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La Revolución de Julio/XII

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XII


Junio de 1854.- Sorprendido fui hace pocas noches, a deshora, por la visita de Rogelio Navascués, esposo de Valeria, al que acompañaba otro sujeto desconocido, que por el aire me pareció militar. Ambos vestían de paisano, con afectada traza de señoretes pobres de provincias, de los que años ha llegaban sin más objeto que ver La Pata de Cabra, y hogaño vienen a ponerse en contacto con la novísima civilización, llevándose, como señal o muestra de ella, baratijas de corto precio adquiridas en las tiendas más a la moda. Encarar con ellos en mi despacho, y ver sus fachas, y darme en la nariz olor de conspiradores buscando un escondite, fue todo uno. Lo primero que hizo Navascués fue presentarme a su compañero: «Bartolomé Gracián, Comandante con grado de Teniente Coronel, uno de los más fervientes enamorados de la Libertad... etc...». Luego se rieron los dos del pergenio que traían, alabándose de su agudeza para burlar a los corchetes, y acabaron por poner sus apreciables personas bajo mi amparo, para que yo las guardase en el sagrario de mi domicilio. La verdad, no me inspiraban interés ni lástima, y a ello contribuyó la cínica ligereza con que hablaban de sus trabajos, el menosprecio de sus superiores, y la confianza en salir victoriosos siempre que lograsen una libertad relativa con el escondrijo y la engañosa vestimenta. Además, mi suegro, don Feliciano, con egoísta previsión de hombre acomodado que aborrece toda molestia, me había dicho que nuestra casa no facilitaría el tapujo a patriotas militares o civiles acosados por la autoridad.

De esto hablábamos, cuando entró Valeria compungida, y con temblorosa frase y estilo de teatro imploró la hospitalidad, asegurando que sería por poco tiempo, pues la Revolución había de triunfar, y los perseguidos serían prontito los perseguidores. Mi mujer, que desde la pieza inmediata oyó la voz de su amiga, no tuvo más remedio que intervenir tomando su parte en las demostraciones de piedad que el sexo le impone, y no necesitó más Valeria para romper en llanto y hacernos una escena dramática, hiposa y sofocante, de ésas que en la escena nos encocoran y en nuestra casa mucho más. Sin que se nos ocultara que en la tribulación de la señora de Navascués había no poco de artificio, Ignacia y yo nos rendimos al formulismo de la amistad, y los perseguidos fueron amparados. Mas, no siendo posible tenerles en casa por el rigor cívico de mi suegro, discurrimos darles asilo seguro en otra casa de mi familia. Desechada la hospitalidad de mi hermano Agustín, por miedo de comprometer gravemente su furioso ministerialismo, con Gregorio me entendí aquella misma noche para traspasarle el embuchado; y tan bien dispuesta encontré a mi cuñada Segismunda, que no necesité gastar saliva para que consintiera en ser patrona de conspiradores. Obscuros y sutiles negocios, de que hablaré en otra ocasión, han enriquecido a Gregorio en poco tiempo. Segismunda se lanza con ambicioso vuelo a más altas esferas; quiere brillar y meter ruido, poner en su persona relumbrones aristocráticos recogidos en medio de la calle, o traídos del invisible Rastro en que van a parar las efectivas grandezas; y aunque las ideas de Gregorio y Segismunda son moderadas, como es ley de gentes que improvisan su posición, ambos ven con gusto que se alberguen en su casa dos caballeros revolucionarios de la clase militar. En estos revueltos tiempos, el conspirar ha llegado a ser de buen tono. A mi hermano, y particularmente a mi cuñada, les halaga que, cuando triunfe la Revolución, se les señale como generosos encubridores de los que hoy son facciosos y mañana serán héroes. ¡Qué no darían por esconder a un O'Donnell, a un Messina, o al avisado malagueño Cánovas del Castillo!

