se le llama una indecencia... ¡Tal es su concepto del decoro!

Pronunciada la filípica, que tuvo la rápida eficacia de abatir al reo, dejóse de ironías, para decirle mansamente:

-Usted, como es lo lógico, había recorrido muchas veces el huerto de la ermita.

-Sí, señor.

-¿Conoce usted el arroyo que va por la trasera de las tapias?

-Sí, señor.

-¿Y un tronco seco que cae por fuera junto a éstas?

-No, señor.

-Lo cual es raro..

-¿Por qué?

-En primer lugar, porque se le ha hecho a usted esta misma noche gatearlo, y luego, porque... no sería la primera vez que lo subiese para entrar en la ermita.

-¡Para entrar en la ermita, entraba por la puerta!

-¿Y nunca por allí?... Contésteme, contésteme. La pregunta no envuelve más que la natural suposición de que bien puede entrar por una tapia un novio cuya novia no se enfada porque en público la abracen.

Tornó a inmutarse Cidoncha; pero esta vez forzó su indignación al dolor de una humildad:

-Suplico al señor juez más consideración para la memoria de una mártir.

-Y yo le recuerdo por segunda vez al procesado -apresuróse el juez, duro, a replicar- su falta de derecho para hacerme observaciones. Justamente mi creencia en que la acendrada virtud de la mártir no le permitiría a usted entrar a verla por la tapia, es la que me hace pensar que sin la voluntad de ella entrara usted una sola vez por todas juntas. ¿No fue por allí por donde saltó la noche de autos?

Cidoncha cerró los ojos e inclinó la frente. El juez quiso aprovechar el momento de debilidad del acusado.

-Si no por allí, diga usted cómo entró.

-Por ninguna parte.

-Bah, se aferra usted a una negativa para todo, que más le compromete. ¿Cómo demuestra que no pasó en la ermita las horas transcurridas en la noche del 20 al 21 del próximo pasado desde la una hasta las tres? ¿Dónde estuvo, si no?

-En mi casa. Durmiendo.

-Eso, fíjese bien el procesado, no es probar lo que importa que nos pruebe. Lo sería si nos dijera: estuve aquí o allí, con tal o cual amigo.

-Pero no puedo decirlo, porque no estuve con nadie a tales horas. Estuve durmiendo, señor juez.

-Bien; ¡quiere decirse -limitóse el sagaz a lamentar- que ese sueño le sería todo lo honradamente habitual que quiera usted, pero que esta vez le perjudica!

Cidoncha, más pálido en su palidez, tornó a cerrar los ojos.

-¡Hábil, muy hábil, el juez! -le comentó Barriga a don Macario Lanzagorta.

A lo que éste rechazó:

-Hombre, no lo creo. Más bien de esto resulta la inocencia de Cidoncha. ¿Es que le avisaron que iba a haber un crimen, y que él se tendría que sincerar, para citarse excepcionalmente aquella noche con amigos?

La campanilla judicial impuso orden al rumor, aunque con una gratitud de aquel que la tocaba y que había oído el elogio de Barriga.

Y venía una novedad.

El señor juez había tomado una cajita, e hizo que un civil se la pasase a Cidoncha.

-Examínelas bien. Son del papel mismo que usted fuma, comprobado en la prisión. ¿Reconoce esas tres puntas de cigarro?

Miradas, Cidoncha concedió:

-Pueden ser mías.

-Perfectamente. Han sido recogidas en el cuarto-dormitorio de la madre de su novia. ¿Cómo explica usted que estuviesen en el cuarto dormitorio?

Había causado impresión este detalle, y más la turbación momentánea del mísero acusado. No se esperaba, y sorprendió al fin la reposadísima respuesta:

-El cuarto de la señora Cruz es la habitación mas grande y clara de la ermita, en donde, por lo mismo, ella y su hija se sentaban a coser. Yo las acompañaba.

-¿Cómo a coser? ¿Eran costureras o eran panaderas?

-Panaderas, pobres panaderas, que en los ratos de vagar tenían que atender a sus costuras.

-Y..., hombre..., ¡mire que...! Y... ¿cosieron la tarde del día del crimen?

-Sí, señor juez.

