La Regenta/Capítulo XXIV
Capítulo XXIV
-Pero, ¿y si él se empeña en que vaya?
-Es muy débil... si insistimos, cederá.
-¿Y si no cede, si se obstina?
-Pero, ¿por qué?
-Porque... es así. No sé quién se lo ha metido por la cabeza, dice que le pongo en ridículo si no voy... Y nos alude... habla del que tiene la culpa de esto... dice que él no es amo de su casa, que se la gobiernan desde fuera... Y después, que la Marquesa está ya algo fría con nosotros por causa de tantos desaires... ¡qué sé yo!
-Bien, pues si todavía se obstina... entonces... tendremos que ir a ese baile dichoso. No hay que enfadarle. Al fin es quien es. Y el otro ¿anda con él? ¿Tan amigotes siempre?
-Ya se sabe que a casa no le lleva...
-¿Y es de etiqueta el baile?
-Creo... que sí...
-¿Hay que ir escotada?
-Ps... no. Aquí la etiqueta es para los hombres. Ellas van como quieren; algunas completamente subidas.
-Nosotros iremos... subidos ¿eh?
-Sí, es claro... ¿Cuándo toca la catedral? ¿pasado? pues pasado iré a la capilla con el vestido que he de llevar al baile.
-¿Cómo puede ser eso?...
-Siendo... son cosas de mujer, señor curioso. El cuerpo se separa de la falda... y como pienso ir obscura... puedo llevar el cuerpo a confesar... y veremos el cuello al levantar la mantilla. Y quedaremos satisfechos.
-Así lo espero.
Don Fermín quedó satisfecho del vestido, aunque no de que fuéramos al baile. El vestido, según pudo entrever acercando los ojos a la celosía del confesonario, era bastante subido, no dejaba ver más que un ángulo del pecho en que apenas cabía la cruz de brillantes, que Ana llevó también a la Iglesia para que se viera cómo hacía el conjunto.
Y la Regenta fue al baile del Casino, porque como ella esperaba, don Víctor se empeñó «en que se fuera, y se fue».
Aquel acto de energía, verdaderamente extraordinario, le hacía pensar al ex-regente, mientras subían la escalera del caserón negruzco del Casino, que él, don Víctor, hubiera sido un regular dictador. «Le faltaba un teatro, pero no carácter. Que lo dijera su mujer, que mal de su grado subía colgada de su brazo, hermosísima, casi contenta, pese a todos los confesores del mundo. Ya no estábamos en el Paraguay: ¡A él jesuitas!».
Era lunes de Carnaval. El día anterior, el domingo se había discutido con mucho calor en el Casino si la sociedad abriría o no abriría sus salones aquel año. Era costumbre inveterada que aquel círculo aristocrático (como le llamaba el Alerta, a cuyos redactores no se convidaba nunca, porque se empeñaban en asistir de jaquet) diese baile, pero jamás de trajes, el lunes de Carnaval.
-¿Por qué no ha de ser este año como los demás? -preguntaba Ronzal, que acababa de hacerse un frac en Madrid.
-Porque este año el Carnaval está muy desanimado por culpa de los Misioneros, por eso -respondía Foja, a quien había metido en la Junta directiva don Álvaro.
-La verdad es -dijo el presidente, Mesía- que nos exponemos a un desaire. La mayor parte de las señoritas comm'il faut están entregadas en cuerpo y alma a los jesuitas, creo que muchas traen cilicios debajo de la camisa.
-¡Qué horror! -exclamó don Víctor, que estaba presente, aunque no era de la Junta. (Pero por no separarse de Mesía.)
-Sí, señor, cilicios -corroboró Foja-. Amigo, el Magistral no puede tanto. No ha conseguido que sus hijas de confesión usen cilicios y otras invenciones diabólicas.
-Porque tampoco se lo ha propuesto -contestó Ronzal.
Don Álvaro observó que Quintanar se ponía colorado. Le había sabido mal la alusión de Foja. «Sí, aludía a su mujer al hablar del Magistral; con él iba la pulla».
-Lo cierto es -continuó el ex-alcalde- que nos exponemos a un desaire, como dice muy bien el presidente. La flor y nata de la conservaduría, que son las que animan esto, no vendrá; las conozco bien: ahora se divierten en jugar a las santas. Ahora son místicas... zurriagazo y tente tieso, ¡ja, ja, ja!
-A mí se me ocurre una cosa -dijo Mesía-. Exploremos el terreno. Hagamos que los socios que tienen relaciones con las familias distinguidas se enteren de si las niñas vienen o no. Si ellas asisten, las demás, las de reata, vendrán de fijo, malgré todos los jesuitas y padres descalzos del mundo.
-¡Magnífico! ¡Magnífico!
-Pues nada, a trabajar, a trabajar.
Cada cual ofreció traer a quien pudiera.
Don Víctor, a quien otra pulla de Foja había picado mucho, no pudo menos de decir:
-Yo, señores... respondo de traer a mi mujer. Esa no baila pero hace bulto.
