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La Batalla de los Arapiles/XXVI

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XXVI

Esta y otras cosas peores que callo decía yo aquella tarde cuando partimos hacia Salamanca, a cuyas inmediaciones llegamos antes de anochecido, alejándonos después de la ciudad para pasar el Tormes por los vados del Canto y San Martín. Por todas partes oía decir:

-Mañana atacaremos los fuertes.

Yo que los había visto, que los había examinado, conocía que esto no podía ser.

-¡Si creerán ustedes que esos fuertes son juguetes como los que se hicieron en Madrid el 3 de Diciembre! -decía yo a mis amigos, dándome cierta importancia-. ¡Si creerán ustedes que la artillería que los defiende es alguna batería de cocina!

Y aquí encajaba descripciones ampulosas, que concluían siempre así:

-Cuando se han visto las cosas, cuando se las ha medido palmo a palmo, cuando se las ha puesto en dibujo con más o menos arte, es cuando puede formarse idea acabada de ellas.

-Di, ¿y a miss Fly también la has visto, la has medido palmo a palmo y la has puesto en dibujo con más o menos arte? -me preguntaban.

Esto me volvía a mis melancolías y saudades (hablando en portugués) ocasionadas porel disfavor de lord Wellington y el ningún motivo e injusticia de su frialdad y desabrimiento con un servidor leal y obediente soldado.

Lord Wellington mandó atacar los fuertes por mera conveniencia moral y por infundir aliento a los soldados, que no habían combatido desde Arroyo Molinos. Harto conocía el señor duque que aquellas obras formadas sobre las robustísimas paredes de los conventos no caerían sino ante un poderoso tren de batir, y al efecto hizo venir de Almeida piezas de gran calibre. Esperando, pues, el socorro, y simulando ataques pasaron dos o tres días, en los cuales nada histórico ni particular ocurrió digno de ser contado, pues ni adquirió lord Wellington nuevos títulos nobiliarios, ni pareció miss Fly, ni tuve noticias del rumbo que tomaron los traviesos y mil veces malditos masones.

De lo ocurrido entonces únicamente merecen lugar, y por cierto muy preferente, en estas verídicas relaciones, las miradas que me echaba de vez en cuando el coronel Simpson y sus palabras agresivas, a que yo le contestaba siempre con las peores disposiciones del mundo. Y francamente, señores, yo estaba inquieto, casi tan inquieto como el sabio coronel Simpson, porque pasaban días y continuaba el eclipse de miss Fly. Creí entender que se hacían averiguaciones minuciosas; creí entender ¡oh cielos! que me amenazaba un interrogatorio severo, al cual seguirían rigurosas medidas penales contra mí; pero Dios,para salvarme sin duda de castigos que no merecía, permitió que el día 20 muy de mañana apareciese en los cerros del Norte... no la romancesca e interesante inglesa, sino el mariscal Marmont con 40.000 hombres.

El mismo día en que se nos presentó el francés por el mismo camino de Toro, se suspendió el ataque de los fuertes e hicimos varios movimientos para tomar posiciones si el enemigo nos provocaba a trabar batalla. Mas pronto se conoció que Marmont no tenía ganas de lanzar su ejército contra nosotros, siendo su intento al aproximarse, distraer las fuerzas sitiadoras y tal vez introducir algún socorro en los fuertes. Pero Wellington, aunque no había recibido la artillería de Almeida, persistía con tenacidad sajona en apoderarse de San Vicente y de San Cayetano, los dos formidables conventos arreglados para castillos por una irrisión de la historia. ¡Me parecía estar viéndolos aún desde la torre de la Merced!

La tenacidad, que a veces es en la guerra una virtud, también suele ser una falta, y el asalto de los conventos lo fue manifiestamente, cosa rara en Wellington, que no acostumbraba cometer faltas. La división española se hallaba en Castellanos de los Moriscos, observando al francés que ya se corría a la derecha, ya a la izquierda, cuando nos dijeron que en el asalto infructuoso de San Cayetano habían perecido 120 ingleses y el general Rowes, distinguidísimo en el ejército aliado.

-Ahora se ve cómo también los grandes hombrescometen errores -dije a mis amigos-. A cualquiera se le alcanzaba que San Vicente y San Cayetano no eran corrales de gallinas; pero respetemos las equivocaciones de los de arriba.

-¡Ya está! ¡ya está ahí... albricias! ¡ya la tenemos ahí! -exclamó D. Carlos España que a la sazón, de improviso, se había presentado.

-¿Quién, miss Fly? -pregunté con vivo gozo.

-La artillería, señores, la artillería gruesa que se mandó traer de Almeida. Ya ha llegado a Pericalbo, esta tarde estará en las paralelas, se montará mañana y veremos lo que valen esos fuertes que fueron conventos.

-¡Ah, bien venida sea!... creí que hablaba usted de miss Fly, por cuya aparición daría las dos manos que tengo...

Vino efectivamente, no miss Fly, que acerca de esta ni alma viviente sabía palabra, sino la artillería de sitio, y Marmont, que lo adivinó, quiso pasar el río para distraer fuerzas a la izquierda del Tormes. Le vimos correrse a nuestra derecha, hacia Huerta, y al punto recibimos orden de ocupar a Aldealuenga. Como los franceses cruzaron el Tormes, lo pasó también el general Graham, y en vista de este movimiento pusieron los pies en polvorosa. Marmont, que no tenía bastantes fuerzas, careciendo principalmente de caballería, no osaba empeñar ninguna acción formal.

Por lo demás, ante la artillería de sitio, San Vicente y San Cayetano no ofrecieron gran resistencia. Los ingleses (y esto lo digode referencia, pues nada vi) abrieron brecha el 27 e incendiaron con bala roja los almacenes de San Vicente. Pidieron capitulación los sitiados; mas Wellington, no queriendo admitir condiciones ventajosas para ellos, mandó asaltar la Merced y San Cayetano, escalando el uno y penetrando en el otro por las brechas. Quedó prisionera la guarnición.

