Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 20

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Dos o tres expulsados, tres meses sin salida los domingos a casi todos e interminables horas de encierro a muchos de nosotros volvieron a poner las cosas en su estado normal, afirmándose definitivamente la disciplina con el ingreso de don José M. Torres.

El encierro es un recuerdo punzante que no me abandona; eterno candidato para ocuparlo, su huésped frecuente, conocía una por una sus condiciones, sus escasos recursos, sus numerosas inscripciones y aquel olor húmedo, acre, que se me incrustaba en la nariz y me acompañaba una semana entera. La puerta daba a un descanso de la escalera que se abría frente al gimnasio.

Era una pieza baja, de bóveda: cuatro metros cuadrados.

Tenía un escaño de cal y canto, demasiado estrecho para acostarse, y que daba calambres en la espalda a la hora de estar sentado en él. Una luz insignificante entraba por la claraboya lateral y muy alta, por donde los compañeros solían tirar con maestría algunos comestibles con que combatir el clásico régimen de pan y agua.

¡Oh!, las horas mortales pasadas allí dentro tendido en el suelo, llena de tierra la cabeza, el cuerpo dolorido, los oídos tapados para no oír el ruido embriagador de la partida de rescate, en la que yo era famoso por mi ligereza; la veta de sebo, mortecina y nauseabunda, pegada a la pared, debajo de una caricatura de Paunero con tricornio y con una cinta saliendo de su boca, a manera de las ingenuas leyendas brotando de labios de vírgenes y santos, en el arte cristiano primitivo, pero cargada aquí con un dístico cojo y expresivo; la enorme hoja de la puerta, tallada y quemada de arriba abajo, horadada y recompuesta como un pantalón de marinero; la cerradura, claveteada y cosida fiel e incorruptible, virgen de todo atentado desde la solemne declaración de Corrales sobre la ineficacia de nuevas tentativas al respecto; el hambre frecuente, los proyectos de venganza negra y sombría, lentamente madurados en la oscuridad, pero disipados tan pronto como el aire de la libertad entraba en los pulmones...

He conservado toda mi vida un terror instintivo a la prisión jamás he visitado una penitenciaría sin un secreto deseo de encontrarme en la calle. Aún hoy las evasiones célebres me llenan de encanto y tengo una simpatía profunda por Latude, el barón de Trenck y Jacques Casanova. No he podido comprender nunca el libro de Silvio Péllico, ni creo que el sentimiento de conformidad religiosa, unido a un imperio absoluto de la razón, basten para determinar esa placidez celeste, si no se tiene una sangre tranquila y fría, un espíritu contemplativo y una atrofia completa del sistema nervioso.