La Regenta/Capítulo XXII
Capítulo XXII
Alegre, rozagante, como nuevo volvió de los baños de Termasaltas el señor Arcediano don Restituto Mourelo, dispuesto a emprender otra campaña, que esperaba fuese la última y decisiva, «contra el despotismo del simoníaco y lascivo y sórdido enemigo de la Iglesia que, apoderado del ánimo del señor Obispo, tenía sojuzgada a la diócesis». Con esta perífrasis aludía al señor Provisor el diplomático Glocester.
El primer disgustillo que tuvo De Pas aquel verano fue esta noticia, que le dieron en el coro, por la mañana.
«Ha llegado Glocester».
«No le temía, ni a él ni a nadie... ¡pero estaba tan cansado de luchar y aborrecer!».
Mourelo se encontró con otros muchos murmuradores de refresco y con los de depósito que no estaban menos ganosos de romper el fuego contra el común enemigo. Todos ardían en el santo entusiasmo de la maledicencia. Los que venían de las aldeas y pueblos de pesca, traían hambre de cuentos y chismes; la soledad del campo les había abierto el apetito de la murmuración; por aquellas montañas y valles de la provincia, ¿de quién se iba a maldecir? «¡Su Vetusta querida! Oh, no hay como los centros de civilización para despellejar cómodamente al prójimo. En los pueblos se habla mal del médico, del boticario, del cura, del alcalde; pero ellos, los vetustenses, los de la capital ¿cómo han de contentarse con tan miserable comidilla?». ¡Civis romanus sum! decía Mourelo: «Quiero murmuración digna de mí. Aplastemos, con la lengua, al coloso, no al médico de Termasaltas por ejemplo».
Y Foja y los demás que se habían quedado, también ansiaban la vuelta de los ausentes, para contarles las novedades y comentarlas todos juntos. La animación de Vetusta renacía en cabildo, cofradías, casinos, calles y paseos cuando los del veraneo empezaban a aparecer. Las amistades falsas, gastadas hasta hacerse insoportables durante el común aburrimiento de un invierno sin fin, ahora se renovaban; los que volvían encontraban gracia y talento en los que habían quedado y viceversa; todos reían los chistes y las picardías de todos. Poco a poco los círculos de la murmuración se animaban, la calumnia encendía los hornos, y los últimos que llegaban, los regazados, encontraban aquello hecho una gloria. «¡Qué ocurrencias, qué fina malicia, qué perspicacia! ¡Oh, el ingenio vetustense!».
El Magistral fue aquel año la víctima de las dionisíacas de la injuria; no se hablaba más que de él.
«Don Santos Barinaga, el rival mercantil de La Cruz Roja, la víctima del monopolio ilegal y escandaloso de doña Paula y su hijo; el pobre don Santos, se moría sin remedio, según don Robustiano Somoza, el médico de la aristocracia cuyas ideas no eran sospechosas».
-¿Y de qué dirán ustedes que se muere? -preguntaba Foja en un corrillo, delante de la catedral, al salir de misa de doce.
-Se morirá de borracho -contestaba Ripamilán.
-No señor, ¡se muere de hambre!...
-Se muere de aguardiente.
-¡De hambre!...
Y llegaba don Robustiano al corro y hablaba la ciencia:
-Yo no acuso a nadie, la ciencia no acusa a nadie; otra es su misión. Yo no niego que el alcoholismo crónico tenga parte en la enfermedad de Barinaga, pero sus efectos, sin duda, hubieran podido cohonestarse (así decía) con una buena alimentación. Además, hoy día el pobre don Santos ya no tiene dinero ni para emborracharse, ya no puede beber de pura miseria... Y aunque ustedes no comprendan esto, la ciencia declara que la privación del alcohol precipita la muerte de ese hombre, enfermo por abuso del alcohol...
-¿Cómo es eso, hombre? -preguntaba el Arcipreste.
-A ver explíquese usted -decía Foja.
Don Robustiano sonreía; movía la cabeza con gesto de compasión y se dignaba explicar aquello. «Don Santos, aunque se pasmasen aquellos señores, a pesar de morir envenenado por el alcohol, necesitaba más alcohol para tirar algunos meses más. Sin el aguardiente, que le mataba, se moriría más pronto».
-Pero don Robustiano, ¿cómo puede ser eso?
-Señor Foja, ahí verá usted. ¿Conoce usted a Todd?
-¿A quién?
-A Todd.
-No señor.
-Pues no hable usted. ¿Sabe usted lo que es el poder hipotérmico del alcohol? Tampoco; pues cállese usted. ¿Sabe usted con qué se come el poder diaforético del citado alcohol? Tampoco; pues sonsoniche. ¿Niega usted la acción hemostática del alcohol reconocida por Campbell y Chevrière? Hará usted mal en negarla; se entiende, si se trata del uso interno. De modo que no sabe usted una palabra...
-Pues por eso pregunto... Pero oiga usted, señor mío, por mucho que usted sepa y diga lo que quiera el señor Todd; ni la ciencia, ni santa ciencia, tienen derecho para calumniar a don Santos Barinaga; harto tiene el pobre con morirse de hambre y de disgustos, sin que usted por haber leído, sabe Dios dónde y con cuánta prisa, un articulillo acerca del aguardiente, digámoslo así, se crea autorizado para insultar a mi buen amigo y llamarle borrachón en términos técnicos.
-Poco a poco -gritó Ripamilán- en eso estoy yo conforme con la ciencia y con el señor Somoza su legítimo representante. No sé si un clavo saca otro clavo en medicina, ni si la mancha de la borrachera con otra verde se quita, pero don Santos es un tonel en persona y tiene más espíritu de vino en el cuerpo que sangre en las venas; es una mecha empapada en alcohol... prenda usted fuego y verá...
-Yo, señor Ripamilán, para confundir a este progresista trasnochado no necesito que me ayude la Iglesia; me sobra y me basta con la ciencia que es, en definitiva, mi religión.
Y volviéndose a Foja añadía el médico:
-Oiga usted, señor decurión retirado, ¿conoce usted la acción del alcohol en las flegmasías de los bebedores? no mienta usted, porque no la conoce.
-¡Váyase usted a paseo, señor Fraigerundio de hospital! ¡El embustero será usted! ¡Pues hombre! bonita manía saca el señor doctor; hacérsenos el sabio ahora. A la vejez viruelas.
-Menos insultos y más hechos.
-Menos botarga y más sentido común...
-Caballero miliciano, yo soy el hombre de ciencia y usted es un doceañista en conserva... Chomel admite, y con él todo el que tenga dos dedos de frente, que en las enfermedades de los borrachos es imprescindible la administración de los espirituosos...
-¡Pero si yo niego la menor, so alcornoque!
-En medicina no hay mayores ni menores, ni judías ni contrajudías, señor tahúr.
-La menor es que sea borracho Barinaga...
-De modo que si usted me niega los... prodromos del mal...
Don Robustiano se puso colorado al pensar que había dicho un disparate.
-Qué hipódromos ni qué hipopótamos; yo defiendo a un ausente...
-En fin, una palabra para concluir: ¿niega usted que si a un borracho se le priva por completo del alcohol, es lo más fácil que se presente un decaimiento alarmante, un verdadero colapso?...
-Mire usted, señor pedantón, si sigue usted rompiéndome el tímpano con esas palabrotas, le cito yo a usted cincuenta mil versos y sentencias en latín y le dejo bizco; y si no oiga usted:
Ordine confectu, quisque libellus habet:
quis, quid, coram quo, quo jure petatur et a quo.
Cultus disparitas, vis, ordo, ligamen, honestas...
Ripamilán se retorcía de risa. Somoza, furioso, gritaba; y se oía: colapso... flegmasía... cardiopatía... y el ex-alcalde, sin atender, continuaba mezclando latines:
Masculino es fustis, axis
turris, caulis, sanguis collis...
piscis, vermis, callis follis.
El médico y el prestamista estuvieron a punto de venir a las manos. No se pudo averiguar de qué se moría don Santos, pero a la media hora se corría por Vetusta que, por culpa del Provisor, se habían pegado y desafiado Foja y Somoza, y no se sabía si el mismo Ripamilán había recogido alguna bofetada.
Por algunos días vino a eclipsar al valetudinario Barinaga, que, en efecto, se consumía en la miseria, un suceso de gravedad suma, según Glocester y Foja y bandos respectivos: «La hija de Carraspique, sor Teresa, agonizaba en el inmundo asilo de las Salesas, en la celda que era, según Somoza, un inodoro, por no decir todo lo contrario».
Y dicho y hecho. Rosa Carraspique en el mundo, sor Teresa en el convento, murió de una tuberculosis, según Somoza, de una tisis caseosa, según el médico de las monjas, que era dualista en materia de tisis.
