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La Reina Margarita

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La Reina Margarita
de Leopoldo Alas


Por la noche se la veía en el ensayo, los días que no había función, que eran lunes y viernes, ocupar, en la sombra, una butaca de quinta o sexta fila, envuelta en su chal gris, humilde; permanecía inmóvil horas y horas, callada, sin reír cuando reían allá arriba, en el escenario, sus compañeros, que no pensaban en ella. Las noches de función solía ir a un palco de tercer piso, como escondiéndose, ocupando el menor espacio posible, y quieta, callada como siempre. No la divertía mirar al público, desconocido, indiferente, casi hostil; para ella era lo mismo siempre, en todos los pueblos que iba recorriendo con la compañía: un enemigo distraído, que le hacía daño sin pensar en ella. No le miraba. Demasiado tenía que verle de frente, frío, insensible, cuando la pobre tenía que salir a las tablas y cantar sin perder el compás, sin atragantarse, y hasta expresando con gestos y actitudes ciertas pasiones que no eran las suyas, penas que no eran las que la mortificaban. Miraba al escenario: prefería ver una vez más, después de mil, la misma escena, oír el mismo canto: a lo menos, aquel aburrido monótono espectáculo repetido era algo familiar, como una patria moral ambulante; la ópera viajaba con ellos. Miraba el escenario como un nómada podía mirar el carro o la tienda que le acompañaba a través de regiones nuevas, desconocidas. En su imaginación la escena era la tierra firme, el público el mar tenebroso. Esto cuando veía las tablas desde fuera; porque cuando estaba sobre ellas, el público seguía siendo el mar bravo, y el escenario era un frágil leño flotante, juguete de las olas.

Iba al teatro, no porque gozara con el espectáculo, sino por huir de la soledad de la posada, y por costumbre; por seguir a los suyos, que al fin lo eran los de la compañía, aunque para ella desabridos, fríos, distraídos, casi indiferentes. Estaba acostumbrada desde pequeña a hacer lo mismo. Su madre había sido cantante; su padre, músico de la orquesta: ella, niña, prefería quedarse a dormir, pero sola no; iba al teatro, a padecer entre bastidores frío, sueño, cansancio, hastío... mas todo lo prefería al miedo de verse sola en la posada, de noche. Ahora que no tenía padres a quien seguir, iba al teatro por seguir a todos los de la compañía, por huir de la poca luz de su celda de huésped pobre; del frío, del silencio, del aislamiento, que la comían el alma con sus horas de bostezos como simas.

No recordaba cómo había entrado ella en el arte. Ello había empezado por ser una ilusión de su señora madre; un día había hecho falta buscar una niña que representara cierto papel; pareció ella; la aplaudió el público, y desde entonces quedó incorporada oficialmente a la compañía. En otra ocasión, un director de orquesta, algo maestro de canto y algo aficionado a la madre de la infeliz Marcela, nuestro personaje, descubrió que la niña tenía hermosa voz; lo creyeron el padre y la madre, nadie lo negó, y la chica aprendió música y empezó, cuando tuvo edad suficiente, a cantar papeles muy modestos en la compañía donde trabajaba su madre. Así había empezado aquello: era cantante porque nunca había sido otra cosa, ni nadie la había propuesto cambiar de oficio. Tenía apego al teatro, como se lo tienen a su tierra aun aquellos que viven en país triste, ingrato. Teníale el cariño tibio que engendra la costumbre. Pero no conservaba ninguna ilusión de artista, hasta casi había olvidado las que al principio de su opaca, triste carrera había tenido. El público la había desengañado poco a poco. Además, no era hermosa. Había tenido sus dieciocho años como cualquiera; pero ni laureles ni amores habían tejido para ella una corona de felicidad. Desengaños vulgares, sordos, en todo. En la compañía en que estaba ahora, había permanecido años y años por vínculos de amistad de sus padres difuntos con los directores de la empresa; y porque Marcela llenaba huecos, lo aguantaba todo, no tenía pretensiones, no hacía sombra a nadie y se contentaba con un sueldo inferior a su categoría de cartel. Nunca había trabajado más que en provincias. Los gacetilleros, mal vestidos y no siempre bien educados, que ejercían de Aristarcos del bel canto, la trataban ordinariamente con un desdén provinciano que hay que conocer para apreciarlo en toda su humillante amargura. La perdonaban la vida. Cuando más, decían que no había descompuesto el conjunto; pero lo más común era afirmar que la señorita Marcela Vitali (Vidal) había hecho laudables esfuerzos para dominar la emoción que visiblemente la embargaba. Sí, esto era verdad. Tenía un miedo cerval, invencible, al público; un miedo que no se le quitaba con los años. Sus protectores, los amos del cotarro, se fueron acostumbrando a tolerarla como una carga de caridad, si no de justicia. Por evitarla a ella disgustos y por no comprometer las obras más de lo que otros las comprometían, iban prescindiendo, más cada vez, de Marcela. Seguían pagándole un corto sueldo, y ella, que comprendía que apenas lo ganaba, callaba, humillada, triste, pero casi agradecida. En general, los demás cantantes ni la querían ni la odiaban; la miraban como un apéndice inofensivo de la compañía. Pero donde el egoísmo y la envidia nada tienen que aborrecer, la malicia burlona todavía tiene algo que decir, gracias a su horrible dilettantismo. No se sabe quién inventó para Marcela un apodo, que fue en adelante el nombre que tuvo para los de casa. Se la llamó la Reina Margarita.



