Lágrimas: 23

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Lágrimas de Fernán Caballero
Capítulo XXII

Capítulo XXII

AGOSTO, 1848

A pesar del brusco arranque con que se había separado Marcial de sus amigos aquella mañana, el que hacía sospechar que su desengaño amoroso lo llevase a colgar las armas de Cupido, y a retirarse al menos por el pronto bajo su tienda como Aquiles, cuando llegó la hora en que solían reunirse para ir a la tertulia, lo vieron llegar sus amigos con un aire que participaba de desdeñoso y de satisfecho.

Se pusieron en camino, precediendo Marcial por la acera a sus dos amigos, tarareando la canción que él mismo había traducido:

Si el rey me quisiera dar
Madrid su gran villa,
obligándome a dejar
por eso a Sevilla.


-La montaña está preñada, -dijo Genaro a Fabián.

-Sí, sí, -respondió éste-, el volcán humea. De aquí a dos mil años desenterrarán debajo de su erupción a Reina y a Genaro cual a Herculano y Pompeya; os prometo ser vuestro Plinio.

Llegado que hubieron, Marcial se paró a la puerta de la sala, y en lugar de pasar el primero, como tenía de costumbre, se hizo a un lado, y con la finura y etiqueta del mejor tono, con mil atentas cortesías, obligó a sus amigos a pasar por delante. Mientras estos iban a saludar a la Marquesa, Marcial, valido de la franqueza que le daba en la casa su calidad de pariente, se acercó al piano; cargó con todo el rimero de papeles de música, y los puso sobre una silla desocupada que se hallaba en el hueco de la puerta de una ventana no lejos del grupo en que estaba sentada Reina con sus amigas.

-¿Qué es esto, Marcial? -dijo ésta-. ¿Dónde vas cargado con toda la música? ¿Vas a cantar un solo?

Marcial no respondió, y después de haber puesto a recaudo los papeles de música, encubridores de la traición que se le hacía, se dirigió a saludar a su tía.

Aprovechó Reina este instante para llamar a un criado y mandarle ponerlos papeles en su lugar; pero Marcial que volvía a su puesto, se abalanzó a ellos como una leona a sus hijuelos, los volvió a colocar en la silla y se sentó encima; de lo que resultó que con su gran estatura parecía un predicador en el púlpito.

Tres cosas se unieron para que al cabo de un rato le fuera faltando la paciencia a Marcial. La primera fue, que estando apartado de los demás no podía alternar en las conversaciones. La segunda era, porque se deshacía en impacientes deseos por tener una explicación con su prima, y cerciorarse de una cosa a la que aun no podía resolverse a dar crédito, y si se confirmaba confundir a su prima bajo sus justos cargos, concluyentes argumentos, sensatas reflexiones y merecidas reconvenciones. En fin, la tercera razón era, el hallarse cansado en una posición muy incómoda; pero tampoco quería de modo alguno, dejar la importante custodia de los papeles de música.

-Oye, enjuaga vasos, -le dijo a un criado que pasaba llevando unos candeleros a una mesa de tresillo, llama de mi parte al señorito D. Fabián.

Fabián acudió a la cita.

-¿Eres mi amigo? -le preguntó Marcial solemnemente.

-Hombre, ¿puedes dudarlo? -respondió Fabián.

-¿Me quieres dar una prueba de ello en una de las circunstancias más apuradas de mi vida?

-Te daré todas las que me pidas, Marcial.

-Sabes, amigo perfecto, reverso de la medalla de otros, lo que ha pasado esta mañana, el cúmulo de perfidias negras que han salido a mi vista de su antro, cueva, gruta y caverna.

-Marcial, te he dicho ya que te ofuscas, y que no tienes derecho a quejarte.

-Tengo derecho, -repuso cada vez más grave Marcial-, a desbaratar sus planes como ellos han desbaratado los míos, ¿Quieren guerra? Pues guerra habrá.

Si queréis sangre,
sangre tendremos,
la verteremos
y sangre habrá:
pero mezclada
con sangre nuestra,
veréis la vuestra
cual correrá.


-¡Marcial! ¡Marcial! Por Dios, deja esos recuerdos de los tiempos bárbaros de la poesía y pasiones políticas; me horripila oírte.

