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La Alpujarra:17

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- II - Tres alpujarreños.- El Puerto de Jubiley.- Cuesta arriba.- En la cumbre.- Cuesta abajo

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Ya había salido el sol (eran las seis) cuando bajamos al soi dissant río Grande de Órgiva, desde donde saludamos a lo lejos por última vez a los buenos amigos de aquella villa.

Reducidos entonces a nuestra propia consideración, y antes de lanzar el espíritu en descubierta por el emprendido sendero, nos pasamos revista unos a otros...

Ninguna ocasión mejor, por consiguiente, para presentaros nuestros nuevos compañeros de viaje.

Eran, como si dijéramos, tres Jefes de Tribu, acompañado cada cual de alguno de sus deudos.

Al mayor de los tres Jefes lo conocíamos de antemano y le profesábamos mucho cariño. Era la persona cuyo nombre figura el primero en la dedicatoria de estas páginas; persona respetabilísima, a quien varias veces habré de mencionar, penetrado de agradecimiento, cuando hable de nuestras reiteradas idas a Murtas, su patria y habitual residencia.

El que le seguía en edad era, y es, y a Dios le pido que siga siendo dilatados años, un hermosísimo Hércules, del género aristocrático y feudal, por el estilo de los Bourgraves del drama de Víctor Hugo; pero dotado de una genialidad tan franca y atractiva, a pesar de su aspecto imponente, que a las pocas horas le hablaba yo de tú... sin darme cuenta de ello.

No vacilo en calificar al menor de los tres como uno de los hombres más cabales que andan por el mundo. A un mismo tiempo era Diputado Provincial, Cura Párroco (de la próxima villa de Albondon), y un bravo mozo del corte físico de ABEN-HUMEYA.- Como Diputado, las puertas del sufragio universal (portae inferi) no habían prevalecido contra él: como eclesiástico, había pasado por un crisol de sabiduría; es decir, por el colegio del Sacromonte de Granada; y, como andante caballero, familiarizado con montes y breñas, fue aquel día el alma y la vida de nuestra expedición.

En cuanto a los otros tres alpujarreños, repito que eran parientes de sus Jefes muy amados; y, como donde hay patrón no manda marinero, sólo añadiré acerca de ellos (y es su mayor elogio) que ninguno desmentía su casta.



Con que trotemos ya, -puesto que lo permite la ancha cuenca de este río, -y lleguemos pronto al pie de aquella montaña...

(Trotamos.)

...de aquella montaña, donde nos espera el Puerto de Jubiley, famoso por sus fragosidades...

(Tropezón.)

¡Hombre! ¿Empezamos ya?

Pues, si señor, vamos a subir al Puerto de Jubiley, y a bajarlo, poniendo así a prueba nuestras cabalgaduras.

Pero aún habremos de trepar hoy a una cordillera más elevada...

(Principiamos a vadear el río.)

Y esa cordillera más elevada... esa cordillera...- ¡Demonio de río! ¡Vaya si es impetuoso! ¡Se marea uno de mirar sus ondas!

(Salimos a la otra orilla.)

...esa cordillera más elevada que tenemos que subir es la célebre Contraviesa, espina dorsal de la Alpujarra...

(No se ve un mulo para un remedio. Todos se han quedado atrás.)

«Trotemos, pues, trotemos»... como se dice en El Desierto de Mr. David; y el que venga atrás que arree, como suele decir el vulgo...

(Trotamos.)

[...]



-Oye tú, muchacho: canta una copla. ¡Para eso te llevamos a grupas desde el río!...

-Señorito, es Semana de Pasión...

-Dice bien el muchacho: que no la cante.

-Pues no la cantes, muchacho.

-Muchacho, ¿cuántos años tienes?

-Voy a entrar en quintas, señorito.

-Y ¿de dónde eres?

-¿Yo? De aquel cortijo que están ustedes viendo. -Vaya... queden ustedes con Dios, y Dios se lo pague.- Yo tomo por esta vereda...

(El muchacho se apea, y canta a lo lejos:)


«Dame tu amor o me mato»,
dicen unos ojos negros.
Y dicen unos azules:
«Dame tu amor o me muero.»


-¡Espera, muchacho... espera!...