Fue por esto. Cada día se le manifestaba el público a Marcela menos favorable en todas las óperas, por insignificante que su papel fuese; pero con una excepción. En cierta obra clásica, muy aplaudida en todas partes, la Vitali tenía a su cargo el personaje de una Reina Margarita, más o menos fantástica; una Reina que no gobernaba; lo más constitucional posible; porque, en todo y por todo dejaba pasar delante y eclipsarla a otra primera tiple, que sin ser duquesa tal vez siquiera, la obscurecía a ella, a la Reina, por completo; la comía la voz cuando cantaban a un tiempo, y le quitaba un amante que la Margarita amaba en secreto. Todo el mundo estaba allí menos la Reina, que en el tercer acto desaparecía, después de perdonar varias felonías a una porción de coristas, y no volvía a presentarse en escena. Era una majestad triste, modesta, apocada, que oía en pública audiencia una porción de arias, romanzas, dúos y tercetos; se pasaba media hora sentada en su trono, sin que nadie le hiciera caso, y cuando se permitía cantar, tres o cuatro veces en toda la ópera, lo hacía en melodías de dolorosa resignación, sin grandes gritos: y dejándose, al fin, dominar por voces más poderosas que, en un concertante, acababan de ahogar sus lamentos de elocuente, dulce monotonía.

No sabía ella por qué, Marcela se había enamorado de este papel; y el público, y el director, y los compañeros, le encontraban en él cierta gracia que otras veces no tenía. Hasta casi guapa salía Marcela Vidal en su Reina Margarita. Las únicas flores que había oído de soslayo a los abonados de los palcos proscenios de la platea, habíalas debido a su Reina Margarita. Para no cambiar nunca de aspecto, ya que había parecido bien en este papel, Marcela se hizo un traje para tal ópera, y en ella nunca usaba los de la empresa, sino el que le había costado su trabajo y su dinero. Algunas veces el público no sólo había encontrado simpática y discreta a la Vidal en este papel, sino que hasta la había gratificado con alguna palmada de propina al terminar cierto dúo con la tiple, la cual después la eclipsaba por completo. En el cuarto acto ya nadie, ni en la escena ni en la sala, se acordaba de la Reina Margarita; pero esto no quitaba que ella se fuese a su humilde posada, solita, más contenta o menos triste que de ordinario, no forjándose ilusiones (esta fragua la tenía ella apagada mucho tiempo hacía), pero con la satisfacción de haber ganado el pan que comía, por lo menos aquella noche.

Sin embargo, esta misma buena impresión llegó a gastarse, Marcela notó la ironía que sus compañeros indicaban con cierta malicia al llamarla Reina Margarita, aludiendo al relativo triunfo de la humilde cantante en este papel; y ella misma acabó por ver el lado cómico de su limitadísima especialidad. La empresa era la que tomaba con más seriedad la cosa; ya se sabía: en aquella ópera de recurso, el papel de Reina para Marcela; antes faltaba la luz de las baterías que así no fuera.



