La Batalla de los Arapiles/XXIV

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XXIV

-¿Qué hace usted? -preguntó con estupor un hombre a quien vi delante de mí, y que alumbraba el angosto portal con su linterna.

-Salvarme y salvar a esta señora -respondí atendiendo a los pasos que un rato después de nuestra entrada sonaban en la calle, fuera de la puerta-. La patrulla se detiene...

-Ahora examina el cuerpo...

-No nos han visto entrar...

-Pero, o yo estoy tonto, o es Araceli el que tengo delante -dijo aquel hombre, el cual no era otro que Santorcaz.

-El mismo, Sr. D. Luis. Si su intento es denunciarme, puede hacerlo entregándome a la patrulla; pero ponga usted en lugar seguro a esta señora hasta que pueda salir libremente de Salamanca... Todavía están ahí -añadí con la mayor agitación-. ¡Cómo gruñen!... parece que recogen el cuerpo... ¿Estará muerto o tan sólo herido?...

-Se marchan -dijo Athenais-. No nos han visto entrar... Creerán que ha sido una pendencia entre soldados, y mientras aquellos pícaros no expliquen...

-Adelante, señores -dijo Santorcaz con petulancia-. El primer deber del hijo del pueblo es la hospitalidad, y su hogar recibe acuantos han menester el amparo de sus semejantes. Señora, nada tema usted.

-¿Y quién os ha dicho que yo temo algo? -dijo con arrogancia miss Fly.

-Araceli, ¿eres tú quien me echaba la puerta abajo hace un momento?

Vacilé un instante en contestar, y ya tenía la palabra en la boca, cuando miss Fly se anticipó diciendo:

-Era yo.

Santorcaz después de hacer una cortesía a la dama inglesa, permaneció mudo y quieto, esperando oír los motivos que había tenido la señora para llamar tan reciamente.

-¿Por qué me miráis con la boca abierta? -dijo bruscamente miss Fly-. Seguid y alumbrad.

Santorcaz me miró con asombro. ¿Quién le causaría más sorpresa, yo o ella? A mi vez yo no podía menos de sentirla también, y grande, al ver que el jefe de los masones nos recibía con urbanidad.

Subimos lentamente la escalera. Desde esta oíanse ruidosas voces de hombres en lo interior de la casa. Cuando llegamos a una habitación desnuda y oscura, que alumbró débilmente la linterna de Santorcaz, este nos dijo:

-¿Ahora podré saber qué buscan ustedes en mi casa?

-Hemos entrado aquí buscando refugio contra unos malvados que querían asesinarnos. Mi deseo es que oculte usted a esta señora si por acaso insistieran en perseguirla dentro de la casa.

-¿Y a ti? -me preguntó con sorna.

-Yo estimo mi vida -repuse- y no quisiera caer en manos de Jean-Jean; pero nada pido a usted, y ahora mismo saldré a la calle, si me promete poner en seguridad a esta señora.

-Yo no abandono a los amigos -dijo Santorcaz con aquella sandunga y marrullería que le eran habituales-. La dama y su galán pueden respirar tranquilos. Nadie les molestará.

Miss Fly se había sentado en un incómodo sillón de vaqueta, único mueble que en la destartalada estancia había, y sin atender a nuestro diálogo, miraba los dos o tres cuadros apolillados que pendían de las paredes, cuando entró la criada trayendo una luz.

-¿Es esta vuestra hija? -preguntó vivamente la inglesa clavando los ojos en la moza.

-Es Ramoncilla, mi criada -repuso Santorcaz.

-Deseo ardientemente ver a vuestra hija, caballero -dijo la inglesa-. Tiene fama de muy hermosa.

-Después de lo presente -dijo el masón con galantería- no creo que haya otra más hermosa... Pero volviendo a nuestro asunto, señora, si usted y su esposo desean...

-Este caballero no es mi esposo -afirmó miss Fly sin mirar a Santorcaz.

-Bien; quise decir su amigo.

-No es tampoco mi amigo, es mi criado -dijo la dama con enojo-. Sois en verdad impertinente.

Santorcaz me miró, y en su mirada conocí que no daba fe a la afirmación de la dama.