-¡Oh, gran adquisición! -dijo un socio-; si doña Ana viene, será un gran ejemplo, porque ella, hace tanto tiempo retirada... ¡oh! será un gran ejemplo.
-Efectivamente. Que se corra que viene la Regenta y se llenará esto con lo mejorcito.
-Señor Quintanar -dijo el ex-alcalde- se le declara a usted benemérito del Casino... si consigue traer a su señora la Regenta.
-Pues sí señor ¡que vendrá!... En mi casa, señor Foja, una ligera insinuación mía es un decreto sancionado...
Y don Víctor se fue a casa maldiciendo de la hora en que se le había ocurrido asistir a la Junta.
«¿Por qué habría ofrecido él lo que no había de cumplir?».
«Sin embargo, la palabra era palabra».
Tiempo hacía que Quintanar no leía a Kempis, ni pensaba ya en el infierno con horror. De su piedad pasajera sólo le quedaba la convicción de que son necesarias las buenas obras además de la fe para salvarse, y la costumbre de persignarse al levantarse, al salir de casa, al dormir, etc., etc. Había vuelto a Calderón y Lope con más entusiasmo que nunca. Se encerraba en su despacho o en su alcoba y recitaba grandes relaciones como él decía, de las más famosas comedias, casi siempre con la espada en la mano. Así le había sorprendido su mujer, sin que él lo supiera nunca, la noche de Noche buena. Verdad es que había cenado fuerte el buen señor y se le había ocurrido celebrar a su modo el Nacimiento de Jesús.
Pero si la propia religiosidad había volado, o se había escondido en pliegues recónditos del alma, donde él no la encontraba, don Víctor respetaba la piedad ajena.
«No obstante, se decía a sí mismo, animándose al ataque, mi mujer ya no va para santa; respeto como antes su piedad, pero ya no me da miedo; ya es una devota como otras muchas, va y viene, y no se detiene; la novena, la misa, la cofradía, la visita al Santísimo... pero ya no tenemos aquellas encerronas con que a mí me asustaba, como si tuviéramos un para-rayos en casa. Ea, pues, me atrevo, se lo digo...».
Y se lo dijo. Se lo dijo cuando acababan de comer. Con gran sorpresa del enérgico marido «que no quería que su casa fuese un nuevo Paraguay» (alusión que no entendió Ana), la esposa no resistió tanto como él esperaba; se rindió pronto. Pero él lo achacó a la propia energía. «Comprende que yo no he de ceder y no se obstina».
Cuando Ana consultó con el Magistral en casa de doña Petronila, ya tenía dado su consentimiento. Pero pensaba retirarlo si el canónigo decía non possumus.
Todo se arregló, menos la conciencia de Ana que siguió intranquila. «¿Por qué había dicho que sí después de una débil resistencia? ¿A qué iba ella al baile? Por obedecer a su marido, es claro; pero ¿por qué estaba segura de que meses antes no le hubiera obedecido y ahora sí?».
No lo sabía; no quería saberlo. No quería atormentarse más.
«El baile y ella ¿qué tenían que ver? ¿qué le importaba a ella, a la hermana de don Fermín el santo, el mártir, que bailasen o no las muchachas insulsas de Vetusta en el salón estrecho y largo del Casino? Nada, nada».
Así pensaba mientras se dejaba peinar por su doncella y con las propias manos sujetaba la cruz de diamantes sobre el fondo blanco de aquel ángulo de carne que el cuerpo subido del vestido obscuro dejaba ver.
Ronzal, de la comisión que recibía a las señoras, se apresuró, en cuanto asomaron los de Quintanar en el vestíbulo, a ofrecer a la Regenta su brazo. ¿Cuál? «el derecho, sin duda el derecho pensó». Grande fue su pena al notar que Paco Vegallana ofrecía a Olvido Páez que entraba al mismo tiempo, no el brazo derecho, sino el izquierdo. De todos modos entró en el salón triunfante con su pareja... de un minuto. Tuvo tiempo suficiente, sin embargo, para participar del triunfo de Ana. Las conversaciones se suspendieron, las miradas se clavaron en la hija de la italiana. Hubo un rumor de asombro:
-¡La Regenta!
-¡La Regenta!
-¡Quién lo diría!
-¡Pobre Magistral!
-¡Y qué hermosa!
-¡Pero qué sencilla!...
Esta exclamación fue de Obdulia.
-¡Qué sencilla, pero qué hermosa!...
-La virgen de la Silla...
-La Venus del Nilo, como dice Trabuco.
Esto lo dijo Joaquín Orgaz.
El círculo de la nobleza se abrió para acoger en su seno a la Hija pródiga de la Sociedad, como acertó a decir el barón de la Barcaza, que in illo tempore había estado muy enamorado de Anita, a pesar de la señora baronesa e hijas.
La marquesa de Vegallana, todavía de azul eléctrico, se levantó de su silla de raso carmesí con respaldo de nogal, y abrazó sin que pareciera mal, a su querida Anita.
