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La Alpujarra:36

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Sexta parte

La Semana Santa en Sierra Nevada


- I - Lunes Santo.- Descansamos en Albuñol.- Cosas de la Luna.- Martes Santo.- Nos trasladamos a Murtas.- Preparativos para la peregrinación a Sierra Nevada

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«Día de mucho, víspera de nada», dice el adagio; y, en efecto, el día que se siguió a nuestra inolvidable correría por la orilla del mar constituye una especie de entreacto en la presente historia.

Por varias razones; por ser la clásica festividad de la Encarnación del Señor; por estar cansadísimos de tres jornadas consecutivas, y porque éranos indispensable preparar nuestro espíritu, nuestro cuerpo y nuestros caballos para la solemne expedición a los pueblos de Sierra Nevada, dedicamos aquel día al reposo, y a ordenar y guardar en el archivo de la memoria todo lo que hasta entonces habíamos visto y sentido en la Alpujarra.

Con esto; con oír misa; con rehabilitar al viejo ex-carabinero, y con dar un paseo a pie por la rambla, se nos fueron sin sentir las horas del 25 de marzo del año de gracia 1872. dejándonos ya que no recuerdos de exorbitantes aventuras, la plácida memoria de una paz y una tranquilidad impropias de esta desdichada vida.

Por último: a la noche nos obsequió el cielo con una magnífica tempestad, que duró desde las siete hasta las diez, y cuyos majestuosos truenos, repetidos por todos los montes y valles de la Contraviesa en retumbantes y prolongados ecos, simulaban el cañoneo más espantoso de que pueden tener idea los nacidos.

Era la propia tormenta que conjuró la noche anterior la súbita salida de la Luna...- Por lo visto, los enconados elementos habían vuelto a encontrarse de manos a boca; y, no llegando esta vez la Tiple de los cielos a punto de meterse por medio y poner paz, habían desnudado los aceros y trabado aquella descomunal contienda...

Yo no sé quién saldría vencedor, ni si llegaría a morir alguno de ellos.- Lo que sé es que, cuando nos acostamos, todo había concluido... El más profundo silencio reinaba en la naturaleza, turbado solamente por el oficioso lloriqueo de las chorreras que afluyen a la Rambla, y la Luna se paseaba con la mayor calma por las soledades del ya despejado firmamento, sin darse por entendida de lo que había pasado.- ¡Y eso que el mar había sido uno de los combatientes! ¡Eso que el mar es su amante, como sabe todo el mundo! ¡Eso que la muy taimada había presenciado el fin de la refriega, oculta detrás de un cortinaje de nubes! ¡Eso que probabilísimamente ella habría tenido la culpa de todo!...- Pero la Luna es la Luna.

Y no recuerdo más del LUNES SANTO.



La Iglesia, por su parte, había conmemorado aquella mañana, en el Evangelio de la Misa, una de las últimas escenas de la vida del SALVADOR, -vida que ya tocaba a su fin mortal, a su complemento entre los hombres.

Y nosotros, a fuer de cristianos, obligados, aunque estuviésemos de viaje, a meditar en los Misterios de la solemne Semana que había dado principio, nos detuvimos y deleitamos mucho en aquella conmemoración.

He aquí las palabras de San Juan:

«JESÚS, seis días antes de la Pascua, vino a Bethania, en donde había muerto Lázaro, al que JESÚS resucitó.

»Y le dieron allí una cena: y Martha servía, y Lázaro era uno de los que estaban sentados con él a la mesa.

»Entonces María tomó una libra de ungüento de nardo puro de gran precio, y ungió los pies de JESÚS, y le enjugó los pies con sus cabellos, y se llenó la casa del olor del ungüento».


Y, a la noche, hojeando el Nuevo Testamento, leímos en el Evangelio de San Lucas aquel otro suceso tan análogo, ocurrido con cuatro días de anterioridad, y no casa de Lázaro, sino casa de Simón el Leproso.

«Y una mujer pecadora que había en la ciudad, cuando supo que estaba (JESÚS) a la mesa en casa del Fariseo, llevó un vaso de alabastro, lleno de ungüento.

»Y poniéndose a sus pies en pos de él, comenzó a regarle con lágrimas los pies, y los enjugaba con los cabellos de su cabeza, y le besaba los pies, y los ungía con el ungüento.

