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Lágrimas: 26

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Lágrimas
de Fernán Caballero
Capítulo XXV

Capítulo XXV

Habiendo hecho D. Roque varias preguntas al alcalde durante el almuerzo, había venido a sacar en claro que era D. Perfecto su primo hermano. El padre de éste, que había venido a establecerse en calidad de herrero a Villamar, era montañés y del mismo pueblo que D. Roque. Todo esto lo había preguntado este al alcalde, movido a curiosidad por el apellido de Cívico, que era el de su madre. Por lo que toca a D. Perfecto, ignoraba absolutamente con quiénes habían podido casar las hermanas de su padre, y la parentela que tenía en el pueblo del nacimiento de éste.

Don Roque, que era prudentísimo en todo, no se fijaba a la ligera en ninguna resolución, y sin haber examinado antes la que iba a tomar, por todas sus fases; así fue que calló al pronto, hasta calcular si le convendría o no darse a conocer como cercano pariente.

Si bien en su vanidad y egoísmo hallaba razones para callar, había otras que lo llevaban a darse a conocer. Las cabezas bien organizadas y avezadas a los negocios, forman en poco tiempo combinaciones que admiran por notarse en ellas la vista de lince que posee el egoísmo, y la profundidad de cálculo de que puede vanagloriarse la codicia.

Cuando hubieron acabado de almorzar, y como el tiempo urgía, llamó D. Roque al Alcalde y le propuso un paseo a la playa.

-¿Sabe Vd., -le dijo, cuando estuvieron a bastante distancia para que nadie pudiese oírlos-, que somos usted y yo nada menos que primos hermanos?

-Mucho lo celebro, -respondió agradablemente sorprendido el alcalde-, ¿y cómo?...

-Mi madre, -dijo D. Roque-, era tan Cívica como usted Cívico, sino tan perfecta pues se llamaba Pétrola. ¿Nunca se la oyó Vd. nombrar a su padre?

-En defecto, recuerdo... -respondió el alcalde-, tengo una idea... Pétrola... sí, sí. Vaya, veo que está nuestra familia en camino de progreso: ya ve Vd. que yo he adelantado más que mi padre saliendo a servir, perfeccionando mi arte, casándome con una mujer de casa distinguida y bastante pudiente, y mi hijo, que tan bien ha hablado en la mesa, ha adelantado más que yo, haciendo brillantes estudios en Sevilla. Ha estado después en Madrid, en donde se lució y dejó a todos admirados con los artículos que escribió en el periódico la Víspera del día del juicio, con general aplauso. Ha visitado en Sevilla las casas más encopetadas: era su tertulia la de la Marquesa de Alocaz, y eran uña y carne mi hijo y D. Marcial*** heredero de una de las casas más nobles y poderosas de Extremadura.

-Todo me lo habéis contado ya, -dijo D. Roque-, y recontado vuestro hijo, y todo eso y nada es una misma cosa. ¿Se ha metido con todo eso un real en la faltriquera?

-No, pero...

-¿No? Pues amigo, entonces ha perdido su tiempo como un pillastre. Vd. con no haber estudiado más que la veterinaria, ha sabido más que su hijo, pues ha sabido ganar dinero, que es lo que hay que saber en este mundo: lo demás es cháchara, nada más que cháchara, y ha mostrado Vd. más juicio en casarse con esa gallegota, que le trajo dote, y es una buena mujer sana y robusta, que sabe cuidar de su casa y de sus hijos. Yo, amigo, no tuve esa suerte, me casé allá en la Habana con una doña mírame y no me toques, que no tuvo más de bueno que el dinero que trajo, y que no hizo más en su vida que quejumbrar y mimar a su hija. Ahora, pues, ¿qué va Vd. a hacer con ese gaznápiro de su hijo, que no sirve por lo visto ni para un barrido ni para un fregado?

-Un defensor de la libertad.

-Un defensor de las musarañas.

-Un tribuno.

-¿Un tribuno? ¿Y qué es un tribuno?

-El que defiende a capa y espada los derechos del pueblo.

-Por vida de sanes, primo, que me dan ganas de volverle a Vd. las espaldas e irme. ¿No hay ya bastante de esa polilla sin ese zanguango más? Abra Vd. esos ojos, hombre de Dios, y mire si el pueblo quiere para nada semejantes tribunos. Mientras más tribunos más tiene que sudar, mire Vd. la gracia que le harán; que vaya a ver si ninguno del pueblo le da un maravedí para que vaya a tribunear por su cuenta. Farsa, primo, pura farsa; ¿qué ha sacado con eso?

