La Catedral, novela original de Vicente Blasco Ibáñez
LA CATEDRAL, novela original de Vicente Blasco Ibáñez.—F. Semper y Compañía, editores.—Valencia, 1903.
Muchos de los errores de la crítica nacen del afán de clasificar las obras literarias con arreglo á determinados modelos sin tener en cuenta que son infinitamente variables las formas con que el espíritu humano puede revestir sus creaciones. No es posible, v. gr., establecer los límites de extensión y modalidad que ha detener la epopeya. ¿En qué se parecen La Divina Comedia y La Iliada? Por esta misma razón casi todas las reglas que en sus tratados consignan los retóricos son letra muerta para el artista verdadero, el cual, á semejanza de Lope, encierra bajo siete llaves los viejos cánones. ¿Cómo podría el crítico más perspicaz reducir á una misma fórmula ó receta literaria las novelas de Bocaccio y de Balzac, las de Dumas y las de Zola, el Quijote y Ana Karenin? Solamente en una cosa coinciden todas ellas, en ser historias fingidas: la manera de contar esas historias es de libre competencia del novelista.
Sería, pues, injusto censurar á Blasco Ibáñez, porque la acción de su última novela La Catedral es sencilla, porque no se refiere en ella un caso pasional, porque no contiene incidentes imprevistos y maravillosos, porque expone teorías sociológicas, filosóficas, artísticas... ¿Qué es lo que el autor se ha propuesto? Tal es la primera pregunta que debe hacerse el crítico ante esta como ante cualquiera otra obra de arte. Contestada tal pregunta, á la crítica toca solamente examinar si el autor ha realizado cumplida y bellamente su propósito. Y esto me hace recordar lo que Víctor Hugo estampa en el prólogo de sus Orientales, y que viene aquí como anillo al dedo.
«Ha ocurrido á menudo —escribe el gran poeta—que en vez de decirme «el libro de usted es malo», se me ha preguntado: «¿Por qué ha escrito usted ese libro? ¿No ha advertido usted que el pensamiento capital es horrible, grotesco, absurdo, y que el asunto cabalga fuera de los límites del arte... A todo esto he respondido que mis caprichos eran mis caprichos, que desconocía los límites del arte, que ignoraba la geografía del mundo intelectual, que jamás he visto los mapas de la literatura con las fronteras marcadas por el color azuló el rojo».
Dejémonos, pues, de fronteras y de límites, y atengámonos, para juzgar la obra de arte, á lo que el artista se propuso hacer.
Desde luego échase de ver que La Catedral no es, como Flor de Mayo, ó La Barraca, ó Cañas y barro, una novela sin otra finalidad que la de pintar un trozo de vida. En su último libro Blasco Ibáñez se.propone realizar por medio del arte, un fin que él cree útil: no es su novela—ni el autor ha querido que lo sea—una obra exclusivamente de grata lectura y ameno entretenimiento; se persigue en ella un fin análogo al que se propuso realizar Zola en sus Cuatro Evangelios. Aspira Blasco á presentarnos el estado actual de alma del pueblo español con sus prejuicios atávicos, sus deslumbramientos históricos, su fanatismo y su decadencia y la revolución que en esta alma enfermiza producen las nuevas ideas que agitan á las otras naciones de Europa. No quiere esto, decir—como luego ha de verse—que tenga yo por verdaderas todas las teorías con que Blasco Ibáñez ha rellenado su libro. Sus ideas podrán ser buenas ó malas, equivocadas ó exactas—yo creo que de todo hay en La Catedral;—pero lo que por de pronto importa consignar es que la expresión y propaganda de ellas es el objeto principal del libro. Y siendo esto así, desde este punto de vista hay que examinarlo.
Gabriel Luna nació en las Claverías ó parte alta de la Catedral de Toledo. En su niñez fue el encanto de los sirvientes más humildes del templo, que en aquellas alturas tenían sus nidos ni más ni menos que las aves. Aquella pobre gente rodeó al niño desde sus primeros años de halagos y alabanzas. Los canónigos, por su parte, se prendaron de la precocidad del niño, y un clérigo de las oficinas del arzobispado se lo presentó al cardenal, y cuando el muchacho tuvo edad para emprender el estudio, fue agraciado con una beca gratuita en el Seminario. Las esperanzas que hizo concebir Gabrielillo no quedaron defraudadas: era el primero de los seminaristas, el que mejor entendía las intrincadas sutilezas teológicas, el que con más clarividencia resolvía los casos de moral, el que con mayor prontitud se asimilaba la ciencia eclesiástica. «Le llama el púlpito—decían los canónigos.—Siente el fuego de los apóstoles. Tal vez sea, andando el tiempo, un San Bernardo ó un Bossuet».
