La Disgregación del Reyno de Indias/Capítulo 7 parte 1

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SAN MARTIN: Supremo Defensor de la Independencia Americana [1]

I

Cuando las “Cortes Generales y Extraordinarias”, congregadas en su reunión inaugural de la noche del 24 de setiembre de 1810, dieron por aprobada la especie de ley fundamental que habían proyectado los diputados Muñoz, Torrero y Luxán, puede decirse que, por estar en dicha ley dispuesto que residía en ellas ( las Cortes) la soberanía nacional y dispuesto, asimismo, la extinción del sistema de reinos y provincias diferenciados de España e Indias para dar cabida en su lugar a una sola “nación española”, planteóse a los americanos, tanto a los que venían actuando en la península como a aquéllos que se habían dividido entre sí en juntistas y regentistas en las distintas regiones del continente, una situación dilemática bien difícil.

Las medidas a que me refiero no respondían, desde luego, a ninguna necesidad real. Tampoco recogían, y eso era peor, los anhelos populares que habían venido exteriorizándose en España y en América, desde dos años atrás, cuando una causa ocasional ( la invasión napoleónica) dio magnífico pretexto al estallido de la “Revolución Hispánica”, que ahora seguía su curso; ésta-para mí-era de objetivo ideológico y sustancialmente concordante en la península y en el continente.

El vocablo “revolución” proviene según el clásico José Guerra ( fray Servando Teresa de Mier) del verbo latino “revolvo”, que , dice Guerra, “en Cicerón significa volver otra vez o hacia atrás”.

En lo institucional, por de pronto, me parece, en efecto, que esta revolución se orientaba (salvadas, como es obvio, las modificaciones impuestas por la evolución regular y el tiempo) no a otro rumbo que “hacia atrás”.

En las aspiraciones coincidentes de los pueblos de España y América apuntábanse al objeto de tener un rey único, pero que también antes de ocupar el trono (donde se sentía no para ser un déspota, sino como un coordinador supremo) debía reconocer y jurar respeto a los privilegios de cada pueblo.

Existirían cortes igualmente, pero los “procuradores” integrantes de ellas tendrían que actuar con arreglo a las instrucciones (mandato imperativo) de sus respectivos pueblos, y todos quedarían sujetos a la revocación en cualquier momento.

Cada reino o provincia recuperaría, por último, el derecho integral e indeclinable al uso de su soberanía y , en consecuencia, asimismo, el de sólo cederlo en cada caso particular a otro. Por la revolución debía llegarse precisamente a lo inverso de aquello que adoptaron estas afamadas “Cortes” en su primera reunión.

Ello fue, de un lado, adueñarse para sí de los derechos de soberanía; del otro, desdeñar al federalismo natural basado en una limpia comunidad de sangre y de ideales sociales y religiosos, para instaurar, en cambio, un inmenso Estado centralizado y dirigido a su voluntad.

Sin mala intención para los constituyentes de Cádiz, de quienes, no lo niego, he llegado a pensar que fueron tontos imbuidos indebidamente del sentido reverencial de su poder, debo agregar que las aspiraciones populares que ellos defraudaron en este instante para actuar a la manera francesa, modelada por la Asamblea de 1791, ni siquiera podía entonces invocar en su apoyo el respaldo de la opinión contraria a lo español de muchos doctrinarios extraños.

“LA FELICIDAD DE TENER POR AMO A UN BORBON”

Cuando Nicolás Caritat (el “enciclopedista”, más conocido en la historia por Marqués de Condorcet) publicó en 1788 su afamado examen y meditación acerca de la “Influencia de la Revolución de América sobre Europa” ( se refiere a América del Norte), recuérdese, en efecto, que había escrito con respecto a España las observaciones que extractaré en seguida: “Hasta esta época ( se refiere al ingreso de los Austrias al trono de España e Indias) España sólo cedía en el cultivo de las letras y las artes a Italia, pero luego, mientras a su alrededor todo se perfeccionaba, ella parecía marchitarse y extinguirse…” “La opresión de las comunidades castellanas señala los primeros instantes del poder austríaco y presagia lo que España debía esperar de él…”, etc. “Las asambleas nacionales (se refiere a las Cortes, naturalmente) perdieron todo poder y no fueron sino vacías ceremonias…”, etc. “En seguida (muerto Carlos II) compró España al precio de doce años de una guerra devastadora la felicidad de tener por amo a un Borbón…”, etc.

