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Juan Martín El Empecinado/XXVIII

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XXVIII

La lluvia había disminuido un poco; pero los senderos estaban intransitables. Además, no era fácil atravesar la sierra sin perderse, y a cada instante corría peligro de caer en poder de los destacamentos franceses. Esperaba hallar auxilio en los caseríos no ocupados por el enemigo y quien me proporcionase lo más necesario, es decir, ropa seca, comida, armas y sobre todo un caballo. Caminé largo trecho sin encontrar a nadie, y ya de día como sintiese ruido de cabalgaduras, aparteme de la senda yoculto tras un matorral observé quién pasaba. Eran españoles y franceses, a juzgar por algunas voces de los dos idiomas que oí desde mi escondite, y figurándome serían renegados les dejé pasar ocultándome mejor hasta que les consideré bastante lejos. Su paso, sin embargo, fue un bien para mí, porque me sirvió de guía, y algunas horas después salí de la sierra, pisando el camino real.

Pedí hospitalidad en una casucha donde había un anciano inválido y una mujer joven, ambos muy afligidos por las vejaciones que sufrieran de los franceses el día anterior, y cuando les conté cómo había escapado, con gran gozo diéronme de comer y alguna ropa que troqué por la mía húmeda y desgarrada. Pero no pudieron proporcionarme lo que más deseaba, y los dejé, continuando mi marcha hacia el Mediodía.

En un caserío cerca de Algora encontré algunos españoles, a quienes al punto conocí. Eran de la partida de Orejitas. Nos felicitamos por el encuentro y me dieron noticias de don Juan Martín.

-Dicen que D. Juan vive y ha ido con algunos hacia la sierra -me dijo uno-. Está juntando la gente, y nosotros vamos en busca suya. Orejitas está herido y D. Vicente no tiene novedad.

-Pues vamos todos allá -repuse-. ¿Decís que hacia Cifuentes?

-No; en Cifuentes está el francés.

-De todos modos, amigos míos, yo quisiera que me proporcionarais un caballo.

-¡Un caballo! Por medio daríamos nosotros un ojo de la cara.

-Entremos en esta casa a tomar un bocado.

-¡Muchachos, a correr! -gritaba uno viniendo con precipitación hacia nosotros-. ¡Que vienen, que vienen!

-¿Quién viene?

-Los franceses.

-¿Cuántos son?

-Diez.

-Nosotros seis -dije contando las filas-. Tenemos buenas armas. Pero ¿dónde están esos señores?

-Acaban de entrar en el pueblo -añadió el mensajero- y se han metido en la posada junto al molino. Son de caballería.

-Pues ataquémosles, muchachos -exclamé resuelto a todo-. Si hay alguno entre nosotros que prefiera hacer a pie la jornada, que se retire.

-Esto debe pensarse -dijo uno, que era sargento veterano en la partida-. Perico, ¿los has visto tú, o tu miedo?

-¡Los he visto!

-¿Han dejado los caballos y se han metido en la posada para comer y beber?

-No: están en el corralón, todos a caballo, trasegando el tinto. Parece que van a seguir su camino. Son tiradores. Llevan carabina, sable y pistola. Da miedo verles.

-¡A ellos! -grité sin saber lo que decía-. Les quitaremos los caballos.

-Están prevenidos -repuso el sargento-. Pero por mí no ha de quedar. Vamos allá.

-¿El posadero es nuestro?- pregunté.

-No; pero su mujer es capaz de cualquier cosa.

Algunos, considerando altamente peligrosa la hazaña, no querían seguirme. Pero al fin, echándoles en cara su cobardía, pude convencerles, y desviándonos del camino nos metimos en el pueblo por las callejas del Norte, acercándonos sigilosamente a la posada y al molino del señor Perogordo. Entramos por una puerta excusada que nos condujo a la cocina y desde allí subimos a la parte alta del edificio para explorar las fuerzas enemigas y escoger posición. Miraba yo hacia el patio por un ventanillo abierto en la alcoba de la señora Bárbara, esposa de Perogordo, mientras los compañeros aguardaban mis órdenes en la pieza inmediata, cuando sentí que por detrás me tiraban del capote. Al volverme vi a la señora Bárbara que en voz baja me dijo:

-¿Se atreven ustedes a mandar al infierno a esos herejes?