Aquel espíritu apasionado, inteligente y fervoroso que dentro da los claustros de la catedral habría llégado á ser quizás una lumbrera de la Iglesia, vióse de repente lanzado en medio de las tempestades del mundo. Estalló la guerra civil, y enardecido como otros seminaristas por las ideas que representaba la causa del pretendiente, corrió á unirse con la facción; anduvo fusil en mano por yermos y vericuetos; presenció el saqueo de Cuenca, y cuando acabó la guerra emigró á Francia, muy amortiguados en él ya los entusiasmos religiosos. París, puede decirse, según siempre el criterio de Blasco Ibáñes, que batió las cataratas del entendimiento de Gabriel. El desterrado seminarista ganóse allí la vida durante algún tiempo como corrector de pruebas en una librería religiosa, y echó de ver que «el clero francés buscaba soluciones conciliadoras entre la ciencia y la fe para que el dogma no quedase en tierra, privada de asiento en aquel tren de rapidísima marcha que llevaba á la humanidad hacia el porvenir con el vértigo de los nuevos descubrimientos»; adquirió el convencimiento de que «los pueblos que habían roto con el Pontificado, volviendo para siempre la espalda a Roma, eran más prósperos y felices que aquella España que dormitaba como una mendiga á la puerta de la iglesia»; oyó la palabra elocuente de Renán, leyó á Schopenhauer, Darwin, Buchner, Hœckel y Proudhom; compenetróse del espíritu de rebelión de los Reclus, Kropotkin y Baknin, y sintió que el hombre religioso, el seminarista convencido, se desmoronaba en él para dejar, paso al hombre nuevo, al revolucionario radical que quería destruir el pasado y él presente para fundar sobre la tierra purificada de sus errores, mentiras é iniquidades, el reino de la justicia.
La elocuencia, que según los canónigos de la Catedral de Toledo había de encender un día desde el púlpito la amortiguada fe de los fieles, convirtióse en viento de tempestad que arrebataba los corazones de los oprimidos y los lanzaba contra las injusticias sociales. Fue Gabriel desde entonces «el martillo forjado dentro del templo, empleado en derribar el templo. Viajó, peroró, hizo prosélitos, sufrió persecuciones, padeció en las mazmorras de Montjuich, vagó después miserable, hambriento y perseguido al través de las naciones de Europa, y enfermo y desalentado; «roto casi el navio», acude en busca de un puerto de refugio á las Claverías de la Catedral de Toledo, para morir allí olvidado, al amparo de las viejas piedras de la Iglesia metropolitana.
Muy hermosamente –como él sabe hacerlo– nos pinta Blasco Ibáñez el despertar de la Catedral al amanecer de la mañana de invierno en que el desfallecido revolucionario vuelve al hogar de su niñez. Esteban, hermano de Luna, empleado en la Iglesia y habitante en el claustro alto, le recibe con los brazos abiertos. Las Claverías de la Catedral son un mundo aparte, un islote en medio del mar de la vida. Los que allí viven, no perciben de la sociedad que los rodea otra cosa que vagos y confusos rumores de lo que pasa fuera, su existencia es semejante á la de las gárgolas del templo viendo pasar impasibles con sus ojos de piedra el tumulto de los sucesos humanos. Pero la ardiente palabra de Gabriel mueve aquellas almas petrificadas; el orador de los meetings de rebeldía y de protesta, siembra en los cerebros enmohecidos por largos años de quietismo, el ansia de las modernas reivindicaciones. Como siempre acontece cuando el que escucha no está convenientemente preparado para recibir una nueva doctrina, lo que aquella muchedumbre recoge es lo que hay de negación, de rebeldía y de protesta en las palabras del apóstol del anarquismo. Si la fe es un engaño con que los dominadores de la tierra ciegan á los ignorantes, si el culto es una farsa, si la religión es una mentira, ¿por qué respetar las imágenes cubiertas de joyas? ¿Por qué padecer hambre y miseria cuando los ídolos resplandecen cargados de deslumbrantes alhajas? Así discurren los discípulos de Gabriel, y hay que convenir en que no les falta la lógica.
En vano Luna, nombrado guardián de la Catedral, trata de oponerse á aquella interpretación de sus doctrinas. Sus palabras no son oídas; sus discípulos, con lógica brutal, atropellan y matan al maestro, que tardíamente trata de evitar las consecuencias fatales de sus teorías.