-¿Qué mandan ustedes?

-¿De qué color tiene los ojos tu novia?

-Ya... de ninguno.

-¿Cómo de ninguno?

-¡Ya lo creo! ¡Se murió el año pasado...

-Muchacho, anda con Dios.

Trotemos, sí, trotemos...



Pero os oigo exclamar que, trotando de este modo, vemos muy pocas cosas...

Tenéis razón: mas, ¿qué nos interesan ya ni las corrientes que atravesamos, ni las asperezas de menor cuantía en que nos metemos..., si de lo que hoy se trata, como os he dicho, es de subir, primero al Puerto de Jubiley, y después a la cumbre de la Contraviesa, y ver desde allí, de una sola ojeada, todo el ámbito alpujarreño, toda su armazón de montes, y todo lo demás que os oculto ahora para que os cause luego más sorpresa?...

¡Adelante, pues! ¡Adelante!...

Pero ¡ah! ya no se puede correr...

¿Qué digo correr? ¡Ya no se puede siquiera andar como Dios manda...

Llegó el instante de prueba.- ¡Ahora o nunca, señores caballos!

En cuanto a nosotros, recemos el Credo...

¡Ha principiado el escalamiento y asalto del Puerto de Jubiley!



¡Bravo! ¡Bravissimo! ¡Bien por los caballos!

Seguimos subiendo... Es posible subir...

¿Qué importa que los escalones sean estrechos? ¿Qué importa que los elegantes cascos de los nobles brutos no quepan en los exiguos hoyos abiertos por el pie ruin de sus enemigos? ¿Qué importa nada? ¡El valor y la inteligencia suplen por todo!

¡Ved, ved, cómo clavan en las escabrosidades de las rocas el filo de las herraduras! ¡Ved cómo tantean la peña hasta encontrar una base plana! ¡Ved cómo saltan cuando no hay otro remedio! ¡Ved con qué precisión caen donde se proponen! -¡Vítor, vítor a los herederos de Pegaso!



Pero no desconozcamos por esto que el Puerto de Jubiley se muestra también digno de su fama.

«Senda, de cuidados y martirios, que sólo frecuentan varones de gran abnegación y desprecio del mundo...» llama el gran poeta árabe Ibn-Aljathib a no sé qué camino de la Alpujarra.

Yo debo suponer que lo diría por éste.

«Montaña áspera; valles al abismo; sierras al cielo; caminos estrechos; barrancos y derrumbaderos sin salida...» dice nuestro viril Hurtado de Mendoza, describiendo la región en que hemos entrado.

¡Eso es escribir! ¡Eso es lo que se llama pintar con la pluma!


Rebelada montaña,
cuya inculta aspereza, cuya extraña
altura, cuya fábrica eminente,
con el peso, la máquina y la frente,
fatiga todo el suelo,
estrecha el aire y embaraza el suelo.


¡Por tan alta manera cantó el inmortal D. Pedro Calderón de la Barca estos mismos encumbrados breñales, en su drama Amar después de la muerte!

Y más adelante vuelve a decir:


Es por su altura difícil,
fragosa por su aspereza,
por su sitio inexpugnable
e invencible por sus fuerzas.


¡Y eso que hablaba de oídas! -Veis, pues, que no hay exageración alguna en mis encomios de la atrocidad de la Alpujarra.

Lo que no haré ahora es añadir ningún rasgo de mi humilde péñola a los inspirados y autorizadísimos que acabo de copiar.- La fotografía del Puerto queda hecha.

Diré únicamente que, en lo más terrible y dificultoso de nuestra ascensión, solíamos preguntar a los alpujarreños:

-¿Hay peor que esto en la Alpujarra?

A lo cual nos contestaban de una manera indefinible:

-Hay de todo: mejor y peor.

Es la respuesta sacramental de aquellos desheredados de la... Dirección de Obras Públicas, amantísimos de su tierra, a pesar de tantos rigores como les ofrece.

Decía Tácito, hablando de la Alemania de su tiempo: -«¿Quis porro, praeter periculum horridi et ignoti maris, Asia, aut Africa, aut Italia relicta, Germaniam preteret, informem terris, asperam caelo, tristem cultu aspectuque... nisi si patria sit?»