-Le han prometido...

-¡¡¡Sí, sí, el oro y el moro, cuando lleguen al poder; por vida de los tontos!!! Vamos, ya veo que vive Vd. aquí en Villamar como si viviese en la luna, y no sabe nada de lo que pasa por allá. Déjese Vd. de pamplinas y vengamos al caso, que el tiempo urge y tengo que volverme a Cádiz en ese vapor que pago por horas y me cuesta un sentido; además los negocios se deben discutir en breves y claras palabras. Déjese Vd. para su hijo de tribunas, diputaciones y de artículos políticos que sólo sirven a los almaceneros para cartuchos: hato de vaciedades y de patrañas que maldito si llenan los bolsillos, y sí las cabezas de viento. Le voy a ofrecer a Vd. para ese desgabilado paseante en corte de su hijo, una regencia que podrá valerle más que la que puedan haberle ofrecido de alguna audiencia territorial, y es la de la fábrica que voy a establecer en el convento.

Don Perfecto, en quien no habían dejado de hacer fuerza las razones de su primo, como tienen la suerte de hacerlo todas las razones que salen de la boca de un millonario, aunque sean menos sensatas de las que en su tosco lenguaje había vertido D. Roque, se mostró muy satisfecho de la oferta, y tanto más, cuanto que no sabía que hacer con ese hijo que ya había medio arruinado a sus padres. Pero lo que más contribuyó a la satisfacción del alcalde, fue la dulce perspectiva de reducir a silencio a su mujer, y extinguir para siempre una frase pesada, importuna, destemplada, con la que esta santa varona, como decía su hijo, golpeaba los oídos del alcalde como un martillo cuarenta veces al día, veinte a la noche, y diez y media entre sueños, y era esta: «Haber gastadu mis cuartus en facere de ese fillu miu un hulgazán! Non me lo dejú para esu mi tiu Bartulumé; es verdad.»

-Hay más, -prosiguió D. Roque-. Tengo gusto en que mi dinero no salga de mi familia, ni vaya a parar a manos de alguno de los mequetrefes de Cádiz o de los casquivanos de Sevilla, que le tienen echado el ojo; no se mirarán en ese espejo, por mi cuenta. Codiciosos, que andan lampando por un cuarto; mozalbete sin más ocupación que andar tras el peso duro sin saber ganarlo.

Don Roque se fue él solo montando de tal manera contra los imaginarios novios de su hija, que siguió en denuestos progresivos hasta terminar en, hato de pillastres.

-Ya se ve, que no se debe Vd. dejar robar, -dijo cándidamente el alcalde, que creyó había intentado despojar a D. Roque una banda de ladrones.

Este prosiguió:

-Tengo una hija única y si se porta bien ese triste varal de su hijo, casaremos a los muchachos.

Don Perfecto abrió los ojos tamaños e hizo una exclamación de júbilo: no porque fuese interesado, le halagaba más el papelonear que el dinero: pero al fin una suerte como se le brindaba a su hijo, era si no un sueño dorado, una realidad plateada, que podría en los tiempos que corren realizar el sueño.

-Pian, piano, -prosiguió D. Roque-, que no he concluido, tengo que poner mis condiciones, que sin ellas no hay nada de lo dicho.

-Sean cuales fuesen, -respondió el alcalde-, por admitidas.

-Sabrá Vd., -prosiguió D. Roque-, que mi mujer me trajo en dote cien mil duros.

-¡Cáspita! -exclamó el alcalde estupefacto.

-Corresponden además a mi hija otros cien mil de gananciales, -dijo D. Roque precipitadamente como haciendo un esfuerzo penoso.

-¡Pues no es nada! -murmuraba absorto el alcalde.

-Si quiere casarse con mi hija ese pobre vergonzante de su hijo de Vd., -siguió diciendo el fino millonario-, ha de cobrarse su dote con el convento y sus posesiones, recibiendo y atestiguando en la carta de dote como dinero metálico, la suma que en papel he desembolsado por él.

-Por de contado, -contestó el alcalde, que seducido por la suerte que se le venía a las manos a su hijo no se paraba en la infame estafa que D. Roque intentaba hacerle.

-Oblígome, -prosiguió el buen padre-, a ponerle en planta la fábrica, para que saque utilidad de esa ridícula y desproporcionada mole, por de contado a cuenta del dote.

