Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 34

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Hay que caer a la tierra y recordar que, de una u otra manera, tenía que entrar en el Colegio. Poco antes del último acto salí, corrí a la puerta que da sobre el atrio de San Ignacio, me saqué el paletot, golpeé fuerte, y cuando el viejo portero preguntó quién era, imité la voz del vicerrector; y una vez la puerta abierta, abatí la vela que el cerbero traía en la mano con un golpe de mi sobretodo, le eché una zancadilla que dio con él en tierra, y antes que volviera de la sorpresa, ya corría yo por esos claustros como una exhalación.

Pero la hora había sonado para mí. Los castigos me irritaban, los consejos me ponían en un estado de nervios insoportable: no podía continuar en el Colegio. Pasaba los días enteros ideando medios para escaparme, a veces con riesgo de la vida, como cuando nos deslizábamos, con un compañero fiel por una cuerda flotante que los albañiles dejaban durante la noche en el edificio que se construía entonces sobre la calle Moreno. Los exámenes estaban encima, y no abría un libro. Había perdido la emulación por completo; las glorias de clase me parecían ridículas, y no habría dado un paso por recuperar el puesto de honor al que estaba habituado, y que sentía escapárseme de entre las manos. Al fin triunfé, y una mañana radiante se me abrieron para siempre aquellas puertas, en cuyos umbrales hubiera entonces sacudido mi planta como el númida. Y, sin embargo, ¡cuantas cosas dejaba allí dentro! Dejaba mi infancia entera, con las profundas ignorancias de la vida, con los exquisitos entusiasmos de esa edad sin igual, en la que las alegrías explosivas, el movimiento nervioso, los pequeños éxitos reemplazan la felicidad, que más tarde se sueña en vano...

Abandonaba el Colegio para siempre y, abriendo valerosamente las alas, me dejaba caer del nido, en medio de las tormentas de la vida.