Llegó la compañía a una ciudad del Norte, en mitad del invierno. Los cantantes estaban aburridos, todos temían quedar sin voz; la humedad les llegaba a las entrañas. Tiritaban, encogidos, y no les bastaba todo el vestuario para envolvérselo al cuello. El tenor, que se creía hombre del porvenir, y hubiera querido tener un estuche de terciopelo para la laringe, no abría la boca más que para comer, hasta que llegaba la hora de cantar. Era un pueblo triste, levítico, opulento, que tenía ópera por lujo más que por afición. Los ricachos se abonaban, pero dejaban muchos días los palcos sin gente. No había afición a la música, no había más que dinero, que en punto al arte se convertía en pretensiones. No entendían, pero, como eran ricos, se creían con derecho a ser exigentes; además, no se quería un mal contrato: sentirían mucho que se les diera gato por liebre, no por las notas desafinadas, que no les hacían ningún daño, sino por la lesión enorme que pudiera causar a sus intereses el pagar como ocho cantantes que valían como cuatro, v. gr. Así es que se consultaba con inquietud, y oyéndolos como a oráculos, a los pocos peritos, o que pasaban plaza de tales, o que había en el pueblo. Los cómicos, como suele acontecer, hacían rancho aparte en la ciudad: no trataban apenas a nadie; no les interesaban ni los monumentos, ni las costumbres, ni los paisajes de la hermosa campiña. De la posada al teatro, al ensayo o la función. No sabían más que esto: «que llovía sin cesar, que el cielo era de plomo, y que el público era muy frío, muy reservado, temía comprometer su fama de inteligente aplaudiendo lo que no merecía aplausos».

Para Marcela no ofrecía aquello novedad; todos los públicos le parecían el mismo; un enemigo, un juez, un verdugo; algo así como una especie de guardia civil que la perseguía a ella por el delito de no tener buena voz, y aturdirse y no acabar de dominar la escena. El agua, la humedad que le atravesaba los huesos, el cielo oscuro, bajo, ceniciento, eso sí le entristecía. Se sentía allí más extranjera que en las demás ciudades de su patria, que ella no tenía por patria. Como no se podía salir a paseo por los alrededores, lo cual solía ser su recreo único fuera del teatro, se aburría mortalmente un la posada. Cosía, recomponía la seda y los galones y las perlas falsas de su traje de Reina, hacía solitarios con una baraja sobada... y dormía mucho. Cantó una, dos, tres noches la Reina Margarita; por primera vez la citaron nominatim los gacetilleros severísimos; no tuvieron inconveniente en declarar que la señora Vitali había estado discreta en su modesto y simpático papel de Reina, escuchando merecidas pruebas de simpatía en el dúo del segundo acto... y nada más. Marcela volvió a su huelga oficial, a envolverse en el chal gris, y ocultarse en la sexta o séptima fila de butacas, en la sombra, las noches de ensayo, y en su palco tercero en las noches de función.



Estando allí, en el palco tercero de la extrema izquierda, asistió a un penosísimo espectáculo que le puso carne de gallina y le hizo aborrecer más que antes al monstruo, al público enemigo.

El tenor, el cómico de primera, acabó por ponerse malo de la garganta con la humedad, y por lo que abusaba de él la empresa. La gacetilla bramó; los abonados amenazaron con retirarse al monte Aventino (en el Círculo de recreo). Echando la cuenta por los dedos, aquellos dignos comerciantes demostraban que con el catarro pertinaz del tenor se les defraudaba en tantas pesetas con tantos céntimos. «Estas son puras matemáticas», decían ellos enseñando los dientes a la empresa.