-Como Vd. disponga, -contestó enajenado el alcalde.

-Después de esto, y de sacar los gastos de la boda, que no serán muchos, pero que siempre pesarían a Vd., porque me parece que no está muy abundante de dinero, si alguno queda, se obligará ese paseante en corte a dejarlo en mi poder sin opción a sacarlo, al tres por ciento; esto lo hago por prudencia, para que no lo malgaste.

-Conforme, -contestó D. Perfecto.

-No será mucho, porque el convento y sus posesiones me cuestan más de tres millones en papel.

-¡Es dado, señor, -exclamó el alcalde-, es quemado!...

-Mejor para Vds., -respondió el nabab-, yo no quiero ganar en él, quiero el bien de mi hija, y mirar por sus intereses. Su hijo de Vd. firmará la carta de dote, recibos, cuentas de tutela, etc., según hemos convenido.

-Mi hijo firmará como en un barbecho lo que usted le ponga delante.

-Todo esto, primo Perfecto, queda por ahora en el mayor secreto entre Vd. y yo, -dijo D. Roque.

-¡Jesús! ¿Y por qué? -exclamó el alcalde que se estaba deshaciendo por participarle todo lo ocurrido a su regañona mitad, y hacerle palpar triunfantemente dos cosas: la una, que si no hubiese sido por su obsequiosa hospitalidad, no hubiese reconocido el obsequiado en el obsequioso, su legítimo y auténtico primo hermano; la segunda, que si los cuartus del tiu Bartulumé no se hubiesen invertido en dar una brillante educación a su primogénito, no hubiese Don Roque, seducido por sus méritos exteriores y morales, pensado en elegirlo por yerno-: ¿por qué quiere usted que calle? -tornó a preguntar al futuro consuegro.

-Porque así lo exijo, -contestó éste-, y si Vd. no me promete el mayor sigilo hasta que yo disponga, no hay nada de lo dicho.

-Bien, bien, se hará como Vd. quiera.

-Mi chica está un poco mala, más de quejumbres y manías que de otra cosa; una de ellas es que le sienta mal Cádiz, y quisiera estar en Sevilla; pero es porque tiene allá un hijo de Job, un perdulario con buenas agallas, que quería meter sus uñas en mi caja: ¡ja, ja, ja, ja! Buen chasco se lleva el danzante. Dicen los médicos que la saque de Cádiz; la traeré, pues, aquí a casa de Vd. para que se mejore, que eso será tan luego como se le quite ese sin fundo de la cabeza. Si algo se dijese ahora de casorio, y dando también la maldita casualidad que su hijo de usted es más feo que un voto a Dios, tendríamos soponcios, convulsiones, desmayos, en fin todos los melindres y achaques que heredó de su madre. Aquí se esparcirá y se mejorará, y al fin se encariñará con ese redicho e inflado hijo de Vd.; horroroso es, pero en fin, a falta de pan buenas son tortas, y aquí no hay otro. Las mujeres son de los que tienen al lado, al revés de los hombres. Que la asista ese D. Juan de Dios o el diablo que almorzó ahí. Tanto sabrá, por poco que sepa, como los otros. Un sentido llevo gastado, primo, en sus visitas y en la botica; maldito si la mejoran. Es verdad también, que para curarse es preciso querer curarse, y hay mujeres que no quieren curarse, y gozan en jaropearse y en tener la cara más larga que la noche de Navidad. Pero en fin, aquí le irá bien, siempre que no la contemplen Vds. demasiado; le gusta el campo. Por de contado pagaré el pupilaje.

-¡Qué disparate! -exclamó D. Perfecto, que como hemos dicho, no era interesado, con esa espontánea cortesía y garbosidad tan indígena en el pueblo de España.

-Cuentas son cuentas, señor primo, y no se trata de que tú que no puedes me lleves a cuestas, -respondió el amable ricacho-. No será suma crecida porque la chica apenas come, pero de valdivia no... y si no, no hay nada de lo dicho. Señor alcalde, Roque la Piedra no recibe favores de nadie; sépalo usted. Dígale Vd. a ese mata sanos que si cuida bien a la chica le pagaré a peseta las visitas.

-Don Juan de Dios, -afirmó el alcalde-, no repara en el más o menos precio de las visitas para asistir bien a sus enfermos.

-Vaya, preciso es venir a este rincón, -exclamó don Roque-, para encontrar esa ave Fénix médica.

