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La Primera República/XI

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XI

Desorientado anduve algunos días, sin que mis investigaciones me dieran la luz que deseaba. Envuelta en tinieblas permanecía la dama incógnita, pues ni el sacristán de San Marcos, ni las beatas de la parroquia, ni el mandadero de las Servitas, ni ningún bicho viviente supo señalarme el rastro por donde podía encontrar la hermosa res que se me había perdido. Vagas noticias adquirí del testamento de don Hilario. La casa en que este murió pasó a ser propiedad de una doña Leonor Ruiz del Macho, toledana, cincuentona, al parecer sobrina del santo varón. Lo primero que hizo esta buena señora fue plantar en la calle a Celestina Tirado. A otra heredera joven de buen ver, aunque algo paleta, le tocaron dos casas en Toledo y un Cigarral. Los cuantiosos bienes raíces que el cura poseía en los términos de Illescas y Torrijos los repartió entre individuos de ambos sexos y de diferentes edades, cuyo parentesco con el testador no estaba claramente definido.

Aprisionado mi espíritu en el afán de aquel ojeo amoroso, abandoné Cortes, amigos, oficina, para volver de nuevo ante la esfinge sutil, burlona y rufianesca, a quien encontré en la travesía de la Parada, no en su antigua casa (donde subsistía el obrador de zurcidos y enredos, bajo el gobierno de una que llamaban la Bernardona), sino en la taberna de la misma calle, propiedad de su hermano Ginés Tirado. Sorprendiome ver a la mala hembra despojada ya de su traje de luto y con un pañuelo rojo por la cabeza. Junto a un velador tabernario, en compañía de otra mujer y de un cochero de punto, charlaba entre vasos de cerveza y caña. Al verme llegar, sus contertulios dejaron libres las dos banquetas. En una me senté yo, y entablé con Celestina este diálogo vivo:

«Terminado el novenario -le dije-, ya puede usted abrir la boca y no tenerme en el aire, como el zancarrón de Mahoma.

-¡Ay don Tito de mi alma! -exclamó echando un gran suspiro que trajo a mi nariz vapores vinosos-. No puede usted hacerse cargo de la pena que me ahoga. Figúrese... El señor que está en gloria, y yo se la deseo por toda la eternidad, no se ha portado con esta fiel cristiana como era debido. Por los servicios que le presté, cuidándole con tanto mimo como lo hubiera hecho con los hijos de mis entrañas, esperaba yo que lo menos, lo menos que podía dejarme era un par de Cigarrales de los cuatro que en Toledo poseía y que, según dicen malas lenguas, los afanó de una vieja ricacha con quien tuvo que ver... ¡Ay, Dios mío! Mi congoja y amargura por esta ingratitud y esta desconsideración son tales, don Tito, que me paso los días llorando y rabiando, y no encuentro mejor alivio de este sofoco que un par de copitas por mañana y tarde, y de añadidura unos traguitos de caña, que le recomiendo si tiene pesares y rencorcillos que ahogar... Pues verá... Por todos mis trabajos y sacrificios, por todas las porquerías que le limpiaba... y hay que ver, don Tito, lo que es un viejo con los muelles flojos... por la honradez mía en el gobierno de la casa y demás, me ha dejado, ¡pásmese usted!, la cochinada de cuatro mil reales. Cuando lo supe me volé; eché de mi cuerpo el luto; no he vuelto a pisar la casa, ni la parroquia, ni el convento de las monjitas... que son unas bribonas, para que usted lo sepa... pues cuando ya estaba el pobre señor con una pata en el sarcófago, por medio del capellán, que es otro pillastre, le sacaron un legado de diez mil duros. ¿Qué le parece? ¡Oh mundo falaz, mundo hipócrita y contraproducente!

-Por lo que voy viendo, Celestina, le ha resultado a usted fallido el cambiar el corretaje de amores por la vida beata.

-Lo hice no más que por casar a la niña, bien lo sabe Dios. Don Hilario fue el que me metió en cristiandad. Me escarabajeaba la conciencia, fui a confesarme con él, y me catequizó. La verdad, no me pesa haber dado a mi alma un limpión general con el zorro y plumero de tanto rezo y tanta penitencia. Pero ya no más. Casé a la niña. Gracias a usted que me colocó a Pepito, ya están los dos como dos ángeles, comiendo de la leña y de los pastos de La Granja. ¡Dios se lo premiará a usted, don Tito!... Y ya hemos hablado bastante de lo mío... Ahora, usted dirá.