-Tienes razón, ¡oh! Manso y poético Dauro: ¡oh! Tú, que eres una de las plumas del Fénix español resucitante; pero esto no quita que tenga derecho a desbaratar planes usurpatorios de mis derechos anteriores, incontestables, indisputables y fundamentales.

-¿Y qué intentas, Marcial? -preguntó Fabián con alguna inquietud, ¿me quieres comprometer en tus intentos que no apruebo?

-No, no hay compromiso.

-¿Pues que exiges de mí? ¿Qué quieres que haga?

-Exijo, -respondió Marcial con su voz más campanuda-, que te sientes aquí.

Fabián entre rabia y risa le volvió la espalda.

-¡Ingrato río! -le gritó Marcial, al que en su impaciencia se le olvidó el manso y el Dauro; yo me hubiese sentado por ti, aunque hubiese sido en las astas de una res vacuna.

Por suerte de Marcial acertó a abrirse en este instante la puerta de la sala y apareció la larga, angosta y triste figura de Tiburcio.

-¡Cívico! -exclamó regocijado Marcial.

Tiburcio después de saludar, se acercó a Marcial.

-¿Es Vd. mi amigo?

-La amishtad avanza en mi corazzzón como lash ideash en mi cabezzza, -respondió el Villamarino.

-¿Me quiere Vd. dar una prueba de ello?

-Sherá un desheo realizzzado.

-¿No me lo negará Vd. como lo ha hecho Fabián, ese manso Leteo, que olvida sus promesas?

-Nada debe negar el hombre al hombre.

-Apruebo la idea ampliándola a la mujer; ¿conque estáis dispuesto?

-A todo.

-Pues siéntese Vd. aquí, -dijo Marcial encaramando a Cívico sobre los papeles de música, el que quedó en su puesto aislado formando un cuadro vivo y masculino de Dido abandonada.

-Parece que has cedido la presidencia, primo, -dijo Reina a Marcial, al verlo plantarse delante de ella con los brazos cruzados.

-No recalques tanto el primo, Reina, arbitraria e ingrata, que no lo soy tanto como a ti te parece.

-Quisiera que lo fueras aun menos, para que no te atrevieses a tomar esos aires importantes tan ridículos como chocantes.

-¡No lo hubiese creído!... -exclamó Marcial.

-¿El qué?

-No lo hubiese pensado.

-¿Qué cosa?

-¡No lo hubiese imaginado!

-¿Qué maravilla? ¿Qué fenómeno? ¿Qué asombro?

-Que no me quieras, cuando veinte mil veces te he dicho que te quiero.

-Pues mira, Marcial, las diez y nueve mil novecientas noventa y nueve estaban de más, desde que la primera te dije que te fueses con la música a otra parte, lo que no has hecho hasta esta noche.

-¿Y por qué tal dijiste? ¿Por qué no me quieres, prima ingrata y de mal gusto?

-Mira, Marcial:

El por qué no te quiero,
eso no lo sé:
pero que no te quiero,
eso sí lo sé.


-¿Sabes, mujer hermosa, pero poco reflexiva (como dice la zorra al busto) que tu madre me hubiese llamado yerno a boca llena?

-¡Fatuo! La gloria hubiese sido la tuya al llamar a mi hermosa madre suegra.

-No digo que no; lo uno no quita lo otro. ¿Pero de veras, Reina caprichosa, y sin más consejeros de la corona que esa Flora (que no puede ser consejera sino de la guirnalda) amas a ese taimadísimo de Genaro, a ese mal amante y peor amigo?

-¿Quién te ha dicho eso? -preguntó Reina mortificada.

-Yo que lo sé.

-Pues sabes mal eso, como otras muchas cosas.

-Sé, y muy bien, y de buena tinta, -repuso Marcial con retintín-, que el primo, el Marcialote, debía servir esta noche de pantalla para esconder cierta esquelita entre los papeles de música; pero... pero no engaña el que quiere a Marcialote. Ya ves como he sabido desbaratar vuestros planes. Los papeles de música bien guardados están sino bajo de llave, bajo de peso. Arias, dúos, coros, todos están bajo la inspección de la policía y sujetos a una activa vigilancia.

