Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 22

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Nuestro enfermero tenía esa peculiarísima condición.

Empezaba su individuo por una mata de pelo formidable que nos traía a la idea la confusa y entremezclada vegetación de los bosques primitivos del Paraguay, de que habla Azara, veíamos su frente, estrecha y deprimida, en raras ocasiones y a largos intervalos, como suele entreverse el vago fondo del mar, cuando una ola violenta absorbe en un instante un enorme caudal de agua para levantarlo en el espacio. Las cejas formaban un cuerpo unido y compacto con las pestañas ralas y gruesas, como si hubieran sido afeitadas desde la infancia. La palabra mejilla era un ser de razón para el infeliz, que estoy seguro jamás conoció aquella sección de su cara, oculta bajo una barba, cuyo tupido, florescencia y frutos nos traía a la memoria un ombú frondoso.

El cuerpo, como he dicho, era escueto; pero un vientre enorme despertaba compasión hacía las débiles piernas por las que se hacía conducir sin piedad. El equilibrio se conservaba gracias a la previsión materna que lo había dotado de dos andenes de ferrocarril, a guisa de pies, cuyo envoltorio, a no dudarlo, consumía un cuero de baqueta entero. Un día nos confió en un momento de abandono, que nunca encontraba alpargatas hechas, y que las que obtenía, fabricadas a medida, excedían siempre los precios corrientes.

Debía haber servido en la legión italiana durante el sitio de Montevideo, o haber vivido en comunidad con algún soldado de Garibaldi en aquellos tiempos,. porque en la época en que fue portero, cuando le tocaba despertar a domicilio, por algún corte inesperado de la cuerda de la campana, entraba siempre en nuestros cuartos cantando a voz en cuello, con aire de una diana militar, este verso que tengo grabado en la memoria de una manera inseparable a su pronunciación especial:

Levántasi, muchachi,
que la cuatro sun,
e lo federali
sun vení o Cordun.

Perdió el gorjeo matinal a consecuencia de un reto del señor Torres que, haciéndole parar el pelo, le puso a una pulgada de la puerta de la calle.

Sin embargo, en la enfermería, cuando entraba por la mañana o al participar, en la comida, del vino que había comprado a hurtadillas para nosotros, tarareaba siempre entre dientes: "Levantasi, muchachi", etc. Cuando le retaban, o el doctor Quinche, médico del Colegio, le decía que era un animal, lo que ocurría con regularidad y justicia todos los días, su único consuelo era, así que la borrasca se ausentaba bajo la forma del doctor Quinche, entonar su eterno e inocente estribillo. Como prototipo de torpeza, nunca he encontrado un spécimen más completo que nuestro enfermero. Su escasa cantidad de sesos se petrificaba con la presencia del doctor, a quien había tomado un miedo feroz; y de cuya ciencia médica hablaba pestes en sus ratos de confidencia. Cuando el médico le indicaba un tratamiento para un enfermo, inclinaba la cabeza en silencio, y se daba por enterado. Un día había caído en el gimnasio un joven correntino, y recibido, a más de un fuerte golpe en el pecho, una contusión en la rodilla. El doctor Quinche recetó un jarabe que debía tomarse a cucharadas, y un agua para frotar las rodillas. Una hora después de su partida, oímos un grito en la cama del pobre correntino, a quién el enfermero había hecho tomar una cucharada de un líquido atroz, después de haberle friccionado cuidadosamente la rodilla con el jarabe de que tenía enmelada toda la mano. Fue su última hazaña; el doctor Quinche declaró al día siguiente que uno de los dos, el enfermero o él, estaba de más en el mundo, o por lo menos en la enfermería; y como el hilo se corta por lo más delgado, según tuvo la bondad de comunicármelo confidencialmente, el pobre enfermero cambió de destino, aunque consolado un tanto de que sus funciones se limitaran siempre a suministrar drogas; fue sirviente de comedor.

Sentimos su salida de todas veras; pero bien pronto una catástrofe mayor nos hizo olvidar aquella. El vicerrector, alarmado de la manera como se propagaba la epidemia vaga de que he hablado, celebró una consulta médica con el doctor, y ambos de acuerdo establecieron como sistema curativo la dieta absoluta, acompañada de una vigilancia extrema para evitar el contrabando. A las veinticuatro horas nos sentimos sumamente aliviados, y el germen de nuestro mal fue tan radicalmente extirpado, que no volvimos a visitar la enfermería en mucho tiempo.