La última broma de Schopenhauer
A Schopenhauer, el huraño,
le hizo un epitafio barroco
en un cuento mordaz y extraño
Maupassant, aprendiz de loco.
Había muerto el profesor
avinagrado y pesimista;
guardaba su tez el livor
de unos reflejos amatista;
y en aquella cámara ardiente
lloraban por el corifeo
los discípulos del ingente
filósofo bilioso y feo.
Desvanecíase en sahumerio
de los espliegos la fragancia;
flotaba inquietante misterio
en el ambiente de la estancia.
Un joven a otro probaba
que de la vida el lapso es nimio.
¡Ya para siempre descansaba
Schopenhauer, cara de simio!
Mas el concurso estremeciose
con gran pavor, y no era en balde:
una sonrisa percibiose
en el difunto rostro jalde.
¿Resucitaba? ¿Sonreía?
Corrió un plural escalofrío.
El maestro la boca abría
con un gesto que daba frío.
Todos rompieron a tremar;
su pensamiento fue asaltado
por el caso de Valdemar
que Poe genial ha narrado.
Luego sintieron el crujir
de unas mandíbulas chirriantes;
¿tenían algo que decir
los muertos labios alarmantes?
De los mustios labios de Arturo
Schopenhauer brotó algo incierto:
un objeto rígido y duro
que rodó a los pies del gran muerto.
Los discípulos avanzaron
con gran temor y gran premura.
Yaciendo en el piso encontraron...
una postiza dentadura.
¡Oh, filósofo cejijunto,
maestro caduco de la zumba
que aprovechaste estar difunto
para una broma de ultratumba!
Maupassant que ganó la borla
de doctor en abracadabra,
pues vio una noche con el Horla
de Satán la pata de cabra,
sobre aquel docto cenotafio
dejó esa adelfa de amargor.
¡Fue un donoso y bello epitafio
al viejo erizo de Francfort!
Maupassant narró esta aventura;
Maupassant, dolorido y fuerte,
que fue al burdel de la Locura
a desposarse con la Muerte.