Todo quedó arreglado a media noche, y antes de amanecer, los paladines de la Libertad dieron fondo en el cómodo asilo que con maternal solicitud les preparó la esposa de mi hermano. Y ya muy entrado el día, pidiome audiencia en mi casa un sujeto que se anunció como funcionario de la Seguridad Pública, sin decir su nombre. Picada mi curiosidad, no tardé en recibirle; y si de la persona no puedo decir que fuera interesante, lo que el tal echó de su boca en la visita merece cabida preferente en estas Memorias de mi tiempo. En el hombre vi, como rasgos culminantes del tipo, un bigote negro cerdoso cortado en forma de cepillo, cabellera abundante cortada como escobillón, nariz pequeña y atomatada, bastón de cachiporra, gabán claro de largo uso, y sombrero, que en toda la visita permaneció en la mano de su dueño. Ostentaba la pelambre de esta prenda innumerables cicatrices, testimonios de una vida azarosa, estrujones, apabullos, palos ganados en escaramuzas callejeras. Quizás, en alguna reunión tumultuosa, sirvió de asiento a persona de extremada gordura; quizás, antes de cubrir la cabeza de su actual propietario, fue remate del figurado guardián que se arma en medio de las huertas para espantar a los gorriones. Pero si mucho el sombrero decía, más dijo el hombre, y sus manifestaciones encerraron tanta enseñanza, que aquí las copio, sin más enmienda que la supresión de mis observaciones y preguntas en el curso del diálogo. Así parece más clara y compendiosa esta página viva de la Historia Nacional.

«Vuecencia no me conoce, señor don José. Yo soy Sebo... quiero decir que así me llaman, y por Sebo me conoce todo el mundo en Madrid, aunque mi nombre es Telesforo del Portillo. El mote proviene de que nací y me criaron en un taller de extracción de sebo, calle del Peñón, donde mi padre y toda mi familia tenían la industria de velas, que allá por el 48 vino a parar en ruina, por causa de la introducción de la maldita esperma y otras porquerías, sacadas, según dicen, de las ballenas de mar... Desde que yo empecé a discurrir, más que los oficios de mano me gustaban los de cabeza, todo lo que fuera cosa de ilustración, o por mejor decir, de literatura. Con otros chicos representaba comedias, y de noche, en mi casa, copiaba versos de algún periódico para aprendérmelos de memoria. Llevado de mis aficiones, el primer pan que gané me lo dieron en la escuela de párvulos de la calle de Rodas, donde serví la plaza de auxiliar dos años cumplidos. Aunque me esté mal el alabarme, yo aseguro que no me faltaban disposiciones para desasnar criaturas. Con la paciencia que Dios me ha dado y cierto don natural para dominar las almas infantiles, hice verdaderos milagros en aquel desbravadero de las inteligencias. A muchos borricos domé, y más de un idiota me debe el dejar de serlo. El maestro, mi jefe, me tenía en grande estimación; era yo su brazo derecho, y en los últimos meses llevaba el peso de la escuela. Pero como nadie me agradecía los servicios que yo prestaba a la Nación, cogiendo de mi cuenta a los españoles chicos para convertirlos de animales en ciudadanos, y como mi estipendio era tan corto que apenas pasaba de dos reales y medio al día, insuficiente para pan y arenque o molleja, me vi precisado a cambiar de oficio. Por aquel tiempo empezó a salirme familia... pues, aunque yo no estaba casado todavía, la que hoy es mi mujer me había dado ya el primer hijo, principio de la cáfila de nueve que ya lleva paridos, de los cuales me viven seis para servir a Dios y a Vuecencia.

