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La Miraflores/VII

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VII

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Los mecedores estaban suspendidos de las ramas más robustas de dos álamos que proyectaban su movible sombra sobre un espacio libre entre un campo de maíz y un grupo de naranjos, entre cuyos florecientes verdores amarilleaba el dorado fruto; espacio libre desde el cual divisábase la casa de la huerta sombreada por un vicio parral, y casi todos los terrenos de la finca en que las acequias y los bien labrados cuadros de hortaliza fingían un a modo de alfombra de geométricos dibujos y brillante colorido. Próximo a la casa habitación del hortelano, un amplio cobertizo de cañas y palmas secas prestaba sombroso refugio a la yunta que descansaba del duro y lento trabajo del día, mientras un bandurrio de gallinas tomaba por asalto con irrespetuosa osadía sus torsos aleonados y brillantes. Dos hileras de macizos de margaritas y de rosales silvestres flanqueaban el camino de la casa, y tras ésta un campo de cañas en que ya se resecaba el gabazo, se extendía como un manso oleaje de oro hasta ir a morir en la próxima carretera.

Un tropel de muchachas, todas engalanadas con los vestidos de los días de fiesta, bullía y rebullía alegremente procurando ocultarse a los ojos avizores del Soniche, que en el camino de la casa departía grave y circunspecto con Antoñico el Pantalones.

Paca y Lola y dos de sus compañeras, sentadas sobre un murete adosado a un albercón ruinoso, charlaban y reían, no sin que de vez en cuando asestaran todas y cada una de ellas una mirada más o menos viva y centelleante en el grupo de mozos congregados al pie de los mecedores.

Cuando las que más corrían de acá para allá, como vivientes ramos de flores, se cansaron de correr,

-Vamos, niñas, a los mecedores -gritó la Caporala con voz sonora y estridente como un toque de corneta.

-¡Sí, a los mecedores! -gritaron aquéllas, sujetándose al correr las flotantes faldas.

Lolita Hinojosa, una gitanilla esbelta y morenucha y de rostro de acharranada expresión, fue la primera en llegar a uno de los columpios, del cual tomó posesión tan ágil y rápida como un pájaro; el otro se lo disputaron casi a puñadas Lolita la Peine y Rosa la Caperuza.

-¿Quien nos va a mecer? -preguntó la Hinojosa, intentando hacerlo sin más ayuda que el extremo de su pie casi invisible.

Enrique el Melenudo se acercó a la Caperuza, y a la Hinojosa, Perico el de la Calera.

Los mozos no favorecidos colocáronse algunos en sitio tan estratégico, que las muchachas hubieron de protestar con tal energía, que tuvieron que abandonar aquéllos sus bien escogidas posiciones.

Pronto la Hinojosa y la Caperuza empezaron a hendir el espacio impelidas vigorosamente por las manos del Melenudo y de el de la Calera, manos que parecían recrearse más en acariciar que en despedir a las que con las faldas sujetas a los tobillos no dejaban de gritar exigiendo a sus galanes mayor ímpetu en las mecidas.

En tanto los garridos columpiadores esforzábanse como por hacer llegar a las columpiadas más allá del horizonte visible, las otras amartelábanse acá y acullá, cada una de ellas con el mozo más de su gusto, mientras las encargadas de vigilar el graciosísimo rebaño no las perdían de vista, charlando y evocando, melancólicas, sus pasadas mocedades.

Antonio el Chirigota, que no había encontrado mujer con quien pegar la hebra, exclamó, dirigiéndose a dos de sus amigos que, tan poco afortunados como él, fumaban tranquilamente contemplando el riente panorama:

-¿Vamos a quemarle una miajita la sangre al Pantalones?

-Como no se la quememos con un misto...

-Ca, si pa que al gachó le dé un síncope no tenemos más que arrimarnos y ponernos de pico con Paca la Miraflores.

-Pos si tú lo que quieres es que le dé un síncope a ese gachó, ya no tiées que jacer más que ponerte a mirar los toros desde el tendío.

Y al decir esto, Pepe el Tallista señaló al Chirigota el de Écija, que avanzaba con pausado contoneo por el comienzo del camino.

-Pos es verdá -exclamó, gozoso, el Chirigota-. Y mira -continuó-: Mira la carita que ha puesto ya el gachó de la serranía.

-Pos ya lo ha marcao también la Paca.

-¡Digo! Y que parece que ése no le pone la boca tan de tuera como el otro.

No habían mentido ni se habían equivocado ninguno de ellos: el Pantalones, al ver a su rival, habíase demudado; Paca, por el contrario, habíale dicho a Lola con expresión de gozo:

-¡Mira, mira! Por ahí viene Cayetano.