-Hija, gracias a Dios, creía que era el desaire ciento uno.
La Marquesa también había puesto empeño en que Ana asistiera al baile y a la cena, «que tendría la élite en petit comité». Todos estos galicismos los había importado Mesía.
-¡Pero qué divina, Ana, pero qué divina! -le decía a la Regenta cara a cara, y con voz gangosa, la hija mayor del Barón, Rudesinda, que según don Saturnino Bermúdez, era una belleza ojival. En efecto, parecía una torrecilla gótica, aunque, por ciertas curvas del busto, sobre todo del cuello, a la Marquesa se le antojaba «un caballo de ajedrez».
Por lo demás, a ella y a sus dos hermanas, las llamaban los plebeyos «Las tres desgracias», y a su señor padre, barón de la Barcaza, el barón de la Deuda flotante, aludiendo al título y a los muchos acreedores del magnate.
Solía esta familia, digna de mejores rentas, pasar gran parte del año en Madrid, y las niñas (de veintiséis años la menor) cuando estaban en público ante los vetustenses fingían disimular su desprecio de todo lo que les rodeaba. Refugiábanse en el círculo aristocrático, donde también entraban, por especial privilegio, Visitación y Obdulia, pariente de nobles. Las señoritas de la clase media (y cuenta que en Vetusta el gobernador civil y familia entraban en la aristocracia) se vengaban de aquel desdén mal disimulado contándoles los huesos de la pechuga a las del barón y a otras jóvenes aristócratas. Daba la casualidad de que casi todas las niñas nobles de Vetusta eran flacas.
Ana se sentó al lado de la marquesa de Vegallana, única persona que le era simpática entre todas las del corro. Entonces anunciaba la orquesta un rigodón.
Y no fue vana su amenaza; a los dos minutos aquellos violines y violas, clarinetes y flautas, a quienes acompañaba en su laboriosa gestación armónica un plano de Erard, comenzaron a llenar el aire con sus acordes, como se prometía decir en El Lábaro del día siguiente Trifón Cármenes, el cual había osado preguntar a la hija segunda del barón «si le favorecía». Mal gesto puso Fabiolita, que así se llamaba, pero una seña de su padre la obligó a favorecer a Trifón, aunque se propuso no contestarle, si él se atrevía a hablar, más que con monosílabos. El barón de la Deuda Flotante creía en el poder de la prensa periódica, pero su hija no. Enfrente de esta pareja se colocó resplandeciente Ronzal, el gallardo Trabuco, diputado de la comisión y miembro de la Junta directiva del Casino. La pechera que lucía Ronzal no podía ser más brillante. Estaba él orgulloso de aquella pechera, de aquel frac madrileño, de aquellas botas sin tacones que eran la última moda, lo más chic, como ya empezaba a decirse en Vetusta. Pero no estaba tan satisfecho de sus conocimientos y habilidad en el arte de Terpsícore (otra frase que Trifón se proponía emplear.) Tenía a su lado Trabuco, como pareja a Olvido Páez, que no le miraba siquiera. Pero él no pensaba en esto, pensaba en que, según veía, tarde ya, le tocaba romper la marcha; su bis a bis era Trifón, y Trifón había empezado a ponerse en movimiento. Trabuco sudaba antes de haber motivo para ello. A cada momento se metía los dedos de la mano derecha entre el cuello de la camisa y lo que él llamaba mi pescuezo cuando «apostaba la cabeza» por cualquier cosa. Aquel movimiento le parecía muy elegante y sobre todo era muy socorrido. Mientras la de Páez daba a entender con su aire melancólico y aburrido que su reino no era de este mundo, y que Ronzal había hecho demasiado atreviéndose a invitarla a bailar, el diputado ponía los cinco sentidos en no equivocarse, en no pisar el vestido ni los pies a ninguna señorita y en imitar servilmente las idas y venidas y las genuflexiones de Trifón. Mal poeta era Cármenes, pero el rigodón lo conocía muy a fondo. Bien se lo envidiaba Ronzal. La de Páez y la del barón al pasar cerca una de otra se sonreían discretamente, como diciendo: -¡Vaya todo por Dios! o bien ¡qué par de cursis nos han tocado en suerte! Pero Ronzal, como si cantaran; pensaba en la pechera, en el cuello de la camisa, y en las colas de los vestidos. A su derecha tenía Trabuco a Joaquín Orgaz que hablaba sin cesar con su pareja, una americana muy rica y muy perezosa. Como el salón era estrecho y las costumbres vetustenses un poco descuidadas, las parejas, mientras no les tocaba moverse, se sentaban en la silla que tenían detrás de sí muy cerca. Ronzal, que no podía sentarse, porque no tenía dónde, pensaba que aquello era una corruptela, y era verdad. La de Páez y la del barón apenas se tenían en pie; se dejaban caer sobre su silla respectiva, como si cada figura del rigodón fuera un viaje alrededor del mundo.
