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La Primera República/VI

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VI

Del ligero sueño que pude conciliar en las primeras horas del día me despertaron Nicanora y su marido con estas alarmantes voces: «Levántese, señor don Tito, que hay revolución». A toda prisa me vestí, y mandé que me trajeran mi desayuno. Mientras lo tomaba, el honrado psicólogo Ido inició la historia verbal de aquel nefasto día: «Desde el amanecer están pasando por Antón Martín Milicianos armados. Van a sus puestos, van a su deber, van a la muerte... ¡Oh España! ¿qué haces, qué piensas, qué imaginas? Tejes y destejes tu existencia. Tu destino es correr tropezando y vivir muriendo... Como le digo, toda la Milicia Nacional está en armas. En la plaza de Santa Ana he visto al Carbonerín con el batallón de Lanuza. Por la calle de las Huertas va un gentío inmenso chillando, y Milicianos a la carrera. Oí que en la Puerta del Sol está la Artillería. ¿Qué pasa? Que la Historia de España ha salido de paseo. Es muy callejera esa señora...».

En esto, mi patrona, que había salido un momento, volvió con las manos en la cabeza gritando: «Vete pronto a la compra, José, que si te descuidas nos quedaremos hoy sin comer. ¡Virgen de la Paloma, ya están esos diablos de Antón Martín armando las barricadas!». Salimos disparados Ido y yo. En Antón Martín no había barricadas, pero sí brazos ávidos de levantarlas y bocas de ambos sexos que las pedían a gritos. Mi patrón corrió con fuertes trancos a proveerse de comestibles, y yo, arrastrado por una corriente tumultuosa, me fui a la plaza de Santa Ana, donde los voluntarios del batallón de Lanuza, mandados por Felipe Fernández (el Carbonerín) y don José Cristóbal Sorní, Ministro de Ultramar, ocupaban el teatro del Príncipe y las entradas de las calles próximas. Parte de esta fuerza, la más cuidada de las Milicias republicanas, llevaba uniforme: guerrera garibaldina de paño gris, pantalón con franja verde, polainas, y gorra colorada con visera de charol, de que les vino el mote de botellas lacradas. El armamento de la Milicia Nacional era carabina Berdan. Sólo los batallones de la Latina usaban Remington.

Por lo que vi y por lo que me contaron puedo fijar la situación de las fuerzas republicanas. Los batallones de Antón Martín, mandados por Ponce de León y Clemente Gutiérrez, ocuparon el teatro de Variedades, calle de la Magdalena; los voluntarios de la Latina, uno de cuyos jefes era Antonio Castañé, ocupaban el teatro de Novedades y los puntos estratégicos de las plazas de la Cebada y Progreso. En las Milicias de los barrios del Sur eran escasos los uniformes; casi todos los combatientes iban de paisano, sin otro distintivo que la gorra colorada... La Red de San Luis y la plaza de Santo Domingo estaban guarnecidas por fuertes núcleos de las Milicias republicanas, y pueblo armado de escopetas y trabucos. Varios edificios de las calles Mayor y Alcalá, como el Ministerio de Hacienda y el Depósito Hidrográfico, escondían retenes de guardias de Orden Público. En las Salesas situó Estévanez bastante fuerza, al mando de Enrique Faura, si no recuerdo mal. Lo mismo hizo en las dos estaciones del ferrocarril, dejando una considerable reserva en la Plaza Mayor.

Los Milicianos monárquicos, que eran más de cuatro mil hombres, se hallaban reunidos desde primera hora de la mañana en las inmediaciones de la Plaza de Toros Vieja, a la salida de la Puerta de Alcalá, con el pretexto de pasar una revista. A su frente estaba el señor Marina, jefe de la Milicia Nacional por su calidad de Alcalde de Madrid. Vestían estos Milicianos un pulido uniforme semejante al del Ejército, con quepis, correaje blanco y carabinas Berdan. Los más vistosos eran los batallones del Centro y de la Audiencia, y en todos ellos abundaban los empleados municipales. Pronto se vio que los jefes de la Milicia monárquica no se distinguían por sus luces estratégicas, y desde el momento en que se enchiqueraron en la Plaza de Toros su causa estaba perdida.

