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Juan Moreira (novela)/La daga de Moreira

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La daga de Moreira

Concluida la historia de Moreira con que adornamos nuestros folletines, vino a nuestro poder la daga de aquel paisano legendario, que conservaba el señor Melitón Rodríguez como una verdadera pieza de Museo.

La daga de Moreira con la que llevó a cabo tanta hazaña verdaderamente asombrosa, es un arma que en nada se parece a las de este nombre que usan la generalidad de nuestros paisanos.

Esta arma cuya hoja es de un completo temple toledano, está entre la daga y el sable; mide ochenta y cuatro centímetros de largo, contando la empuñadura y sesenta y tres centímetros su hoja sola.

El ancho de la hoja tiene cerca de la empuñadura como cuatro centímetros y disminuye gradualmente a medida que se aproxima a la punta, hecha como su filo destruido ya, con una lima.

La empuñadura de plata maciza, con algunas incrustaciones de oro y llena de delicada obra de cincel, pesa 25 onzas; la forma de esta empuñadura es digna de estudio, pues a ella sin duda que Moreira debe la rara suerte de no haber sido herido nunca de hacha.

La S con que los paisanos adornan la empuñadura de sus dagas, les sirve para proteger su mano derecha de los golpes de hacha que con tanta maestría barajan.

Esta S hace converger todos los golpes de hacha en su parte saliente, pero en su parte entrante es fácil, muy fácil que los hachazos resbalen, yendo a herir el pecho del que la esgrime.

Moreira había corregido este defecto con increíble suspicacia, colocando en su daga una gran U, en vez de la S vulgar; de este modo había resuelto el problema de hacer converger a la curva de la U todos los golpes de hacha, sin riesgo de su cabeza, de su pecho, y de su mano, aunque exponiendo a la fuerza de los mismos hachazos a la U, que se ve rota y saldada en varios puntos.

El filo de esta arma curiosa bajo todos respectos, está lleno de melladuras, una de las cuales penetra como una línea en el cuerpo de la hoja, y que el capitán Varela supone ser un hachazo que él le tiró en la última lucha que sostuvo aquel hombre excepcional, y que paró con aquella parte del filo de la daga, golpe en que le quebró su propia espada.

Conociendo el peso y las dimensiones de esta arma, se puede calcular la prodigiosa fuerza muscular de aquel hombre, que sin la menor fatiga combatía con ella tan largos intervalos de tiempo.

Esta daga es la sola que usó Moreira, por lujo primero, y por necesidad después, siendo la misma que le regalara Adolfo Alsina, y a la que él solo hizo la modificación de la S cuando confió a ella sola la defensa de su vida.

La daga de Moreira es digna de figurar en un museo al lado de la espada del Cid o cualquier otra arma histórica que simbolice un brazo de extraordinaria pujanza y un corazón de un temple espartano.

Y ya que nos ocupamos otra vez de Juan Moreira en la descripción de su daga, para agregarla a la segunda edición que de su biografía hacemos, vamos a consignar un episodio de su vida que pinta admirablemente las prendas raras de que estaba dotado y que conocimos después de haber concluido su historia, episodio que nos ha sido relatado por el mismo protagonista.

El doctor don Leopoldo del Campo, a quien hemos tenido la ventaja de conocer desde estudiante, es un noble carácter unido a una inteligencia clara y robusta, cultivada con verdadero desvelo y dedicación.

Leopoldo del Campo tiene verdadera pasión por la carrera que ha elegido, pasión que lo lleva a comprender las defensas más arduas, sin el menor interés, pues sus predilectas con aquellas de infelices procesados, que para pagar su trabajo no cuentan más que con su verdadero agradecimiento.

Es uno de aquellos bellos espíritus semejante al de Julián María Fernández, que hacen el bien por el solo placer de hacerlo.

Uno de tantos infelices defendidos gratuitamente por el doctor del Campo, era un paisano de Navarro cuyo nombre no recordamos en este momento, procesado por homicidio en la persona de otro paisano.

Del Campo puso su inteligencia y labor al servicio de este paisano con tan feliz éxito que pocos meses después lo sacaba libre de todo cargo, haciendo resplandecer su inocencia.

El paisano era un pobre diablo, cuyos únicos bienes de fortuna eran un pobre rancho en Navarro y unas pocas ovejas y vacas; pagó pues a su abogado con un agradecimiento sincero y ofreciéndose al gran defensor en lo que valía, por si alguna vez quería hacerle el servicio de ir a pasar una temporada a su rancho en compañía de su mujer y de sus hijitos a quienes enseñaría su nombre para que lo veneran sobre todas la cosas de la tierra; emprendiendo en seguida viaje para su pago con algún dinerito que le proporcionó el mismo del Campo para complemento de su acción noble y desinteresada.

