Ir al contenido

La Revolución de Julio/VI

De Wikisource, la biblioteca libre.

VI


Diciembre de 1853.- He comprendido que mi mujer, en quien cada día reconozco más claras dotes de profetisa y adivinadora, me señala la verdadera fuente de la histórica filosofía, y su talento admirable arroja mayor brillo cuando me dice: «En los actos más insignificantes encontrarás el filón de pensamientos que buscas». A los pocos días de la conversación relatada en mi anterior confidencia, salimos de compras. Algo necesitábamos para nuestra casa; pero íbamos acompañando a Valeria, que aún no había completado el ajuar de la suya, y nos llevaba de asesores inteligentes. En muebles importados de Francia vimos maravillas. De algún tiempo acá se han establecido en Madrid no pocos marchantes que nos traen las formas gallardas y cómodas de la ebanistería y tapicería francesas. ¿Qué sillones y qué sofás de blando asiento! Los huesos duros del español de raza, hechos a toda incomodidad y dureza, caen en ellos embelesados y no saben levantarse. Todavía tenemos espíritus ascéticos que se escandalizan de esta blandura y la llaman ¡sibaritismo!... Pues en muebles de puro adorno hay preciosidades que quitan el sentido a las señoras de buen gusto y de aficiones suntuarias. Los veladores maqueados, las sillas del mismo estilo, hacen el agosto de estos buenos mercaderes, en quienes advierto, con grande asombro, que se han asimilado la relamida finura francesa para enseñar el artículo, regatearlo, venderlo y cobrar su importe, si es que lo cobran. En juegos de habitaciones completas, comedores de nogal tallado, alcobas de palo santo, salas y gabinetes, vi gran variedad, a precios razonables, al alcance de los que tienen poco dinero y aun de los que no tienen ninguno...

Pues mayor fue mi sorpresa cuando me llevaron (Valeria era la que guiaba) al 17 de la calle Mayor, La Exposición Extranjera, suntuoso almacén de objetos de laca, de bronces para regalos, y de mil bagatelas elegantes, graciosas, útiles, obra del inagotable ingenio parisiense. No me había yo enterado de que nos traen acá toda esta superfluidad bonita, y menos de que se vende como pan, echando por tierra la leyenda de las austeras costumbres españolas. Vi gente innumerable que compraba, o al menos que veía y regateaba. Aquel género de pura distinción y lujo también se va poniendo al alcance de los que no tienen sobre qué caerse muertos. Compran los ricos, los que disfrutan un modesto pasar, y los empleados de catorce mil reales que dan reuniones en su casa, y se prometen mayor ostentación cuando logren el ascenso a dieciséis mil... ¡El mundo está perdido! Algunos cuartos dejamos en La Exposición Extranjera, y no volvimos a casa sin echar un vistazo a otros establecimientos: género blanco y mantelería, encajes, plata Ruolz, etcétera... Cuando María Ignacia y yo comentábamos a solas nuestra correría por las tiendas de tan grande novedad, me dijo ella: «¿Tú qué te creías, que Madrid no progresa? Pues déjate que pongan los ferrocarriles; verás cómo se cuelan aquí todos los adelantos». Y yo: «Ya veo, ya: nuestro pueblo se asimila los progresos del lujo y de la comodidad más pronto de lo que yo pensaba. Tenías razón en decirme que estas cosas insignificantes y comunes merecen que se les indague el busilis. Escribiendo yo de ellas, escribo Historia sans m'en douter». Y ella: «Yo no sé si escribes Historia o no: sólo sé que esto es comedia y de las entretenidas, es sátira, es pintura de costumbres».

«Relaciono estos hechos -dije- con la epidemia reinante, que llaman pasión de riquezas, fiebre de lujo y comodidades. Así nos lo cuentan y así lo vemos con nuestros propios ojos. Un día y otro nos hablan de los escandalosos agios, de los negocios y contratas con que el Gobierno premia a los que le ayudan. Ya viene de atrás este tole-tole; pero D. Juan Bravo Murillo fue quien más abrió la mano en las concesiones de vías férreas, de explotación de minas, de obras para nuevos caminos y para puertos y canales. Esto es muy bueno, esto es vivir a la moderna, esto es progresar. No hemos de ser un eterno Marruecos petrificado en la barbarie y en la pobreza... Aunque sigo aborreciendo a nuestro amigo Rementería, por hablador insufrible, pienso que este hombre enfadoso y cargante es un mesías que viene a traernos vida nueva. Poco vale el mesías; pero sin duda no merecemos otro. Ahora falta ver qué regeneración nos trae, y cómo la recibimos». Y ella: «No hay duda de que los españoles quieren entrar por el camino de la ilustración, madre del bienestar». Y yo: «Pero no empiezan por el principio, que es instruirse y civilizarse, para después gozar. Dicen: gocemos, y luego nos civilizaremos. Ven todo ese material bonito y elegante que los extranjeros han inventado para su goce, para su descanso y recreo; y tomando el fin por el principio, piden que vengan acá esas maravillas, las compran, las usan, quieren gozar de ellas, creyendo que con adquirirlas y poseerlas son tan civilizados como los que las inventaron y luego las hicieron. Signo de cultura son las ricas alfombras, las tapicerías, los sillones de muelles en que se hunde el cuerpo perezoso. Pues tráiganmelo, dicen: decoraré con ello mi casa, me daré tono de hombre culto, y ya se verá luego de dónde saco los dineros para pagarlo. No ha de faltar un buen negocio, un repentino hallazgo de veta minera, un cambio político, un premio de lotería, una herencia de tíos de América».