Las fuerzas del Ejército permanecían en los cuarteles, y aunque se dijo que algunos Generales apoyarían a los Milicianos monárquicos, ninguno de ellos se atrevió a dar la cara. La Guardia Civil no contrarió los planes del Gobernador, y después de las cuatro de la tarde no era difícil vaticinar el triunfo de la República. El Gobierno puso una columna de fuerzas de Infantería, Caballería y Artillería a las órdenes del Brigadier Carmona, jefe de Estado Mayor de los Voluntarios de la República. Don Baltasar Hidalgo, nombrado minutos antes Capitán General de Castilla la Nueva en sustitución de Pavía, transmitió órdenes a parques y cuarteles. Rodaron los cañones por las calles, y... no pasó más. Los enchiquerados de la Plaza de Toros ya no podían dar otro grito que el de ¡sálvese el que pueda!

Agregándome a los voluntarios de Lanuza me fui de la plaza de Santa Ana a la de las Cortes. Se efectuó esta movilización para poner sitio a los batallones primero y segundo de Milicianos realistas del distrito del Centro, mandados por Simón Pérez, dueño del Bazar de la Unión, y por Martínez Brau, propietario de una famosa pescadería de la calle Mayor, que estaban desde por la mañana dentro del palacio de Medinaceli. Ocuparon los republicanos el marmóreo portal anchuroso, tomando posiciones a lo largo del edificio hasta el Prado, y en la calle de San Agustín y plazuela de Jesús. El enemigo quedó embotellado perfectamente. No debía de tener muchas ganas de romper las hostilidades: apenas veíamos asomar tímidamente algún quepis por las bohardillas o ventanas altas.

En esto llegó Estévanez y con él me colé en el Congreso, donde los individuos de la Permanente celebraban sesión en franca rebeldía contra el Gobierno. Apenas entramos, un diputado dijo a don Nicolás: «Los rebeldes no somos nosotros; lo es el Gobierno. Si lo fuéramos nosotros, ahora mismo nos apoderaríamos de usted». Tranquilo y sonriente contestó el Gobernador: «Eso es lo que yo quisiera, porque acabo de hacer testamento, y no tardarían en venir diez mil hombres a sacarme». Dicho esto entró a ver al Presidente de la Asamblea, don Francisco Salmerón, ofreciéndole fuerzas de la Guardia Civil para custodiar la Cámara. No fue aceptada la oferta.

En el bullicio del Salón de Conferencias perdí de vista a Estévanez, y metiéndome en los corrillos pude enterarme de lo que en la sesión había pasado. Asistieron los individuos de la Comisión Permanente y casi todos los Ministros. Planteó el debate Echegaray, sosteniendo que la elección de Cortes Constituyentes no debía efectuarse hasta que la legalidad estuviera totalmente asegurada. Con gallarda elocuencia le contestó Salmerón, deshaciendo los argumentos del ilustre matemático. Habló Rivero contra Salmerón. Intervino Castelar, y apenas comenzado su discurso se presentó en la Cámara el Ministro de la Guerra, quien, sin pedir la palabra, increpó la actitud de los batallones monárquicos de la Milicia en la Plaza de Toros. Saltó el Marqués de Sardoal, vociferando con vehemencia desaforada... Pidieron los Ministros que se suspendiese la sesión hasta restablecer el orden... La controversia degeneró en agria disputa, llegándose, no sin trabajo, al acuerdo de interrumpir el debate, mas no la sesión.

Permitidme ahora que, retrocediendo en mi relato, cuente un suceso que a mi parecer iguala en interés histórico al trozo parlamentario que acabo de trasladar a estas páginas. Dudo mucho que uno y otro hecho sean merecedores de pasar a la posteridad; pero allá va el mío, de índole privada, emparejado con el de carácter público. A eso de la una, almorcé en una tasca de la calle de la Visitación judías con salchicha y un vaso de vino. Allí alterné con los dos Carbonerines, Juan de Murviedro, Langarica, Félix Lallave, cantero; Enrique Díez (Moisés), revendedor de billetes de teatro, y otros que merecen mención en esta historia.

