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La Alpujarra:3

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El Suspiro del Moro.- Granada a lo lejos.- Adioses de Boabdil.- Palabras de Carlos V

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Cuando pasamos por la Venta del Suspiro del Moro eran las diez menos algunos minutos.

Estábamos a dos leguas y media de Granada.

Desde allí se distinguía, como desde un mirador, no sólo la ciudad, sino toda su comarca, toda su campiña, todo su cielo esplendoroso: panorama inmenso, deslumbrador, matizado de mil colores e inundado de una luz de paraíso, siquier velado en algunos puntos por tenues girones de transparente niebla, entre cuyas rotas gasas relucían las acequias y los ríos, como cintas de cristal, o salían, del seno de pardos olivares y de los pliegues de graciosas colinas, modestos campanarios y azuladas columnas de humo, marcando la situación de numerosos lugares, aldeas y caseríos...

Granada, se veía blanquear a lo lejos, tendida en los cerros umbrosos de la Alhambra y del Albaicin, como una odalisca envuelta en cándido alquicel, echada sobre oscuros almohadones... Ya no se percibían sus pormenores y detalles... Sólo se divisaba una elegante ráfaga de blancura, intensamente alumbrada por el sol, bajo el risueño azul del purísimo firmamento.

Un paso más, y todo aquel cuadro de población, de vida, de riqueza, de hermosura, de actividad humana desaparecería súbitamente.- Delante de nosotros se prolongaba, girando hacia la izquierda, un angosto pasaje, árido y feo, pedregoso y sombrío, que contrastaba de un modo horrible con la maravillosa vista que estábamos contemplando...

Aquel crítico punto era, por consiguiente, el lugar en que BOABDIL dio el supremo adiós a la ciudad en que había nacido, que había sido suya, y que no debía de volver a ver en toda su vida.



BOABDIL no llegaba del mismo Granada, sino del que había sido campamento de los cristianos; del Real de Santafé, situado en medio de la Vega.

Allí había permanecido desde la memorable mañana del 2 de Enero, en que entregó humildemente a los REYES CATÓLICOS, a las puertas de aquella capital que abandonaba para que la ocupasen ellos, las llaves de la codiciada Alhambra y el anillo real de los Alhamares...

Durante los diez o doce días transcurridos desde entonces, el infortunado descendiente de cien monarcas, tolerado huésped en las ya desiertas tiendas de sus triunfantes enemigos, había ido enviando de noche a la Alpujarra (a aquel irrisorio Señorío que le dejaban como una limosna) todas sus riquezas y equipajes, con muchos súbditos fieles, resueltos a seguir su destino...- ¡Entre tanto, D. FERNANDO Y DOÑA ISABEL, príncipes venturosos, habitaban el palacio árabe de la Alhambra, donde el GRAN CAPITÁN y otros veteranos de la Conquista traducían a las damas de la corte las inscripciones poéticas de sus afiligranados patios y camarines!



Era, pues, una mañana de mediados de Enero. La hora debía de ser entre las siete y las ocho, puesto que BOABDIL, según todos los historiadores, había salido de Santafé mucho antes de apuntar el alba, a fin de sustraer su ignominiosa partida a la humillante curiosidad de los pueblos de la Vega...

Iban con él su adusta madre, su dulce y bella esposa MORAIMA, su tierno hijo (que había estado como rehén en el campo castellano, y a quien ISABEL LA CATÓLICA llamaba el Infantico y quería mucho), una hermana, cuya figura no determinan las historias, y algunos visires, palaciegos y criados. ZORAYA, la otra viuda de MULEY HACEM, no pensó ni por un momento en acompañar a los proscritos, sino que ya se proporcionaba, para ella y para sus hijos CAD y NAZAR un porvenir mucho más cómodo en la corte de los cristianos, cuya Religión fue la primera y había de ser la última de aquella aprovechada beldad, tan conocida luego con el nombre de DOÑA ISABEL DE SOLÍS.

