La Miraflores/I

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I[editar]

Sentose el señor Juan el Cartagenero en su amplio sillón de Vitoria, cruzó las manos sobre el imponente abdomen, y se dispuso a disfrutar de la siesta, para él indispensable en los días más calurosos del estío.

Los rayos del sol, atravesando la roja cortina que defendía de la curiosidad de los transeúntes a los parroquianos, daba tonos brillantes a los antiguos espejos con moldura de nogal, a los tableros de mármol empotrados en los blancos muros, a los recios sillones de altísimos respaldos, a los grandes anuncios de taurómacas fiestas que decoraban las paredes; la cabeza de un berrendo, cuyos pitones recordaban, sin duda, algún trágico sucedido; dos jaulas en que los jilgueros murcianos parecían amenazar con hacer trinos hasta la pintada pluma, y una guitarra, en fin, que en unión de la historia de un famoso bandolero, servía para hacer más entretenida la espera cuando que esperar tenían los innumerables favorecedores del barbero más hábil y popular del barrio de Capuchinos.

El canto de los pájaros, las caricias de una temperatura enervadora, la quietud que imperaba en la calle, todo prometía al ilustre barbero una siesta dulce y plácida, hasta con el ensueño en el regazo, cuando una voz alegre al resonar en los umbrales del establecimiento le hizo desentornar los párpados y posar una mirada casi agresiva en el poco oportuno visitante, que se dulcificó un tantico al reconocer en el recién llegado a Pepito el Cardenales.

Arrojó éste el pavero sobre la banqueta, y apenas hubo penetrado en la barbería, plantándose delante del barbero, exclamó con acento jovial y afectuoso:

-¡Camará, maestro, y qué carita de padillazo que tiée usté! ¡Pos ni que se hubiera usté pasao toíta la noche a dormivela!

El señor Juan le miró con ojos casi de moribundo, y le dijo con expresión malhumorada:

-Mira: si no viées a que te enjabone el perfil, me vas a jacer el reverendo favor de poner proa a la mar, porque es que tengo una galbana que me troncha.

-Pos no, señó, que no vengo a que me enjabone usté el perfil, que a lo que vengo yo es a dos cosas: una, a jechar con usté un ratillo de palique, pero eso será citando no esté usté tan sonámbulo, y además vengo a esperar aquí a un pariente mío, que acaba de llegar de Écija, y al cual le he dicho que lo aguardo en ca del barbero más garboso del distrito.

-Pos si es asín ya pues estar cogiendo la guitarra y tocándote unas guajiras, que ya sabes tú lo que a mí me gusta verte liao con las primas y los bordones.

No se hizo rogar aquél, que dio comienzo a templar la guitarra, mientras el señor Juan, acoplándose de nuevo lo más cómodamente que pudo en el sillón, tornaba a cruzar las manos sobre el abdomen y se disponía a quedarse dormido a los sones de la bien tañida vihuela.

Durante algunos minutos acreditó una vez más Joseíto su habilidad de tocador consumado, y acreditándolo seguía, cuando

-¡Olé por los güenos tocaores! -exclamó, penetrando en la barbería, el señor Frasquito el Bitácora, uno de los más caracterizados próceres de la gente del arrumbo, hombre fornido, cenceño, de semblante tostado por el sol, de rizosas patillas grises y de pelo también gris, que se le rizaba sobre las sienes en indómitos mechones.

-Estimando, señó Frasquito -le repuso el que tocaba, mientras el señor Juan ponía en aquél una mirada hostil y murmuraba con acento de protesta:

-Pero, camará, ¿es que sus habéis juramentao tos pa no dejarme echar hoy mi rengue de tos los días?

-¿Y quién te manda a ti ser barbero? ¡Tenías tú más que ser el Patriarca de las Indias!

El señor Juan incorporose y exclamó, al par que ponía en formidable tensión sus brazos:

- ¡Qué se le va a jacer! ¡Más padeció el que subieron al Gólgota!

-Pos entonces -dijo, soltando la guitarra, el Cardenales -yo me voy a llegar a ca de Pepe el Súpito, a ver si me paga un chalaneo que me debe, y si tan y mientras viniese un primo mío, que se llama Cayetano, me jace usté el favor de decirle que se espere, que yo güervo enseguiíta.

-¿Y ese palique que decías tú que teníamos que echar nosotros? -le preguntó el barbero, al par que volvía el almohadón de uno de los sillones.

-Lo que yo tenía era que preguntarle a usté que si pa escribirle a Antoñuelo se le pone el sobre como antes se le ponía.

-Como antes. ¿No ves tú que sigue de capitán general del mismo distrito?

-¿Y de venir ni dice naíta ese caballero?

-Calla, hombre; más quemao que el carbón de co está el probe, y rabiando por coger el canuto. Y yo no te digo na de las ganitas que tengo de verle por aquí, y de descansar de esto de sobajearle los carrillos a tantísimo pendón como entra en esta casa.

-Oye, tú, ¿eso de pendón lo dices tú por mí? -le preguntó con expresión cómicamente amenazadora el señor Frasquito.

-¡Calla, hombre, por ti! ¡Tú ya has pasao de esas lindes!

-Pus por si tarda todavía -dijo el Cardenales-, me parece a mí que voy a tener yo que escribirle.

-Pero ¿ocurre algo que yo no sepa? -le preguntó el señor Juan, mirándole con expresión interrogadora.

