La Primera República/IX
IX
Sin salir de casa en tres días, enfermo del ánimo más que del cuerpo, supe que el Capitán General de Madrid señor Socías, al tener noticia de la huida de Figueras, ordenó a varios Generales y Brigadieres amigos suyos que se pusieran al frente de las fuerzas de la guarnición, sin excluir a la Guardia Civil. Pero en tanto, Estévanez ofició a la Benemérita ordenándole que fusilara a los que intentasen arrastrarla a un pronunciamiento. Echáronse a la calle los Voluntarios de la República; prodújose la consiguiente aglomeración de pueblo junto al Congreso y las tan acreditadas aclamaciones al federalismo.
Las Cortes, reunidas en sesión secreta, acordaron nombrar nuevo Gobierno por directa elección de cada uno de los ministros, conforme al sistema de los Intransigentes. Y entonces ocurrió uno de los hechos más singulares de aquellos singularísimos tiempos. La Guardia Civil, que se había declarado sostén de las Cortes Constituyentes, desplegó su fuerza frente al cuartel de la calle de Serrano, y sin meterse a designar personas exigió la inmediata formación del Ministerio. Muchos republicanos de primera fila negáronse a admitir cartera bajo esta presión humillante. Al fin, quitando y poniendo nombres, el laborioso parto dio al mundo la lista del nuevo Gabinete: Presidencia y Gobernación, Pi Margall; Guerra, Estévanez; Ultramar, Sorní; Estado, Muro; Marina, Anrich; Gracia y Justicia, Fernando González; Hacienda, Ladico; Fomento, Benot.
Aparto mi atención de estas cosas y casos, de notoria insignificancia en la vida general de la humanidad, para fijarla en los sucesos que personalmente me incumben, y que considero de suma trascendencia en la pura región del espíritu. Introducida solemnemente por Ido del Sagrario, se presentó una mañana en mi despacho presidencial Celestina Tirado, a quien mi chambelán debió de tomar por dama de alcurnia según las zalemas que le hizo al traerla a mi presencia. Venía la buena mujer con rostro alegre a darme las gracias por la colocación de su yerno Pepito Verdugo. Pasmada de la prontitud con que el Ministro accedió a mi petición, no sabía cómo alabarme y enaltecer mi augusto poderío. Estrechome las manos efusivamente, y se sentó en el destartalado sofá, cuyos muelles rotos herían las nalgas de todo visitante que cayera sobre ellos.
Después de los saludos y plácemes recíprocos le pregunté por don Hilario, del cual me dijo que su vejez era una infancia locuaz y juguetona. A ratos se entretenía con los chirimbolos de su investidura episcopal, báculo, pectoral y anillo. En sus accesos de presunción, se encasquetaba la mitra y salía por los pasillos echando bendiciones a fantásticas muchedumbres piadosas. Cansado de este trajín, permanecía largo rato sentadito en su sillón cantando antífonas, mientras con sus dedos reumáticos intentaba tocar castañuelas. Lamentábame yo de esta dolorosa crisis de senectud que desvirtuaba la personalidad de tan grave sujeto, cuando Celestina, no sin cierta cortedad y muequecillas equivalentes al exordio de una cuestión delicada, me habló de esta manera. Atención, amigos, que ello es grave:
«Yo quisiera, señor don Tito, demostrarle a usted mi agradecimiento con algún favor tan grande como el que usted me ha hecho. Aunque hace tiempo dejé aquel oficio mío, mal mirado de la gente y como quien dice vergonzoso, de higos a brevas lo ejerzo todavía, cuando se trata de personas de circunstancias a quienes estimo de veras. Ya sé que desde primeros de año no tiene usted mujer, y sin el pasatiempo y halago de mujer, está usted desconsolado, aburrido y...
-Así es, Celestina -le dije sin ocultar mi desabrimiento-. Desde que se me fue Obdulia vivo en tristeza deprimente, sin arrestos para nada. Mi soledad es la causa de esta hipocondría que no tiene más consuelo que el vagar nocturno por las calles. Las alucinaciones terribles que trastornan mi cerebro, provienen de la suspensión indefinida del trato amoroso. El amor es la vida, el amor es la luz, la savia de la existencia. De modo que si usted viene a proponerme una mujercita de buenas condiciones...