En este final encuentro yo uno de los principales reparos que me sugiere la lectura de la novela. Que Blasco ha querido hacer propaganda de las ideas que predica Gabriel, es cosa evidente; que las tiene por buenas, verdaderas y sanas, también salta á la vista; que cree que deben predicarse al pueblo, no puede dudarse, puesto que las predica por boca de su héroe... Y, sin embargo, de la lógica de los sucesos novelescos se desprende que tales predicaciones son insanas; que en lugar de redimir á los hombres, los enloquecen y perturban; que lejos de hacerlos mejores, los convierte en feroces criminales. Véase pues, como á Blasco Ibáñez—y perdón por lo vulgar de la frase—le ha salido el tiro por la culata; apuntaba á los fundamentos actuales de la sociedad y ha dado en la cabeza á los rebeldes; ha procedido, en fin, como el médico que se propusiera administrar ai enfermo una medicina compuesta de excelentes drogas, pero que había de matarle. ¿Qué bienes han llevado las teorías de Gabriel á aquel mundo paciente y resignado que habita en las Claverías de la Catedral? Él les ha arrancado la resignación, que es el mayor de los consuelos para todos los que padecen, les ha despojado de la venda de la fe para dejarlos ciegos, les ha arrebatado la tranquilidad de su vida para lanzarlos al robo y al asesinato... Tales son los beneficios que, según el testimonio de Blasco Ibáñez, han producido las doctrinas de Gabriel.
Y no se diga que el hecho novelesco es cosa aislada y caso excepcional, y que las teorías perniciosas para la gente del claustro alto de la Catedral serían regeneradoras y benéficas para las gentes de los campos, de los talleres y de las fábricas, en general no mucho más ilustradas y despiertas que los sirvientes del templo toledano. No; Blasco Ibáñez ha pretendido escribir una obra simbólica. O la vida de los habitantes de la Catedral es una rareza arqueológica, en cuyo caso no valía la pena de que Gabriel fuese allí á malgastar su elocuencia revolucionaria, ó simboliza la España vieja durmiendo embrutecida á la sombra de sus viejas y anacrónicas instituciones. Si es esto último—como yo creo—lo que significa La Catedral, convengamos en que las consecuencias que se desprenden de la novela son totalmente opuestas á la intención del autor. Su libro es un teorema que demuestra lo contrario de lo que con él se quería demostrar.
El protagonista de La Catedral habla de lo divino y de lo humano «oportuna é inoportunamente», según el consejo de otro apóstol, San Pablo. El ilustre novelista valenciano ha querido vaciar en su último libro sus ideas y sus reflexiones acerca de la filosofía, del arte, de la política, de la historia, hasta de la astronomía. Este exceso de erudición resulta para el lector un poco fatigoso y comunica á la narración cierto tono pedagógico y declamatorio, más propio del discurso oratorio que del estilo flexible y nervioso de la novela. Además, su manera de argumentar tiene más de aparatoso que de sólido.
Blasco, en las síntesis históricas con que intenta probar sus teorías, acude á un procedimiento muy cómodo, pero muy falso. La Historia, utilizada como la utiliza Blasco Ibáñez, sirve lo mismo para defender el pro que el contra de todas las instituciones. ¿Quiero probar que la monarquía ha sido en España una forma de gobierno detestable? Pues la cosa es fácil: ensarto una lista de reyes perversos, débiles ó insensatos, barajo en un mismo párrafo al libertino Rodrigo, al sanguinario Don Pedro, á Carlos el Malo de Navarra, á Enrique el impotente de Castilla, á Carlos II, á Fernando VII, y concluyo haciendo este sofístico silogismo: Todos estos reyes fueron malos; luego la monarquía es mala. Por el contrario; quiero demostrar que es la mejor de las instituciones, pues ahí están, aunque un poco manoseados, Recaredo y Fernando el Santo, los Reyes Católicos y Carlos III.
Este modo de razonar, si es que á esto puede llamarse propiamente razonar, tiene mucho de pueril. La existencia de reyes buenos ó malos nada arguye en pro ni en contra de la monarquía. Lo que hay que analizar, para conocer si esta forma de gobierno ha sido perjudicial ó favorable á España es el carácter de nuestro pueblo, su especial psicología, su estructura étnica, su configuración moral ó intelectual: y después de hecho este estudio, podremos ver si se ajusta ó no á sus condiciones el régimen monárquico; porque en rigor, como dice Maculay, no hay buenas ni malas formas de gobiernos, sino formas de gobiernos adecuadas ó no adecuadas á los pueblos. A Quasimodo no se le puede hacer un vestido con las medidas del Apolo de Beloidese.
Muchos de los argumentos empleados por Gabriel Luna pertenecen al género que dejo indicado más arriba. Por tan socorrido medio, el elocuente propagandista se esfuerza en demostrar que todos los males que ha padecido y que padece nuestra patria han sido por culpa de la Religión'y de los reyes, principalmente los de la casa de Austria.