Después del rigodón vino un wals. Ronzal se retiró a fumar un cigarro de papel. Él no bailaba wals, no había podido aprender nunca. Todas las puertas del salón estaban atestadas de socios... que no tenían frac. Un frac en Vetusta suponía cierta posición. Muchos pollos se figuraban que semejante prenda exigía la fortuna de un Montecristo.
Y como el baile era de etiqueta, la más florida juventud se quedaba a la puerta. Unos fingían desdeñar el ridículo placer de dar vueltas por allí como una peonza... para nada. Otros hacían alardes de desidia, de escepticismo, de cualquier cosa que fuera incompatible con el frac, según ellos. Y algunos, más ingenuos, confesaban la penuria de su presupuesto, maldecían de las exigencias sociales... y se reservaban para «última hora». Porque a última hora bailaban, pese a Ronzal, los de levita, los de jaquet y hasta los de cazadora. «¡No faltaba más!».
Saturnino Bermúdez, que tenía frac, y clac y todo lo necesario, llegó un poco tarde al salón. Se detuvo en una puerta... y... tembló. No podía remediarlo... La emoción de entrar en los salones en día solemne era para él semejante a la de echarse al agua. Y en efecto, cualquier observador hubiera dicho que aquel hombre creía estar en aquel umbral a la orilla del Océano. Contestaba Saturno con sonrisas muy corteses a las bromas de los envidiosos sin frac que le decían:
-¡Vamos, hombre, láncese usted... valor!
-Ya... ya... voy... no si... ya voy...
Y sujetó bien los guantes, y se arregló el lazo de la corbata, y se aseguró de que el pañuelo estaba en su sitio, y... también pasó dos dedos por la tirilla de la camisola. Por último... a la una, a las dos... (a las dos se compuso el peinado con los dedos, sin recordar que traía la cabeza como un recluta) y después de este ademán automático, muy frecuente en los que van a arrojarse al baño de cabeza... después de esto ¡al agua! Saturno entra en el salón, saludando a diestro y siniestro, y aunque parece que su propósito es enterarse de quién está allí, en el fuero interno bien sabe él que lo que busca es un rincón de un diván o una silla, que le sirva de puerto en aquella arriesgada navegación por los mares del gran mundo. Pero poco a poco se acostumbra al agua, es decir, al salón, y ya está allí muy tranquilo, y baila y dice galanterías en unos párrafos tan largos y complicados, que nadie se los agradece.
Ana al principio tenía sueño. Eran las doce. No pensaba más que en lo que pasaba ante sus ojos. No quería reflexionar. Al entrar en el Casino se había dicho: «¿Se acercará don Álvaro a saludarme?». Y había sentido miedo y estuvo tentada a fingirse enferma para volver a casa. Pero aquella idea pasó. Álvaro no acababa de parecer por allí. La Marquesa hablaba como una cotorra. Anita contestaba con sonrisas... De pronto apareció Visitación la del Banco, que vestía un traje de organdí con flores de trapo por arriba y por abajo. El escote era exagerado.
-Chica, vienes escandalosa -le dijo la Marquesa, mientras le mordía la cara al besarla, para apagar así la risa.
Visita miró como pudo hacia donde había mirado doña Rufina, y contestó sin turbarse:
-¡Bah, no me parece! Pero no sería extraño, porque ni tiempo he tenido para mirarme al espejo... ¡Aquellos demonios de hijos! ¡Su padre que no tiene energía, que no sabe engañarlos!... no me los podía quitar de encima. ¿Pero Ana, qué es esto? ¿tú aquí? pero feísima mía, ¿qué es esto? ¿qué bula tenemos?...
Y al decir esto estaba ya la del Banco con los brazos abiertos frente a la Regenta, y chocaban las rodillas de una dama con las de la otra.
La que estaba de pie inclinaba el cuerpo hacia atrás.
Media hora después, Visita, un poco escondida detrás del cortinaje de un balcón, refería una historia a la Regenta, que la oía atenta, vuelta hacia el rincón de su amiga.
El baile se animaba, la maledicencia y los recelos ridículos de la etiqueta fría e irracional de nobles y plebeyos codeándose, dejaban el puesto a otros vicios y pasiones. Ronzal ya no parecía a la de Páez un hombre tosco, sino un hombre; las del barón se humanizaban, las niñas de la clase media olvidaban los huesos que enseñaba la nobleza, y pensaban en la alegría ambiente, se entregaban al baile con furor invencible, como ansiando beber en aquella atmósfera perfumada, demasiado perfumada tal vez, el licor desconocido que pudiera saciar sus vagos anhelos. Las cursis, si eran bonitas ya no parecían cursis; ya no se pensaba en la reina del baile, en el mejor traje, en las joyas más ricas; la juventud buscaba a la juventud, algo de amor volaba por allí; ya había miradas de fuego, sonrisas perezosas que presentían imposibles, celos dramáticos que daban al conjunto un tono de grandeza. Las niñas más recatadas, y hasta las más parecidas a muñecas de resorte, hacían pensar en la mujer que traían debajo de aquellos vestidos vulgares y de aquella educación falsa y desabrida.
