Ir al contenido

Lágrimas: 28

De Wikisource, la biblioteca libre.
Lágrimas
de Fernán Caballero
Capítulo XXVII

Capítulo XXVII

Carta de Lágrimas a Reina


VILLAMAR, 15 SETIEMBRE 1848.


«Aquí me ha traído mi padre, querida Reina, por ver si mejora mi salud, puesto que en Cádiz me he empeorado por días. Algo me he aliviado, y así podré escribirte aunque sea cada día cuatro renglones. De esta suerte mi carta será un mosaico, pero te probaré que todos los días pienso en ti. Empezaré por decirte que, si tú escribes tus cartas con la buena intención de hacerme reír, yo sin tener la misma, pues sólo quisiera hacerte llorar mi ausencia como yo lloro la vuestra, lo voy a lograr con la mía diciéndote que Tiburcio Cívico, ese Tiburcio de que tanto te reías, es mi primo.

»Estoy, pues, aquí en casa de mi tío, que es el alcalde y albéitar de Villamar, y aunque son como puedes pensar, tanto él como su mujer, que es una basta gallega, gentes muy ordinarias, son tan buenísimos, tan honrados, me cuidan tanto, que desde que salí del convento y me ausenté de tu lado, no he estado mejor. Quisieran alegrarme y distraerme: pero ¿cómo es posible alegrarme y distraerme en la ausencia de cuanto se ama? A eso me dirás, Reina mía, como en tu carta, que el olvido es un bálsamo, y el recuerdo un corrosivo; también la salud es un bálsamo y la enfermedad un corrosivo, y no está en nuestro poder ni darnos la salud, ni darnos el olvido. Pregúntaselo a él, y verás como dice eso mismo; tú hablas así, Reina mía, porque no sabes aun lo que es el querer...

»Ayer he dado un largo paseo en borrico porque todos se empeñaron en ello. Me llevaron a una altura donde está una capilla en la que está un Señor muy hermoso, que caído y con su cruz sobre el hombro tan sublime ejemplo nos da. ¡Con qué fervor, Reina mía, recé postrada a sus pies por mi madre, por ti y por él!

»Fue tanto, que cuando me levantaron, noté que no había rezado por mí. Lo sentí, porque quería haberle pedido a ese Señor, que tan milagroso es, que me diese, según fuese su voluntad, la muerte o la vida, puesto que como estoy, ni vivo ni muero, que no es vivir padecer tanto, en mi cuerpo con mis males y en mi alma con la ausencia. Pero, Reina, la muerte da horror, digan lo que quieran en su favor los que no la han visto de cerca. Haber muerto es dulce, pero el morir terrible. ¡Pensar que yaceremos fríos e inertes! ¡Qué todo cuanto vive huirá de nosotros, todo menos la horrorosa corrupción que nos devorará poco a poco! El cementerio que está ahí cerca, es bonito y tan tranquilo y risueño, como si en él descansasen sólo justos. Cubre allí la tierra sus muertos como un tapete de flores. Simpatiza conmigo la idea de que la naturaleza las produzca sobre los sepulcros: pero me choca que las planten los hombres. No es la voluntad de un mortal la que debe cubrir una tumba de flores, como no debe profanar ciertos dolores con consuelos; uno y otro debe de ser obra de Dios por medio de la naturaleza y del tiempo: las flores sobre los sepulcros y el consuelo en los corazones...

»Mi primo Tiburcio me da lástima; está desesperado aquí; llama este pueblo, que es tan bonito, un detestable villorrio; lo ha acabado de exasperar el que sus padres miren como una suerte para él e insistan en que se ponga a la cabeza de una gran fábrica de fósforos que mi padre va a establecer aquí; pero Tiburcio dice, que no es ese un puesto adecuado para él, y que le degrada, ¡cómo si el trabajo degradara a nadie! El orgullo y la vanidad tienen trastornada la cabeza a mi pobre primo, que por lo demás me parece un buen muchacho...