“Así, pues, esta nación que al comenzar el siglo XVI podía esperar una larga, pacífica y gloriosa prosperidad, no experimentó sino desdichas bajo las estirpes extranjeras que reemplazaron a sus antiguos reyes. ¿Y cuál es la verdadera causa?

“Estos reyes pertenecían a casas ambiciosas y poderosas que siempre se consideraron príncipes austríacos o franceses antes que jefes del pueblo español…”, etc.

“La política de un rey de España, Austria o Borbón, sacrifica al pueblo que gobierna en pro de los intereses de Austria o Francia…, etc. “El pueblo español es digno de libertad. Ella es un objeto de culto entre los catalanes; Aragón lamenta todavía su pérdida: las montañas en que Pelayo encontró un asilo no las perdieron jamás…”, etc. “Castilla misma recuerda todavía sus Cortes y los esfuerzos del infortunado Padilla…”, etc.

“LA GRANDEZA”, INSTITUCIÓN CREADA POR LA VANIDAD EXTRANJERA

“España no necesita de sacudidas para obtener su libertad. El feudalismo es allí prácticamente nulo: la nobleza que no forma un cuerpo, no está separada del pueblo por privilegios opresores; la grandeza no es sino una institución extranjera, hija de la vanidad o la política extranjera…”, etc.

La por fin realizada aspiración de una reunión de “procuradores” en Cortes entraba en el programa de la revolución hispánica.

Lo que nadie lógicamente podría haberse anticipado a calcular era que quienes fueron convocados a las reunidas en 1810, comenzasen por sentir como si fuera necesidad el anhelo de total ruptura con una tradición a la que en los periódicos y hojas sueltas difundidas entonces a millares, tanto en España como en América, se evocaba y loaba persistentemente y con añoranza.

También en Francia después de su deslumbrante revolución se recordaban con elogios las viejas Cortes. Don Pablo Olavide, el famoso limeño honrado por la Convención con el título de “ciudadano adoptivo” de la república, escribía entonces que en las Cortes funcionando según las normas y limitaciones tradicionales estaba el instrumento adecuado para realizar la revolución que necesitaban España e Indias. He aquí sus palabras que completan en cierto modo los conceptos de Condorcet:

“La más crasa ignorancia de los principios fundamentales de la formación de vuestras Cortes, es la que puede hacer que la nobleza tema la destrucción de sus debidas distinciones; el Clero, la de sus privilegios no abusivos, y la Corona, la de sus justas prerrogativas. En vano los ignorantes o los malintencionados os asustan con el ejemplo de Francia. Los Estados generales de esta nación no tenían reglas fijas e invariables, y unas Cortes tienen bien señalados sus límites. Francia necesitaba de una regeneración; España no necesitaba más que de renovaciones. Esta verdad sólo pueden contestarla los charlatanes en política, que no saben que las Cortes de Aragón y Cataluña eran el mejor modelo de un gobierno justamente contrapesado”, etc. (“Los precursores ideológicos de la guerra de la independencia”, T. I. P. XXVIII, México, 1929)

Pero la actitud asumida por los procuradores de Cádiz resulta todavía más sorprendente y audaz, más desventurada, si se considera el modo y formas operadas para su reunión.

Teniendo a la vista el “Diario de las discusiones y actas de las Cortes” (Cádiz, en la imprenta Real, 1811), referiré rápidamente los hechos por demás elocuentes que sobre el particular deben ser anotados.