»Y cuando esto vio el Fariseo que le había convidado, dijo entre sí mismo: Si este hombre fuera profeta, bien sabría quién y cuál es la mujer que le toca: porque pecadora es.

»Y JESÚS le respondió...

»-Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta. Mas como no tuviesen de qué pagarle, se los perdonó a entrambos... Por lo cual te digo que perdonados le son a ésta sus muchos pecados, porque amó mucho.

»Y dijo a ella: Perdonados te son tus pecados».


Quien podía saberlo nos manifestó entonces que, según San Agustín, San Bernardo y otros Santos Padres, esta cena y esta mujer fueron las mismas de que habla San Juan, y a que se refiere San Marcos cuando dice:

«Llegó una mujer que traía un vaso de alabastro de ungüento muy precioso de nardo espique, y quebrando el vaso, derramó el bálsamo sobre su cabeza.

»Y algunos de los que había allí, lo llevaban muy a mal entre si mismos, y decían: ¿A qué fin es este desperdicio de ungüento?

»Pues pudiera venderse este ungüento por más de trescientos denarios, y darse a los pobres. Y bramaron contra ella.

»Mas JESÚS dijo:

»-Dejadla. ¿Por qué la molestáis? Buena obra ha hecho conmigo.

»Porque siempre tenéis pobres con vosotros: y cuando quisiereis, les podéis hacer bien; mas a mí no siempre me tenéis.

»Hizo esta lo que pudo: se adelantó a ungir mi cuerpo para la sepultura».


Finalmente: el Teólogo que dirigía aquel piadoso estudio, lo terminó con las siguientes palabras:

-San Agustín y otros Doctores de la Iglesia opinan que la hermana de Lázaro de que habla San Juan, la mujer pecadora a que se refiere San Lucas, y la mujer innominada e incalificada de que hacen mención San Marcos y San Mateo, son una sola persona, a saber: María de Magdalo, la pecadora arrepentida que siguió a Jesucristo desde Galilea a Jerusalén y presenció su muerte en unión de María Santísima y de María de Cleofas. En compensación, otros Santos Padres creen que las Cenas fueron dos; dos las mujeres que ungieron a Jesús con bálsamo de espiga de nardo, y ninguna de ellas la Magdalena; -pero los artistas y poetas han optado siempre en sus obras por la interpretación de San Agustín.



El MARTES SANTO fue también día de pocos acontecimientos, o mejor dicho, de pocas novedades; pero fuelo, en cambio, de grande, emoción y de inmensa expectativa en las filas expedicionarias...- ¡Era la víspera de la excursión a Cádiar, y del asalto a la Sierra!

A fin de emprender esta excursión y este asalto desde más cerca y con más horas útiles a nuestra disposición, aquel día nos trasladamos a Murtas.- Así quitábamos de en medio tres leguas que nos eran conocidas, e íbamos a dormir, como quien dice, a la frontera de lo desconocido.

No tengo, pues, para qué referir aquel nuestro segundo viaje de Albuñol a Murtas, el más tranquilo, descansado y racional de cuantos realizamos en la Alpujarra.- Básteos saber que lo emprendimos a una hora muy cómoda; que caminamos al paso que quisieron las bestias, y que no nos salieron al encuentro ni los moriscos, ni los historiadores, ni los prehistóricos habitantes de la Cueva de los Murciélagos.

En cambio, vimos por doquier las huellas de la horrible tempestad de la noche anterior.

El día estaba regular, pero se nublaba a veces...; y aquellos nublos parecían síncopes de la naturaleza, -reminiscencias de su último sobresalto.

En las Angosturas notamos señales de haber pasado por allí mucha agua...- ¡¡Todavía daban miedo!! -Olían como a pólvora.

La Encina Visa había perdido bastantes hojas y parte de una rama durante la tormenta...- ¡La pobre no está ya para tales jaleos!

El intrépido mar, a la distancia que lo divisamos desde aquellas alturas, nos pareció dormido. Se hallaría descansando de la batalla.

El viento no respiraba siquiera...- Por lo visto, él había sido el muerto.- No se movía el elemento..., como suele decirse en aquel país.

En cuanto a la Sierra... ¡ah! la Sierra, habíase vestido de limpio para recibirnos en toda regla al día siguiente.- Estaba, sí, recién nevada, y sus faldas de encaje bajaban hasta los pueblos en que debíamos andar las Estaciones el Jueves Santo...

