Jarrapellejos/Capítulo XVI

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Capítulo XVI

Atascado en lo horrible el monstruo de ignominia que fuese el profesor, el empujón de la justicia no lograba últimamente hacerle avanzar mucho hacia la horca. El juez desesperábase. Ni aun habiendo recurrido al secreto y siempre eficaz recurso de dejar que le apaleasen, que le torturasen de mil modos, acababa de arrancarle nada decisivo. Un día pusiéronle el cuerpo negro a vergajazos, curados después con vinagre y sal; otro le acuñaron los tobillos y rompiéronle un dedo de la mano por torsión..., y allá seguía, en su incomunicación completa de la cárcel, flaco y blanco como un espectro, lleno de barbas como un ogro, tirado entre las ratas y los guiñapos de su cueva como un guiñapo más, mudo, pidiendo, antes que confesar, que acabaran de matarle...

Sí, sí..., el pueblo se resignaba mal a aquella paralización en medio de la angustia; Gómez volvía a pedir en La Voz de La Joya el nombramiento de un juez especial, y don Arturo, que había ido consiguiendo borrar la antipatía de su aspecto de tardo y arrugado sapo con su enorme actividad en este proceso (el primero en que para lucir sus dotes dejaba libertad don Pedro Luis), se desesperaba y tornaba a recaer en el público descrédito.

Las puntas de cigarro, las huellas de la mano y los dedos, la ventana sin fractura, el cuchillo, los lúbricos dibujos, los testimonios del sereno, de Melchor, de la honradísima Loreta..., el cúmulo de abrumadores datos, en fin, amontonado en los primeros días con tanta rapidez, no acababa de confirmarse ni con una confesión o siquiera cotradicción del pertinaz, ni con el hallazgo de ensangrentadas ropas o de cualquier cosa de terminante acusación, tan repetida y minuciosa e inútilmente buscadas en su casa. Al revés, en cuanto de un modo personal refirióse a la prueba por Cidoncha, más bien se perdía el terreno. Habíasele permitido escribir a su familia sin otro objeto que confíarle en que no se le revisarían las cartas, y abiertas las suyas y las respuestas y vueltas a cerrar con cuidados exquisitos..., ¡nada!, ternuras, austeridades, la misma hipocresía... «Se me acusa, ¡oh, ya veis!, de haber sido el asesino de Isabel.» «Ayer me quitaron el retrato de ella que guardaba en la cartera. Era mi único consuelo de fe y de llanto en este encierro. Mandadme aquel pequeño que os mandé.» «No, no vengáis. Lo paso bien. El padre y los abuelos de Isabel me siguen enviando la comida. El error, madre, se desvanecerá, tarde o temprano, y yo seré quien vaya junto a ti. Giradle únicamente, si podéis, algún dinero a Roque»... Habían venido su padre y un hermano, habían vuelto a marcharse con el desconsuelo de no poder ver al criminal, con la pena de no poder hacer en su descargo absolutamente nada más que dejarle al juez otras antiguas cartas del malvado, y su presencia de pobres campesinos no había servido, en todo caso, sino para rectificar el que Cidoncha fuese de distinta condición social que Isabel, por su origen de familia, y aquellas nuevas cartas no habían hecho más que corroborar la hipocresía de sus cariños. «Madre, esta mujer es una santa, me casaré con ella, y estarás orgullosísima de la madre de mis hijos.» «Creo que en octubre se efectuarán al fin las oposiciones. Las ganaré, y la boda se efectuará inmediatamente»... ¡Nada! ¡Nada!¡Nada!...

Así habían ido transcurriendo los días y las semanas; así quedaban como única, fría y triste verdad en el camposanto aquellas muertas, gala de La Joya poco hacía con su virtud y su belleza, y que ahora con su horrible gesto eterno esperarían el rigor de la justicia de los hombres. Y así amenazaba transcurrir Dios supiese cuánto tiempo.

Pero terco, más terco que Cidoncha, el juez no se rendía. Otra paliza. Otro intento de tortura, encargando a los guardianes que voceasen los nombres de Cruz y de Isabel y que diesen gritos como de ultratumba por las noches. Otra y otra investigación desbaratando muebles, alzando uno por uno los ladrillos y excavando en los corrales de la casa del bandido... Cuando menos, esto, que permitía no cesar en las siempre aparatosas salidas del Juzgado, entretenía las ansias de don Pedro Luis y del pueblo entero, sobre todo, extraviado en fantasías locas que servíanle de pasto a la sorda murmuración con motivo de las frases por Saturnino pronunciadas en casa de la Pelos... Él habría sido el matador..., durante alguna de aquellas furiosas inconsciencias de demente a que las borracheras le arrastraban; y Saturnino, el dignísimo sobrino de condes y marqueses, con su mera presencia hacía cesar las conversaciones del crimen en cuanto entraba en el casino; no las sacaba nunca, por su parte, y extrañando aquella muda hostilidad, se iba pronto y se emborrachaba solo, para olvidar la exaltación infame y pasajera de las gentes. Mariano Marzo, harto de ser acosado con la absurda especie relativa al camarada, en las tertulias, también había ido a refugiarse en los desiertos de un cortijo.