-Debe comprender que estoy loco, Celestina. Me tiene usted en horrible incertidumbre, sin contestar a nada de lo que le pregunté.

-Pues ahora ¡ay qué pena! no puedo decirle nada que sea de su gusto. Le ofrecí lo que sabe porque en aquellos días creía tenerlo en mi mano pecadora. Ya no lo está, don Tito; ya se nos ha escapado la diosa.

-Explíqueme eso, yo se lo suplico. Empiezo por no saber el nombre de...

-La llaman Floriana... ¿Tiene usted noticia de una señora gorda que ha heredado la casa del difunto cura y vive ya en ella, una tal doña Leonor Ruiz del Macho? Pues esa, que fue ama de don Hilario a poco de cantar misa, y después tuvo que ver con un canónigo de Toledo, otro de Ciudad Real y con varios figurones de Madrid, dedicándose ya vieja a parear corazones por todo lo alto, ha colocado a Floriana con un señor muy rico, carcunda él y Mayordomo del Alumbrado y Vela».

Quedé pasmado, no muy convencido de la veracidad de lo que aquella pícara y rencorosa mujer me decía. Necesitaba más explicaciones. ¿Dónde vivía Floriana? Vaciló un rato Celestina y apuró despacio medio chico de vino, como si se tomara tiempo para encontrar la respuesta. Por fin, estirando el concepto, me dijo: «Dónde vivía puedo decirle; dónde vive no. Pero antes ha de saber usted una circunstancia que se me había olvidado: Floriana es maestra de escuela. Estudió en la Normal con buenas notas y sacó título. Diéronle la escuela de niñas de la calle de Rodas. A más del sueldo tenía la pensioncita que le pasaba don Hilario. Hacía vida recogida y honesta, desasnando chiquillas. Alguna vez me mandaba allá mi amo a llevarle la pensión y algún regalito. Era su hija según decían. Yo no lo aseguro, porque la madre, una marquesa viuda y guapa de alto copete, amiga espiritual del curita, se divertía también con un caballero muy elegante, diplomático y qué sé yo qué... Una de las veces que fui a ver a Floriana de parte de mi señor, me habló de usted con mucho retintín. Por ella supe que es usted el hombre de más poder en la política y el de mayor metimiento en los despachos de todos los Ministros. Luego me dijo: «Si yo conociera a ese señor, le pediría que hablase por mí en Fomento para que me dieran colocación en un colegio de los buenos...».

-Acabe usted, Celestina. Esa vida laboriosa y modesta, que tiene para mí mayores encantos que la hermosura, ¿ha terminado ya?

-Sí, señor; antes de que muriera don Hilario, voló la pájara. De ello no me pida usted cuentas a mí, sino a esa doña Leonor, que es una tal y una cual.

-Según eso, ¿ya no encontraré a Floriana en la calle de Rodas?

-Búsquela usted en algún palaciote o en un principal de mucho lujo, con la mar de balcones a la calle».

Aturdido y meditabundo, me anegaba en un mar de pensamientos melancólicos. En buena parte del cuento de Celestina advertí color y acento de verdad; pero algo había que me pareció mentiroso. Sospechaba que no fue doña Leonor, sino la propia Celestina, quien hizo el negocio de tercería con el caballero beato. Silencioso clavé en ella una mirada inquisitiva, y con el pensamiento le dije: «Yo sabré la verdad, hembra satánica, y si me has engañado me lo pagarás con tu vida».

Dos días invertí en indagaciones que creía precisas antes de abocarme nuevamente con la sagaz Tirado. En la escuela de la calle de Rodas no encontré más que albañiles, porque estaba el edificio en obra, y en vacaciones la maestra y las niñas. Nadie me dio razón de Floriana. Recorrí las calles inmediatas Peña de Francia, Santiago el Verde y Huerta del Bayo, interrogando a las porteras donde las había, o pegando la hebra con las mujeres que tomaban la fresca en las aceras de sombra, rodeadas de sus chiquillos. Entre tantas comadres parleras encontré algunas que me dieron noticias de una maestra muy guapa que regentó la escuela del barrio. Faltábame saber a dónde se había ido la profesora bonita, y sobre esto, los informes eran tan vagos como contradictorios. Aquí me dijeron que había pasado a otra escuela, en Maravillas; allá, que había heredado algunos miles y estaba en tierra de Toledo; acullá que, asediada por los novios impertinentes que acudían como moscas a la miel de su hermosura, se había metido monja...

