Juan Martín El Empecinado/VII
VII
Después recayó la conversación sobre la tropa que acaudillaba, y nos dijo:
-Muchas satisfacciones me causa la guerra, entre ellas la del buen resultado de mis operaciones; pero no es pequeño gusto esto del cariño que me tiene mi gente. Todos ellos, señores oficiales, se dejarían matar por mí. Verdad es que yo no les trato mal. Pero vamos al decir que yo tengo a mis órdenes a los hombres más honrados del mundo. Ninguno de ellos es capaz de faltar ni tanto así.
Cuando esto dijo, sentimos a nuestra espalda un gruñido, un monosílabo dubitativo, una de esas exclamaciones inarticuladas, que no diciendo nada, lo expresan todo. Detrás de nosotros, tendido sobre un gran arcón de pino estaba un hombre, a quien atribuimos la emisión de aquel gutural elocuente sonido. Levantose pesadamente de su improvisado lecho, estiraba los brazos y piernas para desperezarse, cuando D. Juan Martín le dijo:
-¿Qué tiene usted que decir, Sr. D. Saturnino Albuín? ¿No cree usted como yo que la gente que está a nuestras órdenes es la mejor del mundo?
-Según y cómo -dijo Albuín adelantándose con los ojos medio cerrados para resguardar de los rayos de luz sus pupilas, recién salidas de la oscuridad del sueño.
He aquí cómo era, si no me engañan los recuerdos que guarda en su archivo mi memoria, aquel célebre guerrillero, de quien hasta los historiadores franceses hablan con gran encomio. Don Saturnino Albuín, llamado el Manco, había adquirido la mutilación que fue causa de tal nombre en una acción entablada en el Casar de Talamanca. Su mano derecha fue por mucho tiempo el terror de los franceses. Era un hombre de mediana edad, pequeño, moreno, vivo, ingenioso, ágil cual ninguno, sin aquel vigor pesado y muscular de D. Juan Martín; pero con una fuerza más estimable aún, elástica, flexible, más imponente en los momentos supremos, cuanto menos se la veía en los ordinarios. Si el Empecinado era el hombre de bronce, a cuya pesadez abrumadora nada resistía, Albuín era el hombre de acero. Mataba doblándose. Su cuerpo enjuto parecía templado al fuego y al agua, y modelado después por el martillo. Yo le vi más tarde en varios encuentros y su arrojo me llenó de asombro. Cuando se oían contar sus proezas, apenas se daba crédito a los narradores, y no es extraño que un general francés dijese de Albuín: Si este hombre hubiera militado enlas banderas de Napoleón, ya sería mariscal de Francia.
Vestía D. Saturnino traje de paisano con pretensiones de uniforme militar, y su chaquetón, donde lucían las charreteras y los mustios y mal cosidos bordados, estaba lleno de agujeros. Los codos del héroe, no inferior a Aquiles en el valor, se parecían a los de un escolar. En sus pantalones se veían los trazados y dibujos de la aguja remendona y zurcidora, y el correaje del trabuco que llevaba a la espalda y de las pistolas y sable pendientes del cinto, hacía poco honor a la administración de fornituras de aquel ejército. Todo esto probaba que las campañas de la partida no eran tan lucrativas como gloriosas.
-Según y cómo -repitió Albuín, poniendo su única mano sobre la mesa y atrayendo a sí la atención de los que estábamos presentes-. Eso de que todos sean gentes honradas no es verdad, señor D. Juan Martín. Los calumniadores, los chismosos que están siempre trayendo y llevando cuentos al general, ¿pueden ser gentes honradas?
-Amigo Albuín -contestó el Empecinado-, usted tiene tirria a dos o tres personas de este ejército, y por eso se le antojan los chismes y enredos.
-Sí señor, chismes y enredos, y lo sostengo -afirmó D. Saturnino-, lo sostengo aquí y en todas partes. ¿Cómo se llama si no el venir aquí contándole a usted lo que yo dije y lo que me callé? Yo no digo nada más que la verdad, y no en secreto sino públicamente,delante de Juan y de Pedro, de fulanito y de perencejo. Y esto que he dicho, ahora lo voy a repetir.
-Pues lo oiremos.
-Y no es más sino que digo y repito y sostengo -replicó Albuín con energía- que aquí se está uno batiendo, se está uno matando, se está uno destrozando el alma y el cuerpo; pasan meses, pasan años, y con tanto trabajar no salimos nunca de la miseria. Señores que me oyen, digan si es justo que D. Saturnino Albuín no tenga otros calzones que estos guiñapos que lleva en las piernas.
Hubo un momento de silencio, durante el cual todos contemplamos la prenda indicada, que en efecto no era digna de figurar sobre el cuerpo de quien habría sido mariscal de Francia, si hubiera servido a Napoleón.
-Sr. D. Saturnino -dijo gravemente don Juan Martín-, después del valor, la primera virtud del soldado es la humildad. Nosotros no combatimos por dinero: combatimos por la patria. Me ha dicho usted que sus calzones están un sí es no es destrozadillos. Tortas y pan pintado, amigo D. Saturnino. La guerra trae tales desgracias; el buen soldado no mira a su cuerpo, señores: el bueno soldado no fija los ojos más que en el cielo y en el enemigo.