A la sesión del 24 de setiembre de 1810, realizada en las “Casas Consistoriales” de la isla de León, asistieron 101 diputados de España, Indias y Filipinas. De este elenco en el cual muy pronto se destacarían netamente como primeras figuras, por su brillante oratoria (grata a nuestras largas orejas latinas, que dijo Gavinet), el quiteño José Mejía, Agustín Argüelles ( el divino Argüelles), el peruano Vicente Morales Duárez, etc., y por su fama de sabio, sobre todos los demás, don Diego Muñoz Torrero, ex rector de Salamanca y precisamente autor de la desventurada Ley Fundamental entonces adoptada, resulta que representaban a ciudades, provincias y juntas de la península setenta y dos “procuradores”; a provincias y reinos de América, veintisiete y a Filipinas, dos. Pero con ser importante (como indicio de visible injusticia) la desproporción numérica, en la representación de los tres sectores presentes en Sala, no es de lo más puede chocar. Tampoco es el hecho (otra irritante ligereza) de que mientras para Filipinas y América la representación se había establecido por “reynos” y provincias, con respecto a España se concedía también a ciudades y a las juntas en ella instaladas y a las provincias a que pertenecían.

Lo grave-gravísimo-, si se piensa, desde luego, en la inmensa trascendencia de las formulaciones contenidas en el primer párrafo de la Ley Fundamental, era que de los 101 “procuradores” reunidos, 45 no habían sido elegidos por los núcleos que aparecían representando respectivamente , sino designados en Cádiz con carácter de suplentes.

Y lo peor-después de todo-consistía en el hecho de que entre ellos eran suplentes los dos de Filipinas, y también suplentes veintiséis de los veintisiete americanos entonces alistados.

II

Se ha dicho y repetido por todos los biógrafos de San Martín, que éste se alejó de España y vino a Buenos Aires en marzo de 1812 a ofrecer sus servicios de soldado y técnico, movido por impulsos sentimentales o, si se quiere, obedeciendo al reclamo intransferible de la despertada conciencia patriótica.

Don José María Gutiérrez, que, entre los antiguos, es para mí al menos el más equilibrado y cuidadoso de los narradores de su vida, escribió al respecto: (“Bosquejo biográfico”, etc., pág. 10. Buenos Aires, 18): “Así que llegó a conocimiento de San Martín el paso atrevido dado por sus compatriotas en mayo de 1810, volvió su atención hacia los lugares que había abandonado en los tiernos años de su infancia y siguió con interés y emoción las primeras escenas del drama en que deseaba ser actor”.

El general Mitre, en su clásica historia (Tomo I, págs. 140 y 141 de la edición primera de 1887. Mi ejemplar, dicho sea de paso, tiene de puño y letra del autor la dedicatoria que sigue: “Al historiador de Rivadavia, doctor don Andrés Lamas. Su amigo Bartolomé Mitre”) se expresa así sobre el particular: “Veintidós años hacía que San Martín acompañaba a la madre patria en sus triunfos y reveses, sin desampararla un solo día. En este lapso de tiempo había combatido bajo sus banderas contra moros, franceses, ingleses y portugueses, por mar y tierra, a pie y a caballo, en campo abierto y dentro de murallas. Conocía prácticamente la estrategia de los grandes generales, el modo de combatir de todas las naciones de Europa, la técnica de todas las armas, la fuerza irresistible de las guerras nacionales y los elementos de que podía disponer España en una insurrección de sus colonias; el discípulo era un maestro en estado de dar lecciones. Entonces volvió los ojos hacia la América del Sur, cuya independencia había presagiado y cuya revolución seguía con interés; y comprendiendo que aún tendría muchos esfuerzos que hacer para triunfar definitivamente, se decidió regresar a la lejana patria, a la que siempre amó como a la verdadera madre para ofrecerle su espada y consagrarle su vida”.

