La Chapanay: XV

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La Chapanay de Pedro Echagüe
XV

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Los aplausos que se le tributaron al gobernador don Manuel Gregorio Quiroga, a su arribo a la capital, no fueron más que el comienzo de una serie de manifestaciones y obsequios de todo género, con que sus amigos y gobernados celebraban el éxito de su expedición. Gracias a él, la confianza y la tranquilidad renacieron. Honran todavía su nombre, las medidas que por aquel tiempo tomó el señor Quiroga. Hizo fijar en todos los lugares públicos carteles que detallaban el número y calidad de las prendas recobradas, y ofició a los gobiernos de otras provincias, pidiéndoles la reproducción de estos carteles, a fin de facilitarles a los damnificados el rescate de los objetos que les habían sido robados.

Antes de dar este paso, el gobernador había hecho comparecer a Martina y al gaucho baqueano a la sala donde se exhibían las prendas recuperadas. El Intendente de policía, en representación del gobernador, les sometió a un interrogatorio a fin de averiguar el lugar de los asaltos y la calidad de las personas asaltadas. Tres meses después, los gobiernos de Buenos Aires y Santiago del Estero contestaban al de San Juan. La oficiosa actividad de este último, permitió hacer valiosas restituciones en aquellas provincias.

La anciana madre del joven extranjero asesinado en el Monte Grande, recibió íntegras las valiosas mercaderías de que aquél había sido despojado. El gobierno de Santiago sólo deploraba la falta de un crucifijo de oro y de unas caravanas de la Virgen. El señor Quiroga explicó entonces, por nota, a su colega santiagueño, que, según los informes recogidos por él, el Santo Cristo se hallaba en poder del capitán de los bandoleros, quien jamás se lo quitaba del pecho, y que las caravanas habían desaparecido. Se supuso que estas últimas estarían en manos de la Chapanay, pero un prolijo registro sobre su persona y efectos, no dio ningún resultado.

Visitada sin cesar por inacabable número de curiosos, y reducida a moverse dentro de las estrechas paredes de su prisión, la Chapanay empezó a manifestar tristeza. Su existencia no corría peligro, pero ya se ha dicho que para ella la libertad era la vida. Faltándole aire, espacio y acción, todo le faltaba.

Cuatro meses transcurrieron, y ninguna esperanza de ser puesta en libertad entreveía. Hasta que cierto día, el gobernador en persona se presentó en su calabozo. -Vengo -le dijo- a que cumplas el ofrecimiento que me tienes hecho. Cuero ha vuelto a aparecer en la provincia cometiendo atrocidades. Tu libertad pende de la captura y muerte de ese forajido. ¿Cómo haremos para echarle la mano encima?

-Me felicito, señor, que V.E. me dispense el honor de ocuparme. Que venga el baqueano a hablar conmigo, y yo le explicaré cómo hay que proceder. Se hizo venir al gaucho y Martina le dió sus instrucciones.

Se pondría éste inmediatamente en marcha para buscar a Cuero. No le había de ser imposible descubrir su paradero, conociendo como conocía todos los refugios de los ladrones. Una vez que lo encontrase, le diría de su parte que ella lo esperaba en Las Tapiecitas, en un rancho cercano al paso de Ullún. El gobernador, por su parte, haría esconder previamente fuerzas suficientes en este rancho. Cuero debía ser informado, además, por el baqueano, de que, escapada de la prisión y oculta desde hacía tiempo en el rancho susodicho, Martina necesitaba de él urgentemente. Con este procedimiento, y con las palabras de consigna que le enseñó al emisario, Cuero no tardaría en caer en las garras de la autoridad.

Después de cinco días de marchas y contramarchas por sendas y caminos extraviados, dio al fin el gaucho baqueano con los tupidos carrizales que, a inmediaciones de la Laguna Seca, habían alojado esta vez a los ladrones. Cuando éstos le vieron llegar, sospecharon que pudiera venir guiando alguna partida en su persecución. Pero la alarma se disipó así que saliendo al llano vieron el campo desierto.

Cruz se acercó el primero al emisario de la Chapanay, que avanzaba lentamente, sorprendido del escaso número a que la antes numerosa banda de salteadores había quedado reducida.

-¿Cómo te va, Jetudo?

-Bien, mi comandante.

-¿Tu comandante? ¿Y cómo es que si no te mataron, recién ahora te venís a presentar a tu jefe?