Este llegó casi junto al grupo que formaban la Pinturera, la Miraflores y sus amigas, y exclamó, llevándose la mano al ala del amplísimo sombrero:

-¡Que Dios bendiga a lo más bonito de España!

Las mejillas de Paca se colorearon ligeramente, miró a sus amigas, que le sonreían maliciosas, y

-Buenas tardes -murmuró, mientras el Chirigota le decía a Pepito Cantillana:

-Me parece a mí que ése no va a tardar tres minutos en empalmar con Paca la Miraflores.

No se equivocó el Chirigota, pues todavía no habían transcurrido tres minutos, cuando aprovechando el de Écija un momento en que Paca habíase dirigido a arrancar algunas margaritas de uno de los grandes macizos, acercose a ella, siempre con pausado contoneo, la contempló en silencio breves instantes y le dijo con voz ligeramente conmovida:

-Na más que por verla a usté de cerca, carita al sol, me he metío yo en esta huerta sin conocer al hortelano.

Tornaron a enrojecérsele las mejillas a la Miraflores, y con voz temblorosa y bajando los ojos antes la mirada de aquél, le repuso, procurando enmascarar su turbación con una sonrisa:

-¡Josús, y qué cosas más grandes que pasan en este pícaro mundo! ¿Con que to eso ha hecho usté na más que por verme a mí carita al sol? Pos no creo yo que se merezca tanto mi cara.

-Yo no sé lo que su carita de usté se merecerá. Lo que yo sé es que desde que yo la vi a usté ayer por la tarde, unas tijeritas de oro fino le han cortao dambas alas a mi corazón y dambas alas a mi pensamiento; lo que yo sé es que ayer por la mañana era yo más libre que las olitas de la mar y que ahora estoy más preso que si estuviese metío en un calabozo; lo que yo sé es que antes me reía yo de la pena y que es ahora la pena la que se ríe de mí; lo que yo sé es que con usté de aquí palante de flores estaría sembrao pa mí el caminito de la vía, y sin usté lo va a estar de clavos y de puñales; lo que yo sé es que yo, que había venío aquí na más que pa coger la escala de un trasatlántico, no me siento con valor pa dirme de estas arenas en tanto y cuanto no me devuelvan lo que me han quitao unos ojitos azules y una carita charrana.

La Miraflores habla ido perdiendo las tintas de rosa de sus mejillas; la voz de Cayetano, llena de mal refrenadas vehemencias, tenía algo que había hecho vibrar un a modo de misterioso cordaje allí en donde jamás hasta entonces había puesto ni un solo eco la voz de hombre ninguno.

Cuando dejó de hablar Cayetano, se acordó Paca de que todo aquello no era más que una ficción, que todo aquel raudal de cadencias y de palabras amantísimas no había brotado en el alma de aquel hombre, y dominando aquella especie de encanto que su voz y su mirada le produjeran, retuvo un instante en sus labios una sonrisa que pugnaba por desaparecer, y

-Cualquiera, oyéndole a usté, pensaría -dijo con voz no limpia del todo de una vaga inflexión de despecho- que eran verdá toítas esas cosas tan regraciosas que acaba usté de decirme.

Una sombra resbaló por la frente de Cayetano, y

-Oiga usté -le preguntó con acento brusco-, ¿esta noche podría yo hablar con usté por la ventana?

-Por mi ventana no- le contestó mirándole con extraña y luminosa fijeza la Miraflores-; pero podemos hablar por la ventana de Lolita la Pinturera.

-¿Y ahora no me permitirla usté que yo siguiese a la verita de usté pa que se me fuera acostumbrando el corazón a gozar poquito a poco, no sea cosa que se me vaya a romper esta noche de repente de la alegría?

Paca pensó en el Pantalones, y

-No, señor -le repuso-, que lo que va usté a jacer ahora mismito es dirse de aquí, que no quiero yo que por mo de usté me den aluego mis padres un puñao de sofoquines.

Una ligera contrariedad se pintó en el semblante del primo de Joseíto, y clavando sus ojos en los de Paca con vaga expresión de súplica, le repuso:

-Yo me voy ahora mismito, si usté lo manda. Pero si usté no quiere hacerme sufrir, prométame usté que no subirá a ningún meceor cuando yo me vaya, ni premitirá usté que ningún otro hombre y sobre to uno que yo sé, tenga la suerte de poder estar mirándose, como estoy mirándome yo ahora, en los ojitos de su cara.

Paca contempló a Cayetano como si no supiera qué valor debía dar a sus palabras, pero al fijarse en lo dulce y persuasivo de su mirar, le repuso sonriendo:

-Bueno, hombre, bueno, le daré a usté gusto y no hablaré con ningún hombre y no me meceré. Y váyase usté ya, no sea cosa que vaya usté a peirme que cierre los ojos y que aguante la respiración, u que me vaya a un convento.