-De eso me ocupaba, señora -repuse observando a los franceses que estaban a caballo en el patio, recibiendo el vino que les servía el criado de Perogordo.

-En la cocina -añadió la posadera- tengo un gran calderón de agua hirviendo. Lo puse al fuego para pelar el cerdo que matamos esta mañana; pero voy a rociar con él a esos marranos.

-No se precipite usted -dije deteniéndola-, porque puede malograrse el patriótico pensamiento de arrojar el agua.

-Aquí tiene usted la escopeta de mi marido, el hacha, el cuchillo grande y dos pedreñales.

-¡Magnífico arsenal!

Entró el Sr. Perogordo, diciendo:

-Es preciso tener prudencia. Esos condenados me quemaran la casa.

-Eres un mandria, Blas -repuso la señora Bárbara-. Si les hubieras echado en el vino esos polvos que te dio el boticario para los ratones, reventarían todos, sin necesidad de hacer aquí una carnicería. Te veo yo muy agabachado, Blas... Ea, tengamos la fiesta en paz.

-Señor oficial -me dijo Perogordo-, lo mejor será que usted y los suyos salgan al camino para esperar fuera a los franceses.

-Señor Perogordo -repuse-, haré lo que me convenga para acabar con ellos. Tienen magníficos caballos que nos hacen mucha falta.

-¡Qué bien parlado! -exclamó la posadera-. Estos tres que están bajo la ventana grande, parece que están pidiendo el agua del Santo Bautismo. Voy allá.

Y diciendo y haciendo, la diligente y más que diligente patriota señora Bárbara corrió a la habitación inmediata, y empuñando las asas de un enorme caldero de agua caliente, que poco antes había subido, vaciolo por la ventana sobre los cuerpos de los franceses, que, a pesar del frío no recibieron con agrado aquel sistema de calefacción. Oyéronse gritos horribles, relincharon con espantoso alarido los caballos, y en el mismo instante, mi gente empezó ahacer fuego desde las ventanas altas, mientras doña Bárbara, su hija y la criada arrojaban con esa presteza propia de las mujeres feroces, ladrillos, piedras y cuanto habían a la mano.

-Cese el fuego -grité furioso-, abajo todo el mundo. Atacarles cuerpo a cuerpo.

Corrimos abajo y la emprendimos con los imperiales, embistiéndoles con tanta energía, que no pudieron resistir mucho tiempo. Además de que la sorpresa les tenía desconcertado, tres de ellos habían quedado incapaces de defensa, con el horrible sacramento administrado por la atroz posadera. Los caballos les estorbaban dentro del corralón. Alguno echó pie a tierra y nos recibió a sablazos, descalabrando con fuerte mano a todo el que se acercaba; pero al fin pudimos más que ellos, porque la gente del pueblo acudió con hoces y azadas, y la señora Bárbara con su hija se dio la satisfacción de arrastrar a uno hasta el brocal del pozo arrojándole dentro, sin duda para curarle con agua fría las heridas ocasionadas por la caliente.

Cuatro de ellos huyeron, corriendo a uña de caballo y los demás o quedaron fuera de combate, o se dejaron maniatar para permanecer allí como prisioneros de guerra, bajo la vigilancia de la señora Bárbara.

Perogordo se me acercó después del combate, y con gran aflicción me dijo:

-Señor oficial, ¿y quién me paga el gasto? Esa loca de mi mujer tiene la culpa de todo. Detrás de estos franceses vendrán otros, porque ahora dominan en el país, y ¡pobre casa mía!

Pero yo no me cuidaba de contestarle, y recogiendo del campo de batalla un sable, dos buenas pistolas y una escopeta, monté en el caballo que me pareció mejor. En el mismo momento agolpose la gente del lugar en la portalada del corralón, y mirando todos con espanto hacia lo alto del camino, decían:

-¡Los franceses, los franceses!...