Pero lo que no dudó ningún enemigo del Provisor fue que la culpa de aquella muerte la tenía don Fermín, fuese lo que quiera de los pulmones de la chica.
Doña Paula y don Álvaro llegaron a Vetusta el mismo día, aquel en que voló al cielo un ángel más, en opinión de Trifoncito Cármenes, que seguía siendo romántico, contra los consejos de don Cayetano.
Un periódico liberal del pueblo, El Alerta, publicaba una tras otra estas dos gacetillas, que pusieron a don Fermín de un humor endiablado.
«Bien venido. -De vuelta de su excursión veraniega ha llegado a esta capital el ilustre caudillo del partido liberal dinástico de Vetusta, el Ilmo. Sr. D. Álvaro Mesía. Dicen los numerosos amigos que han acudido a visitar a nuestro distinguido correligionario, que viene dispuesto a proseguir su campaña de propaganda sensatamente liberal, así en el orden político como en el moral y canónico y religioso. Cuente con nuestro humilde apoyo para vencer los obstáculos tradicionales que aquí opone al verdadero progreso un despotismo teocrático de que está ya todo Vetusta hasta los pelos, como se dice vulgarmente».
«En paz descanse. -Ha fallecido en su celda del convento de las Salesas la señorita doña Rosa Carraspique y Somoza, hija del conocido capitalista ultramontano don Francisco de Asís, monja profesa con el nombre de sor Teresa. Mucho tendríamos que decir si quisiéramos hacernos eco de todos los comentarios a que ha dado lugar esta desgracia inopinada. Sólo diremos que, en concepto de los facultativos más acreditados, no ha sido extraña a la pérdida que lamentamos la falta de condiciones higiénicas del edificio miserable que habitan las Salesas. Pero además, se nos ocurre preguntar: ¿Es muy higiénico que ciertos roedores se introduzcan en el seno del hogar para ir minando poco a poco y con influencia deletérea y pseudo-religiosa, la paz de las familias, la tranquilidad de las conciencias?
»Si todos los elementos liberales, sin exageraciones, de nuestra culta capital no aúnan sus esfuerzos para combatir al poderoso tirano hierocrático que nos oprime, pronto seremos todos víctimas del fanatismo más torpe y descarado. -R. I. P.».
Ripamilán, con mal acuerdo, y sin que lo supiera el Magistral, se decidió a tomar la pluma y publicar en el Lábaro un articulejo, sin firma, defendiendo a su amigo, a las Salesas, y a la gramática, maltratada por el periódico progresista, según el canónigo. «Aparte, decía entre otras cosas, de que no sabemos si la monja profesa es el señor Carraspique o su hija, ¿quiere decirme el periodista cascaciruelas, etc., etc...?».
Aquel cascaciruelas delató al Arcipreste; era su estilo humorístico: lo conocieron todos.
En Vetusta los insultos y murmuraciones en letras de molde llamaban mucho la atención. En vano publicaba Cármenes odas y elegías, nadie las leía; pero la gacetilla más insignificante que pudiera molestar un poco a cualquier vecino, era leída, comentada días y días, y cuando había tiroteo de sueltos o comunicados, los habituales abonados no querían mejor diversión.
Por todo lo cual fue mayor el escándalo, y no se habló en mucho tiempo más que de la influencia deletérea del Magistral y de la muerte de sor Teresa.
-Sobre su conciencia tiene esa desgracia.
-Es un vampiro espiritual, que chupa la sangre de nuestras hijas.
-Esto es una especie de contribución de sangre que pagamos al fanatismo.
-Esto es una especie de tributo de las cien doncellas.
El Magistral hubiera querido poder despreciar tantos disparates, tales absurdos, pero a su pesar le irritaban. Creyó al principio que «su pasión noble, sublime, le levantaría cien codos sobre todas aquellas miserias», pero el oleaje de la falsa indignación pública salpicaba su alma, llegaba tan arriba como su deliquio sin nombre; y la ira le borraba del cerebro muchas veces las más puras ideas, las impresiones más dulces y risueñas. Se ponía loco de cólera, y más y más le irritaba el no poder dominar sus arrebatos. Además, el mal era cierto; no por ser desatinada la acusación de los necios era menos poderosa y temible. Notaba el Magistral que su poder se tambaleaba, que el esfuerzo de tantos y tantos miserables servía para minarle el terreno... En muchas casas empezaba a notar cierta reserva; dejaron de confesar con él algunas señoras de liberales, y el mismo Fortunato, el Obispo, a quien tenía De Pas en un puño, se atrevía a mirarle con ojos fríos y llenos de preguntas que entraban por las pupilas del Magistral como puntas de acero.
Volvió la época del paseo en el Espolón, y don Fermín al pasear allí su humilde arrogancia, su hermosa figura de buen mozo místico, observaba que ya no era aquello una marcha triunfal, un camino de gloria; en los saludos, en las miradas, en los cuchicheos que dejaba detrás de sí, como una estela, hasta en la manera de dejarle libre el paso los transeúntes, notaba asperezas, espinas, una sorda enemistad general, algo como el miedo que está próximo a tener sus peculiares valentías insolentes.
Y en casa, doña Paula ceñuda, silenciosa, desconfiada, preparándose para una tormenta, recogiendo velas, es decir, dinero, realizando cuanto podía, cobrando deudas, con fiebre de deshacerse de los géneros de la Cruz Roja. «No parecía sino que se preparaba una liquidación. ¿A qué venía aquello?». Doña Paula no daba explicaciones. «Sabía a qué atenerse: su hijo, su Fermo, estaba perdido; aquella pájara, aquella Regenta, santurrona en pecado mortal, le tenía ciego, loco; ¡sabía Dios lo que pasaría en aquel caserón de los Ozores! ¡Qué escándalo! Todo se lo iba a llevar la trampa. Había que prepararse. Oh, podrían arrojarla de Vetusta, pero ella no se iría sin llevarse medio pueblo entre los dientes». Por eso mordía con aquel furor que asustaba a su hijo.
Fermo, el señorito, pensaba a solas, en su despacho de Fausto eclesiástico. «¡Solo, estoy solo, ni mi madre me consuela! ¿Qué he de hacer? Entregarme con toda el alma a esta pasión noble, fuerte... ¡Ana, Ana y nada más en el mundo! Ella también está sola, ella también me necesita... Los dos juntos bastamos para vencer a todos estos necios y malvados».
Pálido, casi amarillo, agitado, muy nervioso, llegaba De Pas al lado de su amiga mística, cada vez más hermosa, de nuevo fresca y rozagante, de formas llenas, fuertes y armoniosas. La dulzura parecía una aureola de Anita. La salud había vuelto, purificada con cierta unción de idealidad, al cuerpo de arrogante transtiberina de aquel modelo de madona.
Don Víctor Quintanar se había restituido a su amistad íntima con don Álvaro Mesía, en cuanto regresó este de Palomares, y al poco tiempo notó el Magistral que el converso se le rebelaba. Si bien seguía creyéndose profundamente piadoso, don Víctor hacía distinciones sospechosas entre la religión y el clero, entre el catolicismo y el ultramontanismo. «Yo soy tan católico como el primero», esta era su frase cada vez que decía alguna herejía o algo parecido; pero se metía a interpretar a su modo los textos del Antiguo y Nuevo Testamento y hasta se atrevía a decir delante de curas y señoras, que el hombre virtuoso es siempre un sacerdote, y que un bosque secular es el templo más propio de la religión pura, y que Jesucristo había sido liberal, con otros disparates. No era esto lo peor, sino que la Regenta y don Fermín notaban en Quintanar cierta frialdad cada vez que los veía juntos y el Magistral tuvo que fingirse distraído ante algunos desaires disimulados.
Don Álvaro no iba a casa de los Ozores sino muy de tarde en tarde y sólo hacía visitas de cumplido, muy breves. ¿Por qué así? preguntaba don Víctor. Y con medias palabras, su amigo le daba a entender que la Regenta le recibía con mala voluntad y que a él no le gustaba estorbar. Además, no era él solo el que se retraía. El mismo Paco, el Marquesito, que en otro tiempo no hacía más que entrar y salir, ahora apenas parecía por aquella casa. Visitación también iba de tarde en tarde, la Marquesa casi nunca, y así de todos los amigos y amigas; el Magistral y sólo el Magistral. Aquel buen señor «hacía el vacío» en derredor de la Regenta. Ella estaba contenta, no parecía echar de menos a nadie; pero él, don Víctor, no era de la misma opinión; quería trato, conversación, amena compañía.