-No es mujer ni mujercita -declaró Celestina en tono triunfal-; es una dama».
Al oír dama miré a la corredora de amoríos silencioso, suspenso y turulato... En la confusión de mi mente se destacó la idea de que me ofrecía Celestina un arreglo desigual, inaceptable. No se avenía con mis cortos posibles el disfrute de una señora encopetada por su alcurnia o por su riqueza. A esto contestó la sutil zurcidora que había dicho dama, no precisamente por la posición o el rango que hoy tenía la tal, sino por su nacimiento que era muy alto, y así lo declaraban su noble fachada y rostro. Luego añadió que yo encubría mi condición verdadera, haciéndome el modestito y alojándome en una casa de huéspedes de cuarta clase. No me valían tapujos. Mi buena mano para sacar destinos era señal de mi gran poder. «Y en todo caso -agregó la Tirado, mudando de postura en el sofá por el daño que le hacían los malditos muelles-, cuando le dan la breva no pida la berza. Si la señora que le digo se conforma con usted tal como es, ¿a qué viene el ponerle peros? Es como aquel que dijo: doyte el gazapo y pides el sapo.
-Pero vamos a cuentas, Celestina -indiqué yo, dejándome querer-. Esa señora ¿se conforma conmigo tal como soy? Si es así, sin duda me conoce, sabe que...
-Naturalmente, le conoce de vista... Le conoce por la fama de sus buenas partes, de su talento, de su poder. Para mí que se trae alguna pretensión que sólo usted puede conseguir de esos padrotes federales.
-Entendámonos. ¿Se trata de que yo dé mi apoyo a un favor político difícil de lograr, o se trata de un pacto amoroso como los muchos que usted ha negociado felizmente en su larga profesión, que yo no califico de vergonzosa, sino de muy necesaria en la República, como dijo Cervantes?
-De ambas cosas hablo, como que van metiditas la una en la otra. Sé lo que digo. Soy muy ducha, muy corrida en lo tocante al ayuntar las voluntades de hombre y mujer.
-¡Pues aquí está el hombre; aquí está el corazón enamorado! -exclamé yo entregándome al sugestivo juego de la tratante en líos-. Vengan pormenores. Venga el nombre de esa señora.
-¿El nombre?... No debo decírselo todavía. A su tiempo lo sabrá; no vaya usted tan aprisa.
-¿Es bonita?
-¿Bonita?... ja, ja... Con esa palabra no se puede pintar su hermosura. La pinto yo diciendo que es lo mismito que una diosa.
-¿Es alta?
-Lo bastante talluda para no ser baja... Ni delgada ni gruesa. Ojos como luceros, facciones perfectas, boca tan linda cuando calla como cuando habla; blancura que deslumbra; pechos, manos y pies en proporción. Todo es proporción en esa criatura, y por esa igualdad en todas sus partes, incluso en las que tocan al alma, digo que es mujer única... No hay otra como ella».
Oído esto, estalló dentro de mi un súbito incendio, pasión fulminante que me hizo saltar de la silla, y plantándome frente a Celestina, con altas voces y dramático gesto, le dije: «¿Es que ha venido usted a volverme loco, Celestina, o me toma por un visionario capaz de creer esas patrañas de mujeres diosas y criaturas perfectas?».
Levantose risueña la proxenetes, llevándose la mano a la parte lastimada por los rotos muelles del sofá, y me contestó con estas graves razones: «No he venido a volverle loco, señor don Tito, sino a proponerle la felicidad. Por hoy no le digo más; esto ha sido poner los primeros puntos al negocio... Déjeme ir. Hago falta en casa, donde he dejado solo a mi obispito. Tenga paciencia. Otro día seguiremos tratando».
Se fue la pícara con paso ligero. Cuando la vi desaparecer, agarré violentamente a Ido por un brazo y le dije: «Esa mujer que sale de casa, ¿es en realidad de verdad Celestina Tirado, o una visión, un engaño de mis ojos?
-Esa pájara deshonesta -me contestó con hueca voz mi patrón- es una tal que hace años vivía del comercio de reses femeninas. La conocí siendo manceba de un amigo mío, don Pedro Polo, cura y maestro de párvulos».