En efecto, venían en la misma dirección que yo había seguido; pero no eran dos ni tres, sino más de cincuenta. No quise detenerme a contarlos, y picando espuelas lancé mi caballo a toda carrera por el camino abajo en dirección a Cifuentes.

-Cuatro leguas largas hay de aquí allá -decía para mí-. Aunque el caballo está cansado, podré recorrerlas en dos horas. Esos que entraban en Algora cuando yo salía, deben ser Santorcaz y algún destacamento que les acompañe. Llegaré antes que ellos a Cifuentes y podré, si no ponerlas a salvo, al menos prevenirlas. Vuela, caballo, vuela.

Pero el caballo, desobedeciendo mis órdenes, no volaba, y un cuarto de hora después de la salida, ni siquiera corría medianamente. Al fin dio en la flor de pararse, insensible al látigo, a la espuela y a los denuestos, y sólo con blandas exhortaciones podía convencerle de que me llevase al paso y cojeando. Mi ansiedad era inmensa, pues temía verme alcanzado y cogido por los franceses que castigarían inmediatamente en mí la escapatoria de Rebollary la diablura de Algora. Apenas había andado una legua después de hora y media de marcha, cuando llegué a un caserío donde ofrecí cuanto llevaba (la suma no era ciertamente deslumbradora), si me proporcionaban un caballo; pero todo fue inútil. Imposibilitado de marchar con rapidez, seguí, resuelto a abandonar la cabalgadura y a internarme en el monte, en caso de que me viera en peligro de caer en manos de los que venían detrás.

Era cerca de media tarde, cuando sentí el trote vivo del destacamento que había entrado en Algora mientras yo salía; hundí las espuelas a mi caballo; mas el pobre animal, que apenas podía ya con el peso de su propio cuerpo, dio con este en tierra para no levantarse más. A toda prisa me aparté del camino. Cuando pasaron cerca sorprendiéronse de ver el animal en mitad del camino; algunos sospecharon que yo estaría oculto en los alrededores y les vi abandonar la senda como para buscarme; pero sin duda no faltó entre ellos quien creyese más oportuno seguir camino adelante, y en efecto, siguieron. Distinguí perfectamente a mosén Antón.

Después de este suceso perdí toda esperanza. Ya no podía llegar a tiempo a Cifuentes. Mi desesperación y rabia eran tan grandes que eché a correr camino abajo deseando seguir a los jinetes. Mi sangre hervía, mi corazón iba a estallar, rompíase mi cerebro en mil pedazos y el sofocado aliento me ahogaba. Arrojeme en el suelo, maldiciendo mi suerte y evocando en mi ayuda no sé qué potencias infernales.Mis ojos distinguían por todos lados inmenso horizonte y en toda aquella tierra no había un caballo para mí. Fijé la vista en el fango del camino y todo él estaba lleno de las huellas que deja la herradura. ¡Tanto animal yendo y viniendo y ni uno solo para mí!

Aún entonces conservaba alguna esperanza.

-Ellos se detienen mucho en los pueblos -me dije-. Beben y comen en todos los mesones. Si se detuvieran más de tres horas en otra parte quizás no lleguen a Cifuentes hasta la noche. De aquí a la noche bien pueden andarse cuatro leguas. Ánimo, pues.

Seguí adelante. En el camino unos pastores dijéronme que el Empecinado y D. Vicente Sardina habían pasado muy de mañana por la sierra y que caminaban hacia Yela. Pregunté sobre los atajos que podrían llevarme más pronto a Cifuentes; pero sus noticias eran tan vagas que juzgué prudente seguir por el camino para no perderme. Avanzando siempre encontré antes de llegar a Moranchel un obstáculo en que hasta entonces no había pensado, un obstáculo invencible y aterrador, el Tajuña, bastante crecido para que nadie intentase vadearlo. La barca estaba al otro lado abandonada y sola.