Seguía confesando y comulgando cada dos meses, pero Kempis seguía cubierto de polvo entre libros profanos; conservaba el miedo al infierno Quintanar, «pero no quería prescindir por completo de las ventajas positivas que le ofrecía su breve existencia sobre el haz de la tierra». «Y sobre todo no quería que el fanatismo se enseñorease de su casa». Los consejos que para excitarlo le daba Mesía, allá en el Casino, los tomaba muy en cuenta don Víctor, y siempre se estaba preparando para ponerlos por obra, pero no se atrevía. No llegaba a más su audacia que a poner un gesto de vinagre de cuando en cuando, muy de tarde en tarde, al enemigo, al Magistral; pero como este fingía no comprender aquellas indirectas mímicas, no se adelantaba nada.
Don Víctor llegó a reconocer, pero sin confesarlo a nadie, que él era menos enérgico de lo que había creído; «no, no tenía fuerza para oponerse al jesuitismo que había invadido su hogar». ¡Oh, por algo él vacilaba antes de consentir a De Pas apoderarse del ánimo de su esposa! Sí... al fin había sido jesuita...». Quintanar acabó por comparar el poder del Provisor en el caserón de los Ozores, con el que tuvieron los jesuitas en el Paraguay. «Sí, mi casa es otro Paraguay». Y cada día se encontraba más incapaz de oponerse a la perniciosa influencia. No sabía más que poner mala cara y parar poco en casa.
Con esto sólo consiguió que la Regenta y el Magistral conviniesen en verse más a menudo fuera del caserón y menos veces en él. «Mejor era hablarse en casa de doña Petronila. ¿Para qué molestar al pobre don Víctor? Ya que amistades nocivas le apartaban otra vez del buen camino y le envenenaban el alma con insinuaciones malévolas, con sospechas torpes e impías, más valía dejarle en paz, apartar de su vista el espectáculo inocente, mas para él poco agradable, de dos almas hermanas que viven unidas, con lazo fuerte, en la piedad y el idealismo más poético».
En casa de doña Petronila, en el salón de balcones discretamente entornados, de alfombra de fieltro gris, era donde pasaban horas y horas los dos amigos del alma, hablando de intereses espirituales, como decía el gran Constantino, sin más testigo que el gato blanco, cada vez más gordo, que iba y venía sin ruido, y se frotaba el lomo contra las faldas de la Regenta y el manteo del Magistral, cada día más familiarmente.
Anita notaba en don Fermín una palidez interesante, grandes cercos amoratados junto a los ojos, y una fatiga en la voz y en el aliento que la ponía en cuidado.
Le suplicaba que se cuidase, se lo pedía con voz de madre cariñosa que ruega al hijo de sus entrañas que tome una medicina. Él respondía sonriendo, echando fuego por los ojos, «que no tenía nada, que era aprensión, que no había que pensar en su cuerpo miserable».
Algunos días había en sus diálogos pausas embarazosas; el silencio se prolongaba molestándoles como un hablador importuno.
Los dos guardaban un secreto. Cuando creían conocerse uno a otro hasta el último rincón del alma, estaba pensando cada cual en la mala acción que cometía callando lo que callaba.
El Magistral padecía mucho siempre que Ana le hablaba de la salud que él perdía. «¡Si ella supiera!».
Resuelto a que su amistad «con aquel ángel hermoso» no acabase de mala manera, en una aventura de grosero materialismo llena de remordimientos y dejos repugnantes; seguro de que aquella mujer ponía en aquel lazo piadoso toda la sinceridad de un alma pura, y que degradarla, caso de que se pudiera, sería hacerle perder su mayor encanto; el Magistral que vivía ya nada más de esta refinada pasión que según él no tenía nombre, luchaba con tentaciones formidables, y sólo conseguía contrarrestar las rebeliones súbitas y furiosas de la carne con armisticios vergonzosos que le parecían una especie de infidelidad. En vano pensaba: ¿qué le importa a mi doña Ana que mi corpachón de cazador montañés viva como quiera cuando me aparto de ella? Nada de mi cuerpo me pide ella; el alma es toda suya, y nada del alma pongo al saciar, lejos de su presencia, apetitos que ella misma sin saberlo excita; en vano pensaba esto, porque agudos remordimientos le pinchaban cada vez que Ana, solícita, dulce y sonriente le pedía con las manos en cruz que se cuidara, que no entregase todas sus horas al trabajo y a la penitencia. «¿Qué sería de ella sin él?».
-«Figurémonos que usted se me muere: ¿qué va a ser de mí?».
«Es horroroso, es horroroso, pensaba el Magistral, pasar plaza de santo a sus ojos, y ser un pobre cuerpo de barro que vive como el barro ha de vivir. Engañar a los demás no me duele; ¡pero a ella! Y no hay más remedio». Quería que le consolase el reflexionar que por ella era todo aquello, que por ella había él vuelto a sentir con vigor las pasiones de la juventud que creyera muertas, y que por ella, por respetar su pureza, se encenagaba él en antiguos charcos; pero esta idea no le consolaba, no apagaba el remordimiento.
Algunas semanas pasaba Teresina triste, temerosa de haber perdido su dominio sobre el señorito; entonces era cuando el Magistral vivía al lado de Ana libre de congojas, tranquilo en su conciencia; pero poco a poco el tormento de la tentación reaparecía; sus ataques eran más terribles, sobre todo más peligrosos, que los del remordimiento; la castidad de Ana, su inocencia de mujer virtuosa, su piedad sincera, la fe con que creía en aquella amistad espiritual, sin mezcla de pecado, eran incentivo para la pasión de don Fermín y hacían mayor el peligro; por que ella que no temía nada malo, vivía descuidada sin ver que su confianza, su cariñosa solicitud, aquella dulce intimidad, todo lo que decía y hacía era leña que echaba en una hoguera. Y volvía De Pas, para evitar mayores males, a sus precauciones, que eran el contento de Teresina, lo que ella creía con orgullo su victoria.
Ana también tenía su secreto. Su piedad era sincera, su deseo de salvarse firme, su propósito de ascender de morada en morada, como decía la santa de Ávila, serio; pero la tentación cada día más formidable. Cuanto más horroroso le parecía el pecado de pensar en don Álvaro, más placer encontraba en él. Ya no dudaba que aquel hombre representaba para ella la perdición, pero tampoco que estaba enamorada de él cuanto en ella había de mundano, carnal, frágil y perecedero. Ya no se hubiera atrevido, como en otro tiempo, a mirarle cara a cara, a verle a su lado horas y horas, a probarle que su presencia la dejaba impasible: no, ahora huir de él, de su sombra, de su recuerdo; era el demonio, era el poderoso enemigo de Jesús. No había más remedio que huir de él; esto era humildad, lo de antes orgullo loco. A la gracia y sólo a la gracia debía el vivir pura todavía; abandonada a sí misma, Ana se confesaba que sucumbiría; si el Señor aflojara la mano un momento, don Álvaro podría extender la suya y tomar su presa. Por todo lo cual no quería ni verle. Pero, sin querer, pensaba en él. Desechaba aquellos pensamientos con todas sus fuerzas, pero volvían. ¡Qué horrible remordimiento! ¿Qué pensaría Jesús? y también ¿qué pensaría el Magistral... si lo supiera? A la Regenta le repugnaba, como una villanía, como una bajeza aquella predilección con que sus sentidos se recreaban en el recuerdo de Mesía apenas se les dejaba suelta la rienda un momento. ¿Por qué Mesía? El remordimiento que la infidelidad a Jesús despertaba en ella, era de terror, de tristeza profunda, pero se envolvía en una vaguedad ideal que lo atenuaba; el remordimiento de su infidelidad al amigo del alma, al hermano mayor, a don Fermín era punzante, era el que traía aquel asco de sí misma, el tormento incomparable de tener que despreciarse. Además, Anita no se atrevía a confesar aquello con el Magistral. Hubiera sido hacerle mucho daño, destrozar el encanto de sus relaciones de pura idealidad. Volvía a valerse de sofismas para callar en la confesión aquella flaqueza: «ella no quería» en cuanto mandaba en su pensamiento, lo apartaba de las imágenes pecaminosas; huía de don Álvaro, no pecaba voluntariamente. ¿Habría pecado involuntario? De esto habló un día con el Magistral, sin decirle que la consulta le importaba por ella misma. Don Fermín contestó que la cuestión era compleja... y le citó autores. Entre ellos recordó Ana que estaba Pascal en sus Provinciales; ella tenía aquel libro, lo leyó... y creyó volverse loca. «Oh, el ser bueno era además cuestión de talento. Tantos distingos, tantas sutilezas la aturdían». Pero siguió callando el tormento de la tentación. Arma poderosa para combatirla fue la ardiente caridad con que la Regenta se consagró a defender y consolar a De Pas cuando sus enemigos desataron contra él los huracanes de la injuria, que Ana creía de todo en todo calumniosa.
