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La Chapanay: XXV

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La Chapanay
de Pedro Echagüe
XXV

XXV

Cuarenta y cuatro años pasaron. Martina Chapanay había envejecido, pues, y en 1874 cumplía sus sesenta y seis años de edad.

Agobiada por la edad, por el desgaste que en su organismo había producido la ruda existencia que llevó, y atormentada por los dolores de sus viejas heridas, Martina fue poco a poco debilitándose y postrándose. Ya su brazo no podía manejar el lazo ni las boleadoras como en mejores días; ya no le era dado empuñar las riendas de un potro indómito; ya no podía entregarse a sus largas correrías por el campo árido y desierto, desafiando el sol y la lluvia, y durmiendo al aire libre bajo las estrellas. Sus nobles compañeros de aventuras, el Oso y el Niñito habían muerto hacía ya mucho tiempo. Condenada a la inacción, la inquieta mujer a quien antes el mundo le parecía estrecho, veíase ahora reducida a yerbatear en los fogones, a tejer algunas toscas randas en cuya confección la inició la Sra. Sánchez, y a vivir recordando.

Todavía montaba a caballo de vez en cuando, pero no se alejaba casi de los Departamentos, a no ser para ir a reavivar las luces que mantenía encendidas en ciertos puntos, por la paz de las ánimas. Su gran preocupación, su gran esperanza, consistía en recobrar fuerzas suficientes para hacer un largo viaje en cumplimiento de una antigua promesa.

El invierno de 1874 se presentó crudo, e influyó muy perjudicialmente sobre su salud. A fines de julio de aquel año, pudo, sin embargo, trasladarse a Mogna. Allí residía una india de su misma edad, con quien la ligaba una antigua y cariñosa amistad.

-Esta será la última vez que monte a caballo, y esta choza mi último asilo, -dijo, al llegar, la Chapanay.

Con esta fiel amiga contaba nuestra heroína para cumplir ciertas promesas que se creía en el deber de realizar, antes de desaparecer de la tierra. A ella se confió y le pidió ayuda. Le dijo que deseaba hablar con el sacerdote que se hallara más próximo para hacerle una importante revelación. Era, pues, indispensable, que la india se llegara hasta Jachal, a suplicarle al cura de aquella villa, que se tomase el trabajo de venir a verla.

-Aparte de este servicio inestimable, -concluyó, - le pido que Vd., que seguramente cerrará mis ojos, se quede con mi caballo y con mi apero. Es lo mejor que tengo... La buena india asintió al pedido de su amiga, y aquella misma tarde se puso en camino para Jachal.

Martina quedó sola; tan sola, como cuando escalaba la cumbre de los cerros persiguiendo guanacos. Reflexionaba en su melancólico fin, que presentía ya próximo, y volvía todas sus esperanzas hacia Dios. Si había venido a concluir los días en este rincón de la provincia, tan lejano de aquel en que nació, era porque no quería ofrecer a sus coterráneos, los laguneros, el espectáculo de su decadencia y de su ancianidad, y también porque no había podido olvidar ni perdonar del todo, la humillación injusta que aquéllos le infligieron, expulsándola del pedazo de tierra en que vio la luz, cuando ella iba a llorar, a rezar y formar sobre él propósitos generosos y nobles.

Tres días pasaron y la india no regresaba. La espera se volvía angustiosa para la Chapanay, que se debilitaba cada vez más. Caía la tarde de uno de esos días, y la abandonada mujer se hallaba entregada a una verdadera crisis de tristeza, bajo la luz del crespúsculo que siempre fue para ella desconsoladora y oprimente, cuando se oyó en la puerta una tosecilla.

-¡Ave María!

-¡Sin pecado concebida! ¡Adelante!

Un sacerdote capuchino entró en el cuartujo. Sus hábitos roídos y sus sandalias desgarradas denotaban pobreza. Una barba blanca le cubría el rostro.

Pidió permiso para descansar, y ante la respuesta afirmativa y deferente de la enferma, depositó en el suelo un saco que llevaba al hombro, y un alto báculo en que se apoyaba. Luego preguntó:

-¿Está usted enferma hermana?

-Muy enferma, señor... Por eso he mandado suplicar a su paternidad que viniese a verme. Necesito su auxilio espiritual, y necesito además hablarle de algo que pertenece a la iglesia. ¿No le ha dicho a su paternidad, mi compañera, que yo pagaría el coche en que viniera?

-¡Un coche! ¿Para mí? ¿Su compañera de Vd?...

-¿No ha venido ella con usted?

-Vd. se engaña hermana. Yo he venido solo.

-¿Luego su paternidad no es el cura de Jachal?

-No, hermana. Yo soy un peregrino. Cumplo una promesa, y por eso he pasado la cordillera. Ahora me dirijo a Santiago del Estero, y si Dios me presta aliento iré luego a Tierra Santa. En mi juventud anduve por estas comarcas, y he seguido este camino para volver a verlas.

-¡Ojalá hubiera yo sabido, -repuso Martina-, que traía su paternidad esta dirección. No estaría ahora penando por saber si el cura de Jachal llegará a tiempo o no, para restituirles las caravanas de la Virgen del Loreto...

-¿Cómo? ¿Las caravanas de la Virgen del Loreto?

El sacerdote se había inmutado, e hizo la pregunta anterior con tono ansioso.

-Sí, señor. Quiero devolvérselas por medio de un sacerdote; y si es posible en acto de confesión.

-¿Y cómo se hallan en poder de Vd?... ¿ Desde cuándo?, -interrogó el capuchino con creciente ansiedad.

-Desde hace cuarenta y tantos años.

El sacerdote se puso pálido y se quedó mirando a la enferma con ojos anhelantes. De pronto exclamó:

-Vd. es Martina Chapanay...

-Sí señor, -respondió Martina sorprendida. ¿Cómo me conoce su paternidad?

-No me atrevo a decírtelo... Adivínalo tú misma... Interroga tu pasado de hace cuarenta y tantos años, recuerda la noche aquella en que fuimos sorprendidos a inmediaciones del Corral de Piedra. Tú no puedes haber olvidado que allí quedaron muertos varios de los nuestros, pero se salvaron Cuero y el Doctor... ¿Te acuerdas del Doctor?

-¡Oh, sí me acuerdo!

-Pues bien, el Doctor fue rodeado en la espesura de un matorral: allí debió morir, pues los soldados que lo perseguían lo alcanzaban ya... Pero el Doctor, que era un sacrílego, y tenía miedo de morir, invocó la Santa Gracia de la Virgen de Loreto... de la misma virgen que había profanado... Entonces ocurrió un milagro... Pareció que las ramas se inclinaban para ocultar al sacrílego y éste pudo escapar. El sable de los soldados derribaba hojas y gajos, las balas zumbaban sobre su cabeza, pero la vida del miserable estaba salva guardada por la Virgen... Los soldados se retiraron sin descubrirlo. ¿Y de ti, qué fue de ti, Martina? Porque tú eres Martina Chapanay... Los años te han arrugado el rostro y te han apagado los ojos. Eres el espectro de lo que fuiste, pero no hay duda, eres Martina Chapanay... -¡Señor! Si su paternidad quiere explicaciones, dígnese decirme quién es usted...

-¿No lo has sospechado? ¡Y bien! ¡Soy el Doctor!

-¡Ah! ¡Maldito!