Llegó un año de vacaciones en que del Campo tenía sendas tentaciones de ir a tomar un mes de campo sin ocurrírsele un amigo propietario a quien ir a pedir hospitalidad.

El nombre de su defendido olvidado tanto tiempo, se le vino al magín, ocurriéndosele que en ninguna parte sería mejor recibido que en aquel humilde rancho que con tanta franqueza le fue ofrecido.

Sin más ni más lió sus petates de viaje que no eran muy lujosos que digamos y tomó el tren de Lobos con el corazón rebosando de alegría estudiantil, dispuesto a pasar un mes de expansiones.

En Lobos alquiló un matungo de posta, y se largó camino de Navarro, navegando sobre el recado como uno de estos marineros ingleses que suelen bajar de abordo y alquilan un sotreta en la primer caballeriza con que se topan, prometiéndose un día de alto refocilamiento, aunque a la noche sepan volver más molidos que si les hubieran dado mil azotes, tendidos sobre el temible cañón de proa.

En aquellos tiempos la fama de Moreira llenaba aquellos alrededores, y era muy gaucho el hombre que se atrevía a hacer solo aquella cruzada, pero del Campo era joven y poco se preocupaba de agüerías y miedos.

Apenas había andado unas cuatro leguas, cuando se encontró con un paisano hermoso, paquetísimo y montado sobre un magnífico caballo overo bayo, aperado con un lujo pintoresco.

En su cintura, sujeta a la espalda, en el tirador, se veía una larga y hermosa daga; sobre los costados, el paisano ostentaba un par de magníficos trabucos de un brillo deslumbrador, tal era su limpieza.

-Adiós demonios -pensó del Campo para sus adentros-, esta especie de parque humano no puede ser otro sino Moreira. Si de esta escapo con vida lo podré contar como milagro.

Tales eran las cosas que de Moreira habían contado a del Campo, que éste creía de buena fe que el gaucho era un bandido asesino que se complacía en matar por lujo, como se dice en el campo.

Aquel apuesto gaucho encaminó su caballo hacia el del viajero, a quien dio un cortés «buen día amigo», preguntándole si no había visto en su camino un paisano acompañando una niña.

Del Campo había visto efectivamente una hermosa paisana acompañada de un hombre de campo que llegaron a la pulpería donde él había mudado caballo. Sin embargo, pensó que aquella pregunta era sólo un pretexto para entrar en conversación, exigirle más tarde el dinero que llevaba y coserlo en seguida a puñaladas para que no pudiera contar la cosa.

-Ésta es la introducción y más tarde vendrá la sinfonía -se dijo-. ¿Cómo diablos haré yo para salir airoso de ésta, montando tan detestable matungo? Sin embargo, dominando por completo todo recelo, repuso tranquilamente:

-Efectivamente, paisano, al salir de la pulpería donde mudé el caballo, llegaba un hombre acompañando una mujer bastante hermosa, pero no sé si siguieron o quedaron allí.

-Esos tienen una larga cuenta que ajustar conmigo -repuso el gaucho tomando un aspecto sombrío-, y usted amigo -añadió-, que parece pueblero ¿donde la va tirando tan mal montado en ese flacucho?

Del Campo creyó inútil ocultar el objeto de su viaje; así es que mirando al gaucho con su mirada inteligente le contó el objeto de aquel viaje improvisado.

-Voy -dijo-, a casa de Juan Almada (hoy conocemos el nombre del gaucho que había olvidado) yo lo defendí y lo saqué libre cuando estuvo preso, y como él me ofreció su rancho lo vengo a visitar.

-Es verdad, dijo el gaucho quedando un poco pensativo, no Juan el chico (o llamaban así para distinguirlo de Moreira, conocido también por Juan el grande) mató a uno, según decían, dándole dos puñaladas, y por eso lo mandaron a Buenos Aires para fusilarlo, según dijeron en el juzgado.

-Pero yo tuve la suerte de defenderlo -continuó del Campo-, probé que era inocente y lo soltaron, por eso él me convidó a que viniera a su rancho a pasear cuando anduviera desocupado.

Al oír estas palabras los ojos de aquel gaucho se dilataron por la más franca expresión de asombro, posé en el joven abogado su hermosa mirada y preguntó atónito.

-Y usted mozo ¿defiende a los hombres que están en desgracia? ¿Usted se los quita a las justicias y trabaja para devolver la libertad a los que tienen una desgracia en la vida?