-Bien... ¿Usted y su criado piensan permanecer en Salamanca?...

-No, precisamente lo que queremos es salir sin que nadie nos moleste. No puedo realizar el objeto que me trajo a Salamanca y me marcho...

-Pues a entrambos sacaré de la ciudad antes del día -dijo Santorcaz- porque estoy preparándolo todo para salir a la madrugada.

-¿Y lleváis a vuestra hija? -preguntó con gran interés miss Fly.

-Mi hija me ama tanto -respondió el masón con orgullo- que nunca se separa de mí.

-¿Y a dónde vais ahora?

-A Francia. No pienso volver a poner los pies en España.

-Mal patriota sois...

-Señora... dígame usted su tratamiento para designarle con él. Aunque hijo del pueblo y defensor de la igualdad, sé respetar las jerarquías que establecieran la monarquía y la historia.

-Decidme simplemente señora, y basta.

-Bien, puesto que la señora quiere conocer a mi hija, se la voy a mostrar -dijo Santorcaz-. Dígnese la señora seguirme.

Seguímosle, y nos llevó a una sala, compuesta con más decoro que la que dejábamos e iluminada por un velón de cuatro mecheros. Ofreció el anciano un asiento a la inglesa, y luego desapareció volviendo al poco rato consu hija de la mano. Cuando la infeliz me vio, quedose pálida como la muerte, y no pudo reprimir un grito de asombro que por su intensidad, parecía de miedo.

-Hija mía, esta es la señora que acaba de llegar a casa pidiéndome hospitalidad para ella y para el mancebo que la acompaña.

Inés estaba como quien ve fantasmas. Tan pronto miraba a miss Fly como a mí, sin convencerse de que eran reales y tangibles las personas que tenía delante. Yo sonreía tratando de disipar su confusión con el lenguaje de los ojos y las facciones; pero la pobre muchacha estaba cada vez más absorta.

-Sí que es hermosa -dijo miss Fly con gravedad-. Pero no quitáis los ojos de este joven que me acompaña. Sin duda le encontráis parecido a otro que conocéis. Hija mía, es el mismo que pensáis, el mismo.

-Sólo que este perillán -dijo Santorcaz sacudiéndome el brazo con familiaridad impertinente- ha cambiado tanto... Cuando era oficial se le podía mirar; pero después que ha sido<A HREF="void(null);" onClick="('#N_5_','notas',).()">5 expulsado del ejército por su cobardía y mal comportamiento y puéstose a servir...

Tan grosera burla no merecía que la contestase, y callé, dejando que Inés se confundiese más.

-Caballero -dijo miss Fly con enojo volviéndose hacia Santorcaz- si hubiera sabido que pensabais insultar a la persona que me acompaña, habría preferido quedarme en la calle. Dije que era mi criado; pero no es cierto. Este caballero es mi amigo.

-Su amigo -añadió D. Luis-. Justo, eso decía yo.

-Amigo leal y caballero intachable, a quien agradeceré toda la vida el servicio que me ha prestado esta noche exponiendo su vida por mí.

Nueva confusión de Inés. Mudaba de color su alterado semblante a cada segundo, y todo se le volvía mirar a la inglesa y a mí, como si mirándonos, leyéndonos, devorándonos con la vista, pudiera aclarar el misteriosísimo enigma que tenía delante.

La venganza es un placer criminal, pero tan deleitoso que en ciertas ocasiones es preciso ser santo o arcángel para sofocar esta partícula, para extinguir esta pavesa de infierno que existe en nuestro corazón. Así es que sintiendo yo en mí la quemadura de aquel diabólico fuego del alma que nos induce a mortificar alguna vez a las personas que más amamos, dije con gravedad:

-Señora mía, no merecen agradecimiento acciones comunes que son un deber para todas las personas de honor. Además, si se trata de agradecer, ¿qué podría decir yo, al recordar las atenciones que de usted he merecido en el cuartel general aliado, y antes de que viniésemos ambos a Salamanca?

Miss Fly pareció muy regocijada de estas palabras mías, y en su mirada resplandeció una satisfacción que no se cuidaba de disimular. Inés observaba a la inglesa, queriendo leer en su rostro lo que no había dicho.