Desarmado éste, no pudo insistir. Don Macario movía la cabeza, como creyendo más cada vez en la sagacidad, o acaso en la inocencia, de Cidoncha. Sentía tener que marcharse a Sobrón al día siguiente... Despertábasele el fondo de honradez hidalga y quijotesca que había podido conservar en su apartamiento de la política del pueblo. El proceso ofrecía psicológico interés, y no cabía dudar que acababa de salir Cidoncha de un mal paso.

Otro se abocaba: el del cuchillo. Cuando Lanzagorta resurgió de su abstracción, ya lo tenía Cidoncha delante de los ojos. El duelo entre el acusador y el acusado fue terrible, personal, como un exasperado cuerpo a cuerpo. No reconocía el uno la siniestra arma. Subrayaba el juez lo chocante de tal falta de memoria, puesto que el cuchillo, de aguda punta y ancha y afilada hoja, «destinado a usos domésticos en la casa donde moraba el profesor, debía de serle familiar». «No es un cuchillo de mesa; es un cuchillo de matanza, de cocina.» «¡Eso, eso, justo!..., de cocina, de donde lo tomó usted la noche de autos y donde lo volvió a dejar después de... la matanza.» «¡Oh, señor juez!» «Y el hecho marca en toda su amplitud lo que llamamos premeditación en términos jurídicos.» Igual que siempre, a estos extremos, Cidoncha enmudecía y bajaba la cabeza.

El interrogatorio prosiguió con visible desventaja para el reo. Una hora, dos.... dos horas y cuarto. Infernal evocación de cómo el criminal hubo llegado a la ventana, asesinado a la madre al ver que era ésta quien le abrió, y no la hija, acercándose a la puerta de ésta, que tuvo apenas tiempo de despertar y empujar por dentro, horrorizada..., la lucha, el nuevo asesinato del que no pudo lograr su lúbrico designio..., y para despistar de él, «precisamente», la odiosa violación de una de las interfectas...»¿Por qué, por qué no violó usted, si no, muerta también, a aquella más bella y valerosa joven, con quien lo intentó viva inútilmente?» Esta había sido la pregunta maza del indignado valedor de la justicia, y Cidoncha, temblándole la boca, bajaba, bajaba la cabeza. Sólo habíase permitido al principio un argumento: «Señor juez, en cita o sin cita con mi novia, para entrar, hubiese llamado en la ventana de su cuarto, y no en la de su madre.» Pero echáronse de menos, ¡oh!, aquellas epilepsias que hubieron de atacar al farsante en tanto quiso enternecer a la opinión como hombre sentimental y dolorido...

Lanzagorta vacilaba, reservándose para los reconocimientos en rueda que se acababan de anunciar.

Entrados los tres presos, y puestos en fila (no había más en la cárcel: dos gitanos y un buhonero, arrugadito) compareció el sereno de la calle Pacos, a decir que a las once de la noche de autos, según costumbre, vio retirarse a don Juan Cidoncha del Liceo; le saludó:» ¡Vaya usté con Dios, don Juan!» Este estaba conforme con la exacta referencia.

Y apareció Melchor.

-¿Conoce usted al profesor del colegio de esta villa don Juan Cidoncha?

-No, señó.

-¿Ni de nombre? ¿Ni de vista?

-No, señó.

-Perfectamente. A las dos de la noche del 20 al 21 del pasado, yendo usted con unos caballos a la taberna de su amo, Pedro Ramas, vio usted un bulto como de persona bien vestida, que al sentirle se escapó. ¿Sabe usted quién era?

-No, señó.

-Si se lo presentaran a usted, ¿sería capaz de reconocerle?

-Dispense usía...; le vide tan de prisa que no sé...

-Bien. Tenga la bondad de examinar a esos cuatro hombres, y decirme si es alguno de ellos.

Momentos de congoja. Imposible más sincera la nobleza del testigo. Se fijó, se nubló su cara, y dijo, señalando a Cidoncha con el dedo:

-¡Ése es!

A las consideraciones del juez sobre la fugacidad con que habríalo visto aquella noche y lo grave de la acusación no sabía más que insistir, convencidísimo: «¡Ése es! ¡Ése es!»