Y he aquí que una tarde, Roque, que, venciendo su horror hacia la ermita por el no menos horrible afán de descubrir a los malvados, solía acudir a ella desde que los demás la fueron dejando en abandono, tuvo un hallazgo singular: un farol, rodado frente a la fatídica ventana, bajo las terreras hojas anchas de unas matas de sandía... Era nuevo. No era suyo. Si perteneciese al criminal y estuviese allí desde la noche lúgubre, bien claro proclamaba la torpeza con que la gente de justicia, después de tanta búsqueda, hubo de buscar. Desconfiado de estas gentes de justicia que de tal manera torpe y cruel mantenían la acusación contra Cidoncha, tomó el farol, no dijo una palabra, y entregóse a indagaciones por sí mismo. Al día siguiente, Benito López, uno de los tres hojalateros de La Joya, reconocíalo como construido en su tienda para el Gato: fecha, dos meses atrás: reconfirmaciones absolutas, la del oficial que lo manufacturó, con el detalle de las correderas de recambio para aceite y para vela, y la del aprendiz que lo llevó... ¡Ah!, nuevamente brincó en las entrañas de Roque el instinto que gritábale que no podía ser más que el Gato el asesino. Llorando recabó y obtuvo de los hojalateros la promesa de no negarle al juez la que a él le confesaban, y llorando de triste certidumbre le llevó el farol al juez..., que enfurecido al pronto con Roque por suponerle obseso contra el Gato y capaz incluso de querer perjudicarle con cualquier falsedad, acabó reconociendo que no sería fácil que el farol estuviese en poder del pobre Roque, medio tonto, si no lo hubiese hallado tal como lo decía. Hizo, pues, comparecer a los tres hojalateros, y recordó, en fin, a la vista de las rotundas afirmaciones, el forro del librito manchado de sangre, y el anónimo (ya probado de letra extraña a Roque y a sus suegros) en que señalaban la complicidad del Gato para «ayudar a un señorito». Bah, esto sí, principalmente..., porque no destruía la realidad fundamental de que el señorito era Cidoncha.

Noche de reconstitución mental de hechos y de nuevas reflexiones para el juez. Recluido en el Juzgado, hasta las doce permaneció con el anónimo y el librito delante de los ojos. Éste había cobrado una importancia colosal desde que, enviado a la Real Academia de Madrid, fue devuelto con un autorizadísimo dictamen: sólo eran de sangre humana sus manchas, y no las del cuchillo. Por cuanto al anónimo, decía: «...Por ayudaunos señorito der pueblo...»; y dejando por cuenta de la malísima escritura aquellas de unos en plural, quedaba un señorito... ¡Cidoncha! Todo le iba bien a don Arturo mientras no le quitasen al profesor de entre las uñas, y hasta convenía la novedad con las dobles huellas de pisadas de la ermita. «Cidoncha habría pagado al Gato para que sujetase o matase a la madre en tanto él se entendía con Isabel».

Sin embargo, prudente, e imitando el proceder de Roque, al otro día recorrió en persona los estancos. Pudo sentir el sagaz los calofríos de su victoria: la marca de libritos Duc únicamente se expendía en dos; y en el más próximo a la oficina-taberna del Gato, comprobáronle que éste «la gastaba». Orden de detención. Otra comparecencía del Gato, tan sereno, en el Juzgado; pero esta vez, tras de sus contradicciones y negativas en sus careos con Roque y los tres hojalateros acerca de que el farol fuese suyo, con su cínica serenidad y todo, fue a la cárcel.

Tres días después, grandes noticias recorrieron eléctricas La Joya: la culpa de ambos presos estaba manifiesta: el señor juez, que siempre ahora personalmente dirigía las investigaciones, y que, calculando que el doble rastro de sangre por la puerta y la tapia deberíase a que los criminales se apartasen al salir, escapándose Cidoncha por el lado del arroyo..., entre el alpechín y los limos del fondo del arroyo había encontrado un encendedor mecánico de níquel, caro, con mecha y borlas de seda, de los que para fumar usan nada más los señoritos, y en el pozo del corral del Gato una chambra de campesino y un cuello planchado y unos puños sin gemelos, horriblemente manchado todo ello de sangre.

