Julio: El sueño del segador
Florencio era un galleguito que había abandonado su poética aldea para ir a una tierra distante con una cuadrilla de segadores. Era la primera vez que se había separado de su madre, una buena mujer que, según probaba su fe de bautismo, era todavía bastante joven, pero que por su aspecto parecía una vieja. Él la veía con los ojos del alma con el hermoso cabello negro cuajado de hilos de plata, la mirada triste, las manos encallecidas por el trabajo, los pies desnudos, mal vestida con miserables ropas. Florencio no tenía padre, había muerto en un naufragio, y el resto de su familia lo componían dos rapazuelas rubias y sonrosadas, demasiado niñas aún para ayudar a la madre en sus faenas. Tenían allá en el pueblo una casita y una tierra rodeada de altos maizales. Una parra que daba en el otoño grandes racimos de uvas negras y algunas hortalizas constituían toda la fortuna de aquella pobre gente.
El bello ideal de la buena mujer era tener una vaca, pero, a pesar de la increíble economía con que vivía, aunque hacía puntillas primorosas para venderlas por los pueblos cercanos, era muy poco lo que había logrado reunir en varios años de trabajo incesante. Para llevar algún dinero a su madre, había partido Florencio de su aldea.
-Si yo tuviese veinte duros más de lo que puedo ganar segando, se decía, mi madre comprar a una vaca de aquellas rojas y pequeñas de mi pueblo que dan tan buena leche y que nos proporcionaría alimento a nosotros y dejaría bastante para vender.
Mi madre trabajaría en sus puntillas como ahora, pero no labraría la tierra, que esto lo haría yo; y mis hermanitas llevarían la leche a algunas casas donde nos han dicho que la comprarían si tuviéramos una vaca. ¡Si me atreviese a jugar a la lotería! Pero... ¿y si no me cae y pierdo el dinero?
Fija esta idea en su mente, le dijo a un segador de la cuadrilla en que trabajaba si quería jugar con él, éste aceptó y convinieron en que Florencio tomaría un décimo de tres pesetas, dando la mitad del dinero cada uno. El décimo lo guardó el hombre que entregó en un papel el número al muchacho, mal escrito, pero bastante claro para que se pudiera leer.
Pasaron unos días, llegó el sorteo, se publicó la lista, y el segador dijo a Florencio:
-Mala suerte hemos tenido, no nos ha tocado nada; puedes romper el papel que te di con el número.
Pero el galleguito no lo rompió aunque dijo al otro que lo había hecho.
Tocaban a su término las faenas que a aquel campo les llevaron. La siega estaba hecha, no sin trabajo porque el sol abrasaba. A la hora de la siesta se echaba toda la cuadrilla a dormir en el campo, buscando la poca sombra que había, ya junto a una tapia, ya al pie de un árbol. Aquel mes de julio había sido de un calor excepcional y los pobres segadores, sudorosos, jadeantes, deseaban ardientemente volver a sus pueblos de Galicia a aspirar el aroma de sus campos, a disfrutar sus suaves brisas, a admirar sus altivas montañas, a comer los sabrosos frutos de sus árboles o de sus viñas. Mal vestidos, peor alimentados, cubiertas las cabezas con grandes sombreros de paja que apenas les preservaban de los rigores de la estación, contaban los días que les quedaban de aquel penoso trabajo que ya felizmente iba a terminar.
Una tarde, la penúltima que habían de permanecer allí, Florencio dormía tranquilamente en lo más lejano de aquel campo extenso, con el sombrero echado sobre su cara para evitar los rayos del sol. Soñó que un niño de rostro preciosísimo se había acercado a él poniendo en su mano un billete de banco de cien pesetas, diciéndole:
-Toma, este es el dinero que necesita tu madre para comprar la vaca pequeña y roja que ha de llevar la holgura a tu casa.
Antes de que él le diera las gracias, el niño había abierto unas alas como de paloma y había remontado el vuelo, subiendo tanto, tanto, que no había tardado en perderle de vista. Cuando Florencio se despertó aún faltaba media hora para que se reanudasen los trabajos. Tenía deseos de andar un poco antes de emprender la faena y se paseó entre los haces de trigo que alfombraban el campo. De repente se detuvo porque sus pies habían tropezado con un objeto. Era una cartera de piel bastante grande y muy abultada. El niño se sentó en el suelo, la abrió y quedó deslumbrado. Estaba llena de billetes de banco y de monedas de oro. Aquello representaba una fortuna, había dinero para comprar muchas vacas, para proporcionar la alegría y la riqueza a su buena madre y a sus hermanitas, las rapazuelas de cabellos rubios. Se guardó la cartera en el bolsillo de su blusa y continuó meditabundo su paseo. Aquel dinero no era suyo, aquel dinero podía ser de alguno que lo necesitase... ¿tendría derecho a quedarse con él?... ¡Si no lo reclamase nadie! Su conciencia de niño bueno y honrado le decía que era preciso restituir lo que la casualidad le había hecho encontrar.