-Señor Santorcaz -dijo la Mosquita después de una pausa- ¿no pensáis en casar a vuestra hija?

-Señora, mi hija parece hasta hoy muy contenta de su estado y de la compañía de su padre. Sin embargo, con el tiempo... No se casará con un noble; ni con un militar, porque ella y yo aborrecemos a esos verdugos y carniceros del pueblo.

-Podemos darnos por ofendidos con lo que decís contra dos clases tan respetables -repuso con benevolencia miss Fly-. Yo soy noble y el señor es militar. Con que...

-He hablado en términos generales, señora. Por lo demás, mi hija no quiere casarse.

-Es imposible que siendo tan linda no tenga los pretendientes a millares -dijo miss Fly mirándola-. ¿Será posible que esta hermosa niña no ame a nadie?

Inés en aquel instante no podía disimular su enojo.

-Ni ama ni ha amado jamás a nadie -contestó oficiosamente su padre.

-Eso no, Sr. Santorcaz -dijo la inglesa-. No tratéis de engañarme, porque conozco de la cruz a la fecha la historia de vuestra adorada niña, hasta que os apoderasteis de ella en Cifuentes.

Inés se puso roja como una cereza, y me miró no sé si con desprecio o con terror. Yo callaba, y midiendo por mi propia emoción la suya, decía para mí con la mayor inocencia: «La pobrecita será capaz de enfadarse».

-Tonterías y mimos de la infancia -dijoSantorcaz, a quien había sabido muy mal lo que acababa de oír.

-Eso es -añadió la inglesa señalando sucesivamente a Inés y a mí-. Ambos son ya personas formales, y sus ideas así como sus sentimientos han tomando camino más derecho. No conozco el carácter y los pensamientos de vuestra encantadora hija; pero conozco el grande espíritu, el noble entendimiento del joven que nos escucha, y puedo aseguraros que leo en su alma como en un libro.

Inés no cabía en sí misma. El alma se le salía por los ojos en forma de aflicción, de despecho, de no sé qué sentimiento poderoso, hasta entonces desconocido para ella.

-Hace algún tiempo -añadió la inglesa- que nos une una noble, franca y pura amistad. Este caballero posee un espíritu elevado. Su corazón, superior a los sentimientos mezquinos de la vida ordinaria, arde en el deseo fogoso de una vida grandiosa, de lucha, de peligro, y no quiere asociar su existencia a la menguada medianía de un hogar pacífico, sino lanzarla a los tumultos de la guerra, de la sociedad, donde hallará pareja digna de su alma inmensa.

No pude reprimir una sonrisa; pero nadie, felizmente, a no ser Inés que me observaba, advirtió mi indiscreción.

-¿Qué decís a esto? -preguntó Athenais a mi novia.

-Que me parece muy bien -contestó allá como Dios le dio a entender, entre atrevida y balbuciente-. Cuando se tiene un alma de talinmensidad, parece propio afrontar los peligros de una patrulla, en vez de llamar a la primera puerta que se presenta.

-Ya comprenderá usted, señora -dijo don Luis- que mi hija no es tonta.

-Sí; pero lo sois vos -contestó desabridamente miss Fly.

Y diciéndolo, en la casa retumbaron aldabonazos tan fuertes como los que nosotros habíamos dado poco antes.

-¡La patrulla! -exclamé.

-Sin duda -dijo Santorcaz-. Pero no haya temor. He prometido ocultar a ustedes. Si manda la patrulla Cerizy, que es amigo mío, no hay nada que temer. Inés, esconde a la señora en el cuarto de los libros, que yo archivaré a este sujeto en otro lado.

Mientras Inés y miss Fly desaparecieron por una puerta excusada, dejeme conducir por mi antiguo amigo, el cual me llevó a la habitación donde por la mañana le había visto, y en la cual estaban aquella noche y en aquella ocasión cinco hombres sentados alrededor de la ancha mesa. Vi sobre esta libros, botellas y papeles en desorden, y bien podía decirse que las tres clases de objetos ocupaban igualmente a todos. Leían, escribían y echaban buenos tragos, sin dejar de charlar y reír. Observé además que en la estancia había armas de todas clases.