Los hechos comenzaban a arrojar sobre el proceso sus terribles elocuencias: «el Gato y Cidoncha se habrían reunido en la casa de aquél, y después del crimen, para lavarse, para mudarse de ropas, para hacer desaparecer todos los rastros...; y se recordaba que no fue a las dos, sino ya al amanecer, cuando muchas gentes habían visto al Gato con Marzo y Saturnino partir hacia la feria; que bien podía el Gato haberse separado de éstos una hora a pretexto del arreglo de su mula en el corral, que hasta tal cosa de tener con él toda la noche en la taberna a personas respetables pudo ser para el taimado la preparación de la coartada..., y que, fiando en que Marzo y Saturnino estuviesen como uvas, Cidoncha osara volver a la casa del cómplice, quizás saltando también por tejados y bardales. Y últimamente, si en el pormenor pudiese haber puntos confusos, en lo principal, en lo tan esperado por todos, en la prueba de hechos y de cosas, allí estaban el farol y la chambra del Gato..., el mechero, los puños, el cuello y el pañuelo de Cidoncha. ¡Claro es que ninguno de los dos reconocíanlos como suyos! Pero ¡ya era esto lo de menos!»

Volvía el proceso a la agudeza de interés, con sus declaraciones solemnes y sus procesionales salidas de los reos y del Juzgado. Entre los hierros de las esposas veíasele al profesor (que ya no era sombra de sí mismo, sino algo inmundo y repugnante) una mano entablillada, y entre las barbas, equimosis y heridas de los golpes. El Gato, en su primera conducción a la ermita, no llevaba por la cara señal de golpe alguno; en las siguientes, sí, y esto confortaba a las gentes. Le habían odiado tanto como habían temido, en particular el grupo de señores por él atracados tiempos atrás, al salir de la ruleta; y bien sujeto esta vez por las argollas de un delito más terrible que la muerte aquella del pobre aperador, casi se alegraban de que lo hubiese cometido para verle, al fin, en rápido camino, hacia la horca. de donde no se vuelve, como de Ceuta...

-¡A la jorca!, ¡a la jorca con los dos!

-¡Matailos!

-¡Cochinos! ¡Granujas! ¡Criminales!

A Cidoncha temblábale la boca de dolor, y no alzaba los ojos. El Gato lanzaba miradas tremebundas.

Una noche se desmayó en la plaza una joven forastera. Era la Guerrita, llegada con la Pelos a presenciar la triste procesión, igual que el pueblo entero de La Joya.

-¡Pobresillo! -había exclamado con gran estrépito de llanto al paso de Cidoncha-. ¡Debían sortarlo y prendé a... otro, que asín son las cosa d'este mundo!

Y como, oída y comprendida por unos socios del Liceo, éstos iniciaron en favor de su ex jefe una protesta, la Guardia Civil, por lo pronto, de orden del juez, realizó tres o cuatro detenciones; de orden del alcalde, a las veinticuatro horas se hizo salir de La Joya a la Guerrita, y, antes de terminar la semana, quedó clausurado el Liceo y disuelta la Sociedad Obrera, de orden del señor gobernador de la provincia.

¿Oyó, entendió Cidoncha aquellos gritos, que en su rigurosa incomunicación de cuarenta y tantos días llegábanle como primero y mínimo consuelo?

Acaso no. Atravesaba ya la multitud envuelto, con la fija imagen de Isabel, en la majestad de su calvario. Las injurias, los escupitajos de abominación caíanle sobre una coraza impenetrable. Dijérase que no esperaba ni deseaba sino la purificación de la ignominia de la muerte para unirse, en no se supiese qué regiones de pureza, mártir también, con la bella mártir por la afrenta y la barbarie arrancada de la vida.

Por eso no advertía siquiera que desde que prendieron al Gato, el odio, mayor a éste, o lo que fuese, amenguaban las públicas sañas contra él. Por eso no advertía tampoco que en la especie de teatro fúnebre en que las vanidosas tolerancias del juez seguía convirtiendo para unos cuantos los interrogatorios del proceso (don Atiliano de la Maza, el registrador y el jefe de Correos, Lanzagorta... Gil Antón, ahora llegado con sus estrellas de teniente), la antigua cerrada hostilidad de los extraños iba dulcificándose en piedad.

-¿Conoce usted este cuello y estos puños?

-No, señor.

-Vuelva a fijarse bien. No están limpios; pero puede reparar en la forma y los pespuntes y decirnos sí son suyos.

-No, señor.