Con tan escaso alimento pude resistir todo el día, y al caer de la tarde salí del Congreso con Moreno Rodríguez y Díaz Quintero a curiosear hacia el Prado, Cibeles y Puerta de Alcalá. Así pude enterarme del fracaso y desbandada en que vino a parar la truculenta rebeldía de los Milicianos monárquicos. Estos recibieron a tiros la columna del Brigadier Carmona. Contestaron al fuego los soldados, y como a los candorosos realistas se les había hecho creer que el Ejército no dispararía contra ellos, cuando vieron que las bromas se trocaban en veras estalló el pánico y salieron de estampía, unos hacia la Fuente del Berro, otros por detrás del Retiro en dirección del Olivar de Atocha, y no faltó quien se escondiese en los chiqueros de la Plaza. Los fugitivos iban soltando las armas, los quepis, y cuanto les estorbase para correr más aprisa, incluso las elegantes guerreras, que sólo les habían servido para camelar a criadas y nodrizas. De aquel bélico rigodón resultaron tres heridos leves y muerto un pobre cochero, a quien alcanzó una bala perdida.

Quedaba el nudo de Medinaceli, que se desató por sí solo ya entrada la noche. Los Voluntarios monárquicos, en malhora encastillados en el palacio ducal, salieron mohínos y silenciosos sin que los federales les maltratasen, porque el Gobierno había enviado fuerzas de la Guardia Civil para evitar las represalias, natural desahogo de la irritación de los ánimos. Los que se rendían sin disparar un tiro desalojaron la plaza mansamente, dejando sus carabinas en el portal, y calladitos se fueron a sus casas, eludiendo disputas y camorras callejeras.

La segunda Compañía del batallón de Lanuza entró en el Congreso, y en los alrededores del edificio se acumularon, a toda prisa, grandes muchedumbres armadas. Los señores de la Permanente levantaron la sesión con premura vergonzosa. En los pasillos de la Cámara se advirtió el trajín de la desbandada. Los primeros en salir hiciéronlo sin dificultad; otros hubieron de escapar furtivamente; algunos valiéndose de disfraces. Rivero y Becerra, por ser muy conocidos, se ocultaron en los sótanos. Los demás fueron saliendo acompañados por Nicolás Salmerón, por Castelar, por Sorní, por el propio Gobernador. Nadie les atropelló, nadie les insultó. Oyeron tan sólo al aparecer en la calle algunos silbidos. Federales y Radicales quedaban en disposición de entablar futuras inteligencias... ¡Todos amigos!... ¡Siempre amigos!...

Terminado lo del Congreso, podría decirse que cayó el telón sobre la histórica jornada del 23 de Abril; pero aún quedaba un fin de fiesta para regocijo del público. Los voluntarios de Lanuza, apostados desde el café de la Iberia a la Plaza de las Cortes, pasaron el rato dispersando unas turbas de señoritos impertinentes y molestos que invadían la Carrera de San Jerónimo. Eran la flor juvenil del alfonsismo y de la radicalería unitaria, de esos que ordinariamente llamamos pollos líquidos y que en aquellos tiempos designábamos con el remoquete de silbantes. Poco trabajo costó espantarlos; se metían en los portales, en las tiendas que aún estaban a media puerta, y los más corrían a escape por las bocacalles, de donde les vino un nuevo apodo. Se les llamó el Batallón Ligero... de pies.

Media noche era por filo cuando cenábamos en la taberna de Juan Niembro (calle de los Negros), Anastasio Martínez, librero de la calle del Arenal; el Quito (Francisco Berenguer), dueño de una buñolería; Alejo Villesano, sastre; José Duplau (Pelusa), carpintero, héroes de aquel día, y un servidor de ustedes que no fue héroe, sino curioso entrometido y aprendiz de narrador. Cada cual citaba y encarecía con infantiles aspavientos lo que había visto, y los incidentes en que había mostrado su marcial arrojo. Nuestra cena fue sopas de ajo, batallón, escabeche en ensalada y morapio sin tasa. No habíamos llegado a la total enumeración de tan prolijas hazañas, cuando entró el simpático Virgilio Llanos, henchido de noticias, según dijo, y se apresuró a desembucharlas gozoso en nuestros oídos. Ya sabéis que era muy amigo de Estévanez y se codeaba con elevados personajes del federalismo. En las primeras horas de la mañana de aquel día, se le confió un delicado espionaje en las inmediaciones del hotel del Duque de la Torre, calle de Serrano. Tan bien desempeñó el ojeo encomendado a su sagacidad, que no se le escapó ningún personaje de los que acudieron al misterioso concilio en la morada del Duque.