Enero de 1854.- Mi simpatía por Sartorius, motivada quizás de su cumplida urbanidad y de las atenciones que de él merecí en otra época, no se amengua con el zarandeo en que le traen los innumerables cesantes de alta categoría, moderados inclusive; los que ministraron el pasado año con Roncali y con Lersundi, y toda la caterva progresista y democrática. Ni entiendo este remoquete de polacos y polaquería con que se designa toda corruptela, los verdaderos o imaginarios chanchullos de que nos habla la vocinglera opinión. Ello es que desde que entró San Luis a dirigir el cotarro, en Septiembre del año anterior, se ha desatado un viento de huracán, que conmueve el cimiento del poder público. Las polvaredas que a todos nos ciegan, no nos dejan ver la mentira ni la verdad.

A la nariz me llegan olores de revolución sin que sepa precisar de dónde salen; pero ya puedo presumirlo, porque les acompaña tufo de cuarteles. Se nota en el vecindario madrileño esa especial alegría del pueblo español cuando hierve dentro de él el caldo de las conspiraciones, algo como preparativos de bodorrio plebeyo. Hasta me parece que noto en las personas de afición filarmónica el prurito de componer himnos, y en las de armas tomar, ojeadas estratégicas para el emplazamiento de barricadas. Comparten con Sartorius el vilipendio de la impopularidad el Ministro de Hacienda, don Jacinto Félix Domenech, ayer progresista, hoy polaco, y Agustín Esteban Collantes, contra el cual los maliciosos no fulminan ningún cargo concreto: que fue redactor de La Postdata, Secretario del Gobierno Civil de Madrid, Director de Correos, Ministro después; motivos suficientes para que le aborrezcan los que no han sabido ser nada. Me enfadan estos aspavientos de la ineptitud, que se disfraza de catonismo para que la oigamos. A los hombres que con vigorosa voluntad han sabido encumbrarse, les tengo siempre por mejores, en todo sentido, que los entecos que sólo saben tirar de los pies al prójimo que sube. Hablo de Collantes con más extensión que de Domenech, porque a éste apenas le conozco, y aquél es amigo mío. Pienso que ambos están llamados a grandes amarguras, y por anticipado les compadezco...

Mi mujer, firme en la idea de que un constante y metódico empleo de mis facultades anímicas ha de ser muy provechoso para mi salud, me recomienda que ponga mi atención en la política, ahora que está cual nunca interesante, preñada, como dice algún órgano de la Prensa, de formidables acontecimientos. Anhelo yo que esos acontecimientos vengan, y que me traigan aspectos y emociones dramáticas, con algún perfil cómico que dé humana realidad a mis historias. Anhelo también que, si los sucesos políticos toman vuelo y se hinchan con trágica grandeza revolucionaria, salga del seno agitado de los tiempos algún privado suceso de los que se miden y confunden con los públicos, formando una conglomeración sintética. Revolución quiero y necesito: revolución en los cerebros y en los corazones, revolución arriba y abajo, dentro y fuera...

17 de Enero.- ¡Vaya que esto parece brujería! Cuando con tanta fe y devoción pedía yo al Destino, a las Musas o al Demonio coronado, una revolucioncita privada o pública para mi solaz y entretenimiento (con tal que no venga por mi casa), ¿quién me había de decir que tan pronto sería complacido por las ocultas divinidades celestiales o demoníacas que me protegen? Todo suceso, sin excluir los políticos de mayor monta, palidece ante el que me ha traído una carta que esta mañana recibí, sin que me haya sido posible averiguar qué mano la entregó a mi portero con encargo de que me la subiese pronto, pronto... ¡Vaya unas prisas!... Lo primero que hice al desdoblar el papel fue buscar la firma, y con estupor leí: Virginia... Pues veamos lo que Virginia cuenta. Corrigiendo su criminal ortografía, para que la Posteridad no vitupere a esa criatura más de lo que merece, copio lo que ya he leído cien veces, sin que tantas lecturas me curen de mi asombro.

«Querido Pepe: a ti que eres tan bueno, y sabes apreciar las cosas como son, te digo lo que te digo, a ti solo antes que a nadie... Y te lo digo sin remilgos, de escopetazo, como deben decir las personas valientes lo que hacen con firme voluntad. Te asustarás, Pepe; pero ya se te irá pasando el susto.