-Otra vez te atruenan la casa a aldabonazos, papá Santorcaz -dijo, al vernos entrar, el más joven, animado y vivaracho de los presentes.

-Es la ronda -respondió el masón-. A ver dónde escondemos a este joven. Monsalud, ¿sabes quién manda la ronda esta noche?

-Cerizy -contestó el interpelado, que era un joven alto, flaco y moreno, bastante parecido a una araña.

-Entonces no hay cuidado -me dijo-. Puedes entrar en esta habitación y esconderte allí, por si acaso quiere subir a beber una copa.

Escondido, mas no encerrado, en la habitación que me designara, permanecí algún tiempo, el necesario para que Santorcaz bajase a la puerta, y por breves momentos conferenciase con los de la ronda, y para que el jefe de esta subiese a honrar las botellas que galantemente le ofrecían.

-Señores -exclamó el oficial francés entrando con Santorcaz- buenas noches... ¿Se trabaja? Buena vida es esta.

-Cerizy -replicó el llamado Monsalud llenando una copa-, a la salud de Francia y España reunidas.

-A la salud del gran imperio galo-hispano -dijo Cerizy alzando la copa-. A la salud de los buenos españoles.

-¿Qué noticias, amigo Cerizy? -preguntó otro de los presentes, viejo, ceñudo y feo.

-Que el lord está cerca... pero nos defenderemos bien. ¿Han visto ustedes las fortifícaciones?... Ellos no tienen artillería de sitio... El ejército aliado es un ejército pour rire...

-¡Pobrecitos! -exclamó el viejo, cuyonombre era Bartolomé Canencia-. Cuando uno piensa que van a morir tantos hombres... que se va a derramar tanta sangre...

-Señor filósofo -indicó el francés- porque ellos lo quieren... Convenced a los españoles de que deben someterse...

-Descanse usted un momento, amigo Cerizy.

-No puedo detenerme... Han herido a un sargento de dragones en esta calle...

-Alguna disputa...

-No se sabe... los asesinos han huido... Dicen que son espías.

-¡Espías de los ingleses!... Si Salamanca está llena de espías.

-Han dicho que un español y una inglesa... o no sé si un inglés acompañado de una española... Pero no puedo detenerme. Se me mandó registrar las casas... Decidme: ¿no hay logia esta noche?

-¿Logia? Si nos marchamos...

-¿Se marchan? -dijo el francés-. Y yo que estaba concluyendo a toda prisa mi Memoria sobre las distintasformas de la tiranía.

-Léasela usted a sí propio -indicó el filósofo Canencia-. Lo mismo me pasará a mí con mi Tratado de la libertad individual y mi traducción de Diderot.

-¿Y por qué es esa marcha?

-Porque los ingleses entrarán en Salamanca -dijo Santorcaz- y no queremos que nos cojan aquí.

-Yo no daría dos cuartos por lo que mequedara de pescuezo después de entrar los aliados -advirtió el más joven y más vivaracho de todos.

-Los ingleses no entrarán en Salamanca, señores -afirmó con petulancia el oficial.

Santorcaz movió la cabeza con triste expresión dubitativa.

-Y pues así echan ustedes a correr, desde que nos hallamos comprometidos, Sr. Santorcaz -añadió Cerizy con la misma petulancia y cierto tonillo reprensivo-, sepan que en el cuartel general de Marmont no estarán los masones tan seguros como aquí.

-¿Que no?

-No: porque no son del agrado del general en jefe que nunca fue aficionado a sociedades secretas. Las ha tolerado porque era preciso alentar a los españoles que no seguían la causa insurgente; pero ya sabe usted que Marmont es algobigot.

-Sí...

-Pero lo que no sabe usted es que han venido órdenes apremiantes de Madrid para separar la causa francesa de todo lo que trascienda a masonería, ateísmo, irreligiosidad y filosofía.

-Lo esperaba, porque José es también algo...

-Bigot... Conque buen viaje y no fiar mucho del general en jefe.