Don Ricardo Rojas, entre los modernos, articula su relación sobre el mismo tema en los siguientes términos (“El Santo de la Espada”, 1ª edición de Buenos Aires, 1933): “A fines de 1810, San Martín conoció los sucesos ocurridos en Buenos Aires donde habíase constituido una junta popular en nombre de Fernando VII, análoga a la que había en Cádiz. En 1811 los caracteres separatistas de la revolución argentina se perfilaron un poco más. En vista de ello San Martín decidió cortar con España y regresar a América. Se embarcó en Cádiz para Londres, el 14 de setiembre de 1811”.

Troncaré este monótono desfilar de versiones. Todas ellas son corcondantes, salvo detalles que en general deben ser endosados al vuelo imaginativo de cada autor. Es innecesario continuar una transcripción que, como se supondrá, podría –y antes pensé hacerlo-seguir por largo rato.

Con excepción de Barcia Trelles (“San Martín en España”) y también en parte de Pacífico Otero (“Historia del Libertador”, Tomo I, pág. 138 y siguientes) de cuyas referencias me ocuparé después, todos los historiadores-lo repito-han aceptado para sus respectivos relatos el padrón que fijó Mitre hace casi setenta años.

EL NACIMIENTO DE UNA CAUSA SUBLIME QUE DEFENDER

Y sin embargo, creo que la “verdad verdadera” sobre el particular que examino, verdad que debidamente esclarecida irá a contribuir por otra parte al realce de la figura de San Martín se halla no en construcciones intelectuales candorosas (artificializadas, además por el prejuicio) sino “rumbeando" siempre a la realidad clara, donde se mueven hombres de carne y hueso, que aquellos autores ni siquiera dejan ver.

Titulé esta exposición “San Martín, supremo defensor de la independencia americana”, ¿Por qué? ¿Acaso porque cruzó los Andes y dirigió la lucha por la libertad de Chile? ¿Por ventura en virtud de que realizó la expedición al Perú y tuvo la honra imperecedera de presidir la proclamación de la independencia? ¿Pensando que en la década del 40 al 50 del pasado siglo siendo ya “un viejo” se inclinó valientemente en homenaje a Rosas y Oribe porque resistían de hecho y derecho las intervenciones europeas?

No, absolutamente nada de eso. El título que para anunciarlo he puesto a este trabajo, escrito rápidamente pero madurado en mi pensamiento desde hace años, sólo responde a una firme convicción de que si un día cualquiera de 1811 (no interesa aquí la estrictez) San Martín resolvió abandonar el servicio y alejarse de España y, por consecuencia, también-no es de olvidarlo-separarse acaso para siempre de sus familiares, de sus amigos y de sus camaradas, ello fue necesariamente (San Martín era un reflexivo y además-ya se sabe-que en el ejército de la península tenía asegurado un espléndido porvenir) porque entonces vio que nacía una causa sublime a su criterio, que defender.

LAS AUTENTICAS CAUSALES DE LA ACTITUD DE SAN MARTIN

En holocausto a tal convicción es para mí que comenzó por renunciar a halagos seguros y a fundadas esperanzas. Para poder servirla, después hasta su fin, es también que ante el historiador sectario o incomprensivo, ha debido aparecer más de una vez su clara figura como borrosa, oscilante y fugitiva con titilaciones molestas de cuadro fundente. Pero en definitiva podría preguntárseme:¿Cuál fue esta causa que desde luego no trascendió en actividades concordantes o parecidas de parte de muchos otros americanos establecidos entonces en España entre los cuales habría desde luego que incluir a sus hermanos y también soldados de la independencia peninsular Juan Fermín, Manuel Tadeo y Justo Rufino?

Y bien; me remito a la introducción puesta a estas páginas para que el lector por sí mismo encuentre la ajustada contestación-históricamente-a su posible interrogante.