»Hay aquí un excelente médico que me cuida con esmero, también un comandante tan bueno y complaciente que me acompaña siempre que salgo. Ayer fue el paseo a un fuerte que mandaba; pero que se ha caído. Me gustan las ruinas, cuando no las profanan y las respetan, dejándolas a ellas buscar su mejor posición para descansar, y escribirse con yedra su epitafio; aunque repruebes los recuerdos. Reina, ellos son la yedra de una felicidad arruinada. A la vuelta vimos ponerse el sol en la mar. D. Juan de Dios, el médico, me hizo observar el magnífico espectáculo que ofrecía. Por mi parte, siempre la puesta del sol me ha dado tristeza; me parece al desaparecer, el grano de arena que cae en el gran reloj que tiene en su mano el tiempo; pero verlo ponerse en la mar me horroriza porque me parece un gran naufragio, y sus últimos pálidos rayos, un agonizante clamor por socorro...

»Te he dicho que este pueblo es bonito sin tener pretensiones de serlo; es un grupo de casas bajas rodeadas a la iglesia que descuella grave, y parece con su paz y su silencio un rebaño de fieles arrodillados al rededor de una cruz. Cerca hay un soberbio convento que ha comprado mi padre. ¿No te suena extraño al oído eso de comprar un convento como una vara de paño? No he querido ir a verlo porque me daría mucha tristeza entrar en él. ¡Silencio hosco en las bóvedas en que sonaban himnos y preces al Señor! ¡Qué dolor ver el tabernáculo en donde se entronó la Majestad, llenando de respeto, de amor y de consuelo los corazones, vacío y frío, esparcir desconsuelo y asombro! Prefiero ir al convento de Santa Ana; allí los cantos de las monjas, las flores, el incienso, las luces, los rezos de los fieles, todo consuela al corazón y redobla nuestro fervor, como en coro y acompañada se levanta la voz más firme y confiada. ¿Quieres creer que Tiburcio me hace burla por eso, y dice que sólo se va a la iglesia por curiosidad o fanatismo? Al ver mi asombro me dijo me lo enseñaría impreso. Alguna vez creo que ese muchacho que siempre está ocioso y no hace sino rabiar, va a volverse loco.

»Hemos ido algunos días ha, a la playa donde tan ásperamente vienen las aguas del mar a amargar la arena. Hay sitios en que se agolpan rocas como soldados que opusiese la tierra a la invasión del mar. Compadécenme estas rocas oscuras, mustias y taciturnas, por verlas destinadas al incesante combate, con las olas, que Dios les ha impuesto. Unas se alzan erguidas y las desafían; otras se acuestan indolentes o cansadas, dejándolas pasar sobre ellas, arrancándolas algún girón de sus pliegues, que queda en sus concavidades trasparente, manso, tranquilo como sino fuese parte de aquel furioso elemento. Trajéronme las niñas de mi tía conchitas y caracolitos de varios colores, y también estrellitas de la mar. Son muy bonitas, ¿las has visto? Mi tío dice que es una planta, y D. Juan de Dios, que es un pólipo; pero los niños dicen son estrellas del cielo que caen en el mar y se apagan.

»Cantan:

»La estrellita de la mar,
apagadita en la arena,
se cayó del cielo
y murió de pena.


»Y yo por mí creo que tienen razón.

»Hallé un hueso; lo había arrojado la mar a la playa como un despojo. Me figuré que podría ser un hueso de mi madre, y me puso esta idea tan mala que me tuvieron que traer a casa, y he estado mala más aun de lo acostumbrado estos últimos días. Pero hice que se enterrase en tierra santa ese pobre hueso que la mar arroja y la tierra rehúsa; y fue en la playa que se enterró; la Iglesia ha hecho tierra santa para los ahogados, las playas a las que los pobres cadáveres vienen a pedir sepultura. ¡A donde no extiende esta Santa Madre su mano para amparo y consuelo de sus hijos!