Y Cidoncha, con su faz sardónica, bajaba la cabeza. Patente la contradicción. Había dicho que se recogió a las once, y a las dos andaba por las sombras de La Joya.

La angustia subió de punto al presentarse la Loreta, una mujer de treinta años, que tenía toda la traza de una honrada campesina.

Preguntas previas, y en seguida lo importante:

-Vive usted en el arrabal que da frente a la Cruz. A las cuatro de la madrugada del 21 del próximo pasado habíase usted levantado y abría la puerta para que saliese con la yunta de borricas su marido. De pronto, estando éste en la cuadra, usted vio pasar un hombre, y se asustó, por su modo extraño de ir casi corriendo. Repuesta, se asomó usted un poco y le divisó debajo de un farol, en la esquina todavía. ¿Le conoció usted?

-No, señó. Únicamente me paeció qu'era un señorito.

-Hágame el favor de mirar si pudo ser alguno de estos hombres.

Se hallaba afectadísima la pobre labradora. Desde luego que giró y divisó a los presos a su espalda el espanto descompúsola los ojos. Retrocedía, fija en Cidoncha. Hubo que darla agua. Al fin, habló con honrado y sordo acento, más aterrado por las previas advertencias del juez acerca de que sus palabras pudieran llevar a un inocente al patíbulo.

-... Debo confesal que aquella noche, señó jué (y a mi hombre se lo dije), me paeció mesmamente el que corría el señorito Saturnino, el sobrino del señol conde, poco ma-j-o meno del cuerpo y naturá d'este señol; no salió de dambos de nosotro, por sel tan grave, al sabel al meyodía que habían matao a lasde l'armita; pero rnos dijimo yo y mi hombre: «¡Fue el d'anoche!»Y ahora, señol jué, al vel a este señol y sabel que este señol mató a las probes de mi arma, que clavás las tengo aquí, ¡Dios premita castigalme si m'engaño!, pero tengo que decirlo: fue el qu'aquella noche pasó juyendo por mi puerta. El concurso se fijó en que Cidoncha era menos enclenque que el sobrino del conde de la Cruz, a la verdad, pero no más alto; en lo oscuro, bien pudo ser tomado el uno por el otro.

Y era tal en la mujer aquélla la honrada equivocación de su mentira, de su confusión, pues no cabía duda que habría visto pasar a alguno; de su autosugestión por el ambiente de monstruoso error formado en torno al crimen, que el mismo Cidoncha lo advirtió.

-Señora -dijo austera y dulcemente-, Por ese Dios que invoca la ruego que repare...

Un espasmo de la asustada y un fuerte rumor hostil del auditorio, impidiéronle seguir. Entonces sintió el frío de todos los humanos desamparos, y doblando más abrumadamente que nunca la cabeza, tuvo que apoyarse en el banco.

Todo concluido. Era la una y media de la noche cuando, con su ruido de cadenas, y escoltado por los guardias emprendió entre la apretada muchedumbre el retorno hacia la cárcel.

-¡Matailo!

-¡Cochino! ¡Cochino! ¡Criminal!

-¡Matailo!

-¡Matailo de un jinchazo!



A la misma hora, en casa de la Pelos, llegando el uno cuando el otro iba a salir, los dos por la Guerrita (una de aquellas «toreras»cordobesas que habían vuelto de Trujillo), Saturnino y el Garañón daban lugar a un suceso lamentable. Pocas palabras de Saturnino, que iba como una cuba; tirada de puñal..., e inmediata ristra de puntapiés y trompazos del Garañón, que le dejaron fuera de combate y sangrando de las muelas. Las mujeres, sin cuya intervención habría pasado más, recogieron del suelo el puñal y a Saturnino. Quería lanzarse por la puerta tras el otro, y revolvíase contra las que, sujetándole, se burlaban también un poco de su segunda tardía acometividad y de su cobardía. «Pero, niño, que te v'haser porvo,...; ¿ónde quies tú í?...» La Guerrita, enchulada, sin duda, con Gregorio. Ciego Saturnino, quiso coger el puñal y matarla, al tiempo que vociferaba en una especie de demencia sus títulos de bravo: «¡Ven, so guarra! ¡Sal de ahí! ¡Verás si tengo agallas para matar a una mujer!...¡No sería la primera... que me he visto de sangre hasta las corvas, so guarra, so cochina!...»