Pero a propósito de faldas:

Aquel día iban con nosotros (en lugar de graves señores como otras veces) dos o tres gallardos mancebos de Albuñol, en estado de merecer, los cuales llevaban en el ojal las primeras rosas de olor de la costa, -destinadas, según entendimos, a tal y cual señorita de Murtas y de Sierra Nevada.

No tengo más que decir. Apreciad vosotros ahora, según vuestra edad, vuestro sexo y el estado sanitario de vuestra alma, todo el simbolismo de aquel mensaje que le enviaba la primavera al invierno; todo lo expresivo y tierno de aquel regalo que iban a hacer los ribereños del mar a las hijas de las perpetuas nieves; todo lo que significaban aquellas flores en manos de la gentil adolescencia...

Consuélense, pues, los viejos... y los filósofos... y los desgraciados.- El mundo no lleva trazas de acabarse.- Afortunadamente para la poesía, para el Arte, para la propagación de nuestra especie y para la guerra, siempre habrá jóvenes nuevos, y por consiguiente amadas nuevas, nuevos madrigales, nuevos idilios, nuevos amorcillos que pintar, nuevas Venus que esculpir, nuevos casamientos y nuevos bautizos a que ser convidados, y nuevos mozos que entren en quintas cuando determine la ley.

Alguien lo ha dicho:


Por mucha gente que muera
desengañada de amores,
tendrá cada primavera
tantos pájaros y flores
como tuvo la primera.
[...]



Al oscurecer llegamos a Murtas.

Ya estaban allí, procedentes de sus respectivos pueblos, otros amigos que debían también formar parte de la expedición a Cádiar y a la Sierra...

-En la Sierra está nevando, -nos dijeron; -pero el Sol se ha puesto por claro, y mañana hará buen día.

A cuál noticia era mejor.

En Murtas nos aguardaba además, como siempre, la inagotable bondad de aquella obsequiosa familia que ya nos había albergado otras dos noches bajo su techo.- Pasamos, pues, las horas de la velada en la grata compañía de tanto buen amigo, y disponiéndolo y concertándolo todo para emprender la marcha a la mañana siguiente muy temprano; -después de lo cual, dimos fondo en el Puerto del Sueño..., situado entre el Continente del Olvido y la Isla de la Locura.

Desembarcaron luego, en ésta nuestras almas, y allí anduvieron vagando hasta el amanecer, al arbitrio de los fantasmas y los monstruos que la pueblan; quién de nosotros luchando con una pesadilla, negra como las panteras de Java; quién hablando con sus muertos queridos; quién persiguiendo ensueños de gloria, de justicia y de felicidad; quién en plácido coloquio con el dulce objeto de un amor imposible; quién, en fin, departiendo con la benigna muerte, al otro lado de la tumba, acerca de las cosas que no se le alcanzaron en este globo llamado La Tierra como pudiera haberse llamado El Agua, o La Piedra, o Joaquina, o California, -y al que Dios sabe cómo denominarán los habitantes de Venus..., si los tiene...

Quiero decir que nos dormimos y soñamos.



Pero antes de dormir y de soñar, cumplimos nuestros deberes de cristianos leyendo el Evangelio de aquel segundo día de Semana Santa.

La parte propia del Martes Santo, era este melancólico pasaje:

«Y el primer día de los Ázimos, cuando sacrificaban la Pascua, le dicen sus Discípulos: -¿Dónde quieres que vayamos a disponerte para que comas la Pascua?

»Y envía dos de sus Discípulos y les dice: -Id a la ciudad, y encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua: seguidle.

»Y en donde quiera que entrare, decid al dueño de la casa: El Maestro dice: ¿Dónde está el aposento en donde he de comer la Pascua con mis discípulos?

»Y él os mostrará un cenáculo grande, aderezado: disponed allí para nosotros»


(San Marcos, cap. XIV.)


[...]

¡Con qué majestad y con qué sencillez a un mismo tiempo se iba preparando la epopeya de los siglos!

«Esta mujer ha ungido mi cuerpo para la sepultura», había dicho JESÚS a los Apóstoles el día precedente...

Aquel día señalaba el lugar en que debía notificarles su Sacrificio y hacerles donación de su Cuerpo y su Sangre.