»Desde esta última salida sigo peor, Reina mía, y no puedo salir. Mi pobre tía me acompaña cuanto se lo permiten sus quehaceres; me cuenta las pesadumbres que le ha dado su hijo Tiburcio. No ha sido la menor el haber abandonado a una linda y excelente muchacha de aquí con quien estaba tratado de casarse; se querían desde niños y la dejó. ¿Comprendes tú eso, Reina? ¿Comprendes que el corazón se desprenda de un cariño como un árbol de una fruta pasada? Creí que era el cariño el árbol mismo que echaba cada día más profundas raíces en el corazón. Ella ha entrado de pupila en el convento de aquí; y si vieras con que desprecio habla Tiburcio de las monjas y de los conventos; voy creyendo que además de mala cabeza y malas ideas, tiene malas entrañas.

»Como nada puedo ni me dejan hacer me siento a la ventana a mirar las nubes, que son tan bonitas, que pasan sobre nosotros tan calladas, y que los hombres no notan por tanto mirar al suelo. Algunas veces cuando están altas y diáfanas, me parecen ángeles que extienden sus alas de plata sobre el azul del cielo. Otras veces, cuando las veo llegar ligeras, pararse sobre mi cabeza y echar a correr, se me figura que me dicen como tú me decías cuando niña: Ven ¿a qué no me coges? Todo recuerda las personas que se aman, Reina. El corazón en la ausencia es un reloj de repetición, al que nunca falta cuerda. Cuando vuelan las nubes rápidas y ligeras hacia Sevilla como el humo de un pebetero, quisiera poder rellenarlas de flores para que lloviesen sobre ti, y cada una te besara por mí tu frente y tus manos.

»...Ya, Reina mía, han empezado a venir las nubes negras como presentimientos que tuviese el cielo de tempestad. Estas primeras nubes se me figuran bandadas de calladas grullas que van lejos, lejos, a buscar otro cielo. Pero van tristes porque se ausentan. ¡La ausencia, Reina! La ausencia que parece un mal tan pequeño y es un dolor tan grande, tan profundo y que creo la palabra a Dios, que es la más triste de cuantas existen, y que más que en los labios de los vivos tiene su lugar sobre los mármoles de los sepulcros...

»...Ya hemos tenido temporales, Reina, ya el viento levantó su poderosa voz; esa voz que aúlla y amenaza, ya yo me deshago en mi angustia y agito en mi calentura. ¿Qué querrá el viento, Reina? ¿Qué le ha hecho la tierra que tanto la castiga? ¿Qué dice su pavorosa voz? ¡Pues algo dice! ¿Es acaso el alma de algún otro globo terrestre que ha muerto y le pide preces a éste? ¿Es el despecho de lo que no es nada y quiere ser algo? ¿En qué estriba su fuerza, y con qué boca brama? ¿Por qué prefiere la triste noche, y por qué persigue a las pobres nubes que destroza y hace llorar? Cuando lo oigo, Reina, ¡cómo va subiendo mi agitación y mi angustia! Es mi alma entonces como el barco que hace el temporal agonizar sobre las olas del mar. ¡Pobres, pobres de los que en la mar se hallan! ¿Y es acaso un consuelo hallarse uno en seguridad? No, no. Es parecida entonces la tranquilidad a un crimen contra la humanidad; si durmiese sentiría remordimientos. Todos deberían en esos casos reunirse, velar y levantar a Dios su corazón y sus manos para implorarlo en favor de los que peligran, y Dios diría; todos son mis hijos, puesto que todos son hermanos. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¡Envía el rocío a las plantas y la caridad a los corazones! Dános el pan de cada día, y perdona como perdonamos.