-Ya sabíamos que os preciabais de poco filarmónico, -dijo Flora-, pero no sabíamos a qué punto habíais declarado la guerra a la música. Al principio pensábamos la poníais así en prensa, con el fin de sacar aceite de música para dar suavidad y gusto al oído; pero vemos que pasa la pobre de la opresión de Herodes a la de Pilatos sin razón, y sin más resultado que salir del aprieto que sufren los alegres tornados en plegarias, los coros en misereres, y los valses de Strauss en lamentaciones. Santa Cecilia va a dejar de cantar, y se va a poner a llorar, Marcial.

-La música es un poco callada para servir de confidente y hacer buenos oficios, -contestó éste-; pégale esto mejor a la diosa de las flores; pero no de aquellas que tienen la suave miel en su seno, sino de las que bajo su bella apariencia, encierran sutil veneno, como la belladona y comparsa.

-Marcial, os advierto que Cívico va a absorber tanta armonía, que va a prorrumpir en un furibundo recitado en honor a monchu Cabet, -como dice Fabián.

-Pues esta noche no se va a Icaria, ni se mueve de ahí por más que Vd. lo procure y otros lo deseen. Nada; esta noche no hay estafeta, contentarse han con telégrafo. La venganza es el placer de los dioses, como dice Hipócrates o Sócrates, lo mismo da.

-Marcial, -dijo Flora con toda la zumba y la chuscada andaluza-; publicad indulto, proclamad amnistía, librad de fiera opresión a las arias, dúos y valses, injustamente acusados de complicidad en una traición, y arbitrariamente puestos en un estado de sitio de nueva invención. Ved, -añadió alzando una esquina bordada de su pañuelo y enseñándole el pico de una esquela-, y convenceos de que ese pobre Cívico pierde ahora sus esfuerzos en mantener su equilibrio personal, como lo pierde en otras ocasiones en querer destruir el social, según dice Fabián.

-Flora, Flora, -exclamó furioso Marcial-, sabed que un imprudente amigo es peor que un enemigo. Te pierdo, -añadió volviéndose a Reina-, lo veo, lo noto, la percibo y lo conozco; pero en cambio, tú me pierdes a mí, así en el pecado llevas la penitencia. ¡Perder, rechazar, desapreciar y rehusar un partido como yo!

-Si partido abultas tanto, ¿qué sería entero? Marcial.

-Ya, ya, por eso me nombras indecorosamente Marcialote. Ya, ya, como te gustan los frelos. Prima, sépaste que nunca por mucho trigo hubo mal año. ¿Te has parado, prima, en considerar lo que pierdes? ¡Un partido como yo, tan ilustre!

-Más es el obispo que es ilustrísimo.

-¡Inmediato a una grandeza!

-Que yo para mí no deseo.

-¡Con derechos a un ducado!

-Y ningunos a mí, así no seas pesado. ¿Será preciso inocularte el no como la vacuna con bisturí?

-¡Con tan pingüe caudal!

-Y otro mejor de voces.

-¡Con tantos molinos!

-Y todas sus moliendas.

-¡Con tantas dehesas!

-Y todos sus pelos.

-Te retiro mi amor, mi afecto, mi cariño, mi admiración y mis simpatías.

-No se me conocerá en la cara.

-Adiós, pues, tú, que has llevado la ingratitud y sequedad hasta lo fabuloso, portentoso y fenomenal. ¡Adiós, hasta nunca!

-¡Jamás amén! -dijo Reina-; anda, releva a Tiburcio, al menos que el estar ahí, como lo has puesto, no sea un nuevo método de enseñar música de tu invención. Cívico, -añadió, mientras iba Marcial con pasos agigantados a coger su sombrero para irse-, ¿le gusta a Vd. la música?

-¡Oh! Shí sheñora; pero sólo la española; en Francia es nula.

-Pues y Auber, Adam, Halevy, Harold, Berlioz, F. David, -dijo Fabián.

-¡Ah! ¡Bah! ¡Fárrago! -respondió Tiburcio con un desprecio de pseudo ilustrado; primo hermano del que brilla en el millonario soez.

-Pues, ¿y la italiana? -dijo Reina.

-Esh shólo cantábile.