Ana, a las dos de la mañana se levantó de su silla por vez primera y consintió en dar una vuelta por el salón, en un intermedio del baile. Visita iba a su lado callada, pensativa, satisfecha de lo que acababa de hacer. Había referido a la Regenta la historia de don Álvaro desde principios del verano pasado hasta la fecha. La del Banco echaba fuego por ojos y mejillas. Saboreaba el triunfo de su elocuencia. Ana disimulaba mal la impresión viva y profunda que le causaron las palabras de su amiga. «Don Álvaro había vencido la virtud de la ministra, había sido su amante todo el verano en Palomares... y después se había burlado de ella, no había querido seguirla a Madrid». Esta era en resumen la historia. Y el final así, lo recordaba Ana palabra por palabra:
«Cuando Álvaro me lo contó todo, había dicho Visita, le pregunté, porque ya sabes que nos tratamos con mucha confianza, pues bien, le pregunté:
«Pero, chico, ¿cómo diablos dejaste a esa mujer siendo tan hermosa, influyente... y tan lista como dices? ¿Por qué no seguirla a Madrid?
Y Álvaro me contestó muy triste, ya sabes qué cara pone cuando habla así, me contestó:
«Pche... para amoríos basta el verano. El invierno es para el amor verdadero. Además, la ministra, como tú la llamas, a pesar de todos sus encantos no consiguió lo que yo quería... hacerme olvidar... lo que no te importa. Y después de suspirar como tú sabes que él suspira, añadió Álvaro: ¿Dejar a Vetusta? Ay, no, eso no... Y chica, palabra de honor, le dio un temblorcico así como un escalofrío... Ya ves, dijo luego, queriendo sonreír, me ofrecían un distrito, un distrito de cunero, sine cura admirable (sine cura, dijo)... apetitoso bocado... pero, ¡quiá!... yo estoy atado a una cadena... y la beso en vez de morderla. Y me apretó la mano, chica, y se fue yo creo que para que no le viera llorar».
Esto era lo más sustancial de las confidencias de Visita. Ana saludaba a diestro y siniestro, hablaba con muchos amigos, pero no pensaba más que en aquella confesión de don Álvaro. «De que era verosímil respondía el efecto que su presencia, la de Ana, había producido aquella noche en el Casino... Ahora, ahora mismo, mientras se paseaba, llegaba a sus oídos el rumor dulce, más dulce que todos los rumores, de la alabanza contenida, de la admiración estupefacta... de la galantería sincera y discreta... ¿Por qué don Álvaro no había de estar tan enamorado como la historia de Visita daba a entender?».
-Oye, tú -dijo la del Banco, volviéndose de repente a la Regenta- ¿quién será esa cadena?
-¿Qué cadena? -preguntó con voz temblorosa Anita.
-Bah, la que sujeta a Mesía, la mujer que le tiene enamorado de veras. ¡Ah, infame! quien tal hizo que tal pague... Pero ¿quién será?
-Qué... sé yo...
-¿Te atreverías tú a preguntárselo?
-Dios me libre.
-Debe de ser casada...
-¡Jesús!
-Mira, esta noche le voy a sentar junto a ti, a ver, si después de la cena se atreve a decírtelo... Pregúntaselo tú misma...
-¡Visitación! tú estás loca...
-Ja, ja, ja... ahí le tienes... ahí le tienes... Ya me contarás...
La de Olías de Cuervo soltó el brazo de Ana y desapareció entre los grupos que dificultaban el tránsito por el salón estrecho.
La Regenta vio enfrente de sí a don Álvaro, del brazo de Quintanar, su inseparable amigo.
El frac, la corbata, la pechera, el chaleco, el pantalón, el clac de Mesía, no se parecían a las prendas análogas de los demás. Ana vio esto sin querer, sin pensar apenas en ello, pero fue lo primero que vio. Se le figuraban ya todos los caballeros que andaban por allí, don Víctor inclusive, criados vestidos de etiqueta; todos eran camareros, el único señor Mesía. De todas maneras estaba bien don Álvaro; de frac era como mejor estaba. En todas partes parecía hermoso, dominaba a todos con su arrogante figura; allí, en el baile, debajo de aquella araña de cristal, que casi tocaba con la cabeza, era más elegante, más bizarro, más airoso que en cualquier otro sitio. El baile animado, ardiendo de voluptuosidad fuerte y disimulada, era el cuadro propio para servir de fondo a la figura que ella, la pobre Ana, había visto tantas veces en sueños.
Todo esto pasó por el cerebro de la Regenta mientras Mesía, sin ocultar la emoción que le ponía pálido, se inclinaba con gracia, y alargaba tímidamente una mano.