-Como no pienso parar hasta Francia, mi querido señor Cerizy... -dijo Santorcaz- estoy sin cuidado.

-No se puede vivir en esta abominablenación -afirmó el viejo filósofo-. En París o en Burdeos publicaré mi Tratado de la libertad individual y mi traducción de Diderot.

-Buenas noches, señor Santorcaz, señores todos.

-Buenas noches y buena suerte contra el lord, señor Cerizy.

-Nos veremos en Francia -dijo el francés al retirarse-. Qué lástima de logia... Marchaba tan bien... Sr. Canencia, siento que no conozca usted miMemoria sobre las tiranías.

Cuando el jefe de la ronda bajaba la escalera, sacome de mi escondite Santorcaz, y presentándome a sus amigos, dijo con sorna:

-Señores, presento a ustedes un espía de los ingleses.

No le contesté una palabra.

-Bien se conoce, amiguito... pero no reñiremos -añadió el masón ofreciéndome una silla y poniéndome delante una copa que llenó-. Bebe.

-Yo no bebo.

-Amigo Ciruelo -dijo D. Luis al más joven de los presentes- te quedarás en Salamanca hasta mañana, porque en lugar tuyo va a salir este joven.

-Sí, eso es -objetó Ciruelo mirándome con enojo-. Y si vienen los aliados y me ahorcan... Yo no soy espía de los ingleses.

-¡Ingleses, franceses!... -exclamó el filósofo Canencia en tono sibilítico-... hombres que se disputan el terreno, no las ideas... ¿Qué me importa cambiar de tiranos? A los que como yo combaten por la filosofía, por losgrandes principios de Voltaire y Rousseau, lo mismo les importa que reinen en España las casacas rojas o los capotes azules.

-¿Y usted qué piensa? -me dijo Monsalud, observándome con curiosidad-. ¿Entrarán los aliados en Salamanca?

-Sí señor, entraremos -contesté con aplomo.

-Entraremos... luego usted pertenece al ejército aliado.

-Al ejército aliado pertenezco.

-¿Y cómo está usted aquí? -me preguntó con ademán y tono de la mayor fiereza otro de los presentes, que era hombre más fuerte y robusto que un toro.

-Estoy aquí, porque he venido.

Necesitaba hacer grandes esfuerzos para sofocar mi indignación.

-Este joven se burla de nosotros -dijo Ciruelo.

-Pues yo sostengo que los aliados no entrarán en Salamanca -añadió Monsalud-. No traen artillería de sitio.

-La traerán...

-Ignoran con qué clase de fortificaciones tienen que habérselas.

-El duque de Ciudad-Rodrigo no ignora nada.

-Bueno, que entren -dijo Santorcaz-. Puesto que Marmont nos abandona...

-Lo que yo digo -indicó el filósofo-; casacas rojas o casacas azules... ¿qué más da?

-Pero es indigno que favorezcamos a los espías de Wellington -exclamó con ira elbárbaro Monsalud, levantándose de su asiento.

Yo decía para mí:

-No habrá en esta maldita casa un agujero por donde escapar solo con ella.

-Siéntate y calla, Monsalud -dijo Santorcaz-. A mí me importa poco que Narices entre o no en Salamanca. Ponga yo el pie en mi querida Francia... Aquí no se puede vivir.

-Si siguieran los franceses mi parecer -dijo el joven Ciruelo con la expresión propia de quien está seguro de manifestar una gran idea-, antes de entregar esta ciudad histórica a los aliados, la volarían. Basta poner seis quintales de pólvora en la catedral, otros seis en la Universidad, igual dosis en los Estudios Menores, en la Compañía, en San Esteban, en Santo Tomás y en todos los grandes edificios... Vienen los aliados, ¿quieren entrar? ¡fuego! ¡Qué hermoso montón de ruinas! Así se consiguen dos objetos; acabar con ellos, y destruir uno de los más terribles testimonios de la tiranía, barbarie y fanatismo de esos ominosos tiempos, señores...

-Orador Ciruelo, tú harás revoluciones -dijo Canencia con majestuosa petulancia.

-Lo que yo afirmo -gruñó Monsalud- es que venzan o no los aliados, no me marcharé de España.