¡Nisi si patria sit!... -Esta frase equivale a un poema.



Llegamos, al fin, a lo alto del Puerto.

Allí volvimos los caballos y nos paramos (operaciones ambas que hubieran sido imposibles durante la subida), ansiosos de contemplar a Sierra Nevada.

La insuperable cordillera, de la cual nos tocaba entonces alejarnos, había ido surgiendo detrás de nosotros, a medida que nos elevábamos, como si, poseída de un legítimo orgullo, nos hubiera querido demostrar que nadie, por mucho que suba, puede llegar a sobrepujarla, y que, si es tolerante con los humildes y se deja tapar allá abajo por cualquier cerrillo sin malicia, es soberbia con los soberbios, y no consiente que ningún monte de sus Estados se dé aires de montaña en su presencia.

Nosotros no lo habíamos dudado nunca. Digo más: precisamente por esa razón (¿quién no ama a los soberbios?) venerábamos tanto y tanto a la que más atrás intitulé la «Madre de Andalucía»...- Y por eso también, aquella mañana, al par que rezábamos el Credo y aguantábamos como podíamos la frenética irascibilidad del Puerto de Jubiley, no habíamos desperdiciado ninguna ocasión de echar una mirada al indignado Mulhacén..., que avanzaba a caballo por la serena atmósfera, llenando de terror a todas aquellas sierrecillas de mala muerte.

Pero todavía no es tiempo de hacer la pintura del viejo rey de las montañas, ni de sus hijos, ni de su corte, ni del colosal imperio que gobierna...

Día vendrá (y será el de nuestro viaje especial a Sierra Nevada; -viaje que ha de servir de argumento a la última Parte de la presente obra) en que apreciemos en conjunto el sublime espectáculo que llega a ofrecer, más al comedio de la Alpujarra, aquella asamblea de gigantes de hielo, y en que pueda yo haceros su enumeración, medirlos uno por uno, compararlos entre sí, revelaros sus secretos, mostraros sus tesoros y poneros al cabo de todo lo que pasa por allá arriba...

Tened entre tanto paciencia, y haced, como quien dice, la vista gorda ante los prodigios parciales que nos va mostrando poco a poco el que en un tiempo llamábamos «reverso de la Sierra».

Por consiguiente... ¡marchen! -y, al marchar, sírvaos de consuelo que, si ahora no vamos a Sierra Nevada, vamos a otras muchas partes, dignas todas ellas de lo que quiera que hayáis pagado por este libro.



Vueltos otra vez los caballos al Sur, continuamos nuestra jornada.

Ni en aquella dirección, ni a los lados del desfiladero del Puerto, se veía otra cosa que una intrincada maraña de riscos, tajos y matorrales, puestos de acuerdo con bárbara ferocidad para hacer intransitable aquella altura.

La planta del hombre, ora descalza, ora con sandalia, ora con babucha, ora con alpargate, y la herradura de las bestias, ya cóncava, ya convexa, ya triangular, ya en su actual forma de arco árabe, habían necesitado siglos y siglos para trillar el exiguo sendero que nos servía de hilo de Ariadna.

Contentámonos, pues, con haber visto desde aquel cerrajoncillo, más rabioso que elevado, la banda septentrional de la Alpujarra (el resto ya lo veríamos a las pocas horas desde lo alto de Contraviesa), y principiamos a descender...

Al cruzar por enfrente del Peñón del Gallo, nos detuvimos un momento, a fin de oírlo cantar; -e incurro adrede en esta anfibología para que no sepáis si es un peñón o un gallo el que cacarea en aquel sitio.

Los alpujarreños de a pie decían que era un gallo encantado: los de a caballo que un Peñón horadado horizontalmente, enfrente del cual había un eco. Yo sólo puedo decir que lo oí cantar dos o tres veces, y que me dio calofrío.- ¡Era el cuarto gallo fantástico que me hablaba aquella mañana desde el otro mundo!

En fin: cuando ya distaríamos de Órgiva cosa de legua y media, la Sierra de Jubiley se despidió de nosotros, diciéndonos que no podía continuar más adelante, y nos depositó galantemente y con la mayor suavidad en terreno llano, -después de haber hecho todo lo posible por dejarnos sepultados en sus breñas.