Antes que ella quisiera, Ana sintió sus dedos entre los del enemigo tentador... debajo de la piel fina del guante la sensación fue más suave, más corrosiva. Ana la sintió llegar como una corriente fría y vibrante a sus entrañas, más abajo del pecho. Le zumbaron los oídos, el baile se transformó de repente para ella en una fiesta nueva, desconocida, de irresistible belleza, de diabólica seducción. Temió perder el sentido... y sin saber cómo, se vio colgada de un brazo de Mesía... Y entre un torbellino de faldas de color y de ropa negra, oyendo a lo lejos la madera constipada de los violines y los chirridos del bronce, que a ella se le antojaba música voluptuosa, pudo comprender que la arrastraban fuera del salón. Gritaba la Marquesa, reía a carcajadas Obdulia, sonaba la voz gangosa de una hija del Barón... y atrás quedaba el ruido del wals que comenzaba.
«¿A dónde la llevaban?». A cenar.
-A cenar, hija mía -le dijo al oído Quintanar-. ¡Y por Dios, Anita, que no se te ocurra negarte... sería un desaire!...
La Marquesa de Vegallana y su tertulia, más la del barón de la Barcaza y Pepe Ronzal cenaron en el gabinete de lectura. Todo fue cosa de Trabuco. Convídesele, había dicho Mesía y la vanidad satisfecha le inspirará maravillas. En efecto Ronzal, abusando de su cargo en la Junta directiva, acaparó lo mejor del restaurant, tomó por asalto el gabinete de lectura, quitó periódicos de la mesa y puso manteles, cerró con llave la puerta, hizo que entrara el servicio por una de escape que estaba cerca del armario de libros, y allí pudo cenar la flor y nata de la nobleza vetustense con sus paniaguados y amigos de confianza. Obdulia se encargó desde el primer momento de premiar el celo y la actividad de Trabuco, que estaba loco de contento. Todas31 las damas le felicitaron por su energía para cerrar aquello con llave y por el buen gusto de la mesa. Los ojos montaraces le echaban chispas, pero no se movían. Obdulia le sentó a su lado. ¡Feliz Ronzal aquella noche!
Ana se encontró sentada entre la Marquesa y don Álvaro. Enfrente don Víctor, un poco alegre, fingía enamorar a Visitación y recitaba versos de sus poetas adorados y repetía hasta parecer un martillo:
- ¿Qué delito cometí
- para odiarme, ingrata fiera?
- quiera Dios... pero no quiera
- que te quiero más que a mí.
-Por Dios y por las once mil... cállese usted, Quintanar -decía la Marquesa.
Pero el otro continuaba, siempre declamando para su Visitación:
- En fin, señora, me veo
- sin mí, sin Dios y sin vos,
- sin vos porque no os poseo...
Y Visitación le tapaba la boca con las manos.
-¡Escandaloso, escandaloso! gritaba.
Las de la Deuda Flotante sonreían y se miraban como diciéndose: -¡Buena sociedad la de la Marquesa!
El Marqués le decía en tanto al barón:
-¡Como estamos en confianza!...
-¡Oh, perfectamente, perfectamente!
Y buscaba el de la Barcaza una silla junto a una jamona aristócrata que estaba sola.
Paco tenía otra vez en Vetusta a su prima Edelmira y «le hacía el amor por todo lo alto», aunque a su madre no le gustaba, porque era feo engañar a una prima.
Joaquín Orgaz había prometido cantar por lo flamenco a los postres.
La cena era breve pero buena, platos fuertes, buen Burdeos, buena champaña; en fin, como decía el Marqués, primero mar y pimienta, después fantasía y alcohol.
Todos, las baronesas inclusive, se reían de los plebeyos que allá fuera seguían bailando y tenían que contentarse con los helados que se servían sobre las mesas de billar.
De vez en cuando daban golpes en la puerta por fuera.
-¿Quién está ahí? -gritaba Ronzal con su alabada energía.
-Mi abrigo... café con leche... tengo ahí dentro mi abrigo...
-Ja, ja, ja... -contestaban los de dentro.
-¡Está esto que arde! -le decía Joaquín Orgaz a una niña del barón, que sonreía y miraba al techo.
«Sí ardía aquello, pero sin faltar a las reglas del buen tono vetustense», decía el Marqués al Barón, que estaba ya como un tomate y cada vez más cerca de la jamona.
La Marquesa tenía sueño, pero así y todo le gustaba la broma.
-Así debiera ser siempre -le decía a Saturnino que estaba decidido a emborracharse para no desentonar.
-Este poblachón se va poniendo lo más soso. ¿Verdad, pollo?
-So... sí... si... mo... -Saturno bebió una copa de champaña acto continuo. Lo de pollo le había halagado.
A la Marquesa se le ocurrió el disparate, tal vez sugerido por las nieblas del sueño, de mirar muy fijamente a Bermúdez, y ponerle unos ojos que ella sabía que in illo tempore mareaban a cualquiera.
-¿Por qué no se casa usted? -preguntó doña Rufina seria y melancólica, al parecer.