-Ni yo -mugió el toro.

-Prefiero volverme con los insurgentes -dijo el quinto personaje, que hasta entonces no había desplegado los bozales labios.

-Yo me voy para siempre de España -afirmó Santorcaz-. Veo malparada aquí la causafrancesa. Antes de dos años Fernando VII volverá a Madrid.

-¡Locura, necedad!

-Si esta campaña termina mal para los franceses, como creo...

-¿Mal? ¿Por qué?

-Marmont no tiene fuerzas.

-Se las enviarán. Viene en su auxilio el rey José con tropas de Castilla la Nueva.

-Y la división Esteve, que está en Segovia.

-Y el ejército de Bonnet viene cerca ya.

-Y también Cafarelli con el ejército del Norte.

-Todavía no ha venido -dijo Santorcaz con tristeza-. Bien, si vienen esas tropas y ponen los franceses toda la carne en el asador...

-Vencerán.

-¿Qué crees tú, Araceli?

-Que Marmont, Bonnet, Esteve, Cafarelli y el rey José no hallarán tierra por donde correr si tropiezan con los aliados -dije con gran aplomo.

-Lo veremos, caballero.

-Eso es, lo verán ustedes -repuse-. Lo veremos todos. ¿Saben ustedes bien lo que es el ejército aliado que ha tomado a Ciudad-Rodrigo y Badajoz? ¿Saben ustedes lo que son esos batallones portugueses y españoles, esa caballería inglesa?... Figúrense ustedes una fuerza inmensa, una disciplina admirable, un entusiasmo loco, y tendrán idea de esa ola que viene y que todo lo arrollará y destruirá a su paso.

Los seis hombres me miraban absortos.

-Supongamos que los franceses son derrotados; ¿qué hará entonces el Emperador?

-Enviar más tropas.

-No puede ser. ¿Y la campaña de Rusia?

-Que va muy mal, según dicen -indiqué yo.

-No va sino muy bien, caballero -exclamó Monsalud, con gesto amenazador.

-Las últimas noticias -dijo el quinto personaje, que tenía facha de militar, y era hombre fuerte, membrudo, imponente, de mirar atravesado y antipática catadura- son estas... Acabo de leerlas en el papel que nos han mandado de Madrid. El Emperador es esperado en Varsovia. El primer cuerpo va sobre Piegel; el mariscal duque de Regio, que manda el segundo, está en Wehlan; el mariscal duque de Elchingen, en Soldass; el rey de Westphalia en Varsovia...

-Eso está muy lejos y no nos importa nada -dijo Santorcaz con disgusto-. Por bien que salga el Emperador de esa campaña temeraria, no podrá en mucho tiempo mandar tropas a España... y parece que Soult anda muy apretado en Andalucía y Suchet en Valencia.

-Todo lo ves negro -gritó con enojo Monsalud.

-Veo la guerra del color que tiene ahora... De modo que a Francia me voy, y salga el sol por Antequera.

-Triste cosa es vivir de esta manera -dijo el filósofo-. Somos ganado trashumante. Verdad es que no pasamos por punto alguno sin dejar la semilla del Contrato social que germinarápronto poblando el suelo de verdaderos ciudadanos... Y es además de triste vergonzoso vernos obligados a pasar por cómicos de la legua.

-Yo no me vestiré más de payaso, aunque me aspen -declaró Monsalud.

-Y yo, antes de dejarme descuartizar por afrancesado, me volveré con los insurgentes -indicó el que tenía figura y corpulencia de salvaje toro.

-Nada perdemos con adoptar nuestro disfraz -dijo D. Luis-. Con que se vista uno y nos siga el carro lleno de trebejos, bastará para que no nos hagan daño en esos feroces pueblos... Conque en marcha, señores. Araceli, dame tus armas, porque nosotros no llevamos ninguna... En caso contrario, no me expondré a sacarte.