Con estos elementos anecdóticos me personé a prima noche en la taberna de Ginés Tirado. La concurrencia de parroquianos era extraordinaria. Celestina no estaba; pero su hermano, asegurándome que bajaría pronto, me llevó a una mesa desocupada, en el ángulo más obscuro del establecimiento. Entre los concurrentes reconocí a muchos con quienes hice conocimiento y breve amistad en la jornada bullanguera del 23 de Abril. Allí charlaban y bebían Antonio Merino, profesor de esgrima, Cerrudo, maestro de obras, Botija, corredor de vinos, Vicente Morata, cajista, Perico el de los Mostenses, y otros que sólo conocía de vista.

Cerca de mí, un sujeto leía en alta voz, en ruedo de bebedores, el folleto de Roque Barcia El Papado ante Jesucristo, escrito en conceptos bíblicos que eran la forma usual de aquel desatinado evangelista. Comentaban los oyentes con risas o alabanzas las frases de latiguillo que eran la salsa del folleto. Al terminar la lectura, el vocero de don Roque se fijó en mí, y acudiendo a saludarme, me dijo: «Amigo don Tito, dispénseme, no le había visto. Estaba leyendo a estos señores la más grandiosa filípica que se ha escrito contra la Curia Romana. Usted la conocerá.

-Sí, sí; me la sé de memoria -contesté yo, y al decirlo recordé en él a uno de los Maestros Masones con quienes tomé café en el de las Columnas, la tarde que hice conocimiento con Candelaria. Era el que en Masonería llevaba el nombre simbólico de Licurgo. Sentándose junto a mí sacó un fajo de folletos, y alargome uno con estas corteses palabras: «Tengo el gusto de ofrecer a usted el que acaba de imprimirse, y aún no se ha puesto a la venta. Es precioso, interesantísimo. Vea usted qué título: ¿Quieres oír, pueblo? o La cabeza de Barba Azul».

Cogí yo el papelejo, y dando a Licurgo gracias expresivas, le prometí leerlo inmediatamente, pues me agradaba sobremanera la prosa hebraica del nuevo profeta don Roque. No seguimos porque tuve la suerte de que la entrada súbita de Celestina cortase un coloquio que no podía serme agradable. El tábano de Licurgo se fue, zumbando de mesa en mesa, hasta llegar a una donde se apiñaba el grupo más ruidoso de la patriotería del barrio. Solo ante mi corredora, me faltó tiempo para desembuchar lo que tenía que decirle. En efecto, Floriana no vivía ya en la calle de Rodas. Respecto a la ausencia de la linda moza daban las vecinas distintas explicaciones. Ninguna indicó que se hubiera liado con un ricacho carcunda.

«¿Qué tengo yo que ver con las habladurías de aquel barrio, que es el mentidero de la tía Cotilla? -respondió la Tirado, tomando el primer sorbo de un medio chico del blanco de Méntrida-. Créame a mí, y siga el consejo que le voy a dar: Desaparte ya su pensamiento de esa mujer, que no será para usted como no ponga toda su influencia con el Gobierno para que le caiga el premio gordo de la Lotería. La Floriana es y será siempre gala para hombres ricos. Si ha de seguir usted en su vida modestita y a la pata la llana, con influencia y todo, arréglese ya de asiento con esa doña Calendaria que es mujer barata, pues ella se mantiene con versos, que algunos llaman berzas, se desayuna con periódicos, y se viste con las percalinas amarillas y encarnadas que se usan para colgar los balcones en días de patriotismo».

