La Chapanay: VI

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La Chapanay
de Pedro Echagüe
VI

VI

Cuando Chapanay hubo trasladado a San Juan, y enterrado lo mejor que pudo los restos de su esposa, quiso reanudar con ahínco su antiguo trabajo, pero la pena que la pérdida de su compañera le había causado, era tan honda, que un desequilibrio se manifestó desde entonces en él. Se volvió reconcentrado y taciturno. No tenía ya, aquella alegría ni aquella movilidad que parecían ser antes los resortes de su carácter, y era evidente que en su vida faltaba ahora el contrapeso que habían traído a ella el buen sentido y la nobleza de Teodora. El pobre indio vagaba melancólico alrededor de su casita, durante las horas que le dejaba libre el trabajo, y era fama que hacía frecuentes visitas al árbol de la travesía en que encontró un día a la que luego había de ser su mujer.

Entretanto su hija Martina crecía casi abandonada, sin dirección ni consejos, en la vida semisalvaje de las Lagunas. A tan corta edad, denotaba ya un carácter rebelde y varonil. Sus juegos predilectos eran los violentos, y tenía a raya a todos los muchachos del pueblo, a fuerza de distribuirles pescozones y pedradas. Se trepaba sobre los burros sueltos y los extenuaba a talonazos, haciéndolos galopar sobre los arenales; pialaba terneros y perseguía a cuanto animal encontraba en su camino. Se había tallado una especie de facón de palo, y con él se complacía en "canchar" con muchachos de mayor edad que ella, a quienes más de una vez les dejó la cabeza llena de chichones a fuerza de planazos. No fue por cierto la menor de las aficiones que por entonces empezó a demostrar, la que la llevaba a sumergirse en el agua. Pasaba largas horas bañándose en las lagunas, y aprendió a nadar con la soltura y la resistencia de un pez. Más tarde perfeccionaría esta habilidad, que llegó a ser verdaderamente sorprendente en ella, y que le permitió más de una vez ser útil a sus semejantes durante su accidentada vida.

Sus correrías y travesuras tenían alarmada a la población lagunera, que se quejó al padre de las diabluras de la hija. Un día vinieron a decirle a Juan, que Martina le había roto una pata a la potranca de un vecino. Este hecho le trajo contrariedades y disgustos, y lo decidió a salir de su apatía y a preocuparse seriamente de contener los instintos rudos de la muchacha.

Cierta señora de San Juan, Doña Clara Sánchez, le había hablado repetidas veces, cuando él bajaba a la ciudad a colocar su pescado, de sus deseos de tener en su casa una chica pobre, del campo, a quien ella educaría en cambio de los servicios que ésta pudiera prestarle. Juan reflexionó que esta colocación podía convenirle a Martina, pues la substraería del ambiente selvático de las Lagunas, moderaría sus inclinaciones al vagabundeo por los campos, y además le daría ocasión de instruirse en algo. Habló con la señora Sánchez, y le propuso traerla a su hija.

Quedó cerrado el trato, y Martina Chapanay dejó sus campos natales para venir a instalarse en la ciudad.

Mucho le costó adaptarse a la existencia encerrada y metódica de la casa de la señora Sánchez, acostumbrada como estaba a no reconocer voluntad ni límite que la contuviese, y puede decirse que nunca llegó a identificarse con su nueva vida. Pero se sometió a ella como se someten los pájaros a la jaula: esperando siempre una ocasión de poder tender las alas en pleno espacio.

Al principio, su padre vino a visitarla con frecuencia, pero de pronto dejó de venir. Pasaron cinco años, y Juan Chapanay no daba señales de vida. Martina les pidió informes de él a otros laguneros que bajaban semanalmente a la ciudad, y éstos le contestaron que nada sabían. El indio había desaparecido sin dejar indicio ninguno del rumbo que hubiera podido tomar. Se hicieron al respecto las suposiciones más diversas, hasta que por último, se aceptó la versión de que debía haber muerto envenenado por cierta yerba que le gustaba masticar, y de la cual abusaba en los últimos tiempos.

Allá por el año 40, se encontraron en la travesía, al pie del algarrobo en que Teodora fue martirizada y suspendida por los salteadores, restos humanos. Eran, seguramente, los de Juan Chapanay. El indio había ido a buscar la muerte en el mismo sitio en que un día encontró la felicidad.