-¿Y la alemana? -exclamó Flora que era muy música.

-Shólo she puede oír en los valshes Straush. No hay másh múshica que la eshpañola. Mi amigo el maestro Arpegio ha compueshto una ópera, que reúne todosh los dhotes del genio univershal.

-Nunca he oído nombrar a semejante maestro, -dijo Reina.

-¡Ya! ¡Qué quiere ushted! ¡Como esh eshpañol! Es su ópera una obra maeshtra, y puede ushted creerme, pueshto, -añadió poniendo gravemente su largo dedo sobre una oreja de iguales dimensiones, que losh demásh tienen orejash, pero yo... tengo oído.

En este momento Marcial llamó a Tiburcio.

-Venga Vd., -le dijo-, ya no es necesaria la vigilancia, lo que se quiere evitar es un hecho consumado. Vamos a la plaza del Duque, a gozar de la naturaleza y a hablar de política, que es lo que importa: las mujeres son indignas, indignísimas de ocupar nuestra atención varonil. Si no fuera porque quiero ser diputado, me iba ahora mismo a la Trapa para no ver ninguna en toda mi vida. Si hacen presidenta del Congreso a una mujer (que todo podrá suceder si triunfa la mujer emancipada como Vd. quiere), dimitiré mi encargo de diputado. Ojalá reinase en España un Faraón que dispusiese para las recién nacidas hembras lo que el de Egipto dispuso para los recién nacidos varones. ¡Qué compuesto de gato, serpiente y urraca maligna! ¡Qué inclinación, instinto, querencia y simpatía tienen por todo lo malo, todo lo peor! ¿Hay qué escoger entre dos cosas, o hombres? De fijo escogen al peor. ¿Hay que hacer mal tercio a alguno? Ahí están ellas más listas que una sabandija. ¿Hay que mentir, engañar, disimular? Ahí están ellas. ¿Hay que hacer burla o escarnio? Ahí están ellas. Se equivoca la Escritura; semejantes bichos perversos no salieron de la honrada costilla de un hombre; esa costilla la cambió con disimulo Lucifer por una de las suyas. ¡Qué cuentos contra la dignidad de los hombres políticos inventan! ¡Aturde! ¡Qué traiciones fraguan en un santiamén, contra un hombre honrado! ¡Pasma! Y nosotros siempre como papanatas con la boca abierta delante de ellas, y bailándoles el agua delante. ¿Habrá zoquetes como los que vestimos por los pies? Basta ya por mi parte; es preciso poner coto a su ilimitada tiranía, locos caprichos, y tercas voluntariedades. Desde ahora hago un proyecto de ley para presentar a las Cortes contra los derechos...

-¿Los derechos de qué? -exclamó Tiburcio horripilado, horrorizado, indignado, parándose, e irguiéndose enmedio de la plaza, en que apareció a la luz de la luna como el más derecho de los derechos.

-Contra los derechos de las mujeres, -contestó a gritos Marcial-. Quiero que se les suprima el de rehusar a un hombre por cónyuge, cuando este traiga al matrimonio todas las condiciones materiales, corporales y espirituales que constituyen un marido perfecto; es decir, clase y dinero, salud y buen parecer, cualidades y capacidad.

Después que largo rato aun hubo desfogado Marcial con estos y semejantes discursos su incomodidad, le dijo Tiburcio.

-Eshtoy muy apurado, amigo Marcial, porque mi madre, esha shanta varona, me eshcribe que me vuelva al deteshtable villlorro de Villlamar donde vi la luzzz del día, y me shitia por hambre para forzzarme a shepultarme en vida como una vestal.

-¿Y no os quedáis por falta de peculio? -dijo Marcial-, pues venid mañana a casa, lo tengo fresco, os prestaré seis onzas.

-Agradeshco esa prueba de amishtad, osh daré recibo.

-Yo no tomo papeles de mis amigos, -respondió Marcial.

