La Primera República/III
III
Por no cansar a mis buenos lectores con prolijidades impertinentes, omito el empalagoso tramitar que me llevó a la intimidad con la estrafalaria señora del café de las Columnas, a quien podía designar escogiendo ad libitum cualquiera de los tres nombres que le aplicaba la turbada sociedad de su tiempo: Penélope por lo masónico, Rosa Patria por lo literario y Candelaria conforme al santo Crisma.
Tres días mal contados, incluyendo entre ellos el de la partida de su esposo para Badajoz, me bastaron para posesionarme de su hogar modesto y amenizar en él mis días tediosos y agasajar mis noches heladas. Noticias pocas y precisas os daré de la familia de Candelaria. Componíanla sus tres crías, dos varoncillos pequeños y una chavala graciosa y parlera que ya rayaba en los ocho años; y su madre doña Belén, matrona espigada, tiesa y diligente, que llevaba el gobierno de la casa. Por la buena mano de esta mujer, su pulcritud y vivacidad, la casa estaba bien apañadita, y sólo tenía trazas de leonera el gabinete en que había instalado su laboratorio poético y prosaico la fecunda y jamás cansada propagandista. Gracias a la providente abuela, los niños andaban bien cuidados y limpios, la comida siempre a punto, y en la casa no sufrían grave ofensa la vista y el olfato.
Despojada del doña que le ponía la vecindad, Belén estaba más en carácter y lucía en toda su plenitud las cualidades domésticas. En elogio suyo debo decir que a su hija idolatraba, creyendo que había venido al mundo para desacreditar y extinguir la raza de las mujeres ñoñas, encogidas, pánfilas y santurronas. La densidad analfabética de su cerebro no le dejaba espacio más que para la admiración del portentoso talento de Candelaria. Se maravillaba de verla escribir con desenfrenado rasgueo de pluma, y cuando los garrapatos o patas de mosca volvían de la imprenta transformados en letra de molde, que la pobre señora entendía tanto como si fuera escritura chinesca, contemplábalos atónita cual si fueran arte de magia o brujería. «No sé a quién sale esta chica -decía-, porque el bailarín de su padre, que esté en gloria, no escribía más que con los pies».
La idea extremadamente lisonjera del mérito de Candelaria excluía en la madre toda severidad. A fuerza de admirar el talento, no paraba mientes en las flaquezas de su hija, ni en sus desórdenes y extravagancias, que la diferenciaban de todo el personal de su sexo en aquella época. Creía Belén que andando los años y siguiendo en aquel ajetreo de pluma adquiriría Rosa Patria fama universal, reinando al fin, por la fuerza de su entendimiento, sobre la turbamulta de hombrachos enclenques y desaboridos que mangoneaban en la sociedad. Sin participar del delirante optimismo maternal, yo veía en Penélope algo extraordinario que se cernía sobre sus extravagancias, sobre su inquietud ratonil, su mala prosa, sus versos ripiosos y cojitrancos. Lo que me agradaba en ella era su valentía, su desprecio de la vigente organización social y la desvergüenza, en cierto modo graciosa, con que daba la cara a las rechiflas y burletas de las demás señoras y aun de muchos hombres.
Cuando la intimidad abrió el sagrario de sus secretos artísticos, Rosa Patria me dio a conocer todo el material inédito de sus obras poéticas, así los ensayos balbucientes como las odas pindáricas y laberínticas, con tendencias patrioteras, y la verdad, todo ello me pareció medianejo. La prosa, menos mal: aunque deslavazada, tejida de lugares comunes, se dejaba leer. Sus apóstrofes campanudos y sus chupinazos finales buscaban la emoción del lector ingenuo, y cumplidamente lo conseguían. Mi posición junto a ella obligábame a mostrarme admirador de tal fecundidad farragosa; lo que yo realmente estimaba era, como antes digo, la bravura desaprensiva con que se adelantaba medio siglo al curso de la Historia. Guardábame yo de decirle que predicaba para gentes que aún tardarían un rato en nacer. Mi egoísmo manteníala en su ilusión mentirosa, recreándose tan sólo en los atractivos personales de aquella singular Diosa Razón. Me encantaban su linda dentadura, los hoyuelos de sus mejillas, sus negros ojos, el donaire o garabato que en su rostro picante corregía o retocaba la dudosa hermosura.