Acudió un sereno al griterío. Le calmó. Le dio respetuosa escolta por la calle...

Entonces la Guerrita abrió la alcoba Y salió desemblantada.

-¡Est'es er qu'ha matao a esas mujeres de la ermita! -le proclamó a la Pelos y a la otra-. ¡En Trujillo me enseñó un arañazo así en sarva sea la parte, y me dijo que la que se l'había echo a patás con las uñas de los pies fue a contarlo al otro mundo! ¡To porque yo me enfurrusqué y quería dormir y él no quería!

-¡Quítate, criatura!

-¿Que no, tía Pelos?... ¡Por éstas! ¡Había que ve cómo llevaba de sangre la camisa y de gorpes toíto er cuerpo!

El terror retrospectivo de la joven se impuso a su paisana y a la Pelos.

Ésta aconsejó:

-Pues chito y a callá. Sea o no sea, na de dile con el cuento a la justicia.




Y a la misma hora, Octavio, aristocrático y gentil, dichoso con su doble conseguido ensueño de la representación en Cortes y de tener por amante a una condesa..., a la bellísima condesa hablábala del crimen en el noble lecho perfumado, durante un reposo de sus ansias. Nadie lograba sustraerse a la obsesión de las muertas de la ermita; ni Ernesta, un poco supersticiosamente sobrecogida de terror por los dramas que la belleza de una mujer podía engendrar, por la tragedia que la belleza de la pobre Fornarina había causado..., ni Octavio, ex íntimo amigo del matador, sin saber que fuese un monstruo. Gozaban la luna de miel, interminable, yendo él a pasar las noches enteras con ella, excepción hecha de algún sábado...; y ella, tan dichosa como él, ya calmada su conciencia de traición, había ido advirtiendo con sorpresa de cuán extraño modo este cielo secreto de su carne y de su alma reconciliábala completamente con La Joya, con la vida, y volvíala mejor y más amable, incluso con el conde. Ahora, sin embargo, de espaldas sobre el brazo del feliz, en abandono de infinito, jugando con una rosa, según costumbre suya, a s'efleurer unas veces los ojos, otras los labios y otras las puntas de los senos, siempre altivos y gloriosos en la gloria de su busto estatual, estremecíase al vago horror de una pregunta.

-¿No crees tú que me mataría el conde si alguna vez nos sorprendiese?

«El conde». Nunca decía «mi marido». Placíala así ponerse en una situación teatral como de leyenda, como de ruido de historias y blasones, para más avalorar el dulce y augusto sacrificio a que el amor hubo de arrastrarla.

Con toda naturalidad sabía corresponder el hidalgo amante a la alcurnia de este sentimiento, y contestó:

-Para matarte, !oh condesa mía!..., para matarte, Ernesta, antes tendría que matarme a mí.

Solemne. Perfectamente caballeresco y romancesco.

Tanto, que en otro estremezón repuso Ernesta -tal vez después de imaginarse, sobre las sedas mismas de esta cama, negra y con la lengua fuera, estrangulada por el conde:

-¡Oh, no! Pero es que yo no quiero morir... ¡Qué fea dicen que quedó la Fornarina!...

Y esta caída a lo humano, a lo mortal, a la realidad de lo vulgar..., hizo a Octavio sonreír y ver también «al conde»en su vulgarísima realidad de vejete cursi y preocupado de los quesos y el aceite. -¡No le sería tan fácil matarme ni matarte, al pobre de tu marido! -exclamó dándola un beso de succión de caramelo en una oreja, que no era, en verdad, muy legendario, al quedarse atenido a la otra única e inconmovible realidad de la hermosura de la hermosa.