Me encerré en mi cuarto, y largo rato estuve dando vueltas en él como una fiera enjaulada. Hallábame en plena rotación cerebral, atormentado por los singulares fenómenos psíquicos que me rodeaban. ¿Cómo explicarme el hecho de que acudieran a mí sinfín de pretendientes, creyéndome poseedor de influencia omnímoda? Y si esto no tenía sentido común, ¿qué debía yo pensar del loco altruismo con que yo me brindaba graciosamente a sostener y apoyar tales pretensiones? Pues luego venía lo más inaudito, lo verdaderamente milagroso, y era que todos los postulantes obtenían lo que solicitaban, resultando que mi supuesto influjo y poder eran en la realidad verdaderos, sin que yo hiciera gestión alguna ni de ello me cuidara. Cuantos confiaron ciegamente en mi soñado favoritismo fueron después a darme las gracias. ¿Qué significaba esto, Señor? ¿Era yo, sin saberlo, un genio benéfico, o actuaba por mí la mano de algún numen recóndito? Y de aquella mujer cuya belleza igualaba a la de las diosas, ¿qué debía yo pensar? ¿Y cómo siendo perfecta de cuerpo y alma solicitaba por tan baja tercería mi valimiento y mi amor?
El giro mental de estas ideas en mi caldeado cacumen fue decreciendo en velocidad a medida que se gastaba el inicial impulso que le dio movimiento. Al parar de la rueda invadió mi ser una fría calma que me trajo todos los resortes de la lógica, y arrojándome en mi lecho razoné de esta suerte mi estado anímico: «En este mundo, que no sé qué mundo es, vivimos rodeados de espíritus benéficos o maléficos que dirigen nuestros actos, estimulan nuestras pasiones, y vienen a ser como una proyección sobrenatural de nosotros mismos. A las veces, no nos dejan hacer lo que queremos; a las veces, hacen ellos lo que nosotros deseamos. Ellos son nosotros, y lo que llamamos nuestro yo es el yo infinito de todos y de cada uno de ellos... Esta es la fija, Tito, y mientras las cosas vengan por el lado benigno y placentero, déjate llevar». Puse término a tales meditaciones afirmando que era imposible distinguir mi conciencia de la conciencia universal.
Meciéndome en el columpio de estas ondulantes filosofías, empalmé las horas del 11 con las del 12 de Junio, hasta que me sacó de mi éxtasis un recado de Nicolás Estévanez, que habiendo cambiado el bastón de Gobernador Civil por la cartera de Guerra, me llamaba al Palacio de Buenavista. Por ocupaciones perentorias en mi oficina de Gobernación tardé dos días en visitar a mi grande amigo. Cuando fui a verle, advertí desde que nos saludamos que en el nuevo y peliagudo cargo no había perdido el hombre su simpática jovialidad, contenida siempre dentro de la discreción y el buen gusto. Después de reiterarle mis felicitaciones, díjele que todos esperábamos grandes cosas de su iniciativa en Guerra, y él me contestó con buena sombra: «¡Pero hijo mío, si he venido precisamente a no hacer nada! Así me lo dijo Castelar cuando quisieron traerme a este beaterio. Bastante trabajo será defenderme de los enemigos que me han salido desde que vine a Guerra. El General Socías, que nos ha querido obsequiar con un golpecito de Estado, anda celoso porque no le dieron esta cartera, que según dice le corresponde.
-De don Fernando Pierrad, Subsecretario y Ministro interino, se dijo que no le daría a usted posesión como no se la pidiese a tiros.
-No hay tal. Enteramente solo vine a tomar posesión, y Pierrad me hizo entrega del cargo de una manera correctísima. Se miente mucho. El público apetece el folletín histórico. Quiere sangre, jarana, duelos, motines, y nosotros tratamos de ir escapando sin darle nada de eso. Nuestra República, recién nacida y un poquito enclenque por haber venido al mundo antes de tiempo con auxilio de comadrones inexpertos, requiere cuidados exquisitos. Resulta que la Madre España no puede darle la teta; su leche es escasa y mala. ¿Le daremos biberón? ¿Podrá ser amamantada por una loba como Rómulo y Remo? Yo, si me dejaran, iría a los desiertos de África en busca de una buena leona tetuda, rolliza y feroz, que nos criase a la Niña... Pero no están los tiempos para bromas, Tito, y aunque aquí no debo hacer nada, me paso el día firmando...».