La idea de sacrificarse por salvar a aquel hombre a quien debía la redención de su espíritu, se apoderó de la devota. Fue como una pasión poderosa, de las que avasallan, y Ana la acogió con placer, porque así alimentaba el hambre de amor que sentía, de amor, que tuviese objeto sensible, algo finito, una criatura. «Sí, sí, pensaba, yo combatiré la inclinación al mal, enamorándome de este bien, de este sacrificio, de esta abnegación. Estoy dispuesta a morir por este hombre, si es preciso...». Pero no había modo de poner por obra tales propósitos. Ana buscaba y no encontraba manera de sacrificarse por el Magistral. ¿Qué podía ella hacer para contrarrestar la violencia de la calumnia? Nada. Nada por ahora. Pero tenía esperanza; tal vez se presentaría un modo de utilizar en beneficio del pobre mártir aquella abnegación a que estaba resuelta... Mientras llegaba el momento, no podía más que consolarle, y esto sabía hacerlo de modo que el Magistral tenía que emplear esfuerzos de titán para contenerse y no demostrarle su agradecimiento puesto de rodillas y besándole los pies menudos, elegantes y siempre muy bien calzados.
Y en tanto Foja, Mourelo, don Custodio, Guimarán, El Alerta y, entre bastidores, don Álvaro y Visitación Olías de Cuervo, trabajaban como titanes por derrumbar aquella montaña que tenían encima; el poder del Magistral.
Si la muerte de sor Teresa fue un golpe que hizo temblar al Provisor en aquel alto asiento en que se le figuraban sus enemigos, y si pudo por algún tiempo dejar en la sombra al pobre don Santos Barinaga, al cabo de algunas semanas este volvió a brillar dentro de su aureola de víctima y la compasión fementida del público marrullero se volvió a él, solícita, con cuidados de madrastra que representa la comedia de la segunda madre. A los vetustenses, en general, les importaba poco la vida o la muerte de don Santos; nadie había extendido una mano para sacarle de su miseria; hasta seguían llamándole borracho; pero en cambio todos se indignaban contra el Provisor, todos maldecían al autor de tanta desgracia, y quedaban muy satisfechos, creyendo, o fingiendo creer, que así la caridad quedaría contenta.
«Oh, en este siglo, gritaba Foja en el Casino, en este siglo calumniado por los enemigos de todo progreso, en este siglo materialista y corrompido, no se puede ya impunemente insultar los sentimientos filantrópicos del pueblo, sin que una voz unánime se levante a protestar en nombre de la humanidad ultrajada. El pobre don Santos Barinaga, víctima del monopolio escandaloso de la Cruz Roja, muere de hambre en los desiertos almacenes donde un tiempo brillaban los vasos sagrados, patenas y copones, lámparas y candeleros con otros cien objetos del culto; muere en aquel rincón y muere de inanición, señores, por culpa del simoniaco que todos conocemos: muere, sí, morirá; pero el que se burla con artificios de nuestro código mercantil y de las leyes de la Iglesia, comerciando a pesar de ser sacerdote; el que mata de hambre al pobre ciudadano señor Barinaga, ¡ese no se gozará en su obra mucho tiempo, porque la indignación pública sube, sube, como la marea... y acabará por tragarse al tirano!...
Pero a pesar de este discurso y otros por el estilo, a Foja no se le ocurría mandar una gallina a don Santos para que le hiciesen caldo.
Y como él obraban todos los defensores teóricos del comerciante arruinado. Decían a una que moría de hambre y nadie al visitarle le llevaba un pedazo de pan. Y hasta le visitaban pocos. Foja solía entrar y salir en seguida; en cuanto se cercioraba de la miseria y de la enfermedad del pobre anciano, ya tenía bastante; salía corriendo a decir pestes del otro, del Provisor: así creía servir a la buena causa del progreso y de la humanidad solidaria.
La fama bien sentada de hereje que había conquistado en los últimos tiempos el buen don Santos, retraía a muchas almas piadosas que de buen grado le hubieran socorrido.
Y solamente las Paulinas fueron osadas a acercarse al lecho del vejete para ofrecerle los auxilios materiales de la sociedad y los espirituales de la Iglesia.
Fue en vano.
«Afortunadamente decía don Pompeyo Guimarán al referir el lance, afortunadamente estaba yo allí para evitar una indignidad».
Don Santos había dado plenos poderes a su amigo don Pompeyo para rechazar en su nombre toda sugestión del fanatismo.
Guimarán estaba muy satisfecho con «aquella misión delicada e importante, que exigía grandes dotes de energía y arraigadas convicciones por su parte».
En efecto, llegaron al zaquizamí desnudo y frío en que yacía aquella víctima del alcoholismo crónico los enviados de San Vicente de Paúl, que eran doña Petronila, o sea el gran Constantino, y el beneficiado don Custodio, la hija de Barinaga, la beata paliducha y seca, los recibió abajo, en la tienda vacía, lloriqueando. Hablaron los tres en voz baja; don Custodio decía las palabras, llenas de silbidos suaves -imitación del Magistral- al oído de su hija de penitencia; la consolaba, y ella levantando los ojos llenos de lágrimas los fijaba como quien se acomoda en sitio conocido y frecuentado, en los del clérigo de almíbar. Subieron, de puntillas, dispuestos a intentar un ataque contra el enemigo.
-¿Con que está arriba don Pompeyo? -preguntó en la escalera don Custodio.
-Sí; no sale de casa estos días; mi padre me arroja a mí de su lado y clama por ese hereje chocho...
Don Pompeyo Guimarán oyó la voz del beneficiado y le sonó a cura. Se preparó a la defensa, y procuró tomar un continente digno de un libre-pensador convencido y prudentísimo. Echó las manos cruzadas a la espalda, y se puso a medir la pobre estancia a grandes pasos, haciendo crujir la madera vieja del piso, de castaño comido por los gusanos. En la alcoba contigua, sin puerta, separada de la sala por una cortina sucia de percal encarnado, se oían los quejidos frecuentes y la respiración fatigosa del enfermo.
-¿Quién está ahí? -preguntó don Santos con voz débil, sin más energía que la de una ira impotente.
-Creo que son ellos; pero no tema usted. Aquí estoy yo. Usted silencio, que no le conviene irritarse. Yo me basto y me sobro.
Entró el enemigo; y aunque venía de paz y don Pompeyo se había propuesto ser muy prudente, en cuanto doña Petronila abrió el pico, el ateo extendió una mano y dijo interrumpiendo:
-Dispénseme usted, señora, y dispense este digno sacerdote católico... vienen ustedes equivocados; aquí no se admiten limosnas condicionales...
-¿Cómo condicionales?... -preguntó don Custodio, con muy buenos modos.
-No se sulfure usted, amigo mío, que otra me parece que es su misión en la tierra; mire usted como yo hablo con toda tranquilidad...
-Hombre, me parece que yo no he dicho...
-Usted ha dicho ¿cómo condicionales? y a mí no se me impone nadie, vista por los pies, vista por la cabeza. Yo no odio al clero sistemáticamente, pero exijo buena crianza en toda persona culta...
-Caballero, no venimos aquí a disputar, venimos a ejercer la caridad...
-Condicional...
-¡Qué condicional, ni qué calabazas! -gritó doña Petronila, que no comprendía por qué se había de tener tantos miramientos con un ateo loco-. Usted no tiene -añadió- autoridad alguna en esta casa; esta señorita es hija de don Santos y con ella y con él es con quien queremos entendernos. Venimos a ofrecer espontáneamente los auxilios que nuestra sociedad presta...
-A condición de una retractación indigna, ya lo sé. Don Santos ha delegado en mí todos los poderes de su autonomía religiosa, y en su nombre, y con los mejores modos les intimo la retirada...
Y don Pompeyo extendió una mano hacia la puerta y estuvo un rato contemplando su brazo estirado y su energía.
Pero tuvo que bajar el brazo, porque doña Petronila replicó que no estaba dispuesta a recibir órdenes de un entrometido...
-Señora, aquí los entrometidos son ustedes. No se les ha llamado, no se les quiere; aquí sólo se admite la caridad que no pide cédula de comunión.
-Nosotros tampoco pedimos cédula...
-Señor cura, a mí no me venga usted con argucias de seminario; la filosofía moderna ha demostrado que el escolasticismo es un tejido de puerilidades, y yo sé a lo que vienen ustedes. Quieren comprar las arraigadas convicciones de mi amigo por un plato de lentejas; una taza de caldo por la confesión de un dogma; una peseta por una apostasía... ¡esto es indigno!
-¡Pero, caballero!...
-Señor cura, acabemos. Don Santos está dispuesto a morir sin confesar ni comulgar, no reconoce la religión de sus mayores. Estas son sus condiciones irrevocables; pues bien, a ese precio ¿consienten ustedes en asistirle, cuidarle, darle el alimento y las medicinas que necesita?