Creo en efecto que la especie de golpe de Estado (permítaseme el calificativo) de las “Cortes Generales y Extraordinarias” del mismo día inicial de su congregación, consistente en abrogarse por un lado el derecho al total ejercicio de la soberanía nacional y por el otro a su decisión de incorporarse lisa y llanamente América a España, determinó la actitud de San Martín.

De “la fecha cierta” en que los procuradores de Cádiz adoptaron estas resoluciones data para mí el comienzo de nuestra era de luchas por la emancipación.

INJUSTA TACHA DE MALOS AMERICANOS

Solamente por confusión de problemas y situaciones (deliberadamente buscada a veces) se ha podido afirmar y aún se repite que con anterioridad al 24 de setiembre de 1810 el creciente incendio revolucionario de América, prendido de hecho en Caracas el 19 de abril de aquel año, alumbró con definitivas intenciones de movimiento emancipador. Si falta causa no puede hablarse de efecto, ni hoy, ni ayer, ni nunca. Mal, pues, por lo mismo se había estado en situación de aludir a la emancipación por nuestros juntistas de 1810 cuando todavía-al menos legalmente-América no había dependido nunca de España sino que en igual plano, aquélla y ésta tenían un solo monarca.

Importa establecer bien claramente esta puntualización y no olvidarla más por diversas razones. En primer lugar, para poder rehabilitar históricamente la memoria de los criollos que en ese período fueron antijuntistas. Es a todas luces injusta la tacha de malos americanos que recae sobre ellos sin discriminaciones de ninguna especie. Todo lo que les ocurrió entonces, salvo prueba en contrario, es haber discrepado con los juntistas en el modo y forma mejor de de conducir a los pueblos durante la acefalía del trono que unos y otros, todos, habían jurado mantener para Fernando VII.

En segundo término, también es esta precisión oportuna a fin de descargar de la indebida acusación de “colaboracionismo” y, en consecuencia, de traición a su patria de orígen, a centenares de peninsulares de los entonces avecindados en América, que contribuyeron a veces en primera línea, a la creación y permanencia de nuestras juntas.

Por último, la tengo por adecuada a efecto de que entre nosotros, no continúe (por pura incomprensión) piadosamente relegada al olvido la memoria de los esfuerzos, sacrificios y actos heroicos de centenares de criollos que combatieron de 1808 a 1810 en España por la independencia de la misma. Ellos no defraudaban a América; por el contrario, la enaltecían con su lucha.

La unión histórica y legal de iguales, subordinados al mismo rey, desapareció (también legalmente) desde la aprobación de la tantas veces mentada fórmula unificatoria de Cádiz, la cual en la práctica significa sujeción de América a España.

AMERICA NO HABIA SIDO OIDA EN NINGUNA OPORTUNIDAD

El ejercicio integral de la soberanía pertenecía a las Cortes y éstas no sólo tenían en España su sede, sino que en ella los diputados americanos (casi todos suplentes) sumaban una representación mucho menor que la peninsular.

¿En qué riesgos colocábase así a América sin ni siquiera haber sido oída por voz de apoderados auténticamente electos? ¿Era por ventura imposible que al llegar un día al necesario acuerdo de paz con Napoleón, las mismas en uso del poder ilimitado que se atribuían no le traspasasen sobre tierras de América?

La “Ley Fundamental” de 24 de setiembe de 1810 como básica que era, se prolongaba obviamente en los preceptos de la Constitución del 12, cuyas tonalidades de afrancesada se acusan, para mi criterio, como en ningún otro lado, en las disposiciones referentes a centralización de los órganos del Estado y la actitud de poder de las Cortes, vale decir, en las que recogieron las malhadadas fórmulas de unificación de España y América y ejercicio integral de la soberanía propuestas por Muñoz Torrero y Luxán.

Por ello precisamente es que en mi concepto se explica la actitud asumida a su respecto por los criollos. Al paso de resistirla a pesar de que desde su vigencia se aseguraba la unión entre sí de los pueblos de América, cada uno por su parte la tuvo bien presente en la elaboración de sus particulares y provisorios reglamentos.