La suegra de Roque tampoco los había reconocido como pertenecientes al profesor, cuya ropa lavaba y planchaba. Además, el cuello de pajarita, y Lanzagorta y muchos recordaban que Cidoncha usábalos a la marinera.

-Vea el procesado con más calma que otras veces si es de su propiedad este mechero.

Lavado del cieno del arroyo, aparecían nítidos su níquel y el sedoso borlón verde y escarlata de la mecha.

-No, señor -dijo monótono Cidoncha, sin más que una leve obediencia de examen por mera cortesía.

-Pero ¡señor! ¡Si no se fija usted!... ¡Hágame la merced de tomarlo entre las manos!

Obedeció Cidoncha, venciendo las fatigas infinitas que le causaban la pesadísima cadena y las más pesadas y estúpidas preguntas; y, sin mirarlo apenas, insistió con desaliento, después de unos segundos: -Para afirmar que no es mío, no creo tener que fijarme, señor juez. No he gastado nunca encendedor.

Roque, los suegros de Roque, el director del colegio y varios socios del Liceo, efectivamente, habían hecho constar que nunca le vieron a Cidoncha este lujoso y llamativo mechero, ni ninguno. Para colmo, Lanzagorta y el señor de la Maza, que veíanlo limpio por primera vez, se estaban cambiando visajes de horror y de sorpresa al recordar aquel colorinesco borlón de sedas pendiente del bolsillo de Saturnino de la Cruz.

-«¡De él, de Saturnino!»

-«¡Sí, de Saturnino!» -cambiaron en voz baja.

Y lo mismo que ellos, seguramente, corroboraríanlo cuantos estaban hartos de admirarle o de envidiarle al sobrino del conde el bonito encendedor comprado en Córdoba. Habíalo sacado siempre en el casino con igual fanfarronería que lo llevaba por las calles con la borla fuera del bolsillo, a modo de punta de pañuelo, y él propio les explicaba que tal era la moda de llevarlo, y de seda la mecha, por eso, a cuantos extrañaban que así lo guardase.

¡Ooooh! ¡Gravísima la consecuencia de este indicio!... Pero, volvía el juez a las preguntas, y don Atiliano y don Macario le restituyeron su atención.

-En la noche del 20 al 21 de mayo, luego que a las once hubo salido del Liceo, ¿estuvo usted haciendo tiempo por las calles, o en su casa, para ir después a una taberna?

-No, señor.

-¿Conoce usted a Pedro Ramas Izaguirre, llamado el Gato, vulgarmente?

-Sí, señor; de vista y de nombre.

-¿Desde cuándo? ¿Tiene con él intimidad?

-No le he hablado nunca.

-¿Hasta la noche del crimen?

Silencio e inclinación consabida de la frente en el reo. Indignación e impaciencia en el juez.

Se hizo pasar al Gato. Tanto más su situación se había empeorado, cuanto que la sangrienta marca del paño de la mesa y las huellas de rústicas pisadas examinadas mejor por los médicos Carrasco y Pardo del Corral, en vista del fracaso de Barriga (que afirmó de sangre humana las del cuchillo en que hubo de negarla la Real Academia de Madrid) coincidían exactísima, palpable, indubitablemente con su mano y con los zapatos de clavos encontrados en su casa.

-¿Dónde arrojó usted el cuchillo con que mató a Cruz López Benito?

-En denguna parte. Yo no he matao a naide, señor jué.

-¿Nunca? ¡Hombre, qué inocencia! ¿Ni al aperador del señor Rivas?

-Por aquello cumplí lo mío, y na tié naide que decí.

Tosió significativo Lanzagorta. Letrado también, desaprobaba los comentarios y la manera de interrogar del compañero.

-Bien. Si la blusa hallada en el pozo de su casa no es de usted, según afirma, ¿cómo explica que en el pozo se encontrara con los puños y el cuello del procesado Cidoncha?

-¿De quién? ¿D'este señó?... No lo puó explicá de mó denguno. Si er tiró er cuello y los puños ar pozo de mi casa, ér tiraría tamién la blusa y sabrá de quién demónganos pua sé.

-¿Conoce usted a don Juan Cidoncha y Moyo?

-No, señó.

-¡Hombre, qué afán de negar y de contradecirse! ¿No acaba usted de decir que es este señor? ¿No comprende que así se perjudica?

-¡Contra! Qué prejudica ni... Conocele claro está que le conozco, sobre to dende que con ér m'han traío ostés aquí...; pero, vamos, quió decí que no le trato.

-¿Que no le trataba usted... hasta la noche del crimen, o, con mas exactitud, hasta que algunos días antes de buscase a usted para ajustar la muerte de la Cruz López por un tanto?

-¡Coile! -revolvióse el Gato hacia Cidoncha-, ¿ér ha dicho eso?