»Para no cansarle, señor don José, después de mil contradanzas molestando a medio Madrid en busca de colocación, el señor Beltrán de Lis me metió en este pandeldemonio de la policía, que es, hablando pronto y mal, el oficio más perro del mundo... y el más deshonrado, el más comprometido, si no se pone uno al igual de los criminales, y come de ellos y con ellos, para ayuda del gasto de casa... que es muy grande, señor. Los ricos no tienen idea de las fatigas de un padre de familia con seis criaturas, mujer, hermana mayor, y otros parientes que acuden al olor de un triste puchero. Esto no lo sabe el rico, que nos paga míseramente para que le cuidemos su vida y hacienda, y sobre pagarnos tan mal, tan mal, que todo mi haber, pongo el caso, no pasa de nueve reales y medio al día, nos exige que tengamos virtudes... ¡virtudes, señor, virtudes! maniobrando uno entre todos los vicios, y cuando en su casa no le entran a uno por los oídos más que clamores de la mujer: ¡que si los chicos están descalzos, y ella sin camisa, y todos con hambre por la cortedad del alimento! Yo tendré todas las virtudes conocidas, y algunas más, el día en que me las avaloren por moneda corriente, que de otro modo no puede ser. Si quieren virtudes baratas o de gorra, formen un Cuerpo de Policía de anacoretas, clérigos u otra calaña de gente sin familia ni necesidades. Suprímase la familia, seamos todos sueltos, tengamos refectorios públicos para matar el hambre, y habrá virtudes. De otro modo no puede haberlas y aquí estoy yo para decir con el corazón en la mano que no soy virtuoso. Gazmoñerías hipócritas no entran en mí. Y frente a un caballero que sabe apreciar las cosas como son, abro primero mi conciencia, después mi boca, y alargo mi mano para que los pudientes me den el pedazo de pan que el Gobierno, mi amo, no quiere darme por mi servicio. Yo huelo donde guisan y allá me voy. Hablo con un caballero, y humildemente le digo: «Señor, Sebo se pone a sus órdenes para todo lo tocante a dejar tranquilos a esos beneméritos Navascués y Gracián, que...».


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»Gracias, señor, por su ofrecimiento de socorro, que debe hacer efectivo a toca teja, porque en mi casa se carece de lo más preciso... Y paso a informarle de lo que desea saber. Anoche, cuando entraron en su casa el Navascués y el Gracián, vestidos de paisano, di conocimiento al señor Chico, que me ordenó suspender la vigilancia de estos sujetos. Naturalmente, ¿qué vamos ganando nosotros con extremar las cosas? ¿Apurar la ley para que el día de mañana los perseguidos de hoy nos limpien el comedero? Españoles somos todos, con derecho a vivir, y el grano que para nuestro alimento nos tira la Providencia desde el cielo, lo hemos de coger donde caiga... Digo, señor, que si el granito cae en campo revolucionario, allá nos tiramos a comerlo. Revolución quiere decir: «Caballeros, apártense un poco, que ahora vamos los de acá». En fin, que Juanes y Pedros todos son unos... y si el señor no se incomoda, le diré que mis chicos andan descalzos...


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»Gracias, señor, por su nuevo ofrecimiento. ¿Quiere saber los antecedentes criminales de esos dos peines? Pues allá van: al Navascués le conozco poco, pues no ha sido de mi parroquia. Le tenía un compañero mío, por quien sé que se pasa la noche comprometiendo a la oficialidad de Constitución y de Extremadura. Al otro, al Gracián, sí le conozco, y más cuenta me tendría lo contrario, porque los porrazos que de él y por él he recibido no se pueden contar. Créame, señor: entre todos los españoles locos, el más rematado es ese Gracián. Si el conspirar no existiese, él lo hubiera inventado. Desde que estrenó el uniforme anduvo en líos de pronunciamiento. Por poco pierde la pelleja en Madrid, el 48, y después en las Peñas de San Pedro. Vive de milagro: le matan y resucita. Es valiente; pero de esos que no pueden vivir sin faltar a la ley. A mujeriego no hay quien le gane. Cuando no engaña a dos, a tres engaña. Las mujeres quieren salvarle, y él no se deja. No hay en la Policía quien no tenga en alguna parte del cuerpo señal de sus manos. Yo, sin ir más lejos, estuve dos semanas con la cara hinchada, porque... verá Vuecencia: quise cogerle una noche, a su salida de Palacio, ¡de Palacio, señor!, que allí tenía su albergue. Me dio tan fuerte golpe que perdí el sentido, y creí que escupía todas las muelas de este lado. A dos compañeros míos, otra noche, junto a Caballerizas, les descerrajó un pistoletazo, pasándole a uno el sombrero y quitándole a otro un pedazo de oreja. Intentaron echarle mano; pero él sacó un cuchillo de este tamaño, con perdón, y les acometió con tanto coraje, que si no echan a correr, allí se dejan el mondongo. Asómbrese Vuecencia: hasta hace poco vivía en los altos de Palacio; parece que es sobrino carnal de una señora que vistió el hábito de monja en el convento de Jesús. Don Francisco Chico, cuando le llevamos esta referencia, nos dijo: «Cepos quedos, muchachos. Tres sitios hay donde no debéis meteros nunca: río, rey y religión...».