Leyendo á Blasco Ibáñez y á otros sectarios, se creería que la Religión era una especie de tiranía impuesta al pueblo español por una casta sacerdotal venidasabe Dios de dónde. No hay tal cosa, la religión católica, ó mejor dicho, la Iglesia española fue producto de las entrañas mismas de nuestro pueblo, fue, para decirlo de un modo laico, hija del sufragio Universal, no falsificado como el que después hemos «empentado» sino libre, espontáneo, entusiasta y defendido y perpetuado con el sacrificio quince veces secular de vidas y haciendas. La religiosidad y el fanatismo eran no sólo de los curas, frailes é inquisidores, sino de toda la nación, que engendraba sus sacerdotes á su imagen y semejanza. El exterminar judíos, expulsar moriscos y quemar herejes eran cosas eminentemente populares: el clero y los reyes, al ejecutar estos actos que hoy nos parecen monstruosos, no hacían más que interpretar, en cierto modo acatar, la voluntad del pueblo. Hoy es costumbre adular á éste, repitiéndole que sus errores y sus crímenes no son de él, sino de sus gobernantes. Esto no es cierto, esto no es justo.. Los pueblos tienen también mucho de qué ser acusado ante la Historia.
Hasta somos tristes — así lo asegura Gabriel—esto es, Blasco Ibáñez, por culpa de la monarquía; «La tristeza española—dice—es obra de los reyes». Aparte de lo poco sólido de esta afirmación, que casi resulta cómica, tan cómica como resultaría «firmar que los españoles son apasionados en sus amores; porque hubo reyes enamoradizos y mujeriegos», conviene rectificar eso de la tristeza española que ha llegado á ser en nuestro tiempo un lugar común, repetida sin reflexión ni examen. El alma española no es el alma flamenca, la de los ayes y suspiros afeminados de los cafés cantantes y de los tabernuchos madrileños y andaluces. El alma española vibra con sana alegría en la jota aragonesa, en la socarrona copla castellana, en el romance popular, en la novela picaresca, en el drama y en la comedia del siglo de oro. No hay literatura menos llorona que la nuestra. El teatro clásico, jamás, con rarísima excepción, nos hace llorar. No conozco romance del pueblo que sea tristón y melancólico: hay en ellos fiereza, energía, arrogancias, burlas... no hay lágrimas. En nuestras novelas picarescas se habla siempre burlescamente del hambre, de la miseria, de los tormentos y hasta de los suplicios. El libro más español, el Quijote, es también el más regocijado de todas las literaturas. Nuestro pueblo se ha echado siempre les penas á la espalda: pan y toros... y hasta toros sin pan.. Todas esas leyendas tremebundas del Cristo que desclava la mano para abofetear á una monja andariega, del libertino que se tropieza de manos á boca con su propio entierro, ó del seductor que creyendo abrazar á una mujer hermosa estrecha entre sus brazos á un horrible esqueleto, son leyendas de otros países.
El carácter de nuestra Religión ha tenido y tiene mucho de festivo. Con bailoteos y merendolas se celebran todas las fiestas de la Iglesia. Con ver faenas se festeja á los santos, las procesiones tienen, en muchos pueblos no poco de alegres mascaradas, la conmemoración de los difuntos es una romería. Según la tradición, hay milagros que son verdaderos chascarrillos. San Vicente detiene en el aire a un albañil que se cae de un andamio, para ir á pedir permiso á su superior que le había prohibido hacer milagros. San Juan de Sahagún detiene á un toro furioso, diciéndóle: «Ténte necio»... Nuestro lenguaje está lleno de frases familiares acerca de los santos y santas de la Corte Celestial. Hasta al Padre Eterno se le hace intervenir en cuernos picarescos.
No, España podrá ser pobre, inculta, fanática, intolerante, pero no es triste. Templa un tanto el carácter demasiado docente de La Catedral la parte que pudiéramos llamar de chismografía. Todo lo que Blasco Ibáñez refiere del Arzobispo, de sus afectos privados, de sus genialidades y trifulcas con el cabildo, es curioso. ¿Se trata de un retrato? Yo no lo sé; pero la sospecha de que lo sea estimula la curiosidad y el interés de los lectores.
El amor entra por poco en la novela, y ese poco és enfermizo y lúgubre...
En resumen: La Catedral se resiente, á mi entender, de exceso de filosofía, no siempre serena é imparcial. Lo útil, ó lo que Blasco pretende que sea útil, ahoga á lo dulce; el sectario eclipsa al novelador, y el artista se achica bajo el político.