-Pero, señor mío...
-¡Ah!... ¡señor de usted... ya decía yo! ¿Ve usted como a mí la escolástica no me confunde?
-Todo eso y mucho más -dijo el Gran Constantino- queremos tratarlo con el interesado.
-Pues no será...
-Pues sí será...
-Señora, salvo el sexo, estoy dispuesto a arrojarles a ustedes por las escaleras si insisten en su procaz atentado...
Y don Pompeyo se colocó delante de la cortina de percal para cortar el paso al obispo-madre.
-¿Quién va? ¿quién va? -gritó desde dentro Barinaga ronco y jadeante.
-Son las Paulinas -respondió Guimarán.
-¡Rayos y truenos! fuera de mi casa... ¿No tiene usted una escoba, don Pompeyo? Fuego en ellas... infames... ¿y no anda ahí un cura también?...
-Sí, señor, anda...
-¡Será el Magistral, el ladrón, el rapavelas, el que me ha despojado... y vendrá a burlarse... oh, si yo me levanto!... ¿pero usted qué hace que no les balda a palos? Fuera de mi casa... La justicia... ¿ya no hay justicia? ¿no hay justicia para los pobres?
-Tranquilícese usted, que no es el Magistral.
-Sí es, sí es; lo sé yo; ¿no ve usted que es el amo del cotarro, el presidente de las Paulinas?... Entre usted, entre usted, so bandido... y verá usted con qué arma digna de usted le aplasto los cascos...
-Calma, calma, amigo mío; yo me basto y me sobro para despedir con buenos modos a estos señores.
-No, no, si es el Provisor déjele usted que entre, que quiero matarle yo mismo... ¿Quién llora ahí?
-Es su hija de usted.
-¡Ah grandísima hipocritona, si me levanto, mala pécora! la que mata a su padre de hambre, la que echa cuentas de rosario y pelos en el caldo, la que me echa en las narices el polvo de la sala, la que se va a misa de alba y vuelve a la hora de comer... ¡infame, si me levanto!
-Padre, por Dios, por Nuestra Señora del Amor Hermoso, tranquilícese usted... Está aquí doña Petronila, está un señor sacerdote...
-Será tu don Custodio... el que te me ha robado... el majo del cabildo... ¡ah, barragana, si os cojo a los dos!...
-¡Jesús, Jesús! vámonos de aquí -gritó doña Petronila buscando la escalera.
Pero no pudieron marchar tan pronto porque la hija de don Santos cayó desmayada. La bajaron a la tienda, para librarla de los gritos furiosos y de las injurias de su padre. Quedó el campo por don Pompeyo, que volvió a sus paseos y después fue a la cocina a espumar el puchero miserable de don Santos.
«Allí no había más caridad que la de él. Cierto que no podía ser pródigo con su amigo, porque la propia familia tan numerosa tenía apenas lo necesario; pero solicitud, atenciones no le faltarían al enfermo».
Volvió a poco soplando un líquido pálido y humeante en el que flotaban partículas de carbón.
Se lo hizo beber a don Santos, sujetándole la cabeza que temblaba y sin permitirle tomar la taza con su flaca mano, que temblaba también.
De esta manera quedó el campo libre y por don Pompeyo, el cual no pensaba más que en asegurar el triunfo de sus ideas, para lo que era necesario estar de guardia todo el tiempo posible al lado del enfermo, y así evitar que la hija de don Santos introdujese allí subrepticiamente «el elemento clerical».
Guimarán madrugaba para correr a casa de Barinaga; estaba allí casi siempre hasta la hora de cenar, y esta necesidad material la despachaba en un decir Jesús, dando prisa a la criada, a su mujer, a las niñas.
-Ea, ea... menos cháchara, la sopa... que me esperan...
Comía, recogía los mendrugos de pan que quedaban sobre la mesa, un poco de azúcar y otros desperdicios, se los metía en un bolsillo y echaba a correr.
Algunas noches entraba en su hogar gritando:
-¡A ver! ¡a ver! las zapatillas y el frasco del anís, que hoy velo a don Santos.
La esposa de don Pompeyo suspiraba y entregaba las zapatillas suizas y el frasco del aguardiente, y el amo de la casa desaparecía.
Foja, los Orgaz, Glocester «como particular, no como sacerdote», don Álvaro Mesía, los socios librepensadores que comían de carne solemnemente en Semana Santa, algunos de los que asistían a las cenas secretas del Casino, los redactores del Alerta y otros muchos enemigos del Provisor visitaban de vez en cuando a don Santos; todos compadecían aquella miseria entre protestas de cólera mal comprimida. «Oh el hombre que había reducido a tal estado al señor Barinaga era bien miserable, merecía la pública execración». Pero nada más. Casi nadie se atrevía a dejar allí una limosna «por no ofender la susceptibilidad del enfermo». Muchos se ofrecían a velarle en caso de necesidad.
Don Pompeyo recibía las visitas como si él fuera el amo de casa; Celestina tenía que tolerarlo porque su padre lo exigía.
-Él es mi único hijo... descastada... mi único padre... mi único amigo... tú eres la que estás aquí de más... ¡mala entraña!... ¡mojigata!... -gritaba desde su alcoba el borracho moribundo.
La enfermedad se agravó con las fuertes heladas con que terminó aquel año noviembre.
El primer día de diciembre Celestina se propuso, de acuerdo con don Custodio, dar el último ataque para conseguir que su padre admitiera los Sacramentos.
Al entrar, por la mañana, a eso de las ocho, don Pompeyo Guimarán, que venía soplándose los dedos, la beata le detuvo en la tienda abandonada, fría, llena de ratones.
Empleó la joven toda clase de resortes; pidió, suplicó, se puso de rodillas con las manos en cruz, lloró... Después exigió, amenazó, insultó: todo fue inútil.
-Hable usted con su papá -decía Guimarán por toda contestación-. Yo no hago más que cumplir su voluntad.
Celestina, desesperada, se acercó al lecho de su padre, lloró otra vez, de rodillas, con la cabeza hundida en el flaco jergón, mientras don Santos repetía con voz pausada, débil, que tenía una majestad especial, compuesta de dolor, locura, abyección y miseria:
-¡Mojigata, sal de mi presencia! Como hay Dios en los cielos, abomino de ti y de tu clerigalla... Fuera todos... Nadie me entre en la tienda, que no me dejarán un copón... ni una patena... ¡Esa lámpara, seor bandido! y tú, hija de perdición, no ocultes debajo del mandil... eso... eso... ese sacramento... ¡Fuera de aquí!...
-¡Padre, padre, por compasión... admita usted los santos sacramentos!...
-Me los han robado todos... y las lámparas... y tú los ayudas... eres cómplice... ¡A la cárcel!
-Padre, señor, por compasión de su hija... los Sacramentos... tome usted... tome usted...
-No, no quiero... seamos razonables. Una partida de sacramentos... ¿para qué? Si la tomo... ahí se pudrirá en la tienda... El Provisor les prohíbe comprar aquí... Ellos, los pobrecitos curas de aldea... ¿qué han de hacer?... ¡Infelices!... Le temen... le temen... ¡Infame! ¡Infelices!
Y don Santos se incorporó como pudo, inclinó la cabeza sobre el pecho, y lloró en silencio.
Y repetía de tarde en tarde:
-¡Infelices!...
Celestina salió de la alcoba sollozando.
«Su padre había perdido la cabeza. Ya no podría confesar si no recobraba la razón... sólo por milagro de Dios».
-Ni puede, ni quiere, ni debe -exclamó don Pompeyo cruzado de brazos, inflexible, dispuesto a no dejarse enternecer por el dolor ajeno.
El día de la Concepción, muy temprano, el médico Somoza dijo que don Santos moriría al obscurecer.
El enfermo perdía el uso de la poca razón que tenía muy a menudo; se necesitaba alguna impresión fuerte para que volviese a discurrir lo poco que sabía. La entrada de don Robustiano, o sea de la ciencia, le hacía volver la atención a lo exterior. Al medio día le anunció Celestina que quería verle el señor Carraspique. Aquel honor inesperado puso al moribundo muy despierto, Carraspique, sin saludar a don Pompeyo, que se quedó, siempre cruzado de brazos, a la puerta de la alcoba, se colocó a la cabecera de Barinaga en compañía de un clérigo, el cura de la parroquia. Era este un anciano de rostro simpático, de voz dulce, hablaba con el acento del país muy pronunciado. Carraspique, a quien en otro tiempo había pedido dinero prestado don Santos, tenía alguna autoridad sobre el enfermo; no se hablaban muchos años hacía, pero se estimaban a pesar de las ideas y de la frialdad que el tiempo había traído. Barinaga, con buenos modos, usando un lenguaje culto, que no era ordinario en él, se negó a las pretensiones del ilustre carlista y sincero creyente D. Francisco Carraspique.
