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Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 36

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¡Ah!, he aquí el cuarto de Eyzaguirre, aquel informe maremagnum del que éramos pilotos expertos.

En esa ventana asamos una noche memorable las aves robadas en el corral de la despensa, aves sagradas para nosotros, y que jamás figuraron en la mesa del refectorio; allí el salón de los exámenes escritos, donde algunos jóvenes valerosos entraban llevando el enorme Ganot distribuido por capítulos en todo el cuerpo, y conociendo la topografía del terreno como César los campos de Munda; la fuente me saluda, la fuente pico recto, la fuente que era necesario conquistar a puñetazos, porque el compañero que esperaba, interrumpía a menudo la absorción haciéndola intermitente, por medio de la broma llamada del ternero mamón; aquí un condiscípulo querido de todos nosotros, que temíamos no pasara en el examen escrito, nos dio una minuciosa explicación de cómo había repartido sus fuerzas para el combate; en la nuca, entre camisa y camiseta, los capítulos de "La Inteligencia", salvo "La Razón", que, muy bien doblada, se ocultaba bajo el cuello, unida a la corbata por un alfiler; entre el elástico del botín derecho "La Sensibilidad", formando pendant con el izquierdo, "La teoría de las facultades del alma"; en un falso bolsillo del pantalón "La Voluntad", excepto el "Libre Albedrío", que ocupaba un sitio indigno de su importancia filosófica; y allí, sobre el estómago, a mano, como un puñal de misericordia, como recurso extremo, el "Discurso sobre el método", que, bien manejado, es un proteo multiforme, apto para satisfacer el programa entero...

-Señor doctor, lo están esperando...

-Voy, voy al momento.

¡Cuanta sonrisa en aquellas caras juveniles, si hubieran leído las cosas que llenaban mi alma y dádose cuenta de las impresiones bajo las cuales ocupaban mi silla de examinador!

¡Decían las cosas que en otro tiempo yo había dicho; usaban las mismas estratagemas que yo había empleado, y se lanzaban a cuerpo perdido en las partes de la bolilla que les eran desconocidas, evitando con una habilidad de pilotos consumados las arcanas secciones no holladas por su ojos infantiles. ¡Con qué elasticidad el compañero de atrás hacía de mimbre su cuerpo, alargaba el pescuezo como una jirafa, y llamando en su auxilio la voz más susurrante, soplaba con coraje! Yo nada veía, nada quería ver.

Mis preguntas envolvían clara y precisa la respuesta, cuando el discípulo era flojo; y con una sonrisa animadora, impulsaba a desenvolver su charla graciosa y ligera al que, habiendo estudiado, quería lucir su ciencia. Ciencia divina, superficial, epicúrea, ciencia de un adolescente griego, explicando a su manera infantil los mitos homéricos, ciencia deliciosa que flota como un sueño en la región de la teoría borrándose al mes siguiente, porque no tiene la mordiente áspera de la experiencia propia.

Y así pasaban ante mis ojos la filosofía y la historia, serena, olímpica, a la manera de Hesíodo, saliendo de aquellos labios puros, como el reflejo de leyendas de otros tiempos, en mundos distintos del que nos rodea. ¡Con qué placer, entre mis examinados, encontraba un cartaginés endurecido, ardiente admirador de Aníbal, que tal vez había llegado, como yo en las horas pasadas, pesaroso, y triste, a las páginas de Zama! ¡Cómo sonaba en mi alma el entusiasmo por las cruzadas, y con qué viveza venía a mi memoria el largo discurso de Pedro el Ermitaño, que yo había compuesto en la clase de retórica!... Los muchachos sonreían, y corría la voz eléctrica de que yo era un examinador insuperable. No sabían que los habría abrazado a todos, y que al más imbécil hubiera dado el máximum con el alma contenta y la conciencia tranquila.

Más tarde dictaba una cátedra de historia en la Universidad. Muchas veces, al final de mi conferencia, notaba en las caras de mis discípulos, siempre cultos y atentos conmigo, una ligera expresión de cansancio que me contagiaba.

Era una época en que vivía agobiado por el trabajo; a más de mi cátedra, dirigía el Correo, pasaba un par de horas diarias en el Consejo de Educación, y, sobre todo, redactaba El Nacional, tarea ingrata, matadora, si las hay.

Así solía llegar a la clase fatigado; y cuando el tema no era interesante mi palabra salía pálida y difícil. ¡Pero la campana del Colegio Nacional está allí! Desde el aula la oía fácilmente, y a sus primeros ecos recordaba mis horas de estudiante, el ansioso anhelo por salir de clase; miraba mis alumnos fatigados, y cortaba familiarmente la conferencia. En otras ocasiones el eco de la campana me servía de excitante, y si alguna vez salieron mis discípulos contentos, ignoraban que lo debían al vago sonido que me traía los más dulces recuerdos de mi infancia, mis ambiciones de estudiante; mi esfuerzo por ocupar el primer puesto y la memoria del gran maestro que nos hizo amar el estudio y la ciencia.

Si, amar el estudio; a esa impresión primera debemos todos los que en el Colegio Nacional nos hemos educado, la preparación que nos ha hecho fácil el acceso a todas las sendas intelectuales. Se pueden emprender los estudios superiores a cualquier edad; los preparatorios no. Es necesaria la disciplina que solo se acepta en la infancia, la dedicación absoluta del tiempo, el vigor de la memoria, nunca más poderoso que en los primeros años, la emulación constante y la ingenua curiosidad. Mucho se olvida más tarde, el tecnicismo, el detalle; pero a la menor concentración intelectual, los caracteres perdidos en el fondo de la memoria reaparecen con la claridad de las líneas de un palimpsesto ante un reactivo que borra el último trazado. En una semana un hombre regularmente dotado, puede estudiar a fondo una cuestión de Derecho; pero si no tiene una preparación sólida si no ha ejercitado su espíritu en los largos años de bachillerato, la expondrá como un notario, jamás como un jurisconsulto. Falta de ideas generales, mis amigos.

Yo diría al joven, que tal vez lea estas líneas paseándose en los mismos claustros donde transcurrieron cinco años de mi vida, que los éxitos todos de la tierra arrancan de las horas pasadas sobre los libros en los primeros años. Que esa química y física, esas proyecciones de planos, esos millares de fórmulas áridas, ese latín rebelde y esa filosofía preñada de jaquecas, conducen a todo a los que se lanzan en su seno a cuerpo perdido.

¡Bendigo mis años de Colegio; y ya que he trazado estos recuerdos, que la última palabra sea de gratitud para mis maestros, y de cariño para los compañeros que el azar de la vida ha dispersado a todos los rumbos.