Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 25

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Buena, sana, alegre, vibrante aquella vida de campo.

Nos levantábamos al alba; la mañana inundada de sol, el aire lleno de emanaciones balsámicas, los árboles, frescos y contentos; el espacio abierto a todos rumbos, nos hacían recordar con horror las negras madrugadas del Colegio, el frío mortal de los claustros sombríos, el invencible fastidio de la clase de estudio. En la Chacarita estudiábamos poco, como era natural; podíamos leer novelas libremente, dormir la siesta, salir en busca de camuatís; y, sobre todo, organizar con una estrategia científica, las expediciones contra los ""vascos". Los "vascos' eran nuestros vecinos hacia el norte, precisamente en la dirección en que los dominios colegiales eran más limitados. Separaba las jurisdicciones respectivas un ancho foso, siempre lleno de agua, y de bordes cubiertos de una espesa planta, baja y bravía. Pasada la zanja, se extendía un alfalfar de media cuadra de ancho, pintorescamente manchado por dos o tres pequeñas parvas de pasto seco. Más allá, el jardín de las Hespérides, los Campos Elíseos, el Edén, la tierra prometida. Allí en pasmosa abundancia, crecían las sandías, robustas, enormes, cuyo solo aspecto apartaba la idea de la caladura previsora; la sandía ajena, vedada, de carne roja como el lacre, el cucurbita citrullus famoso, cuya reputación ha persistido en el tiempo y el espacio; allí doraba el sol esos melones de origen exótico, redondos, incitantes en su forma ingénita de tajadas, los melones exquisitos, de suave pasta perfumada y de exterior caprichoso, grabado como un papiro egipcio.

No tenían rivales en la comarca, y es de esperar que nuestra autoridad sea reconocida en esa materia. Las excursiones a otras chacras nos habían siempre producido desengaños; la nostalgia de la fruta de los "vascos" nos perseguía a todo momento, y jamás vibró en oído humano, en sentido menos figurado, el famoso verso de Garcilaso de la Vega.

Pero debo confesar que los "vascos" no eran lo que en el lenguaje del mundo se llama personajes de trato agradable. Robustos los tres, ágiles, vigorosos y de una musculatura capaz de ablandar el coraje más probado, eternamente armados con sus horquillas de lucientes puntas, levantando una tonelada de pasto en cada movimiento de sus brazos ciclópeos, aquellos hombres, como todos los mortales, tenían una debilidad suprema: ¡amaban sus sandías, adoraban sus melones! Dos veces ya los hados propicios nos habían permitido hacer con éxito una razzia en el cercado ajeno, cuando un día...

Eran las tres de la tarde, y el sol de enero partía la tierra sedienta e inflamada, cuando saltando subrepticiamente por una ventana del dormitorio donde más tarde debía alojarse el 1º de caballería de línea, nos pusimos tres compañeros en marcha silenciosa hacia la región feliz de las frescas sandías. Llegados al foso lo costeamos hasta encontrar el vado conocido, allí donde habíamos tendido una angosta tabla, puente de campaña no descubierto aún por el enemigo. Lanzamos una mirada investigadora: ¡ni un vasco en el horizonte! Nos dividimos, y mientras uno se dirigía a la izquierda, donde florecía el cantaloup, dos nos inclinamos a la derecha, ocultando el furtivo paso por entre el alfalfar en flor. Llegamos, y rápidos buscamos dos enormes sandías que en la pasada visita habíamos resuelto dejar madurar algunos días aún: La mía era inmensa, pero su mismo peso me auguraba indecibles delicias.

Cargué con ella, y cuando bajé los ojos para buscar otra pequeña con que saciar la sed sobre el terreno... Un grito, uno solo, intenso, terrible, como el de Telémaco, que petrificó el ejército de Adrasto, rasgó mis oídos. Tendí la mirada al campo de batalla; ya la izquierda, representada por el compañero de los melones, batía presurosa retirada. De pronto, detrás de una parva, un vasco horrible, inflamado, sale en mi dirección, mientras otro pone la proa sobre mi compañero, armados ambos del pastoril instrumento cuyo solo aspecto comunica la ingrata impresión de encontrarse en los aires, sentado incómodamente sobre dos puntas aceradas que penetran...

¡Cómo corría, abrazado tenazmente a mi sandía! ¡Qué indiferencia suprema por la gorra ingrata que me abandonó en el momento terrible, quedando como trofeo sobre campo enemigo! Y, sobre todo, ¡cuán veloz me parecía aquel vasco, cuyo respirar de fuelle de herrería creía sentir rozarme los cabellos! Volábamos sobre la alfalfa: ¡qué larga es media cuadra!

Un momento cruzó mi espíritu la idea de abandonar mi presa a aquella fiera para aplacarla. Los recuerdos clásicos me autorizaban; pensé en Medea, en Atalanta, pensé en los jefes de caballería que regaban el camino de la "retirada" con las prendas de su apero; pensé... ¡No! ¡ Era una ignominia! Llegar al dormitorio y decir: "¡Me ha corrido el vasco, y me ha quitado la sandía!" ¡Jamás! Era mi escudo lacedemonio: ¡vuelve con él o sobre él!

Instintivamente había tomado la dirección del vado; pero el vasco de mi compañero, por medio de una diagonal, había llegado antes que yo, y debo declarar que, a pesar de la persecución personal del mío, los tres vascos me eran igualmente antipáticos. ¡Marche de cara al sol! Como el Byron de Núñez de Arce. Mi agilidad proverbial, aumentada por las fatigas diarias del rescate, había brillado en aquella ocasión; así, cincuenta pasos antes de llegar al foso, mi partido estaba tomado. Puse el corazón en Dios, redoblé la ligereza y salté... Una desagradable impresión de espinas me reveló que había saltado el obstáculo; pero ¡oh dolor!, en el trayecto se me había caído la sandía, que yacía entre las aguas cenagosas del foso.

Me detuve y observé a mi vasco: ¿daría el salto? Lo deseaba en la seguridad que iría a hacer compañía a la sandía. Pero aquel hombre terrible meditó y plantándose del otro lado de la zanja, apoyado en su tridente, empezó a injuriarme de una manera que revelaba su educación sumamente descuidada. Escapa a mi memoria si mi actitud en aquellas circunstancias fue digna; sólo recuerdo que en el momento en que tomaba un cascote, sin duda para darle un destino contrario a los intereses positivos de mi vasco, vi a mis dos compañeros correr en dirección a "las casas", y al vasco de los melones despuntar por el vado y dirigirse a mí. De nuevo en marcha precipitada, pero seguro ya del triunfo...

Eran las tres y media de la tarde, y el sol de enero partía la tierra sedienta e inflamada, cuando con la cara incandescente, los ojos saltados, sin gorra, las manos ensangrentadas por los zarzales hostiles, saltamos por la ventana del dormitorio. Me tendí en la cama y, mientras el cuerpo reposaba con delicia, reflexioné profundamente en la velocidad inicial que se adquiere cuando se tiene un vasco irritado a retaguardia, armado de una horquilla.