EL FAMOSO PLAN COS DE PAZ O GUERRA

En 1814, vigente aún aquél Código Político, la Junta Nacional de Chapultepec, encargó al miembro de la misma, doctor José María Cos la preparación de un “Plan de Paz o Guerra” a presentar al virrey de la Nueva España.

Pues bien, las páginas plenas de elocuencia y cordura que en cumplimiento de su comisión escribió el ilustre patriota mexicano, se inician en la forma siguiente (“Croniquillas de divulgación de Historia”, por Diego Arenas Guzmán. México, 1946):

1º) La soberanía reside en la masa de la nación.
2º) España y América son partes integrantes de la monarquía, sujetas al rey, pero iguales entre sí y sin dependencia o subordinación de una respecto de la otra.
3º) Más derecho tiene la América fiel para convocar Cortes y llamar representantes de los pocos patriotas de España no contagiados de infidencia: que España para llamar de América diputados por medio de los cuales nunca podremos estar dignamente representados.
4º) Ausente el soberano ningún derecho tienen los habitantes de la península para apropiarse la suprema potestad y representarlo en estos dominios, etcétera.

De los principios que he reproducido y algunos otros más que no hacen falta en este caso, deduce el sabio de Zacatecas “estas justas pretensiones”.

1º) Que los europeos resignen el mando y la fuerza armada en un Congreso Nacional e independiente de España, representativo de Fernando VII, que afiance sus derechos en estos dominios.
2º) Que los europeos queden en clase de ciudadanos, viviendo bajo la protección de las leyes, sin ser perjudicados en sus personas, familias y haciendas.
3º) Que los europeos actualmente empleados, queden con los honores, fueros y privilegios y con alguna parte de las rentas de sus respectivos destinos, pero sin el ejercicio de ello.
4º) Que declarada y sancionada la independencia se echen en olvido de una y otra parte todos los agravios y acontecimientos pasados, tomándose a este fin las providencias más activas y todos los habitantes de este pueblo así criollos como europeos constituyen indistintamente una nación de ciudadanos americanos vasallos de Fernando Séptimo, empeñados en promover la felicidad pública.
5º) Que en tal caso la América podrá contribuir a los pocos españoles empeñados en sostener la guerra de España, con las asignaciones que el Congreso Nacional imponga en testimonio de su fraternidad con la península y de que ambas aspiran a un mismo fin, etc.

La llave de todo acuerdo entre España y América estaba entonces como se acaba de ver en el hecho de que las partes se aviniesen a dejar dormida la constitución española vigente desde 1812 en aquellos preceptos que recogían los principales de unificación y atribución de derechos al ejercicio de la soberanía nacional declarados por los “procuradores” de Cádiz en 1810.

Eso era para el doctor Cos y no otra de las tantas cosas que cargan en sus abultados cartapacios ciertos eruditos, lo esencial, lo único indispensable, para poder volver a la perdida y normal armonía de América y España. Era además lo justo y lo reconocido por la costumbre durante los tres siglos corridos de unión de iguales.

EL PROYECTO DE MICHELENA Y ALAMAN DE 1821

Años más tarde, después de revocada y vuelta otra vez a la vigencia la constitución de Cádiz, criollos que todavía se conservaban en la esperanza de hallar la satisfactoria solución al problema que obstaculizaba la nueva reunión de América y España, formularon su correspondiente proyecto.

Fue en 1821. Lo redactaron don José Mariano de Michelena (laureado en la historia de México con el título de promotor de la conspiración precursora de Valladolid de 1809), y Lucas Alaman (prócer como hombre público y para mí también por su jerarquía de historiador).