-No -apresuró a aclarar el juez-. Lo digo yo, infiriéndolo de hechos comprobados.

-Pos miente osté, señor jué... y perdóneme su señoría.

Fue llamado al orden. Lanzagorta volvió a darle al colega de la Maza con el brazo y aun le susurró: «¡Se le emplea! ¡Es torpe y tonto don Arturo como él solo!»

Y siguió el contrariado juez su táctica de supuestos:

-¿Cuánto percibió usted de Cidoncha por el compromiso de ayudarle? ¿Cien pesetas?... ¡Hay motivos que permiten creer que cien pesetas!

-Pero, ¡hombre! Por las ánimas bendita, señor jué! ¡Cien peseta!... ¡Bueno!, ¡cien peseta!... ¿Es que asín, sin más ni má, pa matá un cristiano, por cien cochinas peseta cré osté que se pué comprá un hombre como yo, que gana er triple en una hora que quiá en su oficio regolverse?... ¿Es, además, que cré osté que en toa su vía ha podio tenel este señó pa mandal rezal a un ciego?... ¡Hombre, señor jué, por Dios y por los santos, que va osté iciendo casandés que canta el credo.... y usía que disimule si le farto!

Irrespetuosa la réplica, pero formidable el argumento. El profesor, que apenas había tenido para comer en casa de unos pobres, mal tendría para comprarle el compromiso de su vida a un hombre que nadaba en la abundancia. Y se desconcertaban el juez y el auditorio, porque si resultaba absurda la complicidad de ambos procesados por dinero, más absurda resultaba por una alianza de amistad que nunca habían tenido; a estas cosas se iba con los íntimos, y nada más; y justamente los íntimos del Gato, por colmo de confusión y de ironía, y por mucho que en su contra hablaran los hallazgos del pozo, eran dos personas respetables que persistían en declarar no haberse separado de él aquella noche.

Un lío. Un lío del que el juez no sabía desenredarse. Como siempre, cortó su irritación haciendo salir a los presos. Un alguacil se le acercó, a una señal imperceptible. «¡Que le den leña en firme, hasta hacerle confesar!» «¿A los dos?» «¡No al Ramas!», limitó el juez, compadecido siquiera del contraste de humildades de Cidoncha con las insolencias del Gato insolentísimo.

Y dio por terminada la sesión.

-Bueno, compañero -manifestábale en la puerta Lanzagorta-; ¡para mí que Cidoncha es inocente! Bufó el juez y le dejó con el sarcasmo de aquella fe en las inocencias de un canalla entre los labios. A pesar de lo cual, no fue otro que el tema de la posible inocencia de Cidoncha, defendido por el bilioso y corpulento don Macario, y aun apoyado por don Atiliano de la Maza, el comentario de la tarde en el casino. Ambos aludieron insidiosa y repetidamente al bonito encendedor..., aunque sin permitirse nombrar a Saturnino, como no lo habían hecho ni entre ellos propios a la vuelta del Juzgado, por no agravar el terrible runrún que corría respecto a aquél, con algo de directa y fundada inculpación ya más terrible.

«¡Ese hombre, ese desgraciado de Cidoncha, no debía seguir un minuto más en la cárcel!»

Tal la conclusión de Lanzagorta, aprobada por muchos, y especialmente por Gil Antón, con la indignada entereza del justiciero y recto espíritu militar aprendido en la Academia.

Y..., ¿qué? ¿Por qué no se veía a Saturnino en las tertulias? ¿Era que, siendo un criminal, temíale a su conciencia, o que, siendo sencillamente un cobarde, huía del Garañón, desde aquella tanda de trompazos en casa de la Pelos?... Preso el Gato, enemistado el Garañón, Marzo en su cortijo, el Curdin-club se había disuelto; o cuando menos, quedaba reducido a la pareja que formaban su eternamente mudo e insociable presidente y el sobrino del conde de la Cruz. Uno y otro, sin hablar, ¡muuú!, borrachos como cubas, cruzaban sombríos el pueblo, recorriendo las tabernas.

Pero la opinión obstinábase cada día más en creer culpable a Saturnino. Siempre usó los cuellos de pajarita, y era, principalmente, abrumador el dato del mechero. La misma pertinaz ausencia del noblote Marzo le acusaba porque quería significar, sin duda, que sabría el crimen, realizado por su amigo y por el Gato, mientras él aquella noche, apercibiéndose a la feria, hubiese ido a su casa por dinero y por el potro; y que por no tener que defenderle o delatarle se apartaba de las gentes.