-«Todo es inútil... la Iglesia me ha arruinado... no quiero nada con la Iglesia... Creo en Dios... creo en Jesucristo... que era... un grande hombre... pero no quiero confesarme, señor Carraspique, y siento... darle a usted este disgusto. Por lo demás... yo estoy seguro... de que esto que tengo... se curaría... o por lo menos... se... se... con aguardiente... Crea usted que muero por falta de líquidos... gaseosos... y sólidos...
Don Santos levantó un poco la cabeza y conoció al cura de la parroquia.
-Don Antero... usted también... por aquí... Me alegro... así... podrá usted dar fe pública... como escribano... espiritual... digámoslo así... de esto que digo... y es todo mi testamento: que muero, yo, Santos Barinaga... por falta de líquidos suficientemente... alcohólicos... que muero... de... eso... que llama el señor médico... Colasa... o Colás... segundo...
Se detuvo, la tos le sofocaba. Hizo un esfuerzo y trayendo hacia la barba el embozo sucio de la sábana rota, continuó:
-Ítem: muero por falta de tabaco... Otrosí... muero... por falta de alimento... sano... Y de esto tienen la culpa el señor Magistral, y mi señora hija...
-Vamos, don Santos -se atrevió a decir el cura- no aflija usted a la pobre Celesta. Hablemos de otra cosa. Ni usted se muere, ni nada de eso. Va usted a sanar en seguida... Esta tarde le traeré yo, con toda solemnidad, lo que usted necesita, pero antes es preciso que hablemos a solas un rato. Y después... después... recibirá usted el Pan del alma...
-¡El pan del cuerpo! -gritó con supremo esfuerzo el moribundo, irritado cuando podía-. ¡El pan del cuerpo es lo que yo necesito!... que así me salve Dios... ¡muero de hambre! Sí, el pan del cuerpo... ¡que muero de hambre... de hambre!...
Fueron sus últimas palabras razonables. Poco después empezaba el delirio. Celestina lloraba a los pies del lecho. Don Antero, el cura, se paseaba, con los brazos cruzados, por la sala miserable, haciendo rechinar el piso. Guimarán con los brazos cruzados también, entre la alcoba y la sala, admiraba lo que él llamaba la muerte del justo. Carraspique había corrido a Palacio.
Llegó y todo se supo; el Obispo rezaba ante una imagen de la Virgen, y al oír que don Santos se negaba a recibir al Señor, y a confesar, levantó las manos cruzadas... y con voz dulcemente majestuosa y llena de lágrimas, exclamó:
-¡Madre mía, madre de Dios, ilumina a ese desgraciado!...
Estaba pálido el buen Fortunato; le temblaba el labio inferior, algo grueso, al balbucear sus plegarias íntimas.
El Magistral se paseaba a grandes pasos, con las manos a la espalda, en la cámara roja, cubierta de damasco.
Carraspique, que vestía el luto reciente de su hija, miraba a don Fermín con los ojos arrasados en lágrimas.
«Don Fermín padecía», pensaba el pobre don Francisco y sin querer, con gran remordimiento, él se alegraba un poco, gozaba el placer de una venganza... «irracional... injusta... todo lo que se quiera... pero gozaba acordándose de su hija muerta».
Sí, don Fermín padecía. «Aquella necedad del tendero de enfrente era una complicación».
De Pas ya no era el mismo que sentía remordimientos románticos aquella noche de luna al ver a don Santos arrastrar su degradación y su miseria por el arroyo; ahora no era más que un egoísta, no vivía más que para su pasión; lo que podría turbarle en el deliquio sin nombre que gozaba en presencia de Ana, eso aborrecía; lo que pudiera traer una solución al terrible conflicto, cada vez más terrible, de los sentidos enfrenados y de la eternidad pura de su pasión, eso amaba. Lo demás del mundo no existía. «Y ahora don Santos moría escandalosamente, moría como un perro, habría que enterrarle en aquel pozo inmundo, desamparado, que había detrás del cementerio y que servía para los enterramientos civiles; y de todo esto iba a tener la culpa él, y Vetusta se le iba a echar encima». Ya empezaba el rum rum del motín, el Chato venía a cada momento a decirle que la calle de don Santos y la tienda se llenaban de gente, de enemigos del Magistral... que se le llamaba asesino en los grupos -porque él obligaba al Chato a decirle la verdad sin rodeos- asesino, ladrón... El Magistral al llegar a este pasaje de sus reflexiones, sin poder contenerse, golpeó el pavimento con el pie. Carraspique dio un salto. El Obispo, saliendo de su oratorio, con las manos en cruz, se acercó al Provisor.
-Por Dios, Fermo, por Dios te pido que me dejes...
-¿Qué?...
-Ir yo mismo; ver a ese hombre... quiero verle yo... a mí me ha de obedecer... yo he de persuadirle... Que traigan un coche si no quieres que me vean, una tartana, un carro... lo que quieras... Voy a verle, sí, voy a verle...
-¡Locuras, señor, locuras! -rugió el Provisor sacudiendo la cabeza.
-¡Pero Fermo, es un alma que se pierde!...
-No hay que salir de aquí... Ir... el Obispo... a un hereje contumaz..., absurdo...
-Por lo mismo, Fermo...
-¡Bueno! ¡bueno! Los Miserables, siempre la comedia... La escena del Convencional, ¿no es eso? don Santos es un borracho insolente que escupiría al Obispo con mucha frescura; don Pompeyo discutiría con Su Ilustrísima si había Dios o no había Dios... No hay que pensar en ello. ¡Absurdo moverse de aquí!
Hubo algunos momentos de silencio. Carraspique, único testigo de la escena, temblaba y admiraba con terror el poder del Magistral y su energía.
«Era verdad, tenía a S. I. en un puño». Después continuó don Fermín:
-Además, sería inútil ir allá. El señor Carraspique lo ha dicho... Barinaga ya ha perdido el conocimiento, ¿verdad? Ya es tarde, ya no hay que hacer allí. Está ya como si hubiese muerto.
Carraspique, aunque con mucho miedo, animado por su afán piadoso de salvar a don Santos, se atrevió a decir:
-Sin embargo, tal vez... Se ven muchos casos...
-¿Casos de qué? -preguntó el Magistral con un tono y una mirada que parecían navajas de afeitar-. ¿Casos de qué? -repitió porque el otro callaba.
-Puede pasar el delirio y volver a la razón el enfermo.
-No lo crea usted. Además, allí está el cura... para eso está don Antero... ¡Su Ilustrísima no puede... no saldrá de aquí!
Y no salió.
El que entraba y salía era el Chato, Campillo, que hablaba en secreto con don Fermín y volvía a la calle a recoger rumores y a espiar al enemigo. El cual se presentaba amenazador en la calle estrecha y empinada en que vivía don Santos, casi enfrente de la casa del Magistral. Era la calle de los Canónigos, una de las más feas y más aristocráticas de la Encimada.
Al obscurecer de aquel día no se podía pasar sin muchos codazos y tropezones por delante de la tienda triste y desnuda de Barinaga. Sus amigos, que habían aumentado prodigiosamente en pocas horas, interceptaban la acera y llegaban hasta el arroyo divididos en grupos que cuchicheaban, se mezclaban, se disolvían.
Por allí andaban Foja, los dos Orgaz y algunos otros de los socios del Casino que asistían a las cenas mensuales en que se conspiraba contra el Provisor. El ex-alcalde se multiplicaba, entraba y salía en casa de don Santos, bajaba con noticias, le rodeaban los amigos.
-Está espirando.
-¿Pero conserva el conocimiento?
-Ya lo creo, como usted y como yo. Era mentira. Barinaga moría hablando, pero sin saber lo que decía; sus frases eran incoherentes; mezclaba su odio al Magistral con las quejas contra su hija. Unas veces se lamentaba como el rey Lear y otras blasfemaba como un carretero.
-Y diga usted, señor Foja, ¿hay arriba algún cura? Dicen que ha venido el mismo Magistral...
-¿El Magistral? ¡No faltaba más! Sería añadir el sarcasmo a la... al... No vendrá, no. Quien está arriba es don Antero, el cura de la parroquia, el pobre es un bendito, un fanático digno de lástima y cree cumplir con su deber... pero como si cantara. Don Santos era un hombre de convicciones arraigadas.
-¿Cómo era? ¿pues ha muerto ya? -preguntó uno que llegaba en aquel momento.
-No señor, no ha muerto. Digo eso, porque ya está más allá que acá.
-También don Pompeyo se ha portado con mucha energía, según dicen...
-También...
-Pero estando sano es más fácil.
-Y como no va con él la cosa...
-Morirá esta noche.
-El médico no ha vuelto.
-Somoza aseguraba que moriría esta tarde.