Entre las gentes ordinarias y groseras es un rasgo característico el tirarle rudas coces a los médicos, sea dicho de paso.

-Descuide Vd., -dijo el alcalde-, que desde ahora la miro como a mi hija, y nada la faltará ni echará de menos.

-Desde ahora también, -añadió D. Roque-, puede usted comprar e ir renovando para ellos alguna casa que vendan barata, y sacar para esto los materiales del convento. Póngale Vd. las losas de la iglesia en el patio. Hágale Vd. a la cocina el fogón y fregaderos con los azulejos de los claustros; a las mujeres les gustan esas menudencias y aseos. ¡Ah! Se me olvidaba, que tenga la casa su pedacillo de jardín. Le gustan las flores a la chica.

-¡Jesús! Más que sea un huerto, -contestó al alcalde alborozado-; aquí vale poco el terreno. ¡Es Vd. un buen padre, primo, en todo piensa!

Los primos se separaron contentísimos el uno del otro.

Don Roque estaba muy satisfecho y vanaglorioso con la fama que había adquirido de buen pariente y buen padre, que se ocupaba hasta minuciosamente de lo que podía ser ventajoso y agradable a su hija, y muy persuadido él mismo de merecer ese elogio; y no es él solo; hay muchos en este mundo que son perversamente malos, sin tener la conciencia de serlo.

Háblase mucho de la conciencia, sin tener presente que la conciencia supone un conocimiento o un instinto de lo bueno, y por desgracia hay seres tales, en quienes falta lo primero y no existe lo segundo. La religión enseña lo uno e inspira lo otro; cuando se desoye su voz, se pierde la conciencia, esa última áncora de salvación, ese último reflejo del sol de justicia.

Los primos volvieron de su paseo radiantes de alegría, como dos hogueras de sarmientos; ¡ya se ve! Ambos a dos acababan de plantear el mejor negocio de su vida, uno en provecho de su hijo, otro en provecho de su bolsillo.

En su acceso de franqueza, D. Roque divulgó el destino que pensaba dar al convento, y se dio a conocer a Tiburcia como su cercano pariente: pero don Perfecto, quedó grandemente chasqueado al notar que esta gloriosa nueva no pareció causar el más mínimo placer a su consorte. La gallega que, como sabemos, veía harto más allá de sus narices, y a la que se le daba un bledo del oropel, conoció desde luego, que en esta clase de relaciones, suele costarle caro el honor al que lo recibe, y no le sirve de provecho ninguno; de suerte que sólo vio por consecuencia de estos estrechos lazos, una contribución extraordinaria de hospedaje sobre su corral y despensa, que la inclinó algún tanto a las ideas de su hijo sobre la disolución de las familias, por lo cual dijo a su marido cuando don Roque se hubo ido.

-Primu, primu, el primu lu serás tú, si te metes a llenarles la barrija cada vez que vengan a ver su conventu. Non me dejú lus cuartus mi tiu Bartulumé para les dar de cumer a tus primus; es verdad.

La noticia del destino que pensaba dar su propietario al convento, se divulgó pronto por el lugar, y llegó a los oídos del comandante del fuerte de San Cristóbal, D. Modesto, el que entró aterrado por ella en casa de su patrona la maestra de amiga, conocida en el lugar con el sobrenombre de Rosa Mística. Yacía esta en cama con una leve indisposición.

Al ver su patrona la cara descomunalmente larga de D. Modesto, su mechoncito de pelo caído y lacio, sus ojos más amortiguados que nunca, se incorporó en la cama apoyándose sobre su codo, y sujetando con la otra mano sus primorosas ropas de cama contra su garganta, cuidando no estropear los faralaes de su almilla; «y bien, le dijo, ¿qué va a hacer ese usurpador profano? ¿Va a rehabilitar la iglesia y traer un capellán?»

-No, Rosita, no, -contestó suspirando el comandante.

-¿Pues qué van a hacer? D. Modesto, responda Vd. por Dios, que estoy sobre ascuas. ¿Qué van a hacer de ese santo palacio?

-Una fábrica, Rosita, -contestó en voz casi ininteligible D. Modesto.

-¡Jesús me valga! -exclamó Rosita-, ¡una fábrica del templo del Señor! ¿Y de qué?

-De fósforos, -respondió D. Modesto con apagada voz.

Rosita lanzó un grito lastimero, se dejó caer sobre sus almohadas, y su indisposición se agravó instantáneamente malignándose su calentura.