Este suceso colmó de alegría a todo el ejército, mayormente cuando vimos que Marmont se alejaba a buen paso hacia el Norte, ignorábamos si en dirección a Toro o a Tordesillas, porque nuestras descubiertas no pudieron determinarlo a causa de la oscuridad de la noche. Pero he aquí que pronto debíamos saberlo, porque la división española y las guerrillas de D. Julián Sánchez recibieron orden de dar caza a la retaguardia francesa, mientras todo el ejército aliado, una vez asegurada Salamanca, marchaba también hacia las líneas del Duero.

Era la mañana del 28 de Junio, cuando nos encontrábamos cerca de Sanmorales, en el camino de Valladolid a Tordesillas. Según nos dijeron, la retaguardia enemiga y su impedimenta habían salido de dicho lugar pocas horas antes, llevándose, según la inveterada e infalible costumbre, todo cuanto pudieron haber a la mano. Pusiéronse al frente de la división el conde de España y D. Julián Sánchez con sus intrépidos guerrilleros que conocían el país como la propia casa, y se mandó forzar la marcha para poder pescar algo del pesado convoy de los franchutes. Sin reparar lasfuerzas después del largo caminar de la noche, corrió nuestra vanguardia hacia Babilafuente, mientras los demás rebuscábamos en Sanmorales lo que hubiese sobrado de la reciente limpia y rapiña del enemigo. Provistos, al fin, de algo confortativo, seguimos también hacia aquel punto, y al cabo de dos horas de penosa jornada, cuando calculábamos que nos faltarían apenas otras dos para llegar a Babilafuente, distinguimos este lugar en lontananza, mas no lo determinaba la perspectiva de las lejanas casas, ni ninguna alta torre ni castillete, ni menos colina o bosquecillo, sino una columna de negro y espeso humo, que partiendo de un punto del horizonte, subía y se enroscaba hasta confundirse con la blanca masa de las nubes.

-Los franceses han pegado fuego a Babilafuente -gritó un guerrillero.

-Apretar el paso... en marcha... ¡Pobre Babilafuente!

-Queman para detenernos... creen que nos estorba la tizne... ¡Adelante!

-Pero D. Carlos y Sánchez les deben de haber alcanzado -dijo otro-. Parece que se oyen tiros.

-Adelante, amigos. ¿Cuánto podemos tardar en ponernos allá?

-Una hora y minutos.

Viose luego otra negra columna de humo que salía de paraje más lejano, y que en las alturas del cielo parecía abrazarse con la primera.

-Es Villorio que arde también -dijeron-.Esos ladrones queman las trojes después de llevarse el trigo.

Y más cerca, divisamos las rojas llamas oscilando sobre las techumbres, y una multitud de mujeres despavoridas, ancianos y niños corrían por los campos huyendo con espanto de aquella maldición de los hombres, más terrible que las del cielo. Por lo que aquellos infelices nos pudieron decir entre lágrimas y gritos de angustia, supimos que los de España y Sánchez entraban a punto que salían los franceses después de incendiar el pueblo; que se habían cruzado algunos tiros entre unos y otros; pero sin consecuencias, porque los nuestros no se ocuparon más que de cortar el fuego.

Estábamos como a doscientos pasos de las primeras casas de la infortunada aldea, cuando una figura extraña, hermosa, una verdadera y agraciada obra de la fantasía, una gentil persona, tan distinta de las comunes imágenes terrestres como lo son de la vulgar vida las admirables creaciones de la poesía del Norte; una mujer ideal llevada por arrogante y veloz caballo, pasó allá lejos ante la vista, semejante a los gallardos jinetes que cruzan por los rosados espacios de un sueño artístico, sin tocar la tierra, dando al viento cabellera y crin, y modificando según los cambiantes de la luz su majestuosa carrera. Era una figura de amazona, vestida no sé si de negro o de blanco, pero igual a aquellas mujeres galopantes con cuya apostura y arranque ligero, se representa al aire, al fuego, lo que vuela y lo que quema, y que corrían en verdad, animando al corcelcon varoniles exclamaciones. Iba la gentil persona fuera del camino, en dirección contraria a la nuestra, por un extenso llano cruzado de zanjas y charcos, que el corcel saltaba con airoso brincar, asociando de tal modo su empuje y brío a la voluntad del jinete, que hembra y caballo parecían una sola persona. Tan pronto se alejaba como volvía la fantástica figura; pero a pesar de su carrera y de la distancia, al punto que la vi, diome un vuelco el corazón, subióseme la sangre con violento golpe al cerebro, y temblé de sorpresa y alegría. ¿Necesito decir quién era?

Lanzando mi caballo fuera del camino, grité:

-Miss Fly, señorita Mariposa... señora Pajarita... señora Mosquita... ¡Carísima Athenais... Athenais!

Pero la Pajarita no me oía y seguía corriendo, mejor dicho, revoloteando, yendo, viniendo, tornando a partir y a volver, y trazando sobre el suelo y en la claridad del espacio caprichosos círculos, ángulos, curvas y espirales.

-¡Miss Fly, miss Fly!

El viento impedía que mi voz llegase hasta ella. Avivé el paso, sin apartar los ojos de la hermosa aparición, la cual creeríase iba a desvanecerse cual caprichosa hechura de la luz o del viento... Pero no: era la misma miss Fly; y buscaba una senda en aquella engañosa planicie, surcada por zanjas y charcos de inmóvil agua verdosa.

-¡Eh... señora Mosquita!... ¡que soy yo!... Por aquí... por este lado.