Oí con desprecio las exhortaciones de la liosa mujer, y sintiéndome fatigadísimo y con dolor de cabeza, me retiré a mi casa. Pasé la noche compartiendo mis horas entre el sueño y el delirio, atormentado por visiones de la realidad y espejismos de un mundo ilusorio y fantástico. Dolencia grave del ánimo debo más bien llamar a mi pasión ardiente por aquella mujer, apenas vista, y más adorada cuanto mayor era el espacio entre su persona y mis brazos amantes. En la hermosa Floriana veía yo la cifra y resumen de mi existencia, el reposo definitivo de mis ansias de amor, lanzadas a prueba en mil ocasiones sin hallar nunca la ideal satisfacción de ellas.

Entre los disparates con que me mareó Celestina, brilló con fulgor de relámpago una idea práctica. ¿Por qué no utilizaba yo en provecho propio mi omnímodo poder en la esfera oficial? Si a los demás hacía yo felices, ¿por qué no agenciaba para mí la felicidad de ser rico, que me daría la más fácil solución del problema de amor? Tal fue mi vertiginoso delirio en aquella madrugada. Por más vueltas que daba yo en mi abrasado cerebro a la idea y propósito de traer a mis manos el premio gordo de la Lotería, no hallé la manera y forma de entenderme con mis espíritus familiares para que estos dieran positiva realidad a mi loco ensueño. Cuando las luces del nuevo día despejaron mi cabeza, vi con claridad que mi solo recurso era encomendarme con alma y vida a mis aéreos protectores, y ellos me sacarían de penas, ellos me traerían la mujer ideal empleando las divinas artes de su potestad sublime, ultraterrena.

Como en aquellos días no iba yo al Congreso ni parecía por la oficina, apenas pude enterarme de las graves sublevaciones que amenizaron la vida nacional en diferentes provincias. Nicolás Estévanez, única persona que yo visitaba entonces, me contó lo de Málaga que fue, no del tenor, sino del barítono siguiente, como decía en su guasón estilo mi amigo Roberto Robert. Los inquietos federales malagueños, ávidos de campar por sus respetos, rompieron todo lazo con el poder central, declarándose francamente autónomos. Cabeza de la insurrección fue un hombre de más osadía que inteligencia, llamado Eduardo Carvajal, tío del Ministro de Hacienda. Con las armas viejas requisadas en la Ciudad y las que quitaron a los pocos soldados que el Gobierno envió como guarnición de la plaza, se pusieron en pie de guerra. El travieso jefe de aquel movimiento tenía sin duda relaciones más que amistosas en el mundo oficial de Madrid, porque obtuvo de un empleado secundario de Guerra, sin conocimiento del Ministro, una orden para que le entregase cuatro cañones el Parque de Sevilla. Las cosas que entonces se veían en España no se vieron jamás en parte alguna.

Compinchado con amigos de Sevilla se dirigió Eduardo Carvajal a esta ciudad con una partida de mil hombres, entreteniéndose por el camino en cobrar contribuciones y en el merodeo de víveres y caballos. En su marcha siguió sublevando pueblos y afanando fondos municipales hasta regresar a Málaga, donde le recibieron con aclamaciones de triunfo. Su primer cuidado fue establecer el Cantón malagueño. No pudo conseguirlo. Quiso entablar negociaciones con el Gobierno, y como este no le hiciera caso, fue a buscar más ancho campo de acción en Cartagena.

Los intransigentes de Sevilla, imitando el ejemplo de sus hermanos de Málaga, se sublevaron atacando con ardor el Parque, del cual sustrajeron las armas inservibles y viejas que allí existían. Fácilmente se sobrepusieron a la escasísima guarnición de la plaza, y proclamaron con gran solemnidad la independencia de la provincia de Sevilla, formando la indispensable y tan acreditada Junta Provisional de Gobierno. Pero los de Utrera no se avenían a depender de Sevilla. Esta mandó contra Utrera una columna que fue rechazada en recio combate, en el cual sufrió cuatrocientas bajas entre muertos y heridos. Por la otra banda, Sanlúcar constituyó también su Cantón, nombrando un Comité de Salud Pública, y Cádiz, donde era alcalde el austero patriota Fermín Salvoechea, hizo lo propio. Siguió ardiendo por toda Andalucía el reguero de pólvora, y Osuna, Antequera, Leja, Granada, proclamaron con solemne desahogo y algarabía su santa independencia.