Volvía el proceso a atascarse, entre la irritación creciente de La Joya. El juez volvía a recibir anónimos tachándole de inepto. Algunos, tres, cuatro, en pocos días, de letras varias y correctas, indicaban:

«El encendedor es de Saturnino de la Cruz.»

¡Caramba!

Otro, otros dos, en poco tiempo:

«El encendedor es de Saturnino de la Cruz.»

Acabó por preocuparse. Alejado de tertulias, y sordo a insidias de la vulgar maledicencia, los públicos rumores no llegaban hasta él. Los rechazaba, los atajaba, cuando se los querían comunicar sus subalternos, como había hecho al intentar don Macario razonarle la inocencia de Cidoncha. Un sensato magistrado, y principalmente si ya tenía la buena pista, no debía en manera alguna dejarse influir por neurosismos. Sin embargo, percibió la importancia de dilucidar si el mechero fuese o no del profesor: «Si lo fuese, su condenación quedara explícita; y si no, si perteneciese en realidad a Saturnino, la cuestión, sin quitarle ni ponerle nada a la culpa de Cidoncha, quedaríase reducida al extravío de un más o menos valioso objeto, que se le devolvería a su amo.» Delicadamente, pues, una mañana, presto a ahorrarle a una persona digna las siempre odiosas expectaciones del Juzgado, con el escribano y un amanuense, que hubieran de consignar la resultancia, se fue a ver al sobrino del conde.

Eran los doce. Pura, al recibirlas, sufrió una crisis nerviosa. El galante juez poeta tranquilizó a la bella dama. La informó. La entregó el mechero, puesto que su señor marido hallábase durmiendo aún, y no había que levantarle.

-Se trata, señora, únicamente, de que nos diga si es suyo..., y en caso tal, puede, desde luego, retenerlo.

Pura Salvador, muy pálida, con la niña en brazos, a los diez minutos, tornó a aparecer en el antiguo salón, alhajado austeramente por el párroco don Roque, y que realzábala sus plenas dignidades de madre en un santo ambiente familiar. Habíala costado trabajo despertar al marido de una profunda borrachera.

-No, señor Juez; dice que no es suyo.

«¡Luego es... del otro!», pensó el juez. Y hecha constar la manifestación en los autos, acabó la diligencia.

Otra larguísima semana. Los presos, en su fondo de la cárcel; el público, impaciente; el Juzgado, en la tarea de depurar lo respectivo a los puños y el mechero. Ya que la visita a los estancos resultó para el librito, visitábanse las tiendas. Mecheros como aquél no se vendían en La Joya. Los fenómenos, en cambio, mostraron cuellos y puños idénticos a los que habían sido devueltos por la Academia de Madrid con el dictamen de ser de sangre humana sus manchas; sin embargo, expendían muchos a mucha gente, y no podían determinar a quién ni cuándo hubiésenles vendido aquéllos.

«¡A Saturnino Cruz, sin duda!», les manifestó a sus dos hermanos el hermano mayor de Los fenómenos, que era el más feo, así que el juez hubo traspuesto, 35, el número del cuello. Nadie tiene el pescuezo tan delgado como él.

Y lo que por miedo a la justicia, tratándose de quien se trataba, especialmente, dejó de figurar en el sumario, desde la boca de Los fenómenos mismos fue misteriosamente pasando a engrosar, como prueba irrecusable, el público rumor.

Don Macario de la Maza, Gómez y Gil Antón arreciaban sus defensas de Cidoncha.

Gómez volvió en su quincenario a publicar sendos artículos, que a toda plana encabezó con letras grandes:

«NO HAY DERECHO A SOSTENER LA PRISIÓN DEL PROFESOR, Y MENOS SU INCOMUNICACIÓN ABSURDA, INÚTIL Y ANTIHUMANA.-EL COMERCIANTE QUE VENDIÓ LOS CUELLOS Y LOS PUÑOS SABE A QUIEN SE LOS VENDIÓ.»

No osaba a mayores determinaciones. Hallábase descorazonado, porque los colegas de Badajoz, en vista de que la prensa de Madrid no decía nada del crimen, tampoco hablan vuelto a copiarle ni a mencionar siquiera sus trabajos.

Gil Antón, en cambio, una noche, incapaz su caballeresco espíritu, cultivado por la religión de honor de la Academia, de resistir más la iniquidad que se estaba cometiendo, se encerró en casa y escribió un valiente artículo para El Liberal. Después de relatar el crimen sumariamente, clamaba por la libertad inmediata de Cidoncha, del mártir cuya inocencia demostraba examinando y echando abajo una por una las acusaciones del sumario.