Y luego, desabotonándose el uniforme, añadió:
-Señores, si les ha llamado la atención que don Saturnino lleve unos calzones rotos, miren hacia acá y verán que el Empecinado no tiene camisa.
Efectivamente, el uniforme abierto dejaba ver el velludo pecho del héroe.
-Y no me quejo, señores -prosiguió abotonándose-, no estoy siempre glarimeando como el señor Albuín. De aquí en adelante voy a mandar venir de la Corte una docena de sastres para que vistan de seda y brocado a mi oficialidad.
-Sr. D. Juan Martín -dijo el Manco-, no venga echándosela de anacoreta, usted no tiene camisa porque no quiere, porque es un desastrado y un facha. Señores, ¿les parece a ustedes propio de un general quitarse la camisa en medio del camino para dársela a un viejo pedigüeño que se quejaba de frío?... Basta de farsas. Ello es que nosotros luchamos, nosotros nos batimos y para nosotros no hay pagas, para nosotros no hay recompensa, para nosotros no hay más que palos, fríos, calores, lluvias, fatigas y por último una muerte gloriosa que para maldito nos sirve, si es que no nos coge en pecado mortal, para acabar de divertirse uno en los infiernos.
-¿El Sr. Albuín quiere dinero? -dijo el general-. Pues bien sabe ya que no se lo puedo dar. Casi todo lo que se recauda se entrega a la junta, y si ésta no da pronto las pagas porque hay muchas cosas que atender, ya las dará. En el ínterin nosotros nos cobramos en trigo, en cebada en paja, en almortas, en bellotas, en centeno y en otras comibles especies que vamos recogiendo por los pueblos.
-Y que yo le regalo al Sr. D. Juan Martín -replicó vivamente el Manco-, para que contales especies mantenga a su mujer y a sus hijos, y se llene el buche a sí propio, y se vista y calce... Pero voy a lo principal... ¡Ah, señor general de mi alma! Nosotros somos unos bobos, porque mientras usted y yo estamos el uno sin calzones y el otro sin camisa, en la partida hay quien se ríe de vernos desnudos y sin un cuarto.
-No dudo que tengamos aquí algunas personas ricas, como por ejemplo...
-No es eso, no, Sr. Martín Díez -replicó el Manco-. Estos de que hablo aparentan ser más pobres que las ratas, y son de los que todos los días nos piden un cigarro y dos cuartos para aguardiente; pero son de los que acaparan, de los que embaúlan lo que se recoge, de tal modo, que ni la junta ni cien juntas saben a dónde ha ido a parar. Y aguante usted esto, sí señor; aguántelo usted... y déjese usted matar por la patria y por el rey... En resumidas cuentas, se acabará la guerra, y los que lo han hecho todo quedaranse más pobres que antes, mientras que los uñilargos (aquí hizo el Manco con los dedos de su única mano un gesto muy expresivo) irán a Madrid a comerse en paz lo que han merodeado a nuestra costa. Si somos unos héroes, Sr. D. Juan Martín, si la historia se va a ocupar de nosotros y a ponernos por las nubes; pero comeremos pedazos de gloria y páginas de libro.
-Amigo Albuín -dijo el general-, tan acostumbrado estoy a su genio endemoniado, que no me coge de nuevo lo que me ha dicho, y le perdono sus bravatas. ¡El demonio es donSaturnino! ¿Y quién al oírle diría que es el hombre mejor del mundo?... ¿Con qué dinero?... ¿Para qué quieren las personas de bien el dinero? Aquí no hay gente viciosa. Los empecinados no combaten sino por la gloria, por la libertad, por la independencia.
-Bueno es todo eso -repuso Albuín-; pero otros jefes de la partida, tales como Chaleco, Chambergo, Mir y el Médico, todos personas muy completas y honradas, sin dejar de poner a la patria sobre su cabeza, cuidan de asegurar el porvenir de sus familias, y hombre hay entre esos que ha hecho su capital en un quítame allá esas pajas.
-Conversación. Ni Chaleco ni Mir tienen sobre qué caerse muertos.
-No hablemos más -dijo D. Saturnino-, porque pierdo la paciencia. El general hará lo que guste; pero yo no sé hasta dónde podré resistir.
-Usted resistirá hasta la misma fin del mundo -dijo el Empecinado mirando a su subalterno con severidad-. Basta ya de retruécanos, que me voy atufando con los humos de estos caballeros. Uno pide por aquí, otro por allí... Obediencia, Sr. Manco, obediencia y humildad -añadió golpeando la mesa-. Aquí todos semos pobres y yo el primero... Con que no digo más... Cada uno a su puesto, y prepararse para mañana.
-Buenas noches -dijo Albuín secamente.
-¿No reza usted el rosario conmigo?
-Lo rezaré con mosén Antón -repuso el guerrillero volviendo la espalda.