Efectivamente, Tiburcio había recibido pocos días antes la siguiente epístola:



Carta de Tiburcia a Tiburcio

«¿Te piensas tú, rapaz, que mi tiu Bartulumé me dejó buenos cuartos para que lus jastes, tú, viviendo con la fantesía de un marqués, mientras nusotrus trabajamus tudus comu mulus? Es verdad. Non es esu razón; asín, pues, fillo do demu, me alejraré que recibas esta con prefeuta salud, y que cun la misma te muntes en el mulu del tío Blas el arrieru y ti plantes aquí en un decir Jesús; pues si asín no lu haces a fe de Tiburcia que me plante yu en Sevilla y ante justicia, y saque de tus jarras y de las de tu padre, los cuartus que me dejú mi tiu Bartulumé, es verdad.»

No habiendo surtido esa carta el deseado efecto mediante la marea alta que el préstamo de Marcial causó en la bolsa de Tiburcio, la alcaldesa que sabía cumplir lo que prometía, se puso en marcha, sin atender a los ruegos y representaciones del alcalde, que de coraje tiró la vara.

Viose, pues, al tercer día una brillante cabalgata, atravesar las calles de Sevilla. Sobre un mulo que se había desarrollado en colosales proporciones, como planta criada en un invernáculo, estaba sujeta con buenas cinchas una albarda de una tercia de espesor, sobre la cual se abrían y cruzaban los brazos robustos de unas jamugas para recibir el abultado torso de la señora alcaldesa de Villamar, empingorotada aun por algunas almohadas. Estas, abrumadas por un peso inusitado, erizaban y abrían sus faralaes furiosamente almidonados, como abre el pavo su cola cuando se le inquieta. El mulo levantaba de cuando en cuando una oreja, y luego la otra, y luego las dos a la par, como si quisiera demostrar, que una y una hacen dos. Algunos arrieros montados sobre mulos pequeños o burros, figuraban a lo vivo los satélites de aquel astro preeminente, y lo rodeaban con toda clase de atenciones y de obsequiosos; ¡arre mula, so! Animal, maldito sea tu pelo. Ni una reina en su trono se hallaba más satisfecha que lo estaba la señá Tiburcia en el suyo con la corte que la rodeaba.

Vestía nuestra heroína con añejas reminiscencias de su país, trayendo un pañuelo encarnado liado al rededor de su cabeza, cuyos dos picos anudados formaban un tremendo rosetón sobre su sien izquierda.

Tenía puestos unos grandes y toscos zarcillos de filigrana de plata gallega. Una cinta de terciopelo negra, de la que pendía una cruz, rodeaba su cuello, que no hubiera podido un poeta moderno entusiasta de lo esbelto, de lo largo y angosto, comparar no diremos a un cuello de cisne, pero ni de pato. Pendían desde su cintura en compuestos y adecuados pliegues unas enaguas cuyos colorines parecían una cáfila de muchachos saliendo de la escuela, en lo vivos, chillones y contrapuestos, pero no cubrían los magnos pies que sólo besaban; estos con la mayor despreocupación se empingorotaban en competencia de las orejas del mulo, y parecían preguntar con arrogancia al que se acercaba demasiado, si deseaba conocer a lo que sabía un puntapié gallego. Las dos manos de la alcaldesa, que como recordará el lector, era una enemiga acérrima de los guantes, se apoyaban en su inocente desnudez primitiva, sobre los remates de los palos de sus jamugas, como la garra de un león sobre un globo. De esta manera, fuerte con su valor y con su mulo atravesó la seña Tiburcia las calles de Triana y de Sevilla, preguntó si los Humeros eran el Alcázar, el café de la Campana la Lonja, y San Andrés la Catedral, y llegó cerca de la plazuela de la Pava, donde vivía su hijo.

Al oír el tropel de las bestias, asomó Tiburcio por la reja del cuartucho bajo y húmedo en que vivía sus largas narices, y dejamos a la consideración del lector su estupefacción cuando se dio con las de su madre.

-Aquí me entru aunque no llueva, -dijo entrando marcialmente en la casa la señá Tiburcia. Soy la madre de ese rapaz para servir a Dios y a Vd., y le vengu a ponere las peras a cuartu.

La buena alcaldesa venía tan de mano armada, tan decidida a acudir a los tribunales, si su hijo no accedía a volverse con ella a Villamar, que este atolondrado por las ruidosas amenazas de su madre, y obligado por las circunstancias, partió con ella al día siguiente, renegando de la que era basta autora de sus días, y cruel autora de sus conflictos.