-Esa es mi misión -dijo del Campo-, soy abogado y me ocupo de defender a todo hombre que tenga necesidad de mis servicios; cada uno tiene su oficio.

-Pero mi compadre, Juan -añadió el gaucho-, es pobre y habrá tenido que vender todo para pagarle a usted. ¡Oh! -continuó lleno de amargura-, los gauchos no somos hijos de Dios hay una maldición que nos acompaña.

-Se equivoca amigo -replicó del Campo bondadosamente-, aquel hombre me ha pagado con un apretón de manos, y aunque yo también soy pobre, con ese franco agradecimiento me considero bien pago.

Al oír esto, el gaucho se entregó al colmo del más inocente asombro; miró a del Campo mostrando una lágrima que brillaba en cada uno de sus párpados, y tendiéndole una mano, le dijo con la voz conmovida por un raro enternecimiento, mientras con la otra mano se quitaba el sombrero.

-Vaya con Dios, vaya con Dios y él lo bendiga, amigo, los hombres que se conduelen de las desgracias de los hombres, lo merecen todo en esta vida; Dios lo ayude en todo lo que usted emprenda.

Del Campo quedó sorprendido ante aquel raro gaucho que así le hablaba y que había concluido por hacérsele fuertemente simpático; su asombro fue mayor cuando lo vio retirar la mano para enjugar una lágrima.

-Vaya con Dios lindo mozo -concluyó aquel hombre-, yo soy Juan Moreira, y si alguna vez necesita de mí, ocúpeme como si fuera su peón, que seré feliz en servirlo -ño Juan el chico, añadió, es compadre mío y dígale que Moreira le manda muchas memorias-, y lavando las espuelas en los flancos del overo, se alejó de allí a gran galope.

Del Campo quedó un momento sorprendido al saber que aquel hombre de carácter tan noble y tan fácil de enternecer era Juan Moreira, el tremendo Juan Moreira.

En seguida taloneó también a su matungo, cuyo galope de ratón de mercado sólo sujetó en el rancho de su antiguo cliente a quien narró el encuentro que había tenido.

Y con este nuevo capítulo creemos dejar terminada la narración que ha sido tan bondadosamente acogida.


Eduardo Gutiérrez

Terminado este capítulo, recibimos una carta en que se nos narran dos episodios de la vida de Moreira, que no conocíamos.

Va la carta en seguida, pues no queremos privar de ellos al lector.


Buenos Aires, marzo 20 de 1880.

Señor don Eduardo Gutiérrez.

Apreciable señor.

Al volver a ocuparse usted de Juan Moreira, tipo que ha hecho usted tan popular, no puedo dejar de hacer conocer de usted los hechos siguientes que tanto contribuyen a dar a conocer aquel raro y noble carácter:

Garanto a usted su veracidad.

El Viernes santo se le ocurrió a Moreira pasar a galope por frente a la iglesia de san Justo. No podía nadie pasar por allí a caballo y cinco de los soldados encargados de la vigilancia lo atacaron sable en mano: bajose Moreira y sin duda por ser día santo, sólo empleó el rebenque en la defensa, parando los golpes con el sombrero, pues no llevaba poncho.

Los soldados atacaban con brío al ver que Moreira no usaba sus armas, pero tan repetidos fueron los rebencazos, que volvieron al atrio de donde en mal hora salieron, haciéndose humo como dineros en cajas nacionales.

El otro episodio de esa vida temeraria es el siguiente:

La partida de san Justo al mando entonces del teniente Ponce hizo un día la tentativa de tomarlo y preparándose como para habérselas con ese ser que se había convertido en aviso permanente de su incapacidad y cobardía, hallolo en una fonda y lo que jamás hubiera creído, Moreira huyó. Envalentonados con ésta, al parecer muestra de temor, salen tras él con la algazara del que pretende animarse a sí mismo. Poco le duró el contento: pues, al llegar Moreira al paraje conocido por el «Estanque» vieron que se bajó, y desensillando con tranquilidad, ató el caballo con el lazo y se sentó en el recado.

El teniente hizo alto a respetable distancia y se pusieron a deliberar si debían o no llevarle un formidable ataque; hacían esto en medio de las sangrientas pullas del gaucho; se propuso la idea de no molestarlo, lo que obtuvo mayoría sin necesidad de cuociente.

Volvieron a san Justo acompañados por las carcajadas de Moreira.

Me es grato hacer conocer a usted estos hechos, a los que su inimitable pluma sabrá llenarlos de ese gran interés que despierta siempre lo interesante cuando está bien escrito.

Me repito de usted humilde S. S.

Julio Llanos. Chacabuco 464.


FIN