Aunque de mí os burléis, amados lectores, he de deciros que esta descomposición de la patria, este desorden convulsivo, traían a mi alma un regocijo intenso, porque en mi propio ser sentía yo el frenesí de independencia; yo era también obstinado rebelde, y el impulso centrífugo me lanzaba fuera del régimen de mansedumbre y rutinas putrefactas de puro viejas. Yo era también Cantón o quería serlo, fundándolo en el único pacto que mi mente concebía, el trato de amor con la mujer amada.

Érame odioso el pesado matalotaje de leyes que por todas partes nos cercan y aprisionan. Infecto me resultaba el llamado Orden Social, atmósfera demasiado espesa y malsana para mis pulmones. Así, para juzgar los arrebatos facciosos de las ciudades andaluzas, yo ponía mañosamente a un lado la reflexión, y me iba derecho al asunto con mi fantasía sin freno y con el centelleo de la pasión que me abrasaba.

En aquellos días de soledad ensoñadora, mi única placidez era el nocturno ambular por las calles, sin dirección fija. Mis piernas se volvían de acero. Al término de mi excursión no me era fácil decir por dónde había pasado, como no fuera la calle de Rodas y adyacentes, a las que consagraba largo tiempo de mis caminatas. No ponía ya gran atención en los grupos ni en los diálogos, natural expresión de la vida en los lugares de mi tránsito. Más que lo de fuera veía yo lo que en mi interior llevaba, y más que el lenguaje del pueblo me impresionaron, una vez y otra, voces pronunciadas sólo para mis oídos, aliento y susurro de seres invisibles que en torno a mi cabeza revoloteaban.

Una noche, después de dos horas de voltijeo inconsciente por una parte de los barrios bajos y otra parte de los medios, me encontré en una calle que reconocí como la que antaño se llamó de la Inquisición y hogaño de Isabel la Católica. Allí fueron más recias y claras las voces que murmuraban en mis oídos. No podía dudar que los familiares espíritus me decían: «Búscala, búscala... Adelante, pobre Tito». Seguí, seguí... Por la calle del Álamo llegué a la de los Reyes, y como allí sonara de nuevo el Búscala, pensé que mis invisibles amigos querían guiarme a la calle de San Leonardo. Allá me fui como una flecha. Recorrí la calle de arriba abajo y de abajo arriba, deteniéndome varias veces frente a la casa que fue de don Hilario, con la extraña particularidad de que mientras yo contemplaba en éxtasis el edificio, cerrado y sin claridad en sus huecos, las voces misteriosas callaron.

Al ponerme de nuevo en marcha hacia la calle de San Bernardino escuché como un reír gracioso, y luego estas palabras bien claras: «Sigue, Titín enamorado, Titín picaruelo». Obedecí metiéndome en las calles de Juan de Dios y Limón, alentado por las risueñas voces. Sin saber cómo salí al callejón del Cristo y a la calle de Amaniel, y allí mis aéreos tutelares clamaban, con jácara bulliciosa: «Sigue, Tito; que te quemas, que te quemas». Así llegué a la plazuela de las Comendadoras de Santiago, y ante la fachada grandota del convento me paré, mirando primero las altas rejas, después la pesada y ostentosa mole de la iglesia. En este punto, las voces que a tal sitio me guiaron resonaban en torno a mis oídos con cháchara de risas, mezcladas de sílabas y modulaciones fugaces. Creí encontrarme dentro de una pajarera.

Pensé que si allí estaba Floriana no sería en calidad de monja, sino de señora de piso, que así llaman a las damas principales que en aquel santo retiro buscan sosegado alojamiento y viven recogidas y libres, pudiendo salir a la calle y comunicarse con el mundo. Tras larga expectación me dominó de tal modo la fatiga que no podía ya con mi alma. Pero como al propio tiempo me sujetaban con invencible atracción aquellos lugares, me senté en uno de los escalones del pórtico. Minutos no más transcurrieron entre sentarme y tenderme a lo largo, apoyando mi cabeza en un gastado sillar... La dureza de mi cama no impidió que me sumergiera en un sueño profundísimo... De aquel sopor me sacaron manos vigorosas, que tirando de mí obligáronme a tomar la vertical... Me vi entre dos guardias de Orden Público. Uno de ellos pronunció alborozado mi nombre. Era Serafín de San José.