La cual cogía el cielo con las manos, y no sabía qué hacer. Como llovido del cielo, que la empresa cogía, cayó en el pueblo, no se sabe de dónde, un tenor procedente de la capilla de cierta insigne catedral. Sabía más música que el otro; aprovechaba su poca, pero bien timbrada voz, con mayor maestría, y en fin, daba mucho más gusto oírle cantar a él que al tenorcito de las pretensiones y los escrúpulos. Declaró el recién venido que la partitura que mejor dominaba era el Fausto. Ropa no la tenía, pero sabía el papel, sin tropezar, de cabo a rabo. Se le arregló como se pudo la ropa, de otros Faustos mejores mozos, que había en el teatro, empolvada y con algunos zurcidos. Candonga, pues el nuevo tenor se llamaba Candonga, no se sabe por qué, pues ni era candonguero ni amigo de candonguear; Candonga se resistió a confirmarse en italiano y a llamarse Cantonghini, como le propuso la empresa. «¿Y Scherzo? llámese usted Scherzo, que es una especie de traducción de Candonga», le dijeron. Pero nada; él era dócil, pacato, mas en este punto no cedía. No quería renegar del apellido de su padre. Y como el apuro era grande, la empresa se sometió, y en carteles se decía: Fausto, señor Candonga.

Lo peor no era esto; sino que Candonga pisaba mal, apoyando primero con fuerza el calcañar; destrozaba en seguida los tacones, y parecía un animal raro con aquel modo de poner la planta. Además, tenía la costumbre de calarse demasiado el sombrero por atrás; y, para decirlo todo, no se sabe en qué consistía, pero encogía los brezos de tal manera, que todas las mangas le venían largas. La empresa no reparó en esto, ni el director de escena ni el de la orquesta se fijaron en que aquel hombre jamás había sido Fausto más que vestido de paisano, con grandes apariencias de seminarista.

Llegó la noche del debut de Candonga, y aquello fue el disloque, según decía un señorito de las butacas que había estudiado farmacia en Madrid. El público gozó mucho, porque se rió de Candonga toda la noche a mandíbula batiente; y cuando tocaban a cantar, el pobre tenor de capilla parecía un ángel bastante entendido en el arte. Por de pronto, cuando hubo que despojarle de la hopalanda del sabio, tirando por tramoya de una cuerda, le dejaron en mangas de camisa y con media barba. Se arregló aquello como se pudo; pero en la primera entrevista con Margarita, Fausto no hizo ver más que sus disposiciones para la carrera eclesiástica. En fin, un martirio. El pobre, que debía de necesitar mucho el sueldo, aguantaba: se reían de él, y él se sonreía y procuraba estar fino con Margarita la rubia, que estaba en ascuas junto a un seductor que parecía, por lo menos, subdiácono. Candonga se agarraba al canto como a un clavo ardiendo. Si le hubieran dejado cantar con las manos en los bolsillos, lo hubiese hecho mucho mejor, y mejor aún bajo tierra; pero, en fin, mientras cantaba, cesaba la risa, y hasta le aplaudían algo. Pero volvía a predominar la mímica, y el público, cruel, pagano, volvía al jaleo, a la bronca, se oían chistes que iban de palco a palco. Una orgía de humorismo provinciano a costa de un infeliz hambriento.

Margarita, la otra, la Reina, sentía desde allá arriba una lástima infinita. La voz de aquel señor Candonga, a quien no tenía el gusto de conocer, le llegaba al alma, le pedía compasión, consuelo; para ella todo lo que cantaba aquel Fausto venía a decir: «Vosotros los que pasáis por este camino del arte, por este calvario, decidme si hay dolor como mi dolor». Se le saltaban las lágrimas. Si hubiera tenido una bomba de dinamita, acaso la hubiera arrojado sobre aquellos señoritos de las butacas, que despellejaban a un hombre que sabía más música que todos ellos. Salió Marcela del teatro antes de la apoteosis, es decir, del consumatum est.



Feliciano Candonga y la Reina Margarita no tardaron en hacerse amigos. Se conocieron entre bastidores, en la obscuridad de un rincón, durante un ensayo de una ópera en que la señorita Vidal cantaba unas cuantas notas y Candonga absolutamente nada. Simpatizaron en seguida. Los atraía, cual un imán, la semejanza de su suerte. Feliciano, después de aquel Fausto famoso, no volvió a salir a las tablas; la empresa no se atrevía a despedirlo por si el otro tenor, que ya había sanado, volvía a inutilizarse; pero tampoco osaba la empresa desafiar la indignación del público con una segunda presentación del tenor de capilla. Se estaba a la expectativa; y en tanto se le entretenía el hambre al infeliz cantante con algunas piltrafas de sueldo. Por lo visto, él estaba muy mal de recursos, porque, a pesar de lo humillante de su situación, no se quejaba; sonreía a todos, fingía no darse por desairado y esperar turno para volver a salir a escena.