Filósofo a la moderna, a la vez que aristócrata a la antigua, se puso a razonar acerca de estas cosas de muertes y crímenes y amor. Cidoncha había matado salvajemente a su novia por verdaderos atavismos salvajes del modo como España seguía entendiendo las cuestiones sexuales: las mujeres, un perenne juego platónico de provocaciones y esquiveces; los hombres, una perpetua irritación de insaciadas rabias pasionales, y la consecuencia natural, harto frecuente, la puñalada, el escándalo, el melodrama bufo y triste del honor y de la vida. A impulsos de un mal comprendido paganismo, al que le faltaba el gesto de arte consustancial de Grecia, París, en cambio, había saltado de pronto a una reacción exagerada: la del libre bestialismo, más o menos bien vestido..., la de la desvergüenza de la mujer, que sin el sentido de la delicadeza que les da a los hombres la instrucción, y perdidos los pudores, llegaban a la indiferente y torpe ostentación, igual que de la cara, de los más escondidos rincones de su cuerpo. Esto era asqueroso, por mucho que una refinada perversión quisiese sublimarlo ... Y él, Octavio (y constábale deliciosamente además a Ernesta, sabía arrancarle al amor carnal todas, todas sus delicias, sin que ninguno de los dos perdiese aquel perfume de alma ni ella el del recato que hacíala semicubrirse rápidamente entre las sedas; así que había pasado el deliquio de pasión. A bas les pattes!, entraba ganas de decirles a las francesas con el apache estribillo parisién.

Deducía:

-Tal el amor civilizado, mitad animal, mitad angélico..., y entre París y La Joya, justamente, con nuestro amor, Ernesta mía flota la verdadera definición del digno humano amor del porvenir. Verás, recorramos un poco la historia...

-Oh la, la -le interrumpió en francés, trop humaine la condesa, más humanizada por aquella fulgurante alusión a sus delicias-. Tu n'est pas un ange, toujours, bien vrail!... à m'etouffer, à m'epanouir, à me tuer, méchante..., à me faire mourir de toi et de la rageuse envie d'apeller à tout le monde à mon secours!...

En castigo, dejando de filosofar, quiso infligirla Octavio nuevamente el tormento de los cielos..., y ella lo impidió, rota, muerta todavía...

-¡No!, ¡déjame, por Dios!... Formales ahora, muy formales. Sabes que quiero decirte una cosa de importancia, y puedo decírtela al fin: mis dudas, nuestras dudas del pasado mes, ya no lo son... ¡Alégrate, Octavio de mi alma!... ¡Estoy embarazada!

Ansiada novedad. Contingencia esperadísima. Salvo el temor de Ernesta a que él la quisiera menos cuando el vientre la creciese, los dos se volvieron locos de alborozo. Y el resto de la noche lo pasaron calculando el modo de que Octavio se ofreciese de padrino en cuanto ella proclamara públicamente la noticia...

Una siesta, Melchor, tumbado en un poyo del portal, miraba andar las moscas por el techo y pensaba en cómo diablos podrían las moscas andar cabeza abajo... Luego púsose por milésima vez a pensar que el Gato se llevaba el producto casi entero de lo que en esto de la emigración trabajaba él, y no el Gato, por los pueblos; que el Gato se divertía de juerga con los señoritos, mientras que a él teníalo como un criado en la taberna; que Gato se calzaba mensualmente treinta duros, y él quince nada más, de lo que en Madrid ganaba Petra; que el Gato le impedía, de miedo a que le cortase el pescuezo, irse a Madrid para llevarse la primer vida con su mujer y sus cuñadas...

Y repentinamente, pensando también que si ahorcasen al Gato él pudiera realizar aquel empeño, se levantó, atrancó la puerta de la casa, buscó pluma, tintero, una hoja de libreta y púsose a escribir, empleando en cada letra media hora:

«SeÑo juEr. debOd ecirle Asuseñaría qel Gato es quien amatao las de la Hermita poR ayudaunos señorito der pueblo.»

Cuando el señor juez recibió este anónimo, lo leyó y lo releyó, lo consideró, lo meditó unos diez minutos y lo tiró al cesto de papeles. Sólo que se le ocurrió enseguida que podría servir quizás de contraprueba, en el caso de ser necesario o conveniente descubrir que lo hubiese escrito algún oficioso amigo de Cidoncha, y lo recogió y lo unió a los autos.

-¡Bah! -pensó-, alguno del Liceo.