Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 18

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La pluma ha corrido inconscientemente; quería hablar del antagonismo entre porteños y provincianos, y heme aquí bien lejos de mi objeto. El hecho es que el nuevo vicerrector, por una u otra razón, decidió gobernar con un partido, sistema como cualquier otro, aunque para él tuvo consecuencias deplorables. Creíamos entonces, exageradamente, que todos los castigos nos estaban reservados mientras los provincianos (¡nosotros éramos del Estado de Buenos Aires!) tenían asegurada la impunidad absoluta. Las conspiraciones empezaron, los duelos parciales entre los dos bandos se sucedían sin interrupción, hasta que la conducta misma de don F. M. justificó la explosión de la cólera porteña. Don F. M. nos organizaba bailes en el dormitorio, antiguamente destinado a capilla, en el que aún existía el altar, y en el que, en otro tiempo bajo el doctor Agüero se hacían lecturas morales una vez por semana.

No fue por cierto el sentimiento religioso el que nos sublevó ante aquella profanación; pero como en esos bailes había cena, y se bebía no poco vino seco, que por su color reemplazaba el jerez a la mirada, sucedía que muchos chicos se embriagaban, lo que era no solamente un espectáculo repugnante, sino que autorizaba ciertos rumores infames contra la conducta de don F. M., que hoy quiero creer calumniosos, pero sobre cuya exactitud no teníamos entonces la menor duda. El simple hecho del baile revelaba, por otra parte, en aquel hombre, una condescendencia criminal tratándose de un Colegio de jóvenes internos, régimen abominable por si mismo, y que sólo puede persistir a favor de una vigilancia de todos los momentos y de una disciplina militar.

A la conspiración vaga sucedió una organización de carbonarios. Yo no tuve el honor de ser iniciado; era muy chico aún y pertenecía a los abajeños; es decir, a los que vivíamos en el piso bajo del Colegio, mientras el alto era ocupado por los mayores, los arribeños. Nuestros prohombres lo habían organizado todo, sin dar cuenta a la gente menuda. Pero yo tenía un buen amigo en Eyzaguirre, que tuvo la bondad de ilustrarme ligeramente.

Mis relaciones con Eyzaguirre eran de una naturaleza especial; lo incomodaba a cada instante, le remedaba, le llamaba del país, que era su aborrecido apodo; zumbaba a su alrededor como un mosquito, le desafiaba, le echaba pelo de cepillo entre las sabanas, lo mortificaba, en fin, de cuantas maneras me sugería mi imaginación, tendía a ese solo objeto. Eyzaguirre era un hombre robusto, fuerte y bravo; más de una vez levantó el brazo sobre mí, pero vencía su generosidad ingénita, y comprendiendo que de un golpe me habría suprimido, lo dejaba caer ahogando un rugido, como Jean Taureau delante de Fifine. Solo en una ocasión la cólera lo cegó; me dio a mano abierta un cogotazo que me tendió a lo largo, y antes de que hubiere iniciado a patadas desde el suelo un estéril sistema defensivo, ya Eyzaguirre me había levantado en sus robustos brazos y llevado junto a la fuente para ponerme agua en la cabeza, preguntándome con voz trémula por la emoción, si me había hecho daño.

Tanta generosidad me venció, y sea por ese motivo o porque el primer cogotazo había roto el cómodo prisma de la impunidad, el hecho es que nos hicimos amigos para siempre. Aún hoy es uno de los hombres cuya mano estrecho con mayor placer.