«Al llegar a aquella elevación (dice la Historia), BOABDIL refrenó su caballo y se detuvo embebecido mirando con emoción tristísima la ciudad de las hermosas torres, y centro en otro tiempo de su grandeza. El monarca infeliz alivió la amargura que rebosaba en su pecho derramando algunas lágrimas; y exclamando: "¡Allah Akbar! (¡Oh gran Dios!)", picó los ijares de su caballo y dio con hondos suspiros los últimos adioses a Granada.

»Se dice que AIXA, su magnánima madre, advirtió la debilidad del hijo y le reprendió diciendo: "Haces bien en llorar como mujer, ya que no has tenido valor para defenderte como hombre..."»


[...]
y mirando colérica a Granada,
huyó vencida, pero no domada.-


Como el reo de muerte que a la vida
y al sol y al cielo con afán profundo
da el adiós de suprema despedida...
así BOABDIL, lanzado de aquel mundo
en que dejaba su ilusión querida,
«¡Adiós!» dijo con aye moribundo;
e inclinando la frente sobre el pecho,
huyó también, en lágrimas deshecho...
Y tras él, en confuso torbellino
partieron todos; y del sol la lumbre
vio, de polvo entre un ancho remolino,
desbocada correr de cumbre en cumbre,
huyendo de su lóbrego destino,
a aquella fastuosa muchedumbre,
a quien la desventura daba en arras
un rincón en las agrias Alpujarras.



Estos antiguos versos míos (que estoy muy lejos de admirar) representan en este libro, no un ardid de mi pereza, sino un principio artístico y literario, que no deja de ser honesto, en virtud del cual me ha repugnado tratar dos veces un mismo asunto.

Y es que detesto las variaciones y las variantes. Para mí, los músicos que escriben dos o tres arias de tenor, a escoger, para una misma ópera, demuestran que no han sentido verdaderamente ninguna.- Es convertir el arte en oficio.

Y lo mismo digo de las segundas nupcias... de las mujeres.

Pero volvamos al Suspiro del Moro.



Cuenta Fray Prudencio de Sandoval en su Historia del Emperador Carlos V, que cuando éste fue a Granada, en Junio de 1526, y vio la Alhambra por vez primera, exclamó generosamente:

-«¡Desdichado el que tal perdió!»

Y refiere Fray Antonio de Guevara, en sus Epístolas familiares, que, como él entonces le narrase cuánto gimió BOABDIL en aquella loma a que sus suspiros dieron nombre, y el duro apóstrofe de la implacable AIXA, el César replicó:

-«Muy gran razón tuvo la madre del Rey en decir lo que dijo, y ninguna tuvo el Rey su hijo en hacer lo que hizo; por que, si yo fuera él, o él fuera yo, antes tomara esta Alhambra por sepultura, que no vivir sin reino en el Alpujarra».

Admirablemente hablado. Es muy verdad: BOABDIL no supo caer, lo cual es tanto más imperdonable, cuanto que al cabo demostró que sabía morir.

Pero, pésele a CARLOS V, a las Artes y a las Letras, AIXA no tuvo razón para acusar a su hijo de no haber sabido defender su reino.

Él lo había defendido espada en mano en cien combates, hasta que las discordias intestinas de su familia y de sus súbditos, atizadas precisamente por la misma rencorosa AIXA, así como el alternado auxilio que cada bando moro prestaba al ejército cristiano, le hicieron desesperar de la victoria y sacrificarse para terminar la guerra. -Suum cuique.

De todos modos, al perder nosotros de vista aquella mañana el cielo granadino, y considerar la infinita angustia con que el infeliz agareno le daría el postrer adiós, sólo tuvimos entrañas para compadecer su desdicha, fuesen cualesquiera sus delitos y los de su raza, que diría a este propósito un escritor transcendental, y prescindiendo también (momentáneamente) del derecho histórico, del interés patrio y de la conveniencia particular que asistían a sus vencedores...

Porque en aquel trance fatal (lo repito en prosa) el destronado y proscrito Rey se nos representaba como el condenado a muerte que, lleno de vida y juventud, hace un alto en las gradas del patíbulo y se despide para siempre de la luz del día y de todas las esperanzas que acarició en el mundo...

BOABDIL tenía entonces treinta años.