Marcela y Feliciano comprendieron que su situación de artistas medio licenciados era muy parecida. Este lazo los unió estrechamente. Además, se parecía su carácter. Los dos buscaban la obscuridad, eran modestos: dos resignados.

La Reina Margarita ocupaba su butaca en la fila siete, en lo obscuro, las noches de ensayo, y a poco allí se presentaba el tenor desahuciado. Hablaban en voz muy baja, a ratos, cuando el director de orquesta no exigía silencio absoluto. Otras veces oían la música con religiosa atención, contentos con oírla así, tan cerca uno de otro. Coincidían en sus opiniones acerca del mérito de las óperas y del mérito de los que a ellos les tenían de reemplazo. Coincidían en estar exentos de envidia. Y era un nuevo placer delicado, lleno de consuelo, aquel dúo de la caridad, de justicia, en que su ánimo estaba tan armonizado. Admiraban las mismas bellezas y perdonaban los mismos agravios.

De lo que más hablaban era de ellos mismos. Marcela, singularmente, encontró una delicia desconocida en contar a otra persona sus tristezas, la monotonía gris de su existencia. No era, en apariencia a lo menos, muy poética su conversación. Los catarros que martirizaban a la pobre cantante eran tema de la mayor parte de sus diálogos, al empezarlos por lo menos. Por acuerdo tácito, llegaron a tomar por costumbre el comunicarse lo que habían hecho y lo que habían padecido o gozado durante todo el día. Hablaban muy bajo, con cierta mística entonación que parecía concierto de amores, del frío, de la helada, de la humedad, de la poca ropa que daban en la posada para la cama, de otras nimiedades tristes de la vida ordinaria. Supo Candonga que Marcela se pasaba las horas muertas haciendo solitarios con una baraja sobada. Él le ofreció una nueva. Candonga, por su parte, jugaba mucho al dominó en un café de las afueras. De lo que no hablaban jamás era del arte con relación a las propias miras; parecía que para ellos no había porvenir, ni bueno ni malo. Candonga, alma sincera, creía firmemente que aquella muchacha tan simpática sabía poca música y cantaba muy medianamente. Hubiera partido con ella una peseta y un puchero de garbanzos, pero era incapaz de adularla, de engañarla. Marcela, que creía ver en Feliciano un músico aceptable, comprendía más cada día, que aquel hombre tan natural, tan bueno para en casa, nunca sería lo... farsante que se necesita ser para dominar las tablas. No; no veían porvenir, y no hablaban de él. Si Marcela insistía en tratar de asuntos teatrales, pero siempre refiriéndose a los demás, no era por gusto, sino porque no sabía nada de otras cosas.

Un día notó Candonga con asombro que Margarita, la Reina, no sabía a punto fijo quién era Martínez Campos. No sabía nada del mundo, que para ella todo era público, público hostil, juez implacable. Cuando se agotaba el tema de las vicisitudes de sus aburrimientos, fríos, catarros y demás tristezas cotidianas, Feliciano iba poco a poco renovando la conversación mediante referencias a otros horizontes de vida desconocidos para Marcela. El tema favorito llegó a ser la manera de ganarse el sustento sin contar para nada con el público del teatro. Había quien ganaba muchísimo más que ellos; v. gr., comprando harina, teniéndola en casa una temporada y vendiéndola después. Se compraba como ciento, se iba vendiendo uno a uno, y sin más, se ganaba por cada ciento... tanto; mucho. «¡Qué felicidad!» pensaba la Reina. Y la gente que entraba a comprar y a vender no tenía derecho a silbarle a uno; había trato o no; pero sin insultar a nadie: si el género no gustaba, no por eso los parroquianos se burlaban del comerciante. Y suspiraba la Vitali, pensando en aquel paraíso del tanto por ciento, pacífico, sedentario, escondido, serio, honrado, humilde.