Bermúdez sostuvo la mirada de la ilustre dama y olvidó por un momento los cincuenta años de la Marquesa. Suspiró... y en seguida se le subió la champaña a las narices, tosió, se puso casi negro, medio asfixiado y la Marquesa tuvo que darle palmadas en la espalda.
Cuando Saturnino volvió en sí, la de Vegallana tenía los ojos cerrados y sólo los abría de tarde en tarde para mirar a la Regenta y a Mesía.
¡El idilio senil con que soñó un instante Bermúdez se había deshecho... y eso que él ya se había acordado de Ninon de Lenclós para justificar a los ojos del mundo unas relaciones con doña Rufina!
En tanto don Álvaro le estaba refiriendo a Ana la misma historia que ella había oído ya a Visita, aunque en forma muy distinta.
No había podido la Regenta resistir a la tentación de preguntarle si se había divertido mucho aquel verano...
Mesía vio el cielo abierto en aquella pregunta.
Supo hacerse el interesante, lo cual poco trabajo le costaba tratándose de Ana, que cada día iba descubriendo en él, aun sin verle, más encantos diabólicos.
El ruido, las luces, la algazara, la comida excitante, el vino, el café... el ambiente, todo contribuía a embotar la voluntad, a despertar la pereza y los instintos de voluptuosidad... Ana se creía próxima a una asfixia moral... Encontraba a su pesar una delicia intensa en todos aquellos vulgares placeres, en aquella seducción de una cena en un baile, que para los demás era ya goce gastado... Sentía ella más que todos juntos los efectos de aquella atmósfera envenenada de lascivia romántica y señoril, y ella era la que tenía allí que luchar contra la tentación. Había en todos sus sentidos la irritabilidad y la delicadeza de la piel nueva para el tacto. Todo le llegaba a las entrañas, todo era nuevo para ella. En el bouquet del vino, en el sabor del queso Gruyer, y en las chispas de la champaña, en el reflejo de unos ojos, hasta en el contraste del pelo negro de Ronzal y su frente pálida y morena... en todo encontraba Anita aquella noche belleza, misterioso atractivo, un valor íntimo, una expresión amorosa...
-¡Qué colorada está Anita! -le decía Paco a Visitación por lo bajo.
-Claro, de un lado la pone así la proximidad de Álvaro.
-¿Y del otro?
-Del otro la ponen así... las majaderías de su esposo que me está dando jaqueca.
En efecto, estaba inaguantable don Víctor con sus versos, por buenos que fueran.
Álvaro, en cuanto vio a la Regenta en el salón, sintió lo que él llamaba la corazonada. Aquella cara, aquella palidez repentina le dieron a entender que la noche era suya, que había llegado el momento de arriesgar algo.
Nunca había desistido de conquistar aquella plaza.
¡No faltaba más! Pero comprendiendo que mientras reinase en el corazón de Ana lo que él llamaba el misticismo erótico (era tan grosero como todo esto al pensar) no podría adelantar un paso, se había retirado, había levantado el campo hasta mejor ocasión. Además, esperaba que la ausencia, la indiferencia fingida y la historia de sus amores con la ministra le prepararían el terreno.
«Por supuesto, concluía, siempre y cuando que la fortaleza no se haya rendido al caudillo de la iglesia. Si el Magistral es aquí el amo... entonces no tengo que esperar nada... y además, ya no vale tanto la victoria».
«Sin buscar él la ocasión, se la ofrecía aquella noche: le habían puesto a la Regenta a su lado... la corazonada le decía que adelante... pues adelante. Lo primero que quería averiguar era lo del otro, si el Magistral mandaba allí».
En su narración tuvo que alterar la verdad histórica, porque a la Regenta no se le podía hablar francamente de amores con una mujer casada («tan atrasada estaba aquella señora»), pero vino a dar a entender, como pudo, que él había despreciado la pasión de una mujer codiciada por muchos... porque... porque... para el hijo de su madre los amoríos ya no eran ni siquiera un pasatiempo, desde que el amor le había caído encima del alma como un castigo.
El rostro de la dama al decir Mesía aquello y otras cosas por el estilo, todas de novela perfumada, le dejó ver al gallo vetustense que el Magistral no era dueño del corazón de Anita. Pero como en la anatomía humana nos encontramos con muchos más órganos que el corazón, Mesía no se dio por satisfecho porque pensó: «Suponiendo que Ana esté enamorada de mí, necesito todavía saber si la carne flaca no me ha buscado un sucedáneo».
No, don Álvaro no se hacía ilusiones. A esta modestia material y grosera le obligaba su filosofía, que cada vez le parecía más firme.
Ana sintió que un pie de don Álvaro rozaba el suyo y a veces lo apretaba. No recordaba en qué momento había empezado aquel contacto; mas cuando puso en él la atención sintió un miedo parecido al del ataque nervioso más violento, pero mezclado con un placer material tan intenso, que no lo recordaba igual en su vida. El miedo, el terror era como el de aquella noche en que vio a Mesía pasar por la calle de la Traslacerca, junto a la verja del parque; pero el placer era nuevo, nuevo en absoluto y tan fuerte, que le ataba como con cadenas de hierro a lo que ella ya estaba juzgando crimen, caída, perdición.