Ambos eran “diputados de ultramar” en las Cortes reunidas entonces en Madrid y con la adhesión expresa de sus cuarenta y siete colegas de sector propusieron al cuerpo (“Historia de Méjico”, etc. México, 1850 Tomo V, Apéndice, pág. 62):

1º) Que además de este carácter general o nacional se creasen “tres secciones de Cortes en América, una en la septentrional y dos en la meridional”.
2º) Que dichas secciones serían convocadas y reunidas “en los tiempos señalados por la constitución (de 1812) para las Cortes ordinarias, gobernándose en todo con arreglo a lo proscripto para éstas” y que ellas “tendrían en su territorio la misma representación legal y todas las facultades” que aquellas, “exceptuando la 2ª, 3ª, 4ª, 5ª y 6ª que se reservan a las Cortes generales; la parte de la 7ª relativa a aprobar los tratados de alianza ofensiva y la 2ª parte de la facultad 22”. El artículo 3º señalaba como sede capital de las tres secciones a crearse, respectivamente, a Lima, Bogotá y México, sin perjuicio de reconocer derecho pleno a las autoridades a establecer “en aquellos países” a mudar después el asiento de sus gobiernos. Por el 4º se concedía al rey la facultad de designar a quien en su nombre ejercería el poder ejecutivo en cada sección.

En el 5º se establecía que estos gobernantes serían irresponsables ante las Cortes seccionales, pero no así sus ministros que según el artículo 6º podrían llegar a cuatro.

Por el 7º y el 8º instuíanse supremos tribunales de justicia seccionales y así mismo “Consejos de Estado” para resolver en lo contencioso –administrativo perteneciente a la región.

Véase, pues, en lo extractado (el proyecto que considero notable, contenía 15 artículos) que, y eso es lo que ahora interesa, a la altura del tiempo en que él fue fechado ni aun para los más recalcitrantes partidarios criollos de una transacción con la entonces convulsionada España, cabía la posibilidad de ceder tanto en lo relativo al derecho de América a custodiar por sí misma su seguridad ( la había defendido ya con todo éxito en los trescientos años transcurridos antes de 1810) como en lo referente a enajenación “in totum” de los derechos de soberanía , por parte de “los pueblos” a la agrupación de los “procuradores” que se reuniesen en las Cortes con sede en España. Por distintas razones, entre las cuales anoto como más dramática la de la oposición abierta o sorda de los mismos americanos que entonces ocupaban cargos influyentes o cercanos al trono (podría hablar largo sobre tan desagradable tópico) este proyecto no pasó de tal.

LA NECESIDAD DE ANULAR LA TORPE PROCLAMACION DE CADIZ

Pero de todos modos y por eso mismo lo he traído a colación, lo que él demuestra palmariamente, sobre todo, es que la clave de un posible arreglo de las discrepancias entre el continente y la península y, en consecuencia, el modo de poderlos devolver a una lógica real armonía se hallaba sobre la base de cualquier solución que reconociendo otra vez la vigencia del viejo principio de unidad e intangibilidad de América, fijado por Carlos V, en 1519, viniese a anular, aun cuando fuera implícitamente, la imprudente, la torpe y desmedida proclamación de las Cortes Generales y Extraordinarias del 24 de setiembre de 1810.

Esta proclamación que, como ya se ha dicho, tenía fatalmente que resultar al menos en la práctica, una subordinación tan injusta como intolerable de lo criollo a lo peninsular, por el mismo hecho de haber sido adoptada por las Cortes Constituyentes apareció revestida formalmente de legalidad. No admitirla, desconocer de hecho y derecho su eficacia, negarse a aceptar su vigencia que importaba perjuicio y disminución para América, tenía en resumen que ser luchar por su emancipación (restauración en lo legal de su independencia respecto a España). Quienes entre los criollos no lo pensasen así y no reaccionaran en consecuencia, comprometían a ojos vista su reputación de buenos patriotas. Ya entonces se señalaba en efecto el sabio y claro principio: “el que calla cuando puede y debe hablar otorga”.

Referencia[editar]

  1. Publicado en la revista YAPEYU (Buenos Aires). No 63-64. Agosto de 1950