-Porque si no me mataron me pelaron la cola, y me han tenido preso con una barra.

-¿Y cómo si te has juído de la cárcel, no has traído a tu hijo?

-¡Ojalá hubiera podido... pero mi hijo ha muerto!

-¿Ha muerto?

-Así es, mi comandante; se murió de virgüelas. Por eso me animé a ayudar a Doña Martina a aujerear las tapias para escaparnos.

-¿Y ella ande está?

-Quedó por Ullún.

-¡Ah, hijo de una! ¿Y por qué no me la has traído?

-Porque no había más que este mancarrón, y yo no sabía el lugar en que la compañía se hallaba, ni el tiempo que gastaría en dar con ella.

-Mirá, Jetudo, me parece que me estás engañando, y me están dando tentaciones de hacerte degollar...

-No lo engaño, mi comandante. La señora Martina espera que usted la vaya a buscar llevándole un güen flete.

-Y si es verdad que ella me llama, ¿cómo no te ha dao a conocer ciertas palabras?

El baqueano que, como se ha visto, no era otro que el Jetudo, se acercó a Cruz y le dijo en tono misterioso: "Soy la hija de Teodora".

-¡Ahora sí!... Ahora sí! -exclamó Cuero.

No necesitó más para decidirse a volar en auxilio de Martina. Y volviéndose a sus secuaces, gritó:

-¡Arriba, muchachos!

A eso de las seis de la tarde, ya estaba toda la tropa en marcha. Debían recorrer veinte leguas, y arreglaron el paso para llegar a Ullún a la madrugada. El paraje que iba a ser teatro del nuevo escarmiento que se les tenía preparado a los salteadores, estaba, por aquel tiempo, cubierto de matorrales.

-Allí es - dijo el Jetudo cuando se aproximaban, señalando el rancho medio envuelto por la sombra todavía. Voy a avisarle a doña Martina.

Sin esperar respuesta, emprendió el galope y se presentó a la puerta.

Dentro de la choza esperaban ocho hombres armados de carabinas. Otros diez, a caballo, estaban ocultos entre las marañas.

El eco insólito de un clarín turbó de pronto el silencio circundante. Los forajidos, atónitos, no atinaron a fugar de inmediato y dieron tiempo para que surgieran entre el monte los jinetes ocultos, que cayeron sobre ellos lanza en mano. Aquello no fue un combate, sino una matanza. Tan sólo uno de los ladrones pudo escapar. Los demás cayeron atravesados.

Del montón de muertos, salía la voz entrecortada de un agonizante que gemía:

-¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Que me lo ampare el gobierno y que haga de él un hombre útil!

Era la voz del Jetudo. Confundido con sus antiguos compañeros en la indecisa luz del amanecer, había sido alcanzado por una lanza.

Se abrió una gran fosa, y después de registrarlos, se arrojó a ella a los cadáveres. El que por su traje parecía ser el capitán de la banda, tenía la cabeza despedazada. Mientras volvían los que habían salido en persecución del fugitivo, se recogieron las armas y se reunieron los caballos de los muertos.

Vuelta la partida a la ciudad, se supo bien pronto que los bandidos habían sido exterminados, gracias a las indicaciones de la Chapanay. Lamentó la autoridad que el crucifijo de Loreto no hubiera sido rescatado, pues sobre el cadáver del que se consideró como jefe, no estaba la santa imagen. Pero este contratiempo no disminuyó la importancia del hecho, que libertaba a la provincia de una pesadilla.

Por lo que se refiere al hijo del Jetudo, el gobernador lo tomó bajo su protección, conforme a las postreras súplicas de aquél, y según la humanidad lo aconsejaba. El muchacho recibió instrucción, entró en el ejército y se supo más tarde que, como su infeliz padre lo anhelara al rendir la vida, llegó a ser un hombre útil. Supo la señora Sánchez que la Chapanay había dado muestras de arrepentimiento desde el instante en que fue capturada, y tuvo lástima de ella. Fue a verla el día que se le notificó su libertad, y la dijo:

-Sé que no tienes asilo y vengo a abrirte de nuevo las puertas de mi casa. Quiero ser caritativa y olvido tus acciones pasadas, a fin de que puedas volver al buen camino. Aquí tienes un vestido de mujer; deja esos harapos de hombre que te cubren, y ven conmigo.

La Chapanay bajó los ojos y siguió mansamente a su protectora.