No habían logrado hallar en su vivienda un solo dato no ya comprometedor, que ni siquiera sospechoso. Al revés, muchos que le abonaban: las cartas de su familia, como prueba de la pasión noble por la novia con quien pensaban casarse; la especie de divinización de ésta hecha en el retrato para el estandarte de la Virgen; los solícitos cuidados de los parientes de Isabel, novia del preso; las francas declaraciones de los mismos acerca de haberle sentido entrar la noche del crimen a las once, según costumbre, sin haber vuelto a percibir ruidos de puertas... Y. por otro orden, sus antecedentes de honradez acrisolada; su falta de recursos para comprar complicidades; la plena claridad con que el marido y padre de las víctimas establecía su persuasión de no creerle delincuente y de la posibilidad de encontrar colillas de cigarros suyos en el cuarto de la Cruz, porque allí ellas se sentaban a coser y Cidoncha a acompañarlas. Destruidas, pues, en el alegato acusador aquellas sospechas del cuchillo, de las huellas de las manos y los dedos, que correspondían a los del Gato; del encendedor inconfundible, del cuello, de los puños, pertenecientes al otro verdadero criminal, y el testimonio de Melchor sobre haberle visto a las dos de la mañana por las calles, tanto más dudoso cuanto que Melchor, criado del Gato, habríalo así depuesto falsamente por intimaciones y consejos de su dueño (con lo cual resultara encubridor, y, lógicamente, procesable, a pesar de hallarse absurdamente libre todavía...) sólo quedaba en pie y con alguna fuerza aquel otro testimonio, sincero, sin duda, pero equivocado, de la Loreta, referente a HABER CREÍDO VER al profesor volviendo de la ermita al rayar el alba-«Ahora bien: la buena mujer, cuyo contagio de la pública obsesión contra Cidoncha, en los primeros días de desorientación, fue el que debió inducirla a una tal afirmación alucinada, en sus propias declaraciones había hecho constar de un modo espontáneo que al principio pensó que fuese el fugitivo... otro señorito del pueblo..., justamente aquel sobre quien recalan ahora todas las sospechas, llena la cara aún de señales de arañazos, amigo íntimo del Gato, dueño del cuello, de los puños, del encendedor..., y que sin embargo, por hallarse emparentado con altos personajes, continuaba, lo mismo que el Melchor, en la misma libertad incomprensible. Lejos del ánimo del articulista la delación, absteníase de citar nombres que aún no habían figurado en el proceso; pero recogía hechos que eran ya verbo de fe en la conciencia popular, generosa aunque tardíamente reaccionada en favor del profesor, y pedía, fundado en ellos, que, se encarcelase o no a quien juzgaran oportuno, cesara inmediatamente, cuando menos, aquella infamia de hacer pagar las culpas de otro a un inocente..., a un hombre de meritisima historia de trabajo y de humildad, de altruismos, de virtud, de abnegaciones y bondades bien probadas en La Joya.

Escrito esto con vibrantes tonos en el aislamiento de quien no necesita juicios ni auxilios de los demás para dejar cumplido un mandato de su honor, el joven lo envió a Madrid sin decirle a nadie una palabra; y fue una bomba de fuego o de luz El Liberal, llegado a los tres días con el artículo en sitio predilecto.

La Joya se conmovió. Se vio al juez y al alcalde y a Jarrapellejos andar azoradísimos en secretas conferencias. Gil Antón cobró aureola espléndida de héroe.

-¡Oh, sí! -atrevíase Lanzagorta a proclamar en el hervidero del Casino-. ¡Sin duda que en la educación militar van quedando refugiados los últimos deberes de una sociedad que se pudre a todo escape!

Decíase que iban a procesar a Gil Antón; que iban, si no, a solicitar su arresto, de sus jefes, por infracción de la ordenanza referente a la pública emisión de juicios y protestas sobre asuntos de justicia. Mas no lo procesaron. Lanzagorta, De la Maza, Gómez y el mismo Octavio..., ¡al fin!, el mismo Octavio, apareciendo en el Casino, sostenían, después de haber sostenido éste, con su autoridad de diputado, igual criterio contra el juez, que si el joven teniente pudo incurrir en alguna culpa, harto redimido quedaba de ella por su intento generoso...

Fueron a verle por la tarde. La explosión de compasiones por Cidoncha ahogaba a todo el mundo. Urgía volver al alma del martirizado infeliz algún rayo de esperanza, algún resquicio de claridad por donde pudiese empezar a vislumbrar que el mundo no era tan torpe, tan miserable y tan cruel que le hubiese dejado enteramente en abandono. Entre Lanzagorta, Gómez y Gil acordaron quebrantar la incomunicación del preso con una estratagema: visitaron sin pérdida de instante a Roque y a los abuelos de Isabel, que estaban llorando de alegría y de gratitud; conviniéronse con ellos; metieron el recortado artículo de El Liberal en el interior de un panecillo... y aquella noche, en su cena, el desdichado pudo, acaso, si no llegó a estorbarlo la inspección del carcelero, recibir por primera vez la inmensísima alegría de saber que alguien, fuera de la cárcel, preocupábase de retomarle a la vida y al decoro.