»...Al volver a leer lo que te escribí ayer bajo la impresión del temporal, conozco que doy lugar a que tú me riñas y la alegre Flora me embrome. Me parece oírla asegurar como otras veces hacía, que el vibrar tristemente al soplo del viento, sólo pegaba a las arpas eolias y no a las niñas bonitas, y que lo místico sólo en la letanía pega a la rosa, que en el siglo no se puede vestir de monja, llevar la espina en la frente como santa Rita, sino en el corazón y cubierta con un moño. Dile a esa alegre y festiva Flora, que en el corazón llevo una espina, y ojalá fuese la de santa Rita y que hago porque lo sea. Como estoy tan sola, desde que me aparté de todos Vds. y no me dejan ocuparme en nada, no puedo hacer otra cosa que pensar y sentir.

»Mucho ha llovido estos días. Ha sido a consecuencia de las rogativas que se hicieron. ¡Qué misericordia de Dios! ¡Oh Reina! ¡Qué fervor y qué gratitud rebosaba en todos los corazones!... Sólo el de ese desgraciado Tiburcio quedó frío y seco como lo estaba el suelo. ¿No es portentoso, Reina, cómo en nuestra época en que escasean los milagros, porque escasea la fe, se ve de continuo repetido el de enviar Dios el agua cuando se hacen rogativas? Y eso es, Reina, porque en ella pedimos, lo que Dios nos enseñó a pedirle, el pan nuestro de cada día.

»Ya el tiempo ha sentado, las nubes se han levantado y pasan tranquilas y calladas sobre la tierra sin rozarse con ella; ¡quién pudiera imitarlas! Pues hoy, Reina, me oprime una angustia terrible; había notado que las niñas de mi tía, que recién llegada aquí siempre estaban a mi lado, no venían ahora jamás a mi cuarto, porque lo creí hijo de la inconstancia natural de su edad. Pero ayer que era viernes me trajo la más pequeña un ramo de romero, y me dijo: «Toma, Lágrimas, estas matas de romero que florece todos los viernes(13), te la traigo porque sé que te gusta, y sin que lo vea mi madre, que nos ha prohibido que nos acerquemos a ti!» Diciendo esto echó a correr.

»¿Será por ventura contagioso mi mal, Reina? ¿Empezará acaso la muerte a separarme en vida de los vivos! ¿Será perjudicial mi cercanía? ¡Oh! ¡Reina, eso sería terrible! Sí, sí, cierto será. Largo rato estuve llorando; pude hacerlo sin que nadie me preguntase por qué; mis pobres tíos tienen que atender a sus quehaceres y no pueden estar a mi lado. ¡Oh, Reina, cuán triste es la vida y cuán terrible la muerte!... Siento tantos dolores en el pecho... en la cabeza... pero siempre repito como hacia mi madre,

»Abrázome con los clavos
y me reclino en la cruz
para que siempre me ampares
dulce Redentor Jesús...

LÁGRIMAS.»


Flora a Lágrimas

«Mi amada Lágrimas:

»Reina está un poco indispuesta y me encarga escribirte en su nombre. Pero es el caso que yo quiero hacerlo en el mío porque te quiero mucho, y porque soy comunicativa con las personas que amo: además tengo muchas cosas que decirte. Creo que de lo que te diga podrás sacar algún fruto, y por eso he tomado la pluma, instrumento que odio. Todas cuantas existen daría por una aguja, así como todas las espadas, inclusa la famosa de Francisco I por un abanico. Así tuviese una varita de virtud para hacer ese trueque general; ¡qué paz no gozaríamos!

