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La Escuela de don Juan Peña: 3

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.

III

Una, dos y tres generaciones adoctrinó bajo aquellos viejos techos el señor Peña, entre cuyos sobresalientes algún tradicionista clarovidente, pudo señalar «el banco de los Obispos», donde ilustrísimos Aneiros, Boneo, Terreros, Espinosa garabatearon sucesivamente sus «cartillas», como el siguiente «banco de los Generales», codeándose en él los Campos, Bernal, Garmendia, Obligado (Manuel), Balsa, Octavio Romero, é igualmente «banco de los Magistrados», en el cual González Garaño, Langheneim, más tarde Areco, Beláustegui, Martel, aprendieron desde entonces principios de moral y de justicia que pusieron siempre en práctica. En aquella modesta casa de un hogar ejemplar, jamás resonó el eco de pasiones políticas, que dividía la familia argentina, ni penetró como en otras escuelas, el retrato del tirano, que vecinos de la otra cuadra (Chacabuco y Chile, Cuartel de Cuitiño) pasaron en procesión saturnal, para ser reverenciada la imagen del Restaurador sobre el ara santa, donde el Padre Magesté, director del Colegio Federal Republicano, inciensara en el de San Ignacio, Colegio de Jesuitas.

Como guardián avanzado del pensamiento en su primer desarrollo, cuando se ordenaba cerrar la Universidad con más ahinco y contracción multiplicaba su afán, cumpliendo la obra santa de enseñar al que no sabe. Bien quisiéramos recordar sus numerosísimos discípulos desde la generación en que Domínguez, Lanús é Irigoyen descollaban, hasta la que en 1864 recogió los últimos acentos de un alma honrada, ¡cuántos y cuántos proyectaban en sus hijos las luces que él propagó!

He aquí reducida nómina de los que en una memoria de setenta años no se han borrado: Canónigo doctor Víctor Silva, de la Serna, Amadeo, en la primera generación de sus escueleros: y entre otros, de la segunda, en el banco de los Gómez, (don Manuel, Pedro y Elíseo); el de los Aguirre: (Manuel, Rafael, Pedro); de los Marín: (Miguel, Plácido, Domingo); Enrique Urien, Perdriel, Ramón Basavilbaso, Sagastizábal, Bonorino, Ezeiza, Sulpício Fernández, Jaime Arrufó, Juan y Fabián Molina, Lucio, Lucito y Carlos Mansilla, Melchor Arana, Pedrito Vela y hermanos, Antonio y León Monguillot, Velarde, Solveyra, Constantino Vélez, Morel, Rosendi, Fasquel, Achinelli, Giménez, Escalada, Escalante, Alfredo y Juan Antonio Seguí, Enrique Singler, Narciso Vivot, Leonardo y Luis González, Luciano Aveleyra, Pablo Pacheco, Hargreaves, Biedma, Pedro Piñeiro, Juan Cosío, José María Monasterio, Miguel Crisol, Miguens, Epitacio del Campo, Somoza, Baya, Marcial Cano, Sáenz Valiente, Meabe, Rodés, Custodio Moreira, Ángel Estrada, Luis Palma, Blas Olivera, Borches, Juan Rivera, Pérez del Cerro, Juan Robio, Juan Bautista Gill, Deagustini, Larrazábal, Bullrich, Enrique Peña, José María Rosa, Demaría, Pazos, Ocampo, Díaz, Saavedra, Jerónimo Zaldarriaga, Chas, Timoteo Calivar, Diana, Lima, Nazar, Uribelarrea, Sagasta, Benguria, Llanas, Enrique Carboni, Cervellón, Camelino, Navarro, Conde.

En diversas épocas, repetimos para evitar protestas de discípulos que empezaron unos en 1824, no acabando todos en 1864, pues más allá de sus días perdura la enseñanza de don Juan Andrés de la Peña.

A más de sesenta años distante, parécenos verle, como en cien días, acariciando los niños que tanto amó, única pasión del Maestro de virtudes, despertando esas plantas en flor, diamantes al natural, labrados en el taller de la Escuela, pulimentados por más amplia instrucción. Pulido él también en sus modales, en su decir, de blanda expresión, de manos suaves cual la suave pluma de ave que adiestraba en nuestras manos, todo de blanco, su cabello sedoso, brillante aureola de plata resplandeciente, su alba cara perfectamente afeitada, blanco su traje, blanca su alma, paseándose al costado de los bancos en hilera, entre las paredes de aquel estrecho templo de la verdad. Notábase como vago reflejo luminoso en la dulce mirada de sus ojos grises claros, transparentando almo sin doblez. Leíase tan claro en sus grandes ojos, pegándose su persuasiva voz venida directamente del corazón, á toda hora paternal. Como al gran Maestro alguna vez se le vio sonreír, nunca se le oyó reir.

Así infiltró con paciente constancia infinita, sanos principios de moral cristiana, la más sólida base de toda educación.

¡Cuántas otras cien obras bellas podríamos recordar del primer maestro de escuela que abrió el libro en nuestras manos, venido al mundo en el último lustro del siglo XVIII! Ni la muerte concluyó su obra en proyecciones, aún en nietos y biznietos, luces que encendió aclarando el camino de la verdad y de la buena voluntad.