Entró el Coronel Carrafa, Subsecretario, amigo íntimo del Ministro; entraron otros jefes cargados de papeles, y yo me arrimé a los cristales de un balcón y me distraje mirando los árboles del parque. Ya comprenderéis que desde mi entrevista con la Tirado, mi pensamiento se escapaba a cada instante en persecución de la imagen de aquella hembra misteriosa, que me pedía protección ofreciéndome sus divinos pedazos. Ante los amenos jardines, y el trozo de caserío, y el grande espacio de cielo que veía desde el balcón de Buenavista, hice a Celestina Tirado esta ardorosa pregunta: «¿Pero cuándo he de saber el nombre y condición de esa diosa?». Y algo más pregunté a la maldita corredora: «¿Es casada, es viuda o soltera?».
La Celestina con quien yo hablaba era una nube, cuyos bordes reproducían el perfil aquilino de la Tirado. Naturalmente, la nube no me contestó, y continuaba fija sobre la torre y veleta del palacio de Alcañices. Terminado el despacho, me dijo el Ministro que en el Gobierno Civil había dejado firmada la credencial para Serafín de San José, añadiendo que su mayor gusto era complacerme en todo, pues me tenía por uno de sus amigos más leales...
No necesito indicar que salí muy satisfecho de la visita... Aquella noche y al día siguiente, en el café, en la calle y en algún sitio de recreo, no cesé de recibir expresiones de gratitud y ofertas de recompensar mi favor con cuantos servicios pudieran prestarme los agradecidos. Sebo, Alberique y otros muchos, paisanos, militares, curas y aun diputados del montón, excitaron en mí de una manera loca lo que don Basilio llamaba el fanatismo del yo... Al retirarme a casa, ya muy tarde, sentí en mi alma el retroceso del entusiasmo vanidosillo creado por éxitos tan fabulosos: «Guarda, Tito -me dije-, y no te deslumbres hasta ver en qué para esto».
Cavilando a toda hora en los manejos de aquellos vagorosos espíritus que me favorecían con su amistad, pasé lo restante del mes de Junio, entre San Antonio y San Pedro. No fueron para mí muy divertidos aquellos días, los mayores del año y los que más inducen al placer de vivir. Mientras mis convecinos reían, yo rabiaba. Cuantas veces intenté obtener de Celestina concretas noticias de la dama que conmigo quería entenderse, quedé defraudado. A mi anhelo de saber el nombre de mi bella incógnita no quiso dar satisfacción, alegando razones que más bien eran ridículos pretextos. ¡Por la cornamenta de Luzbel, ya me estaba cargando la mensajera de amores! ¿Se divertía conmigo mostrándome una piedra preciosa y apartándola de mi mano cuando yo quería cogerla?
De estas ansias mías, entremezcladas con lentas horas de tedio, me consolaba asistiendo a las sesiones de Cortes, más que por gusto mío, por ayudar a unos buenos muchachos que hacían el extracto y crónicas parlamentarias para varios periódicos. Presencié la embestida que dio el General Socías a mi amigo Estévanez; si destemplado estuvo el General, el Ministro hizo alarde de una moderación que algunos creyeron excesiva. Oí religiosamente y extracté el discurso de Pi exponiendo el programa de su Gobierno. La síntesis era esta: no podían de ningún modo emprenderse las reformas económicas mientras no estuviera hecha la Constitución Federal a que había de ajustarse el nuevo Presupuesto; las políticas de más trascendencia serían consignadas en la Constitución; mas era necesario ir derechos a separar la Iglesia del Estado, establecer la enseñanza gratuita y obligatoria, reorganizar el régimen colonial y abolir la esclavitud en Cuba. Respecto a cuestiones sociales afirmó la necesidad de implantar las mejoras ya realizadas en otros países, y las que fueran necesarias para proteger a las mujeres, regular el trabajo de los niños y vender los bienes nacionales en beneficio de los proletarios.
