La Nueva Europa

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​La Nueva Europa​ de Álvaro Alcalá-Galiano y Osma
Nota: «La Nueva Europa». (La Correspondencia de España, 22 de noviembre de 1918)
LA NUEVA EUROPA

 El himno triunfador cantado por el coro de naciones aliadas llega hasta nosotros como el canto sagrado de la liberación de Europa. En nuestros corazones (hablo de los amigos de la Entente) hay una jubilosa vibración que acompaña á los gritos de victoria y de alegría que resuenan á esta hora, por las calles de París y de Londres, de Bruselas y de Roma, de Lisboa y de Bucarest. Y allá, del otro lado del Atlántico, se contagian de este irresistible júbilo internacional los habitantes de Washington y de Nueva York y toda la inmensa población de la gran República de los Estados Unidos.4

 ¿No es justo que también nosotros los amigos de la primera hora, cuando todo eran lágrimas de desesperación contra el brutal agresor, participemos con desinteresado orgullo de la resurrección de Europa?

 ¿No es acaso muy lícito que sintamos una profunda satisfacción de amor propio de ver que nuestra fe en la victoria se sobrepuso á las campañas germanófilas, á las calumnias, á los primeros reveses de la Entente, á la supremacía aparente de la fuerza militar, durante cuatro años, sobre las justas represalias de las naciones oprimidas bajo el yugo teutón?

 Podemos, en verdad, vanagloriarnos porque ha llegado la hora sagrada en que se cumplieron nuestros anhelos y nuestras esperanzas. Y se han cumplido además con el rigor de una profecía bíblica, como si en el cielo una mano justiciera hubiera trazado con letras de sangre el Mane, Thecel, Phares, que anunciara, desde hace unas semanas, el trágico derrumbamiento de un Imperio fundado sobre las armas y la violencia.

 Alemania y las naciones que tuvieron la locura de seguirla en su marcha militar hacia el abismo, han sido vencidas, deshechas, aniquiladas, pese á nuestros absurdos germanófilos. Sobre Alemania derrotada cae la justa sentencia del Universo y sobre los pobres germanófilos todo el ridículo acumulado durante cuatro años por sus profetas y sus estrategas para regocijo de la posteridad.

 Una alta personalidad que regresaba de Londres hace poco tiempo, me citaba una frase verdaderamente profética respecto á la guerra europea, dicha por la anciana Emperatriz Eugenia:

 «Es la obra de Bismarck que se desmorona.»

 No puede resumirse más gráficamente el justiciero epílogo de este mundial conflicto; pero lo que más impresiona á cualquier observador de las lecciones de la Historia es que la pronunciara esa otra augusta majestad caída, Eugenia de Montijo, viuda de Napoleón III, Emperador de los franceses.

 Esta ilustre compatriota nuestra, cuya belleza fué ungida por la imperial corona, luego trocada en espinas durante su viudez y su destierro, ha vivido lo bastante para ver llegada la hora de la justicia. La obra mefistofélica de Bismarck, que le costó á ella su Trono y á Francia la sangrienta derrota del 70 y la amputación de la Alsacia y la Lorena; el agresivo Imperio alemán proclamado en Versalles sobre las ruinas humeantes de lo que había sido el Imperio francés, se ha derrumbado estrepitosamente. No necesitará llegar la fecha vengadora del próximo Congreso de la Paz para que tenga que proclamarse su libertadora defunción. El Imperio que Bismarck y Guillermo I levantaron sobre sangre y fuego ya no existe. Como un viviente símbolo del pasado, Eugenia de Montijo ha asistido, desde su retiro de Inglaterra, al aniquilamiento del Imperio usurpador, á la huída de este otro Hohenzollern, nieto del que le hizo beber á ella el cáliz de la amargura, y á la desbandada bula de reyezuelos y príncipes germanos.

 Y acaso las lágrimas de la resignación y del destierro se hayan secado al ver que no siempre debe aguardarse al Cielo para ver cumplida la justicia, porque también se adelanta en la Tierra.

 La destrucción de la obra nefasta de Bismarck la comenzaron en el campo de batalla las armas aliadas y la ratificará en el futuro Congreso de Versalles la diplomacia de la Entente. Es la base del programa de la nueva Europa.

 Mientras Alemania fué dirigida por su política pangermanista, Europa vivió bajo la continua amenaza de la guerra, que en vano anunciaban algunos políticos y publicistas en los demás países. Y el Imperio alemán, confiado en la ceguera de los parlamentarios ingleses y franceses, aumentaba de un modo formidable sus presupuestos de Guerra y de Marina. Todo hacía prever que el golpe atizado á una Europa distraída por el pangermanismo militante sería irresistible. El pangermanismo ponía en pie de guerra á la «Mittel-Europa» á fin de ampliar la victoriosa obra europea de Bismarck, hasta darle las vastas proporciones de un programa mundial.

 Más la primera piedra que se disgregó del Walhalla imperialista, anunciando su derrumbamiento, fué Italia al separarse de la Tríplice. Hoy recoge Italia los frutos de su sagacidad política con una recompensa que supera á sus más audaces sueños de legítima expansión. Ni siquiera nubla su horizonte político la posibilidad de una «revancha». El Imperio rival yace hecho pedazos, víctima de su ninfa Egeria prusiana, cuyas inspiraciones le arrastraron al suicidio.

 La reparación de Bélgica, recompensada por su heroico martirio; la liberación de Rumania y de Serbia, así como la resurrección del reino de Polonia, quiere decir que en la nueva Europa las nacionalidades pequeñas tienen derecho á la vida.

 Y ya sabemos que el pangermanismo era la negación de este derecho.

 Por eso ahora es menester ahogar todos los gérmenes de pangermanismo que puedan aún subsistir en Alemania bajo el disfraz socialista-democrático. No basta devolver á la desangrada y admirable Francia sus raptadas hijas la Alsacia y la Lorena; no bastarán tampoco la entrega del material de guerra, de parte de la escuadra y de una enorme indemnización. Alemania sin Kaiser y sin coronas, pero con Hindenburg á la cabeza de sus ejércitos y con Scheidemann, Solf y otros antiguos colaboradores del Imperio llevando el timón del Estado, puede volver á ser un peligro para Europa si se une á la nueva República austriaca.

 Y sobre estas falsas apariencias no ha de cimentarse la Europa del porvenir. Porque significaría que Alemania, acorralada en el campo de batalla, ganaba sin embargo la victoria futura en el campo de la diplomacia con sólo cambiar el casco y las espuelas por la blusa del obrero.

 Por eso los representantes de la Entente, antes de sentarse en el Congreso de Versalles, deberán exigir, por parte de Alemania, la eliminación de cuantos políticos y militares fueron los continuadores de la obra de Bismarck.


 ALVARO ALCALA GALIANO