Por el mismo orden con que les vio entrar los fue citando Virgilio en nuestro cenáculo tabernario. Helos aquí: los ayudantes del General, O'Lawlor y Ahumada, el Conde de Valmaseda, Topete, Letona, Baldrich, Bassols, Gándara, Gasset, Ros de Olano, Caballero de Rodas. Del elemento civil fueron Borrego, Albareda, y otros que a mi parecer iban en representación de Sagasta, Martos y Rivero, los cuales se quedaron achantaditos en sus respectivas casas viéndolas venir. Oída esta cáfila de nombres, tan sonoros como vacíos, todos los presentes celebraron con mayor ingenuidad la victoria federal contra tal piña de pomposos y coruscantes figurones.

En el resto de la noche fueron llegando otros amigos de las Milicias Republicanas. Entre ellos Balbona (Tachuela), Cantera (Cojo de las Peñuelas), Santiago Gutiérrez (el Pasiego), uno de los Quintines, y más y más. Enaltecida hasta las nubes la importancia de la victoria, hiciéronse lenguas de la generosidad de los vencedores. La sangre no enrojeció las calles; nadie fue molestado; los llamados prohombres, que en el Congreso hicieron cuanto podían para aplastar la República, fueron conducidos a sus casas con refinada cortesía y miramiento; los espadones que se reunieron en casa del Duque de la Torre se quedaron tan frescos, y si al poco tiempo pasaron la frontera fue para conspirar a sus anchas; los silbantes no tuvieron ningún deterioro en sus personas ni en su elegante vestimenta; el único que sufrió algún desavío, Becerra, a quien llevaron preso al Gobierno civil, fue puesto en libertad con apretones de manos y palmaditas en la espalda.

Camino de mi casa, casi al rayar el día, iba yo reconstruyendo en mi mente todo lo que había visto y oído, y entre las sábanas de mi lecho hice juicio sintético de la jornada del 23 de Abril de 1873. No tuvo nada de epopeya; no fue tragedia ni drama; creí encontrar la clasificación exacta diputándola como entretenida zarzuela, con música netamente madrileña del popular Barbieri. No hubo choques sangrientos ni encarnizadas peleas, ni atronó los aires el horrísono estruendo de los cañones. El acto del Congreso fue un paso de comedia lírico-parlamentaria, con un concertante final en que desafinaron todos los virtuosos. Los actos de la calle fueron un continuo ir y venir de nutridas comparsas, que disparaban vítores y exclamaciones de sorpresa o de júbilo. Otras comparsas mejor vestidas salían corriendo por el foro, y se tiraban al foso o se subían al telar. Concluía la obra con un gran coro de generosidades ridículas y alilíes de victoria, sin luto por ninguna de las dos partes.

Así no se pasa de un régimen de mentiras, de arbitrariedades, de desprecio de la ley, de caciquismo y nepotismo, a un régimen que pretende encarnar la verdad, la pureza, y abrir ancho cauce a las corrientes de vida gloriosa y feliz. Aplicando mi corto criterio a los hechos de aquel día, pensé que el 24 de Abril estaba la vida nacional lo mismo que antes estuvo, y que las seculares fuerzas que habían querido resolver el problema del porvenir no habían hecho más que exhibirse sin chocar en dura pelea, dispuestas a proseguir, el día menos pensado, la teatral batalla... ¡Solución de amiguitos, querella de dicharachos en un inmenso patio de Tócame-Roque, simulacro de guerra y paces entre compadres bonachones!

Agrego a la página histórica el estrambote de una escena de que no tuve conocimiento hasta el día 25, y que no altera substancialmente mi juicio de aquellos vulgares acontecimientos. Parece que en la madrugada del 24 se produjo en el Gobierno algún conato de severidad contra el Duque de la Torre y los demás santones monárquicos. Ya clareaba el día cuando Castelar, con rostro afligido, se presentó en el despacho del Gobernador y le dijo: «Amigo Estévanez, si una persona que a usted le hubiera salvado la vida se hallara hoy en peligro inminente, ¿qué haría usted?». La respuesta de don Nicolás fue la que a todo varón honrado y generoso correspondía: «Pues vaya usted -añadió don Emilio- al hotel del General Serrano, métalo en su coche y llévelo a la Embajada inglesa». Así se hizo, y... aquí paz y después gloria.