»Vengamos al caso. Fabián se fue; entró en la vida activa como dice Genaro; en la positiva como diría Marcial. Pasó ese hijo de Apolo al servicio de Temis, como él decía, asegurando le parecía muy vulgar después del de Flora. Soltó las coronas de laurel por el bonete de doctor, y la lira por las pesas de la justicia como el cajero de un refino. Nos dijimos adiós como dos buenos niños que han jugado juntos las horas de asueto, y que dejan los juegos sin llorar ni rabiar para ir a la clase. Por consiguiente, no creas que voy a obsequiarte con una elegía; no, no. La elegía es un sauce llorón que me gusta mucho a orilla del río, pero que es extraña a mi pluma, que no sabe trazar un punto de admiración, ese estandarte de las declamaciones; recuso las lágrimas aunque las llame Fabián perlas del corazón, porque en este no quiero yo sino brillantes y esmeraldas. No me gustan mas lágrimas que tú. En corto tiempo se siguieron tres graves eventos. Se fue Fabián, ese ruiseñor de mi primavera, cumplí diez y ocho carnavales, y llegó aquí un primo mío, tercero o cuarto, a quien ese parentesco pareció lejano, y deseó estrechásemos más sus lazos. Si bien al pronto no correspondí a sus deseos, mi madre lo hizo por mí muy tiernamente, diciéndome de un modo espantosamente prosaico, que teniendo docena y media de años, número respetable, era tiempo de pensar en marido y no en versos. Como mi proveedor ya no podía proveerme sino de sentencias, no hallé muy descabellada la de mi madre. Desengáñate, Lágrimas, la sabiduría está en los labios de las gentes de edad, como el buen vino en las uvas maduras; no hay más acá ni más allá: las uvitas verdes no dan sino agraz para refrescar en las tardes de verano. No debemos nosotras, niñas bonitas, considerar el amor como a un guía, y seguirlo a la manera de las corridas de caballos que decía Fabián llaman los franceses carrera al campanario, proponiéndose en ellas llegar a un término en línea recta saltando barreras, atravesando arroyos, atropellando obstáculos; eso descompone, desfigura, quita la gracia suave y femenina, la frescura a la juventud, y da talante de marimacho.

»El corazón de una joven debe ser, esclavo no, dócil sí. Un marido confía más en un corazón dócil que en uno emancipado, porque la mujer que sacudió el primer freno, bien podría sacudir el segundo. Lo que agradeció el amante, cúlpalo en su fuero interno el marido; lo pasado no es garantía para el porvenir, lo que hace perder a la mujer gran parte de su prestigio, y no poca de sus derechos al respeto y confianza de su marido, y sobre todo tiene que renunciar al santo lauro de que éste la presente de modelo a sus hijas, y la madre que no pueda presentarse de modelo a sus hijas debería desear el no tenerlas. Todo esto te lo digo, mi suave y triste niña, porque nuestras posiciones tienen cierta analogía, y quiero participarte mis reflexiones y recomendarte mi ejemplo, no porque dude hagas como buena hija lo que he hecho yo; si no porque quiero que lo hagas alegremente y de corazón. Si un sacrificio se hace con el aire de una deplorada víctima pierde su mérito moral como un regalo que se hace de mala gana, así es, que desde el día que dije a mi primo que consentía en ser su compañera, me he apegado a él como a un deber, como a una esperanza, como a una felicidad, y dicen que lo merece.

»Coronan los padres la penosa tarea de la crianza de sus hijas, llevada al cabo a costa de tantos sacrificios, estableciéndolas dignamente y asegurando su suerte ¿no es la más negra ingratitud arrebatarles esa corona, que ha de acabar y premiar su obra, y disponer en tan corta edad de nosotras mismas, denegando a nuestros padres y despreciando su autoridad que Dios, la naturaleza, la razón, la gratitud y nuestro propio corazón les dan sobre nosotras? Además, Lágrimas, cree que Dios premia toda buena acción; la senda árida la siembra de flores. ¡Si vieras cuánto gozo al ver la íntima satisfacción de mis padres, nacida de su cariño hacia mí! Porque, hija mía, su presunto yerno, no sólo es un excelente sujeto, no sólo me ama con ternura, pero es también un brillante partido. De esta hecha, San Antonio, a quien mi madre pedía para mí un buen marido, desbanca en su corazón a todos los demás santos. Quiero que tú estés contenta y feliz como yo, y por eso te he escrito esta epístola, que en honor de la verdad merecía imprimirse. Abomino el egoísmo, esa atroz alcancía que si pudiese había de recoger en su seno cerrado, todos los rayos del sol y todas las flores de la tierra.

