Ir al contenido

Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 4

De Wikisource, la biblioteca libre.


El Colegio, que más tarde debía ser uno de los primeros establecimientos de América, era por entonces un caos como organización interna. Cuando me incrusté bien y vi claro, comprendí que tras las sombras ostensibles de la vida claustral había "des accommodements" no sólo con el cielo, sino con las autoridades temporales de la tierra. Durante un año, y siendo ya mocitos, nos hemos escapado casi todas las noches para hacer una vida de vagabundos por la ciudad, en los cafés, en aquellos puntos donde Shakespeare pone la acción de su Pericles; y, sobre todo en los bailes de los suburbios, de los que algunos condiscípulos, ignoro por arte de quién, tenían siempre conocimiento.

Toda la variedad infinita de los medios de escapatoria podía reducirse a tres sistemas principales: la portería, la despensa y el portón. La portería, que da sobre el atrio de San Ignacio, requería, o elementos de corrupción para el portero, o vías de hecho deplorables. La despensa y cocinas tenían una pequeña puerta a la calle Moreno, que a veces quedaba abierta hasta tarde. El portón, una de esas portadas deformes de la colonia, daba a la calle Bolívar, donde hoy se encuentra la entrada principal del Colegio.

Las hojas, en vez de llegar hasta el suelo, terminaban en unas puntas de hierro, que dejaban un espacio libre entre ellas y el pavimento. Por allí había que pasar, pegado el cuerpo a tierra, en mangas de camisa para no estropear el único jacquet de lujo, y sintiendo muchas veces que las fieles puntas guardianes se insinuaban ligeramente en la espalda como una protesta contra la evasión. A pesar de todas sus dificultades, era el medio más generalmente elegido. Pero aquí debo recordar una de esas curiosidades de colegio, que todos mis compañeros de entonces deben tener presente.

Se educaba allí desde tiempo inmemorial un tipo acabado de bohemio, lleno de buenas condiciones de corazón, haragán como una marmota, dormilón como el símil, con una cabeza enorme, cubierta de una melena confusa y tupida como la baja vegetación tropical; reñido con los libros, que no abría jamás, y respondiendo al nombre de "Galerón", sin duda por las dimensiones colosales del sombrero, que tenía la función obligatoria y difícil de cubrir aquella cabeza ciclópea. Más tarde lo he encontrado varias veces en el mundo, ya en buena situación, ya bajo el peso de serias desgracias; le he conservado siempre un cariño inalterable. Lo encontré en Arica, entre el ejercito bloqueado de Montero, como corresponsal de un diario de Lima; estaba a bordo de la Unión el día sombrío de Angamos en que murió Grau. Luego volví a verlo en Lima; Piérola, cuya fortuna política había seguido, y que estaba entonces en el Poder, le ofreció empleos bastante lucrativos ; sólo quiso aceptar un pequeño mando militar y un puesto en la vanguardia. Esa conducta honrosa compensa muchas faltas. Había hecho también la campaña del Paraguay.

He hablado de Benito Neto. Era un misterio profundo cómo Benito había conseguido, allá en épocas remotas y sin duda a favor de algún sacudimiento, de alguna convulsión caótica, ¡nada menos que una llave del portón de la calle Bolívar! Nadie sabía dónde la guardaba, y todas las empresas organizadas para robársela dieron siempre un fiasco completo. Benito la cuidaba, la aceitaba con frecuencia; y tenía un aparato especial para extraer del caño todas las pelusas y migajas parásitas que iban allí a alojarse. Era para él el caballo del árabe o del gaucho, el fusil del cazador, la mandolina del provenzal errante, el instrumento y el sustentáculo de su vida. Como con el rastreador Calibar todos los prisioneros que tentaban evadirse, éranos forzoso contar con Benito cuando nos animaban iguales designios. Benito oía en silencio, y luego preguntaba tranquilamente: ";¿Dónde vamos?" Porque él no prestaba la llave jamás, no la alquilaba, no la vendía. Él era siempre de la partida, fuere cual fuese el objetivo. En vano se le observaba: "Benito, ¡estamos los tres invitados a un baile!" "Me presentarán". "¡Vamos a una comida a casa de Fulano!"

"Comeré".

"¡Una tía mía esta muy enferma!"

"La velaré".

"Tengo una cita y..." "Ha de haber alguna chinita sirviente". A todo tenia respuesta, y le hemos visto asistir gravemente, con su eterno jacquet canela, a entierros de lejanos parientes de algún estudiante cuya conducta no había merecido un permiso de salida, y que acudía al arte de Benito. Era el lord Flamborough de Sandeau, pegado al joven homeópata como la ostra a la peña.