Y de una en otra, Candonga llegó a confesarle su secreto. Que si él se veía como se veía era por haber sido tonto, vanidoso. Que ciertas adulaciones se le habían subido a la cabeza, y se había empeñado en ser artista, aunque fuera de iglesia; y por seguir esta vocación había abandonado a un tío suyo que le hubiera metido en un pueblo de la provincia de Palencia, en el comercio de harinas, con grandes probabilidades de hacer un negocio decente. La Reina Margarita, asombrada, aconsejó al tenor que escribiera al tío, que cantara... la palinodia. Y así lo hizo. Y cuando un mes más tarde la compañía levantaba sus tiendas y se iba con la música a otra parte, Feliciano, la última noche de función, en la obscuridad del antepalco, le hacía saber a la Reina Margarita que Fausto rompía su pacto con el diablo del arte, y se marchaba a Grijota, donde le esperaban los sacos fructíferos de su tío Romualdo. La Reina le dio la enhorabuena con voz trémula; y ya en toda la noche habló poco. Feliciano se creyó en el caso de acompañarla hasta la posada, cuando ella le dijo que se retiraba, porque no se sentía bien. Por la calle, obscura, húmeda, triste, no hablaron tampoco apenas. Al llegar al portal de la pobre vivienda donde tanto se había aburrido Marcela, se detuvieron, cortados los dos, mudos.

No sabían cómo despedirse...

-¿Y usted? -dijo por fin Fausto.

-¿Yo? Mañana en el tren de las siete sale la Reina Margarita, en tercera; ocho horas de viaje, y por la noche en Z... función... La Reina Margarita se presentará al respetable público... ¡y procurara no descomponer el conjunto!

Y entonces Fausto Candonga, que dejaba el teatro principalmente por no saber adorar a Margarita (la plebeya) como era debido, en la escena de la ventana; Fausto Candonga, como pudo, tartamudeando, ofreció a la Reina su blanca mano, y su blanca harina, y los sacos del tío Romualdo... y todo lo que él podía valer en Grijota. En fin, se declaró, metiéndose en harina; y la dicha de aquella luna de miel que ofrecía, se cifraba en la ganancia legítima, segura, lejos de las baterías del escenario, lejos del público, de las lentejuelas y de las imponentes figuras de los violoncelos y de la tiránica batuta del director de orquesta...

  • * *

Algunos años después se celebraba en Grijota la proclamación del diputado provincial don Romualdo Candonga, y hubo gaudeamus, fuegos artificiales y su poquito de teatro. Y lo mejor de la función fue que, nada menos que el señor don Feliciano y su digna esposa doña Marcela Vidal, salieron al tablado que se levantó en el Ayuntamiento a cantar como ángeles, vestidos con trajes que ni los cómicos de la corte. Había que ver al rico mercader de harinas y a su señora la hacendosa doña Marcela, cada cual por su lado, y sucesivamente, hacer las delicias de sus convecinos, con unos gorgoritos y unos suspirillos cantados que daban gloria. Candonga pisaba de tacón, como siempre, y el traje de Fausto que le había hecho su mujer, lo vestía como lo hubiera vestido uno de aquellos quintales de harina de flor que tenía en su casa; pero cantar era un prodigio. Y cantaba solo, sin Margarita que le estorbase.

Y después salió la Reina Margarita con el traje de su propiedad, que había conservado. Y rayó a gran altura, sin que la eclipsara nadie.

Al día siguiente, los músicos del pueblo sostenían que era una lástima, que el feliz matrimonio no se lanzara de nuevo a la vida artística, pues tenía seguros los aplausos, las contratas, etc., etc.

-¡Qué horror! -se decían Marcela y Feliciano, mirándose y sonriéndose-... ¡Si todo el público fuera como el de Grijota! ¡Amigos y parientes! Y por si alguna chispa de tentación les quedaba en el alma, en el fondo, Candonga vistió con su traje de Fausto un armatoste de cañas que tenía en al huerta para espantar los gorriones.

Y cuando llegó domingo el gordo, el primer día de carnaval, llamó la atención de Grijota, en el baile de las Maritornes, una máscara que lucía un traje de seda, oro y pedrería... Era Sinforosa, la ilustre fregona de los Candonga, a quien su ama, doña Marcela, había disfrazado con el traje que un día fuera su única ilusión de artista, el traje de corte de la Reina Margarita.


Este cuento forma parte del libro Cuentos morales