Don Álvaro habló de amor disimuladamente, con una melancolía bonachona, familiar, con una pasión dulce, suave, insinuante... Recordó mil incidentes sin importancia ostensible que Ana recordaba también. Ella no hablaba pero oía. Los pies también seguían su diálogo; diálogo poético sin duda, a pesar de la piel de becerro, porque la intensidad de la sensación engrandecía la humildad prosaica del contacto.
Cuando Ana tuvo fuerza para separar todo su cuerpo de aquel placer del roce ligero con don Álvaro, otro peligro mayor se presentó en seguida: se oía a lo lejos la música del salón.
-¡A bailar, a bailar! -gritaron Paco, Edelmira, Obdulia y Ronzal.
Para Trabuco era el paraíso aquel baile que él llamó clandestino, allí, entre los mejores, lejos del vulgo de la clase media...
Se entreabrió la puerta para oír mejor la música, se separó la mesa hacia un rincón, y apretándose unas a otras las parejas, sin poder moverse del sitio que tomaban, se empezó aquel baile improvisado.
Don Víctor gritó:
-Ana ¡a bailar! Álvaro, cójala usted...
No, quería abdicar su dictadura el buen Quintanar; don Álvaro ofreció el brazo a la Regenta que buscó valor para negarse y no lo encontró.
Ana había olvidado casi la polka; Mesía la llevaba como en el aire, como en un rapto; sintió que aquel cuerpo macizo, ardiente, de curvas dulces, temblaba en sus brazos.
Ana callaba, no veía, no oía, no hacía más que sentir un placer que parecía fuego; aquel gozo intenso, irresistible, la espantaba; se dejaba llevar como cuerpo muerto, como en una catástrofe; se le figuraba que dentro de ella se había roto algo, la virtud, la fe, la vergüenza; estaba perdida, pensaba vagamente...
El presidente del Casino en tanto, acariciando con el deseo aquel tesoro de belleza material que tenía en los brazos, pensaba... «¡Es mía! ¡ese Magistral debe de ser un cobarde! Es mía... Este es el primer abrazo de que ha gozado esta pobre mujer». ¡Ay sí, era un abrazo disimulado, hipócrita, diplomático, pero un abrazo para Anita!
-¡Qué sosos van Álvaro y Ana! -decía Obdulia a Ronzal, su pareja.
En aquel instante Mesía notó que la cabeza de Ana caía sobre la limpia y tersa pechera que envidiaba Trabuco. Se detuvo el buen mozo, miró a la Regenta inclinando el rostro y vio que estaba desmayada. Tenía dos lágrimas en las mejillas pálidas, otras dos habían caído sobre la tela almidonada de la pechera. Alarma general. Se suspende el baile clandestino, don Víctor se aturde, ruega a su esposa que vuelva en sí... se busca agua, esencias... llega Somoza, pulsa a la dama, pide... un coche. Y se acuerda que Visita y Quintanar lleven a aquella señora a su casa, bien tapada, en la berlina de la Marquesa. Y así fue. En cuanto Ana volvió en sí, pidiendo mil perdones por haber turbado la fiesta, don Víctor, de muy mal humor, ya sin miedo, la llenó el cuerpo de pieles, la embozó, se despidió de la amable compañía y con la del Banco se llevó a la Regenta a la cama.
«¡El humo! ¡el calor, la falta de costumbre, la polka después de cenar, las luces!... Cualquier cosa, en fin, aquello no valía nada. Podía continuar la fiesta». Y continuó. Los del salón se habían enterado: «A la Regenta le había dado el ataque». «La habían hecho bailar a la fuerza». Pero pronto se olvidó el incidente, para comentar la conducta de aquellas señoras y caballeros que se encerraban en el gabinete de lectura a cenar y bailar como si el Casino no fuese de todos...
A las seis de la madrugada, al despedirse Paco de Mesía con un apretón de manos, a la puerta del Casino, el Marquesito exclamó:
-¡Bravo! ¡Al fin! ¿Eh?
Mesía tardó en contestar; se abrochó su gabán entallado de color de ceniza, hasta el cuello; se apretó a la garganta un pañuelo de seda blanco, y al cabo dijo:
-Ps... Veremos.
Llegó a su casa, la fonda; llamó al sereno que tardó en venir; pero en vez de reñirle como solía, le dio dos palmadas en el hombro y una propina en plata.
-¡Qué contento viene el señorito!... ¿Del baile, eh?
-Señor Roque, del baile...
Y al acostarse, al dejar en una percha una prenda de abrigo interior, de franela, murmuró a media voz don Álvaro, como hablando con el lecho, a cuyo embozo echaba mano:
-¡Lástima que la campaña me coja un poco viejo!...