-Pues por eso no ha vuelto, porque se ha equivocado...
-El cura dice que durará hasta mañana.
-Y muere de hambre.
-Dicen que lo ha dicho él mismo.
-Sí, señor, fueron sus últimas palabras sensatas, advirtió Foja contradiciéndose.
-Dicen que dijo: «-¡El pan del cuerpo es el que yo necesito, que así me salve Dios muero de hambre!».
A Orgaz hijo se le escapó la risa, que procuró ahogar con el embozo de la capa.
-Sí, ríase usted, joven, que el caso es para bromas.
-Hombre, no me río del moribundo... me río de la gracia.
-Profundísima lección debía llamarla usted. Se muere de hambre, es un hecho; le dan una hostia consagrada, que yo respeto, que yo venero, pero no le dan un panecillo. -Así habló un maestro de escuela perseguido por su liberalismo... y por el hambre.
-Yo soy tan católico como el primero -dijo un maestro de la Fábrica Vieja, de larga perilla rizada y gris, socialista cristiano a su manera- soy tan católico como el primero, pero creo que al Magistral se le debería arrastrar hoy y colgarlo de ese farol, para que viese salir el entierro...
-La verdad es, señores -observó Foja- que si don Santos muere fuera del seno de la Iglesia, como un judío, se debe al señor Provisor.
-Es claro.
-Evidente.
-¿Quién lo duda?
-Y diga usted, señor Foja, ¿no le enterrarán en sagrado, verdad?
-Eso creo: los cánones están sangrando; quiero decir que la Sinodal está terminante. -Y se puso algo colorado, porque no sabía si los cánones sangraban o no, ni si la Sinodal hablaba del caso.
-¡De modo que le van a enterrar como un perro!
-Eso es lo de menos -dijo el maestro de la Fábrica- toda la tierra está consagrada por el trabajo del hombre.
-Y además en muriéndose uno...
-Más despacio, señores, más despacio -interrumpió Foja que no quería desperdiciar el arma que le ponían en las manos para atacar al Magistral-. Estas cosas no se pueden juzgar filosóficamente. Filosóficamente es claro que no le importa a uno que le entierren donde quiera. Pero ¿y la familia? ¿Y la sociedad? ¿Y la honra? Todos ustedes saben que el local destinado en nuestro cementerio municipal -y subrayó la palabra- a los cadáveres no católicos, digámoslo así...
Orgaz hijo sonrió.
-Ya sé, joven, ya sé que he cometido un lapsus. Pero no sea usted tan material.
Aquel grupo de progresistas y socialistas serios miró en masa al mediquillo impertinente con desprecio.
Y dijo el socialista cristiano:
-Aquí lo que sobra es la materia; la letra mata, caballero, y tengo dicho mil veces que lo que sobran en España son oradores...
-Pues usted no habla mal ni poco; acuérdese del club difunto, señor Parcerisa...
Y Orgaz hijo dio una palmadita en el hombro al de la fábrica.
Parcerisa sonrió satisfecho.
La conversación se extravió. Se discutió si el Ayuntamiento disputaba o no con suficiente energía al Obispo la administración del cementerio.
En tanto subían y bajaban amigas y amigos, curas y legos que iban a ver al enfermo o a su hija. Don Pompeyo había hecho llevar a Celestina a su cuarto y allí recibía la beata a sus correligionarias y a los sacerdotes que venían a consolarla. Guimarán no dejaba entrar en la sala más que a los espíritus fuertes, o por lo menos, si no tan fuertes como él, que eso era difícil, partidarios de dejar a un moribundo «espirar en la confesión que le parezca, o sin religión alguna si lo considera conveniente».
-¡Muerte gloriosa! -decía don Pompeyo al oído de cualquier enemigo del Provisor que venía a compadecerse a última hora de la miseria de Barinaga-. «¡Muerte gloriosa! ¡Qué energía! ¡Qué tesón! Ni la muerte de Sócrates... porque a Sócrates nadie le mandó confesarse».
Los que subían o bajaban, al pasar por la tienda abandonada echaban una mirada a los desiertos estantes y al escaparate cubierto de polvo y cerrado por fuera con tablas viejas y desvencijadas.
Sobre el mostrador, pintado de color de chocolate, un velón de petróleo alumbraba malamente el triste almacén cuya desnudez daba frío. Aquellos anaqueles vacíos representaban a su modo el estómago de don Santos. Las últimas existencias, que había tenido allí años y años cubiertas de polvo, las había vendido por cuatro cuartos a un comerciante de aldea; con el producto de aquella liquidación miserable había vivido y se había emborrachado en la última parte de su vida el pobre Barinaga. Ahora los ratones roían las tablas de los estantes y la consunción roía las entrañas del tendero.
Murió al amanecer.
Las nieblas de Corfín dormían todavía sobre los tejados y a lo largo de las calles de Vetusta. La mañana estaba templada y húmeda. La luz cenicienta penetraba por todas las rendijas como un polvo pegajoso y sucio. Don Pompeyo había pasado la noche al lado del moribundo, solo, completamente solo, porque no había de contarse un perro faldero que se moría de viejo sin salir jamás de casa. Abrió Guimarán el balcón de par en par; una ráfaga húmeda sacudió la cortina de percal y la triste luz del día de plomo cayó sobre la palidez del cadáver tibio.
A las ocho se sacó a Celestina de la «casa mortuoria» y el cuerpo, metido ya en su caja de pino, lisa y estrecha, fue depositado sobre el mostrador de la tienda vacía, a las diez. No volvió a parecer por allí ningún sacerdote ni beata alguna.
-Mejor -decía don Pompeyo, que se multiplicaba.
-Para nada queremos cuervos -exclamaba Foja, que se multiplicaba también.
-Esto tiene que ser una manifestación -decía del ex-alcalde a muchos correligionarios y otros enemigos del Magistral reunidos en la tienda, al pie del cadáver-. Esto tiene que ser una manifestación: el gobierno no nos permite otras, aprovechemos esta coyuntura. Además, esto es una iniquidad: ese pobre viejo ha muerto de hambre, asesinado por los acaparadores sacrílegos de la Cruz Roja. Y para mayor deshonra y ludibrio, ahora se le niega honrada y cristiana sepultura, y habrá que enterrarle en los escombros, allá, detrás de la tapia nueva, en aquel estercolero que dedican a los entierros civiles esos infames...
-¡Muerto de hambre y enterrado como un perro! -exclamó el maestro de escuela perseguido por sus ideas.
-¡Oh, hay que protestar muy alto!
-¡Sí, sí!
-¡Esto es una iniquidad!
-¡Hay que hacer una manifestación!
Hablaban también muchos conjurados con trazas de curiales de Palacio; eran amigos del Arcediano, del implacable Mourelo, que conspiraba desde la sombra.
-A ver usted, señor Sousa, usted que escribe los telegramas del Alerta... es preciso que hoy retrasen ustedes un poco el número para que haya tiempo de insertar algo...
-Sí, señor, ahora mismo voy yo a la imprenta y con la mayor energía que permite la ley, la pícara ley de imprenta, redactaré allí mismo un suelto convocando a los liberales, amigos de la justicia, etc., etc... Descuide usted, señor Foja.
-Llame usted al suelto: Entierro civil.
-Sí, señor; así lo haré.
-Con letras grandes.
-Como puños, ya verá usted.
-Eso podrá servir de aviso a todo el pueblo liberal...
-¿Vendrán los de la Fábrica?
-¡Ya lo creo! -exclamó Parcerisa-. Ahora mismo voy yo allá a calentar a la gente. Esto no nos lo puede prohibir el gobierno...
-Como no se alborote...
El entierro fue cerca del anochecer. Sólo así podían asistirlos de la Fábrica.
Llovía. Caían hilos de agua perezosa, diagonales, sutiles.
La calle se cubrió de paraguas.
El Magistral, que espiaba detrás de las vidrieras de su despacho, vio un fondo negro y pardo; y de repente, como si se alzase sobre un pavés, apareció por encima de todo una caja negra, estrecha y larga, que al salir de la tienda se inclinó hacia adelante y se detuvo como vacilando. Era don Santos que salía por última vez de su casa. Parecía dudar entre desafiar el agua o volver a su vivienda. Salió; se perdió el ataúd entre el oleaje de seda y percal obscuro. En el balcón que había sobre la puerta, entre las rejas asomó la cabeza de un perro de lanas negro y sucio: el Magistral lo miró con terror. El faldero estiró el pescuezo, procuró mirar a la calle y se le erizaron las orejas. Ladró a la caja, a los paraguas y volvió a esconderse. Lo habían olvidado en la sala, cerrada con llave por don Pompeyo.
Guimarán, de levita negra presidía el duelo.