»Fabián me aplicaba una frase de un autor francés, diciendo que cada uno de mis pensamientos tenía una sonrisa; imítame, queridísima niña mía, y no des lugar a que nos aflija la idea de que cada uno de los tuyos tenga cual tu nombre Lágrimas.

»Tuya de corazón,

FLORA.»



Respuesta de Lágrimas

«Queridísima Flora:

»He recibido tu carta como recibe la humilde flor del valle el rocío que Dios la envía. ¡Qué buena eres en quererme y en acordarte de mí, tú, que tienes tantos que te rodean, a quienes querer y de quienes ocuparte!

»¡Dichosa tú mil veces, a quienes manos amantes trazan su senda y hacen dulce su deber! Tú, cual las nubes de primavera, tuviste una suave brisa para guiarlas en el azulado éter, pero nubes hay abandonadas y solas que vagan a la ventura, y que no están bastante altas para preguntar a las estrellas cuál es la senda que las lleva a su destino, ni bastante pegadas a la tierra para recibir de ella consejos. Me dirás quizás que la razón es un guía que no está tan alta como la inspiración, ni tan baja como la experiencia; Flora, la razón quiere ser seguida, y sino su poder es muy limitado.

»Me dices que te imite en tener pensamientos risueños. ¡Flora, dile a la mar que brille cuando el sol no se refleja en ella!

»Tus días, Flora, pasan sin sufrimientos y tus noches son tranquilas. Mis días, sin exceptuar uno, son un continuo padecer; mis noches, si velo, las amarga la angustia, y si duermo, la pesadilla. ¡Oh, Flora! ¡Cuán amarga es la pesadilla! Y en tanto que discurren los hombres, ¿no han podido hallar un remedio para esa espantosa congoja del espíritu? ¿Te acuerdas que Fabián nos dijo la manera que la definía un poeta inglés? No lo he olvidado: «Tuve un sueño, dice, que no está en las facultades del hombre decir lo que era este sueño; ¡no vieron jamás los ojos de los hombres, los oídos de los hombres jamás oyeron, sus manos jamás tocaron, sus sentidos no pueden concebir, ni sus palabras expresar lo que fue ese sueño!» Así, la pesadilla, cuando es horrible como las que me acongojan, debe de ser el presentimiento o el terror anticipado de las angustias y horror de los condenados. Ahora bien, Flora mía, dime ¿qué puede la razón contra los poderosos latidos del corazón, el sudor que baña la frente, la agitación y el asombro del que despierta de la pesadilla? ¿Cálmala el silencio de la noche? ¿Sosiégala la tranquilidad de esas horas muertas? ¿El convencimiento de que la causa es ilusoria?... No. Pues si nada puede la razón sobre las impresiones de las imágenes que crea la fantasía ¿qué poder ha de tener sobre las impresiones de la realidad? Flora mía, cada cual siente según el poderoso instinto que Dios puso en su corazón: en vano quisieran resistir a sus corrientes las aguas, la luz y los corazones; para unos fue su coriente una sonrisa, para otros la tristeza. A unos dijo Dios sufrid, y a otros alegraos; y a todos, venid a mí.

»¡Sé feliz, Flora mía, sé feliz cual debe serlo aquella que fue criada por el Todopoderoso, para probar a los mortales cuán fáciles son las virtudes, y cuánto embellecen y hacen amables a los que las practican, que así hacen felices, cual las flores perfuman, a cuantos le rodean, pues sólo a ti entre las mujeres, como al naranjo entre los árboles, fue dado ostentar a un tiempo sus puros y embalsamados azahares, y sus dulces y dorados frutos!

LÁGRIMAS.»