Se las di, disimulando la rabia que llenaba mi alma, y al punto empezaron los preparativos de marcha. Unos corrían a cerrar sus breves maletas, más llenas de papeles que de ropas. Arregló Ramoncilla el equipaje de su amo, y no tardaron en atronar las casas los ruidos que caballerías y carros hacían en el patio. Cuando pasé a la habitación donde estaban Inés y miss Fly, sorprendiome hallarlas en conversación tirada, aunque no cordial al parecer, y en el semblante de la primera advertí un hechicero mohín irónico, mezclado de tristeza profunda. Yo ocultaba y reprimía en el fondo de mi pecho una tempestad de indignación, de zozobra. Aun allí, rodeado de tan diversa gente, miraba con angustia a todos losrincones, ansiando descubrir alguna brecha, algún resquicio, por donde escapar solo con ella. Creíame capaz de las hazañas que soñaba el alto espíritu de miss Fly.

Pero no había medio humano de realizar mi pensamiento. Estaba en poder de Santorcaz, como si dijéramos, en poder del demonio. Traté de acercarme a Inés para hablarla a solas un momento, con esperanzas de hallar en ella un amoroso cómplice de mi deseo; pero Santorcaz con claro designio y miss Fly quizás sin intención, me lo impidieron. Inés misma parecía tener empeño en no honrarme con una sola mirada de sus amantes ojos.

Athenais, conservando su falda de amazona, se había transfigurado, escondiendo graciosamente su busto y hermosa cabeza bajo los pliegues de un manto español.

-¿Qué tal estoy así? -me dijo riendo en un instante que estuvimos solos.

-Bien -contesté fríamente, preocupado con otra imagen que atraía los ojos de mi alma.

-¿Nada más que bien?

-Admirablemente. Está usted hermosísima.

-Vuestra novia, Sr. Araceli -dijo con expresión festiva y algo impertinente-, es bastante sencilla.

-Un poco, señora.

-Está buena para un pobre hombre... ¿Pero es cierto que amáis... a eso?

-¡Oh! Dios de los cielos -dije para mí sin hacer caso de miss Fly-, ¿no habrá un medio de que yo escape solo con ella?

Iba la inglesa a repetir su pregunta, cuando Santorcaz nos llamó dándonos prisa para que bajásemos. Él y sus amigos habían forrado sus personas en miserables vestidos.

-Las dos señoras en el coche que guiará Juan -dijo D. Luis-. Tres a caballo y los otros en el carro. Araceli, entra en el carro con Monsalud y Canencia.

-Padre, no vayas a caballo -dijo Inés-. Estás muy enfermo.

-¿Enfermo? Más fuerte que nunca... Vamos: en marcha... Es muy tarde.

Distribuyéronse los viajeros conforme al programa, y pronto salimos en burlesca procesión de la casa y de la calle y de Salamanca. ¡Oh, Dios poderoso! Me parecía que había estado un siglo dentro de la ciudad. Cuando sin hallar obstáculos en las calles ni en la muralla, me vi fuera de las temibles puertas, me pareció que tornaba a la vida.

Según orden de Santorcaz, el cochecillo donde iban las dos damas marchaba delante, seguían los jinetes, y luego los carros, en uno de los cuales tocome subir con los dos interesantes personajes citados. Al verme en el campo libre, si se calmó mi desasosiego por los peligros que corrí dentro deRoma la chica, sentí una aflicción vivísima por causas que se comprenderán fácilmente. Me era forzoso correr hacia el cuartel general, abandonando aquel extraño convoy donde iban los amores de toda mi vida, el alma de mi existencia, el tesoro perdido, encontrado y vuelto a perder, sin esperanza de nueva recuperación. Llevado,arrastrado yo mismo por aquella cuadrilla de demonios, ni aun me era posible seguirla, y el deber me obligaba a separarme en medio del camino. La desesperación se apoderó de mí, cuando mis ojos dejaron de ver en la oscuridad de la noche a las dos mujeres que marchaban delante. Salté al suelo y corriendo con velocidad increíble, pues la hondísima pena parecía darme alas, grité con toda la fuerza de mis pulmones:

-¡Inés, miss Fly!... aquí estoy... parad, parad...

Santorcaz corrió al galope detrás de mí y me detuvo.