Delante del féretro, en filas, iban muchos obreros y algunos comerciantes al por menor, con más, varios zapateros y sastres, rezando Padrenuestros.
Guimarán había propuesto que no se dijese palabra.
«No había muerto el gran Barinaga, aquel mártir de las ideas, dentro de ninguna confesión cristiana; luego era contradictorio...».
-Deje usted, deje usted -había advertido Foja con mal gesto-. No seamos intransigentes, no extrememos las cosas. Es de más efecto que se rece.
-Esto no es una manifestación anti-católica -observó el maestro de escuela.
-Es anti-clerical -dijo otro liberal probado.
-El tiro va contra el Provisor -manifestó un lampiño, de la policía secreta de Glocester.
Así pues, se convino que se rezaría y se rezó. Requiescat in pace, decía Parcerisa, que rezaba delante, con voz solemne, al terminar cada oración.
Y contestaban los de la fila, que llevaban hachas encendidas: Requiescat in pace.
Ni el latín ni la cera le gustaban a don Pompeyo, pero había que transigir.
«Todo aquello era una contradicción, pero Vetusta no estaba preparada para un verdadero entierro civil».
Las mujeres del pueblo, que cogían agua en las fuentes públicas, las ribeteadoras y costureras que paseaban por la calle del Comercio, y por el Boulevard, arrastrando por el lodo con perezosa marcha los pies mal calzados; las criadas que con la cesta al brazo iban a comprar la cena, se arremolinaban al pasar el entierro y por gran mayoría de votos condenaban el atrevimiento de enterrar «a un cristiano» (sinónimo de hombre) sin necesidad de curas. Algunas buenas mozas, mal pergeñadas, alababan la idea en voz alta.
Hubo una que gritó:
-¡Así, que rabien los de la pitanza!
Esta imprudencia provocó otra del lado contrario.
-¡Anday, judíos! -exclamaba una moza del partido azotando con un zueco la espalda de muchos de sus conocidos, peones de albañil y canteros.
Detrás del duelo iba una escasa representación del sexo débil; pero, según las de la cesta y las de las fuentes públicas, «eran malas mujeres».
-¡Anda tú, pendón!
-¿Adónde vais, pingos?
Y las correligionarias de don Pompeyo reían a carcajadas, demostrando así lo poco arraigado de sus convicciones. La noche se acercaba; el cementerio estaba lejos, y hubo que apretar el paso.
La lluvia empezó a caer perpendicular, pero en gotas mayores, los paraguas retumbaban con estrépito lúgubre y chorreaban por todas sus varillas. Los balcones se abrían y cerraban, cuajados de cabezas de curiosos.
Se miraba el espectáculo generalmente con curiosidad burlona, con algo de desprecio. «Pero por lo mismo se declaraba mayor el delito del Magistral. Aquel pobre don Santos había muerto como un perro por culpa del Provisor; había renegado de la religión por culpa del Provisor, había muerto de hambre y sin sacramentos por culpa del Provisor».
«Y ahora los revolucionarios, que de todo sacan raja, aprovechan la ocasión para hacer una de las suyas...».
«Y por culpa del Provisor...».
«No se puede estirar demasiado la cuerda».
«Ese hombre nos pierde a todos».
Estos eran los comentarios en los balcones. Y después de cerrarlos, continuaban dentro las censuras. Muchas amistades perdió De Pas aquella tarde.
Sin que se supiera cómo, llegó a ser un lugar común, verdad evidente para Vetusta, que «Barinaga había muerto como un perro por culpa del Magistral».
Los amigos que le quedaban a don Fermín reconocían que no se podía luchar, por aquellos días a lo menos, contra aquella afirmación injusta, pero tan generalizada.
El entierro dejó atrás la calle principal de la Colonia, que estaba convertida en un lodazal de un kilómetro de largo, y empezó a subir la cuesta que terminaba en el cementerio. El agua volvía a azotar a los del duelo en diagonales, que el viento hacía penetrar por debajo de los paraguas. Llovía a latigazos. Una nube negra, en forma de pájaro monstruoso, cubría toda la ciudad y lanzaba sobre el duelo aquel chaparrón furioso. Parecía que los arrojaba de Vetusta, silbándoles con las fauces del viento que soplaba por la espalda.
Se subía la cuesta a buen paso. La percalina de que iba forrado el féretro miserable se había abierto por dos o tres lados; se veía la carne blanca de la madera, que chorreaba el agua. Los que conducían el cadáver le zarandeaban. La fatiga y cierta superstición inconsciente les había hecho perder gran parte del respeto que merecía el difunto. Todos los hachones se habían apagado y chorreaban agua en vez de cera. Se hablaba alto en las filas.
-¡De prisa, de prisa! se oía a cada paso.
Algunos se permitían decir chistes alusivos a la tormenta. En el duelo había más circunspección, pero todos convenían en la necesidad de apretar el paso.
Aquel furor de los elementos despertó muchas preocupaciones taciturnas.
Don Pompeyo llevaba los pies encharcados, y era sabido que la humedad le hacía mucho daño, le ponía nervioso y con esto se le achicaba el ánimo.
-No hay Dios, es claro, iba pensando, pero si le hubiera, podría creerse que nos está dando azotes con estos diablos de aguaceros.
Llegaron a lo alto, a la cima de aquella loma. La tapia del cementerio se destacaba en la claridad plomiza del cielo como una faja negra del horizonte. No se veía nada distintamente. Los cipreses, detrás de la tapia, se balanceaban, parecían fantasmas que se hablaban al oído, tramando algo contra los atrevidos que se acercaban a turbar la paz del camposanto.
En la puerta se detuvo el cortejo. Hubo algunas dificultades para entrar. Se habían olvidado ciertos pormenores y la mala fe del enterrador -tal vez la del capellán también- ponía obstáculos reglamentarios.
-¡A ver, dónde está Foja! -gritó don Pompeyo, que no se encontraba con ánimo para dar otra batalla al obscurantismo clerical.
Foja no estaba allí. Nadie le había visto en el duelo.
Don Pompeyo sintió el ánimo desfallecer. «Estoy solo; ese capitán Araña me ha dejado solo».
Sacó fuerzas de flaqueza, y ayudado por la indignación general, se impuso. El cortejo entró en el cementerio, pero no por la puerta principal, sino por una especie de brecha abierta en la tapia del corralón inmundo, estrecho y lleno de ortigas y escajos en que se enterraba a los que morían fuera de la Iglesia católica. Eran muy pocos. El enterrador actual sólo recordaba tres o cuatro entierros así.
El duelo se despidió sin ceremonia; a latigazos lo despedía el viento con disciplinas de agua helada.
Don Pompeyo Guimarán salió del cementerio el último. «Era su deber».
Había cerrado la noche. Se detuvo solo, completamente solo, en lo alto de la cuesta. «A su espalda, a veinte pasos tenía la tapia fúnebre. Allí detrás quedaba el mísero amigo, abandonado, pronto olvidado del mundo entero; estaba a flor de tierra... separado de los demás vetustenses que habían sido, por un muro que era una deshonra; perdido, como el esqueleto de un rocín, entre ortigas, escajos y lodo... Por aquella brecha penetraban perros y gatos en el cementerio civil... A toda profanación estaba abierto... Y allí estaba don Santos... el buen Barinaga que había vendido patenas y viriles... y creía en ellos... en otro tiempo. ¡Y todo aquello era obra suya... de don Pompeyo; él, en el café-restaurant de la Paz, había comenzado a demoler el alcázar de la fe... del pobre comerciante!...».
Un escalofrío sacudió el cuerpo de Guimarán. Se abrochó. «Había sido otra imprudencia venir sin capa».
Entonces sintió que no sentía ya el agua... «Era que ya no llovía». Sobre Vetusta brillaban entre grandes espacios de sombra algunas luces pálidas, las estrellas; y entre las sombras de la ciudad aparecían puntos rojizos simétricos: los faroles.
Guimarán volvió a temblar; sintió la humedad de los pies de nuevo... y apretó el paso. Hubo más, se le figuró que le seguían; que a veces le tocaban sutilmente las faldas de la levita y el cabello del cogote... Y como estaba solo, seguramente solo... no tuvo inconveniente en emprender por la cuesta abajo un trote ligero, con el paraguas debajo del brazo.
«No, no hay Dios, iba pensando, pero si lo hubiera estábamos frescos...».
Y más abajo:
«Y de todas maneras, eso de que le han de enterrar a uno de fijo, sin escape, en ese estercolero... no tiene gracia».
Y corría, sintiendo de vez en cuando escalofríos.
Don Pompeyo tuvo fiebre aquella noche.
«Ya lo decía él; ¡la humedad!».
Deliró.
«Soñaba que él era de cal y canto y que tenía una brecha en el vientre y por allí entraban y salían gatos y perros, y alguno que otro diablejo con rabo».