No fue del agrado de los Intransigentes esta última parte del discurso de Pi, y el Marqués de Albaida no se mordió la lengua para mostrar su enojo, añadiendo que ya desconfiaba de las Constituyentes y que se iba a su casa. Por segunda o tercera vez le oí su familiar alegación contra el cuarto del cartero, el estanco del tabaco, la Lotería, los Aranceles judiciales y los Consumos... Las Cortes eligieron Presidente a Salmerón. No estaba yo aquel día para discursos, y antes de que acabara el suyo don Nicolás, salí pitando hacia la calle de San Leonardo, con el alevoso pensamiento de estrangular a Celestina si no me decía... ¡Y con qué mala pata llegué, Señor!...
El pobrecito don Hilario estaba gravemente enfermo... Entré; le vi en su lecho, con dos curas por cada lado, que sin duda le hablaban de la deliciosa eternidad que en el Cielo se le tenía dispuesta... Aprovechando un momento propicio, saqué a Celestina al pasillo y le dije: «Estoy en ascuas. Vengo a que me diga usted de una vez...
-¡Por la gloria de este santo varón, señor don Tito! -replicó con acento lacrimoso-. ¿Le parece que estoy yo ahora para tratar de cosas tan mundanas, tocantes al deleite, como quien dice?
-Una palabra no más, Celestina. ¿Es casada, viuda o soltera?
-¡Dale con el melindre, dale con que si le sobra o le falta! De esta boca pecadora no quiere salirme la respuesta, porque tengo el pensamiento en Dios y en el alma de ese venturado que ya quiere subir a la Gloria... ¡Ay, Gloria, para mí te deseo!... Hoy le traeremos a Su Divina Majestad, y en esta hora solene no está una para que le hablen de pecados ni de...». No acabó la frase. Llamada con fuerte voz por uno de los clérigos, corrió a la estancia... Comprendiendo la inoportunidad de mi visita, presuroso cogí la calle.
Las sesiones parlamentarias me proporcionaron en días sucesivos no pocos ratos de interés. Los Intransigentes armaban grescas cada martes y cada lunes. Una tarde leyó el diputado Bernardo García un pasquín o cartelón que los federales del bronce habían fijado en las puertas de los Clubs y en muchas esquinas. El cartel decía: «Pueblo Soberano: la República peligra. Los diputados de las Constituyentes no tienen valor cívico ni abnegación patriótica para salvar a España. Si hoy mismo no se forma un Gobierno valiente ¡salva tú a la Patria, Pueblo Soberano!». Protestas, apóstrofes duros y espantable chillería.
Días adelante, después de diferentes controversias enconadísimas, de un gran discurso de Pi planteando a las Cortes la cuestión de confianza, de otro discurso de Castelar, de un conato de crisis, y de veinte mil desazones y trapatiestas, los diputados Armentia, Echevarría, Olave, Taillet y otros que no recuerdo, se subieron a las barbas de don Francisco Pi, proponiendo a las Cortes que se declarasen en Convención Nacional, y eligieran de su seno un Comité de Salud Pública. Esta proposición fue desechada, y los Intransigentes presentaron luego otra y otras.
Hastiado de tanto delirar, me volví a lo mío, y lo mío fue que, según informes que tuve la víspera de San Pedro, don Hilario no se murió del grave arrechucho que parecía definitivo pasaporte para recibir el premio de sus virtudes y de sus facultades procreadoras... Acudí allá, y me le encontré sentadito en su cama, risueño, vividor, jugando con dos gatines muy monos... Corrí a la cocina, donde estaba el ama de gobierno machacando en el almirez. Llegar a su lado y espetarle mis preguntas, fue obra de segundos. Y ella, machaca que machaca, me dijo con retintín: «Sí, sí; contenta tiene usted ala señora».
X
Mi perplejidad al oír la frase de Celestina duró segundos no más. Luego la emprendí con ella en esta forma: «¿Qué es eso, se burla usted de mí? Pues sepa que no lo aguanto. Ándese con cuidado, que tengo mal genio.
-¡En buena ocasión viene usted con sus rabietas! -me dijo secamente, poniéndose en jarras-. ¿Le parece al don Fuguilla que está una para incomodarse y para reñir en un día como este? Sepa el cascarrabias que hoy,