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«Razón tiene mi señor don José: dentro de Palacio hay ideas y personas para todos los gustos... Bien dice don Francisco Chico que el piso segundo es una república... Al tercero suelo subir yo, porque allí vive un primo mío, que me debe ochenta y dos reales de unos colchones que mi mujer vendió a la suya, y por cobrárselos a pijotadas, apechugo, en los primeros de mes, con el sin fin de peldaños de aquellas malditas escaleras. Por el primo sé muchas cosas, de ésas que se le dicen a uno para que las calle, y así hago yo... oír y callar. Los magnates se encargan de pregonarlas: ellos, que de presente adulan, por detrás despellejan. El pobre es el que habla siempre bien de las personas altas, pues como está mal comido, no tiene aliento más que para honrar y aclamar. El pobre mal comido dice a todo que sí, porque para el sí no necesitamos tanto aliento como para el no... Por esto, yo sostengo, y no se ría don José, yo sostengo que si el pueblo estuviera bien comido, bien bebido, y asistido en total de sus necesidades, diría que no, viniendo a ser enteramente revolucionario. Lo que oíamos cuando éramos niños, seguimos repitiéndolo de grandes. ¡Viva Isabel! fue el son con que nos arrullaban en nuestras cunas, y ¡Viva Isabel! gritamos hasta la muerte. Es un estribillo que tiene por causa la mala alimentación. Los hambrientos cogen un decir y no lo sueltan en toda la vida. Los señores bien cebados son los que pueden discurrir y hacerse cargo de las cosas públicas, mientras que el pobre sin sustancia es perezoso del cerebro, y no le entran más ideas que las que ya entraron, o sea las que recibió como herencia al mismo tiempo de recibir el patrimonio de su pobreza. Tomando pie de esto, excelentísimo señor, le suplico que mire por Telesforo del Portillo, alias Sebo, que es buen hombre, aunque en este oficio condenado no lo parezca; y puesto Vuecencia a proteger, eche una mano a toda la familia. Verbigracia, el chiquillo mayor de los míos, a su padre sale en lo agudo y a su madre en lo hacendoso. Sabe leer y escribe con buena letra. En esta gran casa podría tener colocación, aunque sólo fuera para llevar y traer recados. Si quiere ponerle librea, mejor, que así se acostumbrará el niño al empaque tieso y a las posturas nobles, como quien dice. La niña mayor, aunque me ha salido un poco jorobadita, es muy dispuesta para todo, y un águila para la costura... quiero decir, que cose con primor y que sus dedos vuelan... Bien podría la señora Marquesa traerla acá, y tenérmela empleada de sol a sol en la costura de casa tan grande... De mi esposa, sólo digo que tiene manos de ángel para el planchado en fino, y que en la compostura de encajes da quince y raya a la más pintada... Vea el señor Marqués qué fácilmente puede ayudar y socorrer a este pobre Sebo, a este honrado Sebo, que por las callejuelas de su oficio camina en persecución de las virtudes sin poder encontrarlas, y...».