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Justos por pecadores

De Wikisource, la biblioteca libre.
«Justos por pecadores» del poema histórico «Príncipe y Rey»
de José Zorrilla
del tomo sexto de las Poesías.
Un apéndice a las ventanas de la Duquesa (continuación de «Príncipe y Rey») →


Es Clara una hermosa niña
que en la faz muestra gentiles
de sus diez y siete abriles
los encantos a la vez.
Sencilla, mas sin que el mundo
la sobrecoja ni empache;
las pupilas de azabache,
y de azucenas la tez.
Suelta y libre la cintura,
como la noche el cabello,
transparentes en el cuello
venas de virgen azul.
Pie breve y aéreo paso,
más inquieta y más ligera
que en la fértil primavera
las hojas del abedul.
Gacela del mirar dulce
la llamó un árabe errante;
sol, azucena y diamante,
las gitanas que la ven.
El árabe en sus desiertos
con su memoria camina;
Egipto la vaticina
infinito amor y bien.
Sus ojos brillan tranquilos
como una noche serena;
su alma en ellos se ve ajena
de temor y de inquietud.
El Duque la dice «amiga»,
doña Inés la dice «hermana»,
los mancebos «soberana»,
y «hermosa» la multitud.
Si se reclina cansada
junto a la fuente sonora,
la náyade protectora
parece de su cristal.
Si corre de los jardines
por las sendas desiguales,
semeja entre los rosales
una sílfide ideal.
Si sonríe, es su sonrisa
tan pura y tan hechicera
cual la blanca luz primera
del alba limpia de Abril.
Su voz es a quien la escucha
red amante, oculta vira,
y el aliento, si suspira,
aura olorosa y sutil.
El Duque parte con ella
todo el amor de su esposa;
doña Inés procura ansiosa
con ella olvidarse dél.
Y es Clara, partiendo entrambos
su purísimo cariño,
para aquélla un tierno niño,
y un serafín para aquél.
Pasó toda aquella tarde
en el huerto entretenida,
con una dueña que cuida
sus caprichos de cumplir.
Cayó el sol; enlutó el cielo
la impalpable sombra inmensa;
la noche lóbrega y densa
amagó el mundo cubrir.
Guardó Clara sus cabellos
con un velo, del rocío;
cruzando el jardín umbrío,
hacia el camarín tornó.
Y asida a un ramo de flores
que robó a la primavera,
por una obscura escalera
hasta el corredor llegó.
Allí doña Inés, posada
la mano en el antepecho,
miraba un camino estrecho
que oculto a la calle da.
Y en el jardín, tras la dueña
que recatada le guía,
por la misteriosa vía,
rápido el Príncipe va.
Clara entonces, silenciosa,
viendo a Inés tan distraída,
de su estancia la salida
ganó a su espalda veloz,
Cayó la puerta de golpe
con estrépito violento,
y oyóse en el aposento
del Duque ronca la voz.
Tornóse Inés aterrada,
oyóse dentro un gemido;
aplicó atenta el oído,
y dijo temblando: «El es.»
Rápida, desalentada,
por el corredor saltando,
dio al jardín, encomendando
su salvación a sus pies.
Trémulo, descolorido,
el Duque de allí a un momento,
saliendo del aposento,
embozado apareció.
Caló el sombrero a los ojos,
y dando vuelta a la llave,
con paso callado y grave
la escalerilla bajó.