Vio de lejos al amo que buscaba algo entre los haces de trigo; parecía contrariado y de mal humor. Sin duda había él perdido la cartera.
¡Bah! El amo era rico y aquel puñado de billetes no representaría gran cosa ni haría mella en su fortuna. Florencio estaba casi decidido a no devolver la cartera; miró al cielo como para consultarle y fe pareció que allí arriba, muy alto, casi junto al sol se alejaba el angelito con el que soñara, agitando las alas y llorando por la maldad de los hombres.
Florencio se dirigió al sitio donde estaba el amo y le preguntó con voz trémula:
-Señor, ¿se le ha perdido a usted alguna cosa?
El amo contestó un tanto alterado:
-Sí, una cartera grande con dinero que necesitaba para un pago que tenía que hacer hoy.
-Aquí está, murmuró el niño entregando el objeto encontrado.
El hombre abrió la cartera, contó lo que contenía, vio que nada faltaba, miró con sorpresa al muchacho y guardando el dinero, dijo:
-Está bien, has cumplido con tu deber, serás siempre un hombre honrado.
Y se alejó sin darle nada.
Florencio emprendió su trabajo feliz al saber que era digno de aquellas palabras. Había tenido la fortuna en su mano, pero no ignoraba que por ese medio su madre la hubiera rehusado. Ya no había vaca, por aquel año al menos.
El galleguito que había pasado la tarde ayudando a encerrar el trigo en el granero, notó la ausencia del hombre que había jugado a la lotería con él; lo participó a sus compañeros de trabajo; ninguno le había visto. Ya casi de noche, unos segadores le hallaron en medio del campo, tendido en el suelo; había muerto de una insolación. Avisaron al amo, que le hizo trasladar a su casa dando parte al juez de lo ocurrido.
Grande fue el asombro de todos al encontrar cosida al chaleco de aquel miserable una bolsa que contenía cerca de dos mil duros en billetes. ¿De dónde podía proceder aquel dinero?
Un viejo alto y seco, al que llamaban el tío Camillas, paisano del difunto y de Florencio, un hombre que era todo bondad, todo corazón, llamó aparte al amo y le dijo:
-El segador que ha muerto había jugado un décimo a la lotería con ese chiquito que traje este año a la cuadrilla recomendado por su madre; él dijo que no había caído nada, pero ¿quién sabe si engañó al muchacho y se guardó el dinero ganado?
El amo interrogó a Florencio, éste le enseñó el papel con el número y poco se tardó en saber que el décimo había sido uno de los agraciados con el premio mayor.
De aquel dinero hizo el dueño de aquellos campos dos partes, una que destinó al afortunado niño, otra que dio al tío Camillas para la viuda y los hijos del muerto. Recomendó al viejo que no se separase del muchacho hasta entregársele a su madre.
El júbilo de Florencio no tenía límites. ¡Cuántas vacas podría comprar con aquellos billetes!
El amo, que los había guardado en una cartera, se la dio al niño del que se despidió con el mayor afecto. El viejo y su acompañante partieron para su tierra.
En el tren se durmió Florencio y soñó que el angelito que ya se le había presentado otras veces, bello y sonriente, había metido algo dentro de la cartera que le dio el amo; la misma acaso que él encontrara.
Cuando llegó a su pueblo donde le esperaban ansiosas su madre y sus hermanitas, al contarles lo ocurrido, puso sobre una mesa los billetes de banco y vio sorprendido que había además de los mil duros cincuenta más que todos supusieron le había regalado el amo en premio de su honradez; todos a excepción de Florencio, que creyó siempre los había puesto con los otros billetes el angelito de su sueño.
El tío Camillas, que no tenía familia ninguna, se fue con Florencio y la suya y con ellos vivió feliz y tranquilo siendo considerado por la mujer como si fuera su padre y querido por los niños como si hubiese sido su abuelo.
En aquella casa reinaron para siempre la paz y la felicidad.