-No, na de importancia. Yo se lo diré a usté cuando vuelva.

Cuando Joseíto hubo salido, el señor Juan, que habíase quedado algo meditabundo, después de sujetar al cuello del Bitácora un paño de una más que discutible blancura, exclamó al par que hundía sus dedos entre los larguísimos mechones de la hirsuta melena de su parroquiano:

-Pos di tú, chavó, que con que tos fueran como tú tenía yo que traspasar la barbería.

-Es que tú no sabes, hombre, lo que yo sufro cuando siento en el cogote el relente.

El señor Juan se armó de peine y tijera, la cual hizo repiquetear diestramente, y dio comienzo al desempeño de su generoso cometido.

Durante algunos instantes no se sintió más que el sonoro repiquetear de la tijera, y ya la modorra empezaba a cerrar los ojos de el del arrumbo, cuando un descuido del señor Juan le hizo exclamar, revolviéndose colérico contra aquél, y llevándose la mano a la parte dolorida:

-¡Por vía e Dios, que no soy de gutapercha!

Como el desacato de la tijera espantó el sueño que empezaba a apoderarse de él, tras algunos instantes de silencio dijo el Bitácora, al par que se quitaba con un pico del paño la avalancha de pelo que le cubría casi totalmente las pestañas:

-¿Sabes tú que me parece a mí que yo sé de qué es de lo que tiée que hablarte a ti Joseíto el Cardenales?

Y ante la mirada interrogadora del Cartagenero, continuó:

-Me parece a mí que lo que ese tiée que decirte es que al chanelo de tu Toño anda cimbeleándolo el hijo de un ganaero de Ronda, un tal Antoñico el Pantalones.

Suspendió su delicada labor el barbero, y

-¡El Pantalones! ¿Y quién es ese Pantalones? -preguntó a su amigo.

-Pos el Pantalones es un mal ange que ha venío de la serranía, y eso de que está cimbeleando a la Paca es la chipé. Tú supónte que yo vivo cuasi a la vera de la Miraflores, y yo no salgo ni entro una vez tan siquiera en mi cubril que no me tropiece con ese arma mía. Y, además, que a mí me lo dijo mi Pepa, que jace ya cuasi una semana que me dijo: «Oye, tú, Frasquito, a la Paca anda maullándole un gato morisco que jace mu poco llegó de Ronda, y el cual, según dicen, son la mar de parneses los que habillela.»

-Pero la Paca -preguntó al Bitácora el señor Juan, con voz no exenta de inquietud- ¿maúlla también cuando le maúlla ese gato?

-La verdá es que yo no he visto ni he oído decir que la chavala responda, pero es que sa menester tener mu en cuenta que los batos de la Miraflores nunca han mirao bien a tu chaval, y que son gentes de las que les da una alferecía en cuantito oyen de sonar cuatro pesetas.

-¿Y dices tú que ese Pantalones es de los que no tiéen que reírle las gracias al casero?

-Como que, según parece, es hijo único, y el padre una vez, según dicen, remontó una cometa y le puso por jopo un puñao de billetes de los de circulación forzosa; pero, en cambio, tiée el gachó una carita de las que están pidiendo a voces una puñalá trapera.

-Es que ya sabes tú lo que dice la copla, que el «el dinero es mu bonito...».

Cuando media hora después quedó a solas el señor Juan, en vano intentó coger el sueño, y cavilando en lo que el Bitácora le acababa de decir estaba, cuando penetró de nuevo en la barbería Joseíto el Cardenales preguntándole al barbero:

-Qué, ¿no ha venío mi pariente Cayetano? -y ante el movimiento negativo de aquél, añadió, sentándose-: Pos lo esperaré, porque tenemos que dir a ver cuándo sale el primer vapor pa la Argentina.

-Pero ¿es que se va de emigrante ese pariente tuyo?

-¡De emigrante! Pos si tiene el gachó haberes jasta pa jacerle la competencia cuasi a la casa de Comillas.

-Pos que un divé se los aumente. Y oye, tú, platicando de otra cosa, ¿se puée saber qué era lo que tú tenías que decirme?

-Pos lo que tenía yo que decirle a usté era que comienzo a estar una miajita cabreao con un pajarraco que anda revoloteando desde jace unos días en la calle aonde vive la gachí por quien delira Antoñuelo.

-Eso mismito acaba de decirme el señor Frasquito el Bitácora.

-Pos eso no puée ser -dijo brusca y enérgicamente Joseíto-. Y no puée ser porque yo conozco a los padres de la Paca, que están siempre rabiando por apartarla de la querencia de Antoñico, y que son de los que se quean aletargaos en cuanto ven una faltriquera en cinta. Y yo le digo a usté que eso no pueo consentirlo yo, porque fueron más de cien mil millones las veces que me dijo Antoñuelo, antes de irse, que se diba tranquilo na más que porque sabía que me queaba yo al cuidao de su clavel de bengala.

-Puée que eso no sea más que un romance, y además que no creo yo que la Paca transija ni con ese ni con ninguno.

-Eso creo yo tamién; pero por sí u por no, voy yo a dir a enterarme bien de lo que pasa, y endispués Dios dirá. Pero que le conste a usté que lo que es este cura no premite que le den una esazón al Antoñico por mo de ese otro, Antoñico el Pantalones.

Y diciendo esto se levantó Joseíto, y momentos después alejábase de la barbería, con la mirada torva y con el ceño fruncido.