Sabrás, querido Pepe, que me he escapado de mi casa con el hombre que amo, con el que es primero y único amor mío. Dios sabe que nunca amé a otro, y que mi corazón estuvo muerto hasta que conocí al que ha de ser mi pasión y mi felicidad ahora y siempre. Con él me lanzo por el camino de la vida. De mi casa he salido tranquila y animosa, sin llevarme más que alguna ropa y las alhajitas que tuve de soltera.

Querido Pepe: no te digo el nombre de él, porque no quiero que nos descubran ni nos persigan. Te diré que es joven, que es bueno, y que me ama con delirio, como yo a él.

No siento dejar mi casa, que me era odiosa: en ella se queda Ernesto, de quien te diré que el mismo día de la boda, y al siguiente, ya vi bien claro que no le quería, ni podría quererle nunca. Ernesto no es un marido, ni sabe más que hacer cuentas. No te escribo para que vayas a consolarle. ¡Como que se habrá quedado tan fresco! él, y el ladronazo de su padre, y su casa, y toda la sociedad me importan a mí un rábano.

«Te escribo porque mis padres y mi hermana sí que me importan, y pensando en el sentimiento que tendrán por mi fuga, se me amarga el júbilo de mi estado libre. De tu buena condición y de tu amistad espero el favor de que vayas a ver a mis padres y a Valeria, y les digas que aunque me escapé, rompiendo por todo, siempre les quiero, y soy su invariable hija y hermana... Querido Pepe: les dirás también que estoy buena, aunque con la zozobra natural de saber lo que ellos padecen, y que no me arrepiento de haber tomado el portante, porque soy feliz, y me importa un rábano la opinión pública... A ellos les deseo conformidad, y les pido que me perdonen el mal rato que les he dado, y que se vayan haciendo, porque ya digo... me importa menos que un rábano, por lo que toca a la sociedad y a los conocimientos de casa... Les dices también, como cosa tuya, que no me busquen ni den parte, ni nada, porque ni hecha pedacitos así, vuelvo yo con ese marmolillo de Ernesto... y tú, ya sabes, Pepe querido, que no has de hacer por averiguar dónde estamos... No lo sabrás aunque te vuelvas mico... Si te portas como caballero, yo te escribiré alguna vez que otra, para que por ti entiendan mis padres que estoy buena y que les quiere mucho su hija. Adiós, buen amigo. Éste te saluda y te manda expresiones. Tú se las das mías a María Ignacia, y a tu niño dos besitos, uno de cada uno de nosotros dos... Pepe, mira bien lo que te encargo: que no nos busquen, que no den parte... Si así lo haces, tendrás la confianza de tu leal amiga -Virginia».

No pude yo contar las cruces que después de leída la carta trazó María Ignacia sobre su rostro y pecho, ni las exclamaciones de pena y asombro, que fueron su primer comentario a suceso tan inaudito. Al fin hizo estas observaciones rápidas: Ya dije yo que esa chiquilla no era tan buena como parecía. Recordarás que era de las dos la más modosita, y, para mayor absurdo, la menos romántica. Pero yo he creído ver en ella, antes y después de casada, relámpagos de locura. Mira por dónde sale ahora. ¡Dios mío, qué desgracia, qué vergüenza! Pero ¿cuándo ha sido la fuga? ¿Ayer noche? No lo dice... Y el hombracho, ¿quién es, Pepe? ¿Será de estos mequetrefes sentimentales que engañan a las tontas cantándoles el Suspiros hay, mujer, que ahoga el alma en flor, o será algún cotorrón maduro de éstos que...? En fin, tú sospecharás, tú tendrás algún indicio».

Respondile que nada sé ni sospecho, y que, en vez de dar vanamente al viento nuestras lamentaciones y conjeturas, debíamos acudir a las dos familias heridas por aquel escándalo, para ofrecerles el consuelo de nuestra amistad, como es costumbre, así en los duelos de muerte como en los de honra. Con perfecta unanimidad de pensamiento tomamos la resolución de proceder en sentido contrario a los deseos de la bribonzuela de Virginia, dando conocimiento de la carta a los padres, y ayudando a la busca, captura y castigo de los fugitivos. Media hora después de tomado este acuerdo, entrábamos mi mujer y yo en la casa que podríamos llamar mortuoria, y que encontramos toda revuelta. A don Serafín le habían sangrado, y doña Encarnación estaba en cama con furibundos ataques nerviosos. Eufrasia y Cristeta, que atendían a todo y recibían las visitas de duelo, nos informaron de la tribulación de los desdichados padres; y como yo pidiese noticias del estado de ánimo de los Rementería, contestome Eufrasia: «Pues esta mañana estuvo aquí don Mariano José a ver si sabíamos algo, y al responderle yo que seguíamos a obscuras, me dijo: 'Lo más lamentable es que en España no tengamos divorcio. ¡Estamos muy atrasados!'»

De acuerdo con María Ignacia, determiné practicar por mi cuenta y riesgo las primeras diligencias para dar con la prófuga, y me fui derechito a Gobernación.