Gil Antón recibió telegramas de El Liberal y de más de veinte periódicos rogandole diarias informaciones del crimen. Pero, cumplida su única obligación de alta humanidad para con Cidoncha, y esperando el resultado, comprendió que no debía insistir. Gómez y un joven auxiliar de las escuelas, socio del Liceo, (que continuaba clausurado), tomaron el encargo por su cuenta. Aquella misma noche llevaron a Telégrafos despachos nada cortos para El Liberal, para El Imparcial, el Heraldo, La Tribuna, el A B C..., sino que antes de que pudieran gozar la satisfacción de verlos impresos, y Gómez particularmente, ya que en ellos autobombeaba de lo lindo su periódico, Jarrapellejos, tan pronto como al día siguiente se hubieron levantado, mandólos llamar a la Alcaldía y les desilusionó completamente: los despachos no habían salida de La Joya. Valiéndose de súplicas, primero, y de razones (siempre diplomático), les quiso hacer entender la improcedencia de complicar el ya de suyo más que complicado crimen de la ermita con ruidos y alborotos de la prensa de Madrid. Esto no conduciría absolutamente a nada, como no fuese a dejar a merced de extraños los asuntos de La Joya. Y, en fin, por si no le bastasen al arisco Gómez las dulzuras, se cuadró en sequedad lo suficiente a dejarles clarear que seguiría interceptando los telegramas y aun la correspondencia postal, a ser preciso..., aparte suspenderle al uno La Voz de La Joya y al otro la auxiliaría de las escuelas en cuanto volviese a llegar sobre el asunto ni una letra impresa de Madrid.

Partidos éstos, cabizbajos..., el gran Jarrapellejos, hombre de verdadera majestad en las grandes ocasiones, hizo venir a Gil Antón a su presencia. Sonriendo ahora, porque le temía bastante más que a las rebeldías y a los puños de Gómez a la entereza militar mostrada por el chico, empezó por darle un puro y explicarle que el crimen de la ermita, dada su complejidad y su misterio, y hasta dado lo que de tiempo atrás se susurraba acerca de la culpabilidad... de cierto joven pariente de respetabilísima persona, y sobre cuya honra se arrojaría una imborrable y sensible mancha si al cabo no pudiera confirmarse tal culpabilidad..., merecía ser tratado con toda discreción, sin. apremios ni algaradas de la prensa. Eructó, porque acababa de almorzar, y recalcó:

-¿Comprendes, Gil?... Tú, que eres un hombre de honor, imaginarás la especie de moral y aleve asesinato que significara tal baldón para otro hombre, a ser injusto, lanzado sobre el suyo.

Lo comprendía Gil, sin necesidad de que don Pedro Luis se lo advirtiera, por lo que había reservado cuidadosamente el nombre del presunto cómplice del Gato, a pesar de todos los indicios...; y conforme, desde luego, con dejar libre en este punto la acción de la justicia, no lo estuvo tan del todo en el requerimiento de don Pedro acerca de que volviese a telegrafiarle a El Liberal y demás periódicos que le habían solicitado, asegurándoles que, salvo en el posible error respecto a Cidoncha, el crimen, vulgar por sí, no tenía importancia...

-No, don Pedro, yo no digo eso.... que en cierto modo valdría tanto como meterme a falseador de la verdad. Diré, por complacerle, que he transferido a usted la misión de telegrafiar, y... usted se lo telegrafía, si quiere, por su cuenta.

-¡Bravo, muy bien, Gilito; da lo mismo! -agradeció Jarrapellejos-. Lo haré para que nos dejen en paz y no nos empiecen a marear con corresponsales. Capaces serían de inundarnos esto antes de tres días. Y por cuanto a Cidoncha, descuida; saldrá libre. Acabo de indicarle al juez que lo traslade a un calabozo mejor, y que le levante la incomunicación cuanto antes.

Gil Antón quedaba satisfecho. Partió.

Jarrapellejos recapacitó un instante, volvió a eructar y púsose a escribir:

«Muy señor mío y de mi consideración más distinguida: En este tranquilo pueblo, modelo de vida honrada y de virtudes, por excepción, se ha cometido un crimen vulgar...»

Así empezaba la carta circular y de índole privada (sí, sí, preferible a despachos telegráficos) que iba a remitirle a la prensa de Madrid.