-Gabriel -gritó- ya te he sacado de la ciudad y ahora puedes marcharte dejándonos en paz. A mano derecha tienes el camino de Aldea-Tejada.

-¡Bandido! -exclamé con rabia-. ¿Crees que si no me hubieras quitado las armas me marcharía solo?

-¡Muy bravo estás!... Buen modo de pagar el beneficio que acabo de hacerte... Márchate de una vez. Te juro que si vuelves a ponerte delante de mí y te atreves a amenazarme, haré contigo lo que mereces...

-¡Malvado!... -grité abalanzándome al arzón de su cabalgadura y hundiendo mis dedos en sus flacos muslos-. ¡Sin armas estoy y podré dar cuenta de ti!

El caballo se encabritó, arrojándome a cierta distancia.

-¡Dame lo que es mío, ladrón! -exclamé tornando hacia mi enemigo-. ¿Crees que te temo?Baja de ese caballo... devuélveme mi espada y veremos.

Santorcaz hizo un gesto de desprecio, y en el silencio de la noche oí el rumor de su irónica risa. El otro jinete, que era el semejante a un toro, se le unió incontinenti.

-O te marchas ahora mismo -dijo D. Luis- o te tendemos en el camino.

-La señora inglesa ha de partir conmigo. Hazla detener -dije sofocando la intensa cólera que a causa de mi evidente inferioridad me sofocaba.

-Esa dama irá a donde quiera.

-¡Miss Fly, miss Fly! -grité ahuecando ambas manos junto a mi boca.

Nadie me respondía, ni aun llegaba a mis oídos el rumor de las ruedas del coche. Corrí largo trecho al lado de los caballos, fatigado, jadeante, cubierto de sudor y con profunda agonía en el alma... Volví a gritar luego diciendo:

-¡Inés, Inés! ¡Aguarda un instante... allá voy!

Las fuerzas me faltaban. Los jinetes se dirigieron en disposición amenazadora hacia mí; pero un resto de energía física que aún conservaba, me permitió librarme de ellos, saltando fuera del camino. Pasaron adelante los caballos, y las carcajadas de Santorcaz y del hombre-toro resonaron en mis oídos como el graznar de pájaros carniceros que revoloteaban junto a mí, describiendo pavorosos círculos en torno a mi cabeza. Si mi cuerpo estaba desmayado y casi exánime, conservaba aún vozpoderosa, y vociferé mientras creí que podía ser oído:

-¡Miserables!... ya caeréis en mi poder... ¡Eh, Santorcaz, no te descuides!... ¡allá iré yo!... ¡allá iré!

Bien pronto se extinguió a lo lejos el ruido de herraduras y ruedas. Me quedé solo en el camino. Al considerar que Inés había estado en mi mano y que no me había sido posible apoderarme de ella, sentía impulsos de correr hacia adelante, creyendo que la rabia bastaría a hacer brotar de mi cuerpo las potentes alas del cóndor... En mi desesperada impotencia me arrojaba al suelo, mordía la tierra y clamaba al cielo con alaridos que habrían aterrado a los transeúntes, si por aquella desolada llanura hubiese pasado en tal hora alma viviente... ¡Se me escapaba quizás para siempre! Registré el horizonte en derredor, y todo lo vi negro; pero las imágenes de los dos ejércitos pertenecientes a las dos naciones más poderosas del mundo se presentaron a mi agitada imaginación. ¡Por allí los franceses... por allí los ingleses! Un paso más y el humo y los clamores de sangrienta batalla se elevarán hasta el cielo; un paso más y temblará, con el peso de tanto cuerpo que cae, este suelo en que me sostengo. -¡Oh, Dios de las batallas, guerra y exterminio es lo que deseo! -exclamé-. Que no quede un solo hombre de aquí hasta Francia... Araceli, al cuartel real... Wellington te espera.

Esta idea calmó un tanto mi exaltación y me levanté del suelo en que yacía. Cuandodi los primeros pasos experimenté esa suspensión del ánimo, ese asombro indefinible que sentimos en el momento de observar la falta o pérdida de un objeto que poco antes llevábamos.

-¿Y miss Fly? -dije deteniéndome estupefacto-. No lo sé... adelante.