Completaré la figura de Candelaria con unas pinceladas psicológicas. Era vanidosilla, ligera de cascos y de buen corazón. Un solo rencor turbaba la placidez de su carácter. Odiaba sencillamente a su marido, a quien tenía por el más vulgar de los hombres, cominero, fisgón, refractario a toda poesía y a toda literatura. De aquel odio participaba doña Belén, y cuando hija y madre se ponían a contar las impertinencias y chinchorrerías del tal don Rufino, acababan pidiendo a Dios que le tuviera hasta la eternidad en Badajoz o en el quinto infierno.
Una sola vez vi yo al marido de mi amiga en su casa, disponiéndose a partir para Extremadura, y me pareció persona insignificante, soplado de presunción, sin que lograra con su hinchada tiesura disfrazar su crasa vulgaridad. Era regordete, adiposo; se pintaba el bigote, según decían, con el tizne de la sartén, y su cabeza encanecida abultaba mucho por la gran cantidad de aglomerada estopa que tenía dentro. Discurría trabajosamente, cual si prensara las ideas, y de sus labios salían perezosas y lentas las palabras como gotas de aceite. Habituado a la somnolencia de las oficinas, no sabía más que atar y desatar los fárragos expedientiles. Entre los varios papeles que la sociedad reparte para la representación de la humana comedia, don Rufino escogió el más apropiado a su vacío cacumen, el papel de hombre serio, y lo desempeñaba compitiendo con los más acreditados guardacantones.
El ridículo funcionario se burlaba estúpidamente de su mujer, que, sin poseer dotes excepcionales era junto a tal zopenco un prodigio de la naturaleza. Candelaria se cobraba de aquel menosprecio injusto proclamando a voces que su esposo era una excelente bestia para tirar de un carro o dar vueltas a una noria. Nunca pude entender cómo existió noviazgo y matrimonio entre dos criaturas tan diferentes. Alguien me indicó después que ello fue obra del difunto padre de la escritora, del cual se dijo que, bailarín consumado, tenía los juanetes en el entendimiento.
Cuando Candelaria y yo llegábamos a una intimidad que no había de ser duradera, frecuentaba la casa uno de aquellos varones graves que vi junto a don Santos La Hoz en el café de las Columnas. Era un pobre hombre que, después de haber consumido sus mejores años trabajando en vanos periódicos como redactor financiero, andaba rondando la naciente República y haciéndonos el oso para ver si cogía un destinejo, como los que gozó en tiempo de González Brabo. Los que esto lean reconocerán a don Basilio Andrés de la Caña, que en la redacción de un diario ya fenecido desmenuzaba el presupuesto del Gobierno, y acumulando cifras a su antojo armaba el mazacote del presupuesto de oposición, para uso de cuatro papanatas que sin leer sus artículos, semejantes a una pared de ladrillo, le dieron fama de hacendista y diploma de hombre serio. Era de abultada presencia, calvoroto, nariz cortísima, poco mayor que una almendra, y montadas sobre ella unas gafas de présbita muy fuertes.
Andaba mi hombre a la sazón flaco de bolsillo y desguarnecido de ropa. Buscaba un cocido y algo más, principio y postre; y no había tecla que no tocase para remediar sus atrasadas escaseces. Antigua era su amistad con los progenitores de Candelaria, y lejos de burlarse de esta, la mimaba, alentaba sus aficiones, y con sanos y cariñosos consejos quería guiar sus talentos por el camino de la seriedad. Entre tanto no se descuidaba en admitir las invitaciones que hija y madre le hacían para que cenase o comiese con ellas. Más de una vez nos reuníamos los cuatro en torno a la mesa, bien abastecida de sabrosos manjares caseros. De las innumerables majaderías que oí al don Basilio una y otra noche, transcribo algunas para ornamento de esta historia:
«Fíjate en lo que te digo, Candela. Ya sabes que te quiero paternalmente y admiro tus bellas facultades. Lo que has escrito estos días está muy bien. Tu imaginación chispea; tu sensibilidad imprime calor a los pensamientos. Atinadísimo lo que dices de la libertad igual para todos, del derecho al trabajo y a la educación, del gobierno por el pueblo y para el pueblo, de abolir la pena de muerte, las quintas y el estanco de la sal. Pero todo eso, que es lindísimo y tornasolado, no será eficaz mientras no tengamos un buen sistema de hacienda y un rigor escrupuloso en las prácticas administrativas. Escríbenos una serie de estudios sobre cuestiones tan amenas como los Derechos Reales, el Catastro, la unificación de las Deudas, la circulación fiduciaria, los Bonos del Tesoro, etc., etc. Tu pluma galana puede presentar estas cuestiones bajo prismas brillantísimos y hasta poéticos. Tú puedes dar encanto a las materias más áridas, como por ejemplo, a la extinción de la langosta, al enyesado de los vinos y a las relaciones del Tesoro con el Banco... De esto y de todo lo relativo a la Hacienda te daré cuantos datos necesites, cifras, cálculos... te haré un presupuesto verdad, no como los que presenta el Gobierno».
Si en algún punto de la perorata mostraba Candelarita cierto escepticismo chancero, al fin la vi como contagiada de la seriedad del sabio profesor de finanzas. La vivaracha propagandista entraba por todo, y era capaz de poner en octavas reales los presupuestos del Estado. Otro día llegó el ciudadano De la Caña desconcertado y asustadico, trayéndonos la noticia de la crisis del primer Gobierno de la República. Leed aquí sus palabras, que revelaban una emoción triste, casi fúnebre: «Vean ustedes lo que pasa, y pásmense como yo. A los trece días de instaurada la forma republicana ya la tenéis en peligro de muerte. Este señor Martos, en connivencia con los Ministros procedentes del amadeísmo, y que hoy se llaman Radicales, quiere arrojar del Gobierno a los republicanos Pi, Salmerón, Figueras y Castelar. Aunque esto es un desavío para mí, porque ya mis amigos habían recabado del señor Echegaray mi colocación en Hacienda, me tengo por hombre sincero y justo, y sostengo que el designio de Martos es a modo de un golpe de Estado. Ya sabéis que yo soy muy claro y que gusto de poner los puntos sobre las íes. Afirmo, pues, que lo que quiere mi don Cristino es una dictadura. ¿Te has enterado tú, Candela, de lo que es dictadura? Es el gobierno de un solo hombre, sin más ley que su voluntad o su capricho. Agarra la pluma, hija mía, y enjareta un artículo condenando los desenfrenos de la ambición, el fanatismo del yo...».
Como don Basilio dijese, entre otras cosas, que había gentío y tropas en el Congreso, abandoné corriendo la casa (Costanilla de los Desamparados) para leer en la vía pública la página histórica. Esta no fue sangrienta, ni siquiera de mediana emoción. En la plaza de las Cortes me encontré a Rojo Arias, que me introdujo en el Congreso. Apenas di algunos pasos hacia el Salón de Conferencias, rodeado me vi de amigos que me refirieron el argumento de la ópera cómica cuya representación había empezado. En el despacho presidencial y en el de los Ministros hormigueaban los hombres públicos, y entre uno y otro departamento cruzábanse mensajes, recados y comisiones portadores de recetas y formulillas emolientes. Parte de la tropa requerida por Martos se agazapaba en el sótano, y otra parte permanecía en la calle, dispuestas a sostener lo que don Basilio llamaba el fanatismo del yo.
A media tarde oí decir que a don Cristino no se le cocía la torta de la dictadura. Una cosa era predicar, como él lo hacía, con soberbio estilo, y otra dar la cara a los hechos con bravura y agallas. No adelantó nada con llenar de tropas los Ministerios de Gobernación y Hacienda; sus propios amigos, viendo que el Presidente de la Asamblea quería conducirles por los bordes de un precipicio, echáronse atrás, dieron la razón a los republicanos, y el fiero complot terminó con un frío desenlace de lamentaciones, disculpas y alguna que otra nota jocunda. La Milicia Nacional republicana se echó a la calle en defensa de los suyos; pero no hubo necesidad de romper el fuego, porque dentro de la Cámara quedó Martos domado y vencido, aunque guardándose para mejor ocasión sus pinitos de Bonaparte. A prima noche, cuando volví a mi casa, supe la solución de la crisis. Continuaban los cuatro Ministros republicanos; a Echegaray sustituyó Tutau; a Córdoba, Acosta; a Beránger, Oreiro; don Eduardo Chao y don Cristóbal Sorní entraron en Fomento y Ultramar.
Sin inquietarme gran cosa del cambalache de Ministros, fui a ver a Candelaria, a quien no encontré. Díjome su madre que había ido con don Santos al Club de la calle de la Hiedra, donde el tema de la crisis convocó a toda la turbamulta exaltada y parlera. No estaba yo de humor para soportar el ambiente caldeado de aquel hervidero de pasiones, y me lancé a recorrer los barrios del Sur, desde Santa Isabel a las Vistillas. Sentía yo en mi ser por aquellos días una como evolución de mis gustos y costumbres. Me agradaba sobremanera la vagancia por calles, travesías y plazuelas, viendo rostros que aun siendo desconocidos me parecían familiares, recogiendo al paso jirones de diálogos, apóstrofes o frases picarescas, tropezando con grupos amorosos, secreteantes, o con pendencias y ruidosas broncas. Esta deambulación solitaria me avivaba el entendimiento y me sugería ideas luminosas con más vigor que pudieran hacerlo las tertulias de amigos y las lecturas más interesantes.
Retirábame a mi casa fatigado, alta ya la noche, y al otro día, a la hora reglamentaria, iba puntualmente a mi oficina en Gobernación, pues me complacía ganar mi sustento, y el trajín burocrático no me desagradaba. Destináronme a la Secretaría particular del Subsecretario, don José de Carvajal, a quien muchos de los que me leen habrán seguramente conocido, hombre de gallarda y noble presencia, hermosa cabeza, perfil semítico, luenga barba espesa, ademanes señoriles y trato muy afable. Si en la tribuna lucía como brillante orador, en la conversación privada cautivaba por su amenidad, dicción correcta, y un ceceo blando y meloso. A todos los que allí servíamos nos trataba con miramiento, y a mí me distinguía particularmente, atribuyéndome cualidades que no tengo, y colmándome de elogios cuando interpretaba a su gusto los trabajos epistolares de mi incumbencia.
Aunque muy a gusto con jefe tan simpático, aspiraba yo a prestar mis humildes servicios lo más cerca posible de Pi y Margall, por quien sentía veneración fanática. El mismo Carvajal me deparó lo que yo deseaba, enviándome al despacho del Ministro para redactar urgente correspondencia. Halleme, pues, frente al santo de mi mayor devoción, el cual, visto de cerca, modificó la idea que de él tenía yo y conmigo el vulgo. No era un hombre glacial; no era la estatua de la reflexión imperturbable como parecía indicarlo la escasa movilidad de sus facciones, su austera faz, su barba gris, su boca sin sonrisa, y sus anteojos que aguzaban la penetración de la mirada.
Era en verdad el apóstol del federalismo un hombre afectuoso, reposado, esclavo del método. Lo primero que me encargó fue algunas cartas citando a su despacho a varios personajes, y otra para don Eduardo Benot, con mayor extensión y conceptos más delicados. Cuando le llevé esta la corrigió, hízola casi de nuevo, redactándola de su puño y letra. Llegada la hora de tomar alimento, llamó a un ordenanza para que le trajeran del café Oriental su almuerzo, el cual, según después observé, era el mismo todos los días. En la propia mesa de su despacho le sirvieron una chuleta con patatas, una ración de queso Gruyére y un vaso de cerveza de Santa Bárbara. Cuando vino el mozo del café a